Martes de la Octava de Pascua

Hech 2, 36-41

Había  un laico dedicado a tiempo completo a la evangelización que decía que en la antigüedad bastaba un sermón, una predicación para convertir a miles de personas, hoy ni con mil sermones logramos convertir a una persona. Quizás la causa sea que esta persona realmente estaba convencido de lo que decía.

Para él Cristo no era o había sido una filosofía, sino una persona real, alguien que le había cambiado su vida, de ser pescador de peces a pescador de hombres. No solamente sabía que había recibido el Espíritu Santo, sino que experimentaba su poder en él. Por ello cuando hablaba, la fuerza del mensaje iba cargada de la presencia de Dios, pues hablaba de su experiencia. Reconocer que Jesús ha resucitado, significa aceptar su vida y amor, y dejarse transformar por Él.

La Iglesia continua necesitando hombres y mujeres que estén profundamente convencidos de la resurrección de Cristo y que lo testifiquen en sus oficinas, en sus escuelas en la misma casa, viviendo de acuerdo al mensaje del evangelio y siendo valientes para en el momento que se requiera puedan dar razón de su fe. Tú eres una de estas personas.

Jn 20, 11-18

María Magdalena no podía creer en la muerte del Maestro. Invadida por una profunda pena se acerca al sepulcro. Ante la pregunta de los dos ángeles, no es capaz de admirarse. Sí, la muerte es dramática. Nos toca fuertemente. Sin Jesús Resucitado, carecería de sentido. «Mujer: ¿Por qué lloras? ¿A quién buscas?» Cuántas veces, Cristo se nos pone delante y nos repite las mismas preguntas. María no entendió. No era capaz de reconocerlo.

Así son nuestros momentos de lucha, de oscuridad y de dificultad.

« ¡María!» Es entonces cuando, al oír su nombre, se le abren los ojos y descubre al maestro: «Rabboni». Nos hemos acostumbrado a pensar que la resurrección es sólo una cosa que nos espera al otro lado de la muerte. Y nadie piensa que la resurrección es también, entrar «más» en la vida. Que la resurrección es algo que Dios da a todo el que la pide, siempre que, después de pedirla, sigan luchando por resucitar cada día. «La Iglesia ofrece a los hombres el Evangelio, documento profético, que responde a las exigencias y aspiraciones del corazón humano y que es siempre “Buena Nueva”.

La Iglesia no puede dejar de proclamar que Jesús vino a revelar el rostro de Dios y alcanzar, mediante la cruz y la resurrección, la salvación para todos los hombres». «He visto al Señor» – exclamó María. Esta debe ser nuestra actitud. Gratitud por haber visto al Señor, porque nos ha manifestado su amor y, como a María, nos ha llamado por nuestro nombre para anunciar la alegría de su Resurrección a todos los hombres. Que la gracia de estos días sacros que hemos vivido sea tal, que no podamos contener esa necesidad imperiosa de proclamarla, de compartirla con los demás. Vayamos y contemos a nuestros hermanos, como María Magdalena, lo que hemos visto y oído. Esto es lo que significa ser cristianos, ser enviados, ser apóstoles de verdad.

Lunes de la Octava de Pascua

Hch 2, 14.22-23

La lectura de hoy nos ofrece un parte del discurso de san Pedro el día de Pentecostés.  La interpretación teológica que da  a lo que ocurrió aquel día tiene un núcleo central que es claramente una referencia a Cristo.  El Espíritu que ha sido dado nos introduce en la perfecta inteligencia del misterio de Jesús de Nazaret: verdadero hombre y verdadero Dios, sanador y Salvador, llevado a la muerte por los hombres pero resucitado por Dios.

De ese modo, Dios ha realizado las promesas hechas a David: en Jesús resucitado se inaugura la plenitud de los tiempos. Los apóstoles dan testimonio del cumplimiento de las profecías.

