EL LORO DE LA ABUELA
Cuando, siendo niños, íbamos de visita a casa de la abuela, contemplábamos con asombro un guacamayo grande y colorido, serio, que hacía equilibrios en su aro metálico. Le hablábamos, le dábamos semillitas de calabaza y de girasol. El guacamayo las abría con singular habilidad y dejaba caer con total indiferencia las cáscaras. En la charola que la abuela tenía estratégicamente colocada bajo el loro, se acumulaban toda clase de desperdicios sin que el animal se preocupara de ello. Tanto era así, que cuando nosotros comíamos descuidadamente, nos caía encima la frase de rigor: «Niño, pareces el guacamayo.»
En estos últimos años he vuelto a pensar muchas veces en aquel guacamayo, que permanecía tan indiferente a su entorno. Simplemente vivía, comía y expulsaba residuo, sin ocuparse lo más mínimo ni siquiera de mirar adónde iban a parar. En cierto modo, las sociedades industriales se han comportado de forma muy similar desde el siglo XVIII.
Al principio, atraídas por el mágico imán del progreso, se lanzaron a la carrera de la producción en serie, a la fabricación de maquinaria pesada. El desarrollo tecnológico y las leyes del mercado constituyeron la brújula del trabajo industrial. Aún no se planteaba la más mínima preocupación por el destino de los desechos que esas flamantes fábricas arrojaban a los ríos y campos. Tampoco se pensaba en la finitud de los recursos naturales empleados como materias primas. Lo importante era producir, vender y hacer rentables las empresas.
Este modelo de sociedad, cada vez más especializada y orientada a la producción y al consumo, fue exportada a los países menos industrializados y proveedores de materias primas, de modo que, bajo un sistema u otro, inmensas zonas de territorio en nuestro planeta empezaron a industrializarse y a gestar nuevos basureros. El transporte a base de combustión de gasolina, generalizado en toda la tierra, no ha contribuido a mejorar la situación. Tampoco lo ha conseguido la energía nuclear.
Al igual que el guacamayo de mi abuela, nosotros nos hemos ocupado tan sólo de vivir, de producir lo que nos hacía falta –y lo que no–, sin considerar seriamente el destino de los desechos que, por ser seres vivos, necesariamente producimos. Ahora que la situación se ha agravado alarmantemente, y que tantos grupos protestan por el saqueo que realizamos con la Tierra, es cuando comenzamos a pensar seriamente en este asunto, lo que debería ser connatural a nosotros: qué hacer con nuestros desperdicios.
La alternativa no es volver atrás, a un bucólico modo primitivo de vivir, sino poner todas las energías y lucidez de las ciencias y tecnologías al servicio de una nueva búsqueda: cómo vivir de un modo más ecológico. La situación de nuestro planeta no deja lugar a dudas: está en franco deterioro. Si nosotros, causantes de ello, no ponemos los medios para frenarlo, en menos de una generación los problemas de salud humana, animal y vegetal escaparán a nuestro control. El guacamayo no podía aprender, pero nosotros sí.