
Sab. 18, 14-15; 19, 6-9.
Aquella noche de la liberación del Pueblo Israelita de la mano de sus opresores, en que la Palabra se manifestó como salvación para ellos, cumpliendo el Decreto Divino de condenar a los Egipcios y salvar a los Hebreos, es sólo una figura de aquel otro momento en que la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, manifestándose con todo su poder salvador para liberarnos de la esclavitud al pecado a que nos había sometido el Maligno, enemigo de Dios y de los hombres que están destinados a participar de la Vida Divina.
Por eso llenémonos de gozo en el Señor y demos brincos de alegría, dando gracias al Señor por haberse convertido en nuestra defensa y salvación. Ojalá y permitamos que nuestra vida esté siempre en sus manos.
Lucas 18, 1-8
Un mosquito en la noche es capaz de dejarnos sin dormir. Y eso que no hay comparación entre un hombre y un sancudo. Pero en esa batalla, el insecto tiene todas las de ganar. ¿Por qué? Porque, aunque es pequeño, revolotea una y otra vez sobre nuestra cabeza con su agudo y molesto silbido.
Si únicamente lo hiciera un momento no le daríamos importancia. Pero lo fastidioso es escucharle así durante horas. Entonces, encendemos la luz, nos levantamos y no descansamos hasta haber resuelto el problema. Este ejemplo, y el del juez injusto, nos ilustran perfectamente cómo debe ser nuestra oración: insistente, perseverante, continua, hasta que Dios “se moleste” y nos atienda.
Es fácil rezar un día, hacer una petición cuando estamos fervorosos, pero mantener ese contacto espiritual diario cuesta más.
Nos cansamos, nos desanimamos, pensamos que lo que hacemos es inútil porque parece que Dios no nos está escuchando. Sin embargo lo hace. Y presta mucha atención, y nos toma en serio porque somos sus hijos. Pero quiere que le insistamos, que vayamos todos los días a llamar a su puerta.
Sólo si no nos rendimos nos atenderá y nos concederá lo que le estamos pidiendo desde el fondo de nuestro corazón.