Mt 28, 8-15

El Evangelio de hoy nos ofrece dos de las posturas que podemos adoptar tras la Resurrección del Señor. Por un lado, las mujeres que se acercan a los pies de Jesús, se postran y le adoran; por otro, los guardias y los príncipes de los sacerdotes han visto, saben lo que ha ocurrido, pero se niegan a aceptarlo. Vendieron su libertad, su salvación e incluso, un recuerdo digno en la memoria de la historia: «Esta noticia se divulgó entre los judíos hasta el día de hoy».


Y es que, no basta ir a la playa para mojarse. Hace falta ponerse el traje de baño y sumergirse sin miedo en el agua, penetrando las profundidades del mar. Dejémonos penetrar por la fuerza de la Resurrección del Señor. Que su “Pascua” por nuestras vidas no nos deje indiferentes, que nos libere y nos transforme como lo hizo con los primeros cristianos que fueron capaces, incluso, de dar su vida por la causa del anuncio de la Buena Nueva. «El Evangelio de Jesucristo es un mensaje de libertad y una fuerza de liberación. Liberación es, en primer lugar y de modo más importante, liberación radical de la esclavitud del pecado. Es el fin y el objetivo la libertad de los hijos de Dios, como don de la gracia». Acerquémonos a Jesús Resucitado como aquellas mujeres y, postrados de rodillas, adorémosle, pidámosle que nos libere con su gracia de todo aquello que nos impida ser testimonios de alegría y de amor para nuestros hermanos.


El mundo de muchas maneras ha tratado y seguirá tratando de detener el anuncio del Reino, de negar de una o de otra forma que Jesús ha resucitado, que la Vida en Abundancia es posible, que hemos sido perdonados de nuestros pecados, que el Espíritu vive en nosotros… en fin, que somos una nueva criatura en Cristo. Sin embargo Jesús continua saliéndonos al camino, para decirnos: «No tengan miedo». Por ello, debemos ahora más que nunca mostrar con nuestra vida, con nuestras palabras que Cristo verdaderamente ha resucitado, que vive en nosotros, que nuestra vida está unida a la de él. Jesús nos sale al encuentro en la Eucaristía, en la Sagrada Escritura, en nuestro mismo interior, para enviarnos a testificar que la muerte no lo retuvo, que ha vencido el pecado y nos ha dado vida, y Vida en Abundancia. Nada detendrá este anuncio… Jesús está vivo y es Señor. Amén.

Miércoles Santo

Is 50, 4-9

Esta fue la suerte que corrió el siervo y también Jesús. Transmitió el mensaje de su Padre, dio respiro, esperanza… a los agobiados y maltrechos  y acabó recibiendo ultrajes: le mesaron la barba, le flagelaron… Y Jesús afrontó, sin vengarse, su pasión entregando sus espaldas a los que lo golpeaban.

Cristo, se desnudó de su rango y pasó por uno más en la fila de los humanos. Como uno cualquiera, tuvo que afrontar el frío y el calor, el cansancio y el fracaso, la huida de los amigos y la ausencia de Dios, el dolor y la muerte. ¡Y qué muerte!

También Él es sabedor de que su Padre le hará justicia.

¿Es así también nuestra actuación en el gran teatro de la vida? Muchas veces nuestras palabras en lugar de consolar sólo sirven para hundir y herir, y ante la primera dificultad o incomprensión nos revolvemos como víboras. Nos queda mucho por aprender de esta figura del siervo y de Jesús.

Mt 26, 14-25

Uno de los valores fundamentales del cristianismo es la amistad. En el evangelio de Juan Jesús llega a decir: ya no los llamo siervos sino «amigos». En este mismo evangelio, referido este mismo pasaje que hoy nos presenta la Escritura, Jesús moja un pan y se lo da a Judas, signo de profunda amistad.

Esto es algo que Judas, por más confundido que hubiera estado sobre la identidad de Jesús, nunca entendió. Había estado con Él tres años y no había llegado ni siquiera a tenerlo como amigo.

Es triste que muchos cristianos padezcan de este mismo mal y no sepan valorar la amistad, ni de Jesús, ni muchas veces de aquellos con los que comparten su vida (papás, hermanos, compañeros). Cuando uno no es capaz de desarrollar una amistad, es la persona más vacía y solitaria, pues el verdadero amor es el del amigo. Esta ausencia, lleva al hombre, como llevó a Judas, a cometer las acciones más tristes del mundo.

No dejemos solo a Jesús en esta Semana Santa. Démonos un tiempo para participar, sobre todo de la fiesta de la Pascua el sábado por la noche. Mostrémosle que verdaderamente lo tenemos como amigo.

Martes Santo

Is 49, 1-6

Nuevamente el Señor nos recuerda que es Él precisamente quien vence nuestras batallas, que en vano nos esforzamos, cuando su poder es el que nos da la victoria.

Y es que Dios nos ha escogido y nos ha llamado a vivir en su plenitud, por ello el gran error del hombre es el querer ser autosuficiente, el buscar la independencia de todo y de todos, incluso del mismo Dios.

Pidamos con frecuencia que precisamente con Dios somos más que vencedores.

Jesús para esto murió y resucitó, para que en Él tengamos la victoria sobre nuestros pecados y debilidades. Aprovechemos esta semana para intensificar nuestra relación con Dios. Conozcámoslo más cada día y no solo de «oídas» sino como una experiencia personal. Preparémonos en estos días santos intensificando nuestra oración, y buscando que la victoria de Dios se manifieste en nuestra caridad para con los demás.

Jn 13, 21-33; 36-38

Jesús sabe que lo van a entregar. Pero Él lo acepta y lo quiere. Aunque Él no quiere que se pierda ninguno de los que eligió. Hasta el último momento quiso salvar a Judas, pero Judas no aceptó el regalo de Cristo.

Al igual que a Judas dio un bocado como símbolo de amistad, así también Cristo a nosotros nos da un bocado, su propio cuerpo en la eucaristía.

Si lo recibimos con el corazón bien dispuesto, el demonio nunca entrará en nosotros, pues Cristo nos protege.

«Lo que vas a hacer hazlo pronto». Es la frase de Jesús que se nos repite día a día: «hoy haz lo que debes, y hazlo pronto» es una llamada a cumplir con nuestro deber, deber de hijos, deber de padre o de madre, deber de estudiante, de médico, de abogado…

«Era de noche». A veces la noche se cierne sobre nosotros, no podemos ver, nos va mal, todo nos sale al revés, pero Cristo nos está esperando también en esos momentos. Cristo no se va, somos nosotros los que nos alejamos de Él, aunque nos espera. Sólo dar un paso atrás, pedir perdón, dar una sonrisa, unas gracias, etc. nos trae otra vez la paz y la cercanía de Cristo.

Donde Él está ya puedo estar yo. Ya nos abrió la puerta, ya nos dio las llaves, ya nos espera. Sólo nos falta caminar hacia Él.

Lunes Santo

Is 42, 1-7

En este lunes santo la liturgia nos propone, en primer lugar, un texto del Isaías, un profeta que predicó durante el destierro, como Ezequiel, alimentando la esperanza del pueblo, anunciándole un nuevo éxodo del cual Dios mismo sería el guía y en el cual se renovarían los prodigios del desierto. Se trata de oráculos de consuelo para los deportados, oráculos entre los cuales aparece la figura misteriosa del Siervo de Yahveh.

Nosotros los cristianos siempre hemos visto en el Siervo de Yahveh a la misma persona de Jesús. En el pasaje que hoy leemos se habla de la predilección de Dios por su Siervo, y de cómo lo ha ungido con la plenitud de su Espíritu. Se le describe como un ser bondadoso, humilde, paciente. Se la asignan dos atributos que han sido apreciadísimos a lo largo de los siglos y en las más diversas culturas, y que en nuestro tiempo, siguen representando los anhelos más altos de la mayor parte de la humanidad: la justicia y el derecho. Se le señala una misión universal, no sola a favor del pueblo elegido, sino también de todas las naciones.  El siervo de Dios realizará, en fin, la esperanza de una humanidad libre, plena de vida y feliz.

En la vida y en la obra de Jesús de Nazaret; especialmente en su muerte y resurrección, los cristianos hemos visto cumplida la misión del Siervo de Yahveh. Siervo por su humildad y obediencia, pero hijo querido de Dios que lo resucitó de entre los muertos como vamos a conmemorar y celebrar en esta Semana Santa.

Jn 12, 1-11

Jesús se encuentra con sus amigos. Yo soy su amigo. Sale a mi encuentro. Es Él quien va a Betania y quien viene a tocar a mi puerta. Desea sentarse a mi mesa, partir el pan conmigo, hablar conmigo.

Toca a la puerta de mi corazón para iluminarlo y consolarlo: «Sólo Él tiene palabras de vida eterna» No sólo está a mi lado: me lleva en sus brazos para que las asperezas, las piedras y el barro no me salpiquen y no me hagan tropezar y caer, si yo quiero.

Y, aunque cayera, su amor no disminuiría, incluso me amaría más. Limpiaría mis heridas y manchas del camino. Él sería una María de Betania para con nosotros, nos perfumaría los pies y la cabeza. ¿No deberíamos nosotros hacer lo mismo? Ponernos a sus pies y llorar. Llorar por la tristeza de ofenderle y llorar por la alegría de su perdón. Las lágrimas son la mejor oración que podemos elevar a Dios. Y, también, perfumar sus pies; que el perfume de nuestras buenas obras y el ungüento de nuestro perdón sean dignos de un Dios tan misericordioso. Como Él perdona, así perdonar a quienes nos ofenden.

No nos fijemos en el «derroche» de este caro perfume. Es un perfume que nunca se acaba si es a Cristo a quien lo ofrecemos. Obrando así prepararemos la sepultura del Señor, su resurrección y su permanencia entre nosotros.

Sábado de la V Semana de Cuaresma

Ez 37, 21-28

Hoy oímos un anuncio profético de restauración absoluta.  Su optimismo nos puede parecer todavía más grande si tenemos en cuenta las circunstancias tan difíciles que prevalecían durante el destierro de Babilonia.

Dios aparece claramente como el cuidadoso y amoroso restaurador de su pueblo.

La base es la alianza a la que el pueblo no ha sido fiel, pero que Dios mantiene en su fidelidad absoluta: “Yo voy a ser su Dios y ellos va a ser mi pueblo”.  Esta es la fórmula fundacional que hoy escuchamos dos veces.

Cada una de las heridas del pueblo será restañadas perfectamente: la herida de la dispersión –“los congregaré”-, la herida de la división en dos reinos, Judá e Israel, hecha después de Salomón –“nunca más volverán a ser dos naciones”.

Todos vivirán bajo un solo pastor.  La figura ideal de David es evocada: “David será su rey para siempre”.  Pero sobre todo es curada la herida más profunda, la de la infidelidad del pueblo, cuando se le dice: “Ya no volverán a mancharse”.

Jn 11, 45-56

Una vez más, Cristo, el redentor del hombre, nos da la oportunidad de buscar la conversión, de volver a la intimidad del Padre como el hijo pródigo. Cuantas veces, quizá, le hemos dado la espalda, olvidándonos de las maravillas que Él ha realizado en nosotros, como les sucedió a los fariseos que, a causa de su cerrazón no supieron apreciar las obras que Cristo estaba obrando en ellos. Así nos lo dice el evangelio: «Por eso Jesús ya no andaba en público con los judíos sino que se retiró al desierto».

Por eso, necesitamos de redención, de volver a nosotros mismos, como lo hicieron los judíos que creyeron ante la claridad de un milagro. Necesitamos convertirnos a Dios para terminar con la indiferencia que acecha nuestro interior.

Conversión para valorar el don de nuestra fe en Cristo. Esta conversión significa convencerse de Cristo. Para esto, no hay nada mejor que profundizar en ese primer encuentro en que Él se acercó a nuestra vida y nos propusimos seguir sus caminos. Por ello, quien más le conoce más se convence, y quien más se convence, más se enamora de Él.

Está cerca también para nosotros la Pascua. Subamos pues, a Jerusalén acompañando a Jesucristo. Sintamos con Él, el precio de la cruz que con amor ha querido pagar por nuestra redención. Amor con amor se paga, y Cristo, nos amó…, me amó primero.

Viernes de la V Semana de Cuaresma

Jer 20, 10-13

Ciertamente Jeremías tenía muchos enemigos que se oponían a su predicación, y con ello a que se realizara la voluntad de Dios. Hoy nosotros podríamos decir que tenemos un solo enemigo y es nuestro pecado… es todo aquello que, como en tiempos del profeta, se opone a que el Reino de los cielos se establezca primeramente en nuestro corazón y después en todo nuestro entorno.

Es una lucha iniciada en el paraíso y que continúa en nosotros hasta el último de nuestros días. Sin embargo, a diferencia del caso de Jeremías, nuestro enemigo ha sido ya vencido por Cristo. Si todavía tiene poder en nuestra vida y en nuestra sociedad es porque muchas veces nuestra adhesión a Cristo es solo parcial y no total. Aprópiate de la victoria de Cristo. Esta es la única oportunidad de que vencido nuestro enemigo, vivamos en la paz y la alegría de Dios.

Jn 10, 31-42

Una de las cosas que causan más asombro en la vida de Jesús es que haya sido tanta la gente que lo rechazó.  Jesús es la personificación de todo lo que es bueno, santo y deseable, y lo que Él desea es atraer a todos los hombres hacia sí, para hacer de ellos seres perfectos y eternamente felices.  No solamente predicó la bondad y el amor de su Padre para con los hombres, sino que Él mismo reveló esta bondad y este amor con sus acciones. 

Cuando los judíos cogieron piedras para apedrearlo, Él les dijo en tono de protesta: “He realizado ante ustedes muchas obras buenas de parte del Padre, ¿por cuál de ellas me quieren apedrear?”.  Entonces lo acusaron de blasfemia, porque pretendía ser Dios, y sin embargo, solo les estaba diciendo la verdad, y sus afirmaciones de que era un ser divino, estaban confirmadas por señales y milagros.

Sorprende que Jesús, lo mismo que muchos otros profetas de Israel, haya sido rechazado por un número tan grande de gente, si no hacía más que decir la verdad.  ¿Por qué se le repudiaba?  Eran muchas las razones y muy complicadas, pero una de ellas es que la verdad puede incomodar. 

Cuando la verdad nos coloca frente a nuestros fracasos e incapacidades, el camino más fácil para escapar a nuestras responsabilidades y a la necesidad de tener que cambiar es ignorar o negar la verdad.  Cuando un maestro notifica a los padres consentidores e irresponsables, que su hijo es un problema en la escuela, tanto en los estudios como en la disciplina, el juicio del maestro es, al mismo tiempo, una evaluación del joven estudiante y de sus padres.  Pero éstos, antes de hacer frente a sus propias faltas y a la necesidad de actuar, escogen el camino más fácil y se niegan a aceptar el informe del maestro.

La verdad puede incomodar, aun la verdad predicada por Jesús.  La verdad de Jesucristo nos exige que seamos diferentes de los demás; nos pide que aceptemos el sufrimiento y la auto-renuncia, que abandonemos nuestro egoísmo y que seamos generosos en nuestro amor y nuestro servicio a los demás.  Oremos en esta Misa para que nunca tomemos la salida fácil de rechazar a Jesús y su verdad.

Jueves de la V Semana de Cuaresma

Gn 17, 3-9

En la primera lectura, Dios le cambia el nombre a Abram. Y de llamarse Abram, le llama Abraham. Este cambio de nombre no es simplemente algo exterior o superficial. Esto requiere de Dios la disponibilidad a cambiar también el interior, a hacer de este hombre un hombre nuevo. Pero, al mismo tiempo, requiere de Abraham la disponibilidad para acoger el nombre nuevo que Dios le quiere dar.

Es en el interior de nosotros donde tienen que producirse los auténticos cambios; de donde tiene que brotar hacia el exterior la verdadera transformación, la forma distinta de ser, el modo diferente de comportarse.

El hecho de que Dios le cambie el nombre a Abram, además de significar el querer llegar al fondo, está también significando que solamente quien es dueño de otro le puede cambiar el nombre.

¿Realmente somos conscientes de que somos propiedad de Dios? Dios es tan consciente de que somos propiedad suya, que no deja de reclamarnos, que no deja de buscarnos, que no deja de inquietarnos. Como a quien le han quitado algo que es suyo y cada vez que ve a quien se lo quitó, le dice: ¡Acuérdate de que lo que tú tienes es mío! Así es Dios con nosotros. Llega a nuestra alma y nos dice: Acuérdate de que tú eres mío, de que lo que tú tienes es mío: tu vida, tu tiempo, tu historia, tu familia, tus cualidades. Todo lo que tú tienes es mío; eres mi propiedad.

Jn 8, 51-59

Uno de los grandes problemas de nuestro mundo moderno es la falta de fidelidad. Con una facilidad asombrosa nos cambiamos de marca, de automóvil, de trabajo, etc. Esto se extiende a la vida matrimonial en donde, muchas parejas (incluso cristianas) desde el momento de su matrimonio ya consideran la posibilidad del divorcio olvidándose de las promesas ante al altar.

Igualmente, muchos hermanos, con facilidad se dejan conducir por doctrinas extrañas olvidándose de las promesas bautismales y del credo que durante años han recitado en la Eucaristía. Y es que ser fiel no es fácil, implica en ocasiones arriesgarlo todo. Ser fiel a la palabra de Dios, sobre todo en cuestiones sociales, en nuestro testimonio diario, o en la vida matrimonial puede implicarlo todo… incluso la misma vida, como en el caso de Jesús.

Si algo se valora de un servidor es que éste sea «fiel», que sea capaz de sostener la palabra dada aún a costa de la propia vida. Para ellos, para los que han sido fieles, Jesús promete la vida que no acaba Jamás.

Preparémonos para reafirmar nuestras promesas bautismales en la vigilia de Pascua.

Miércoles de la V Semana de Cuaresma

Dan 3, 14-20. 49-50. 91-92. 95

La verdadera fe se expresa en la fidelidad y la fidelidad se expresa en los momentos de crisis, cuando se puede perder todo, cuando todo puede depender de nuestra actitud hacia Dios, cuando preferimos, incluso la misma muerte, que el ofender a Dios con nuestra infidelidad. Si muchas veces notamos en nuestra comunidad cristiana tibieza, la causa es una falta de compromiso y de fidelidad total a Dios.

En este pasaje hemos leído como estos tres hombres fueron capaces de desobedecer al rey y con ello pusieron en juego su propia vida. Ellos sabían que Dios es poderoso para salvarlos, sin embargo su fidelidad no está basada en la posibilidad de que Dios los salvará, pues a pasar que esto no sucediera, ellos jamás le serían infieles.

Pensemos en cuántas veces nosotros le hemos dicho a Dios: «Haré esto o lo otro si tú me das a cambio…» Nuestro Dios no es un Dios de «trueques». Le amamos o no le amamos, le somos o no fieles, sin que esto dependa de lo que nos pueda o quiera dar. Por ello la crisis y la tentación es la mejor oportunidad que tenemos para probarle a Dios si verdaderamente le amamos y le somos fieles.

Jn 8, 31-42

Hoy la libertad está de moda. Libertad de expresión, de opinión, libertad de experimentación científica, de prensa, lucha por la libertad… Sin embargo, paradójicamente, también nuestra libertad nos puede hacer esclavos. Todo el que comete pecado es un esclavo. La libertad es lo contrario de la esclavitud. ¿Cómo es posible que en nuestro mundo en el cual gozamos de tantas libertades podamos ser esclavos? Nos hemos olvidado de una palabra que es inseparable de la libertad: la verdad. Conocerán la verdad y la verdad los hará libres.

Desgraciadamente hemos separado muchas veces la libertad de la verdad. Sin embargo, no puede existir auténtica libertad si está desligada de la verdad pues son dos eslabones de una cadena que no se pueden separar. Y de aquí surge la gran pregunta ¿qué es la verdad? Jesús nos dice que Él es la verdad y que si nos mantenemos en su Palabra podremos conocer la verdad y ser libres.

Dios no es una verdad más, sino que es la verdad absoluta, es el único que tiene una libertad absoluta. La libertad del hombre es un riesgo. Con la gracia de Dios, la libertad del hombre puede ser encaminada a la verdad, al bien y a la felicidad. Por el contrario, si buscamos una libertad lejos de la verdad, que es Cristo, nos haremos esclavos de nuestras propias pasiones y de nuestros pecados.

Al final del pasaje evangélico, Jesucristo nos invita a una coherencia de vida. Si nuestras obras no reflejan la verdad no podemos decir que realmente somos libres. Si nuestra vida se desarrolla en el campo de la mentira no podemos decir que somos coherentes con lo que Cristo nos ha enseñado. Si queremos ser hijos de Dios debemos actuar con la verdad, si no seremos hijos del padre de la mentira.

Dios viene a librarnos del pecado. Preparemos en esta cuaresma un corazón sincero que nos ayude a recibir las gracias que Dios viene a traernos. Seamos humildes para dejar a un lado la mentira y el pecado, para convertirnos con la ayuda de Dios a una vida libre apoyada en la verdad de Cristo.

Martes de la V Semana de Cuaresma

Num 21, 4-9

Dios conoce perfectamente nuestra debilidad y nuestra inclinación al pecado, por eso de la misma manera como en el desierto proveyó la medicina para que el pueblo no muriera por el veneno de la serpiente, así también en la cruz de Cristo, representada por esta serpiente puesta sobre el palo, el mundo encuentra el antídoto para no morir por el veneno del pecado.

A diferencia de la serpiente en el palo levantada por Moisés, Cristo levantado en la cruz es en sí mismo la fuente misma de la vida. Cuando el hombre, con una mirada de fe, dirige sus ojos a Cristo crucificado (no únicamente la cruz), se siente movido profundamente a reconocer en Él la muestra más grande del amor de Dios; pero al mismo tiempo a cambiar de vida y a imitar a aquel que contempla.

Las grandes conversiones de muchos hombres y mujeres a lo largo de la historia se han dado de rodillas ante un Cristo. Si de verdad quieres crecer en el amor a Dios y en tu vida de conversión, dedica unos minutos de tu día a orar de rodillas delante de un Cristo, verás lo que el amor de Dios es capaz de hacer por ti.

Jn 8, 21-30

Cristo nos desvela el secreto de su éxito. Es sencillo, basta cumplir la voluntad de Dios. Eso es todo. Nos lo dice clarísimo: “Yo hago siempre lo que a Él le agrada”. Esto podría ser el resumen de la vida de Jesús.

No hay que ser ingenuos y creer que ya todo está resuelto. El camino de la voluntad de Dios, en algunos momentos, es duro. No todo es coser y cantar. Pero en nuestro peregrinar por la voluntad de Dios no vamos solos. Podrá haber situaciones oscuras, ásperas, pero Dios no nos faltará. El secreto es no desviarse del camino, ni a derecha ni a izquierda. Aparecerán atajos tentadores, guías espontáneos que intentarán llevarnos por otros senderos. Pero el camino ya está decidido.

En este camino, la cruz es el punto de referencia. Es un faro en nuestro peregrinar. El que quiera venir en pos de mí, tome su cruz cada día y sígame. Ciertamente debemos estar atentos a seguir el camino verdadero. Por eso Jesús nos dejó a su Iglesia, para guiarnos por el sendero de la voluntad de Dios. Ellos son los verdaderos guías que nos podrán señalar el sendero de salvación. Basta ser sinceros en la entrega y una vez claro el camino, seguir sin desviarse.

Pensemos cuantas cosas pasarían en nuestra vida, en nuestros enfermos si nosotros tuviéramos la fe del Centurión, y viéramos en la hostia a «Yo Soy», al mismo Jesús, para quien todo es posible. Ojalá y, como en el evangelio, después de estas palabras muchos crean en Él.