Jueves de la XII semana del tiempo ordinario

Mt 7, 21-29 

Jesús concluye esta gran catequesis sobre la vida cristiana con la invitación a vivirla. No se trata de ser «escuchadores» de la palabra de Dios, sino actores, de ponerla en práctica.  

El hacer milagros, sanar personas, expulsar demonios no es un signo de pertenencia a Jesús. Estos signos pueden ser hechos también por obra del maligno.  

Por ello no basta decir: Señor, Señor, sino vivir de acuerdo al evangelio. Quien se dedica solo a «escuchar» la palabra de Dios y no hace un verdadero esfuerzo por vivirla termina con una vida destrozada.  

En cambio, quien toma el camino angosto y la puerta estrecha que conducen a la vida, encontrará que su vida se construye en la paz y la armonía interior.  

El Evangelio no es una filosofía, sino la proposición concreta de Jesús a adoptar un estilo de vida cimentado en el amor, una vida que es capaz de resistir todos los embates de la vida y permanecer en pie, una vida que no se deja vencer por las crisis (cualquiera que estas sean) sino que la supera y en ello manifiesta la solidez de su fe y su amor al Resucitado.

Miércoles de la XII semana del tiempo ordinario

 

Mt 7, 15-20

La acusación que nos hace la sociedad a los seguidores de Jesús es que no vivimos lo que predicamos. Es una doctrina muy hermosa, presenta ideales que movería multitudes en la construcción de un mundo nuevo, se predica muy hermoso, pero en la práctica no se ven los frutos. Es una historia antigua y que se renueva constantemente.

Con dos imágenes igualmente impactantes, Cristo pretende sacudir la conciencia de sus discípulos y prevenirlos de caer en esta dicotomía: el disfraz y los frutos.

La imagen más bella y apreciada que conocían los israelitas era la del profeta, era quien hablaba en nombre de Dios, el que estaba cercano a las necesidades del pueblo, el que urgía a discernir los caminos de la verdad y de la justicia. Sin embargo, también esta imagen se puede utilizar como un disfraz de lobo que busca no tanto decir la Palabra de Dios, sino la propia palabra. Apariencia de profeta, que no busca el bien de los necesitados, sino su propio provecho. Utilizando el disfraz de profeta, cuando no es más que un lobo rapaz.

Jesús condena esta actitud y previene a sus discípulos para no caer en ella y también para no ser víctima de estos falsos profetas.

La otra imagen que nos ofrece es la de los frutos, con una insistencia machacona que hasta siete veces aparece en este pasaje la palabra fruto. Y aquí es donde nos debemos detener nosotros sus discípulos.

Ya en el documento de Aparecida, cuando insistía tanto en la congruencia, nos presentaba esa incompatibilidad de países de mayoría cristiana y sin embargo de una injusticia insultante, de unas estructuras de corrupción y de mentiras y de unas diferencias abismales en la posesión de los bienes.

¿Qué frutos estamos dando nosotros? ¿Ha fallado la palabra de Dios? Parece que nos hemos conformado con la apariencia de palabra de Dios y nos hemos quedado con el barniz de cristianos sin vivir a profundidad el Evangelio, sin asumir sus consecuencias.

Cuando se utiliza el evangelio para el provecho de unos cuantos, no se puede dar buenos frutos. Cuando se escuda en el Evangelio para nuestros propios intereses aparecen la corrupción y la injusticia.

La solución no es abandonar a Cristo y a su Evangelio como si no fueran capaces de transformar la sociedad. La solución es tomar en serio el Evangelio, vivirlo en profundidad y adoptar una actitud de conversión, de renovación y un serio compromiso que nos lleve a vivir con coherencia nuestra fe.

Dejémonos hoy cuestionar por este Evangelio. ¿Qué te dice Jesús?

 

Martes de la XII semana del tiempo ordinario

Mt 7, 6. 12-14

¿Qué quiere decir Jesús con la puerta estrecha? ¿Cuál es la puerta por la que debemos entrar? ¿Y por qué Jesús habla de una puerta estrecha?

La imagen de la puerta aparece varias veces en el Evangelio y se remonta a la de la casa, a la del hogar doméstico, donde encontramos seguridad, amor y calor.

Jesús nos dice que hay una puerta que nos hace entrar en la familia de Dios, en el calor de la casa de Dios, de la comunión con Él. Y esa puerta es el mismo Jesús. Él es la puerta. Él es el pasaje para la salvación. Él nos conduce al Padre.

Y la puerta que es Jesús jamás está cerrada, esta puerta jamás está cerrada. Está abierta siempre y a todos sin distinción, sin exclusiones, sin privilegios.

Porque Jesús no excluye a nadie. Alguno quizá pueda decir: «pero Padre, yo estoy excluido, porque soy un gran pecador. He hecho cosas feas. He hecho tantas cosas malas en la vida» No, no estás excluido.

Precisamente por esto eres el preferido. Porque Jesús prefiere al pecador. Siempre, para perdonarlo, para amarlo. Jesús te está esperando para abrazarte, para perdonarte. No tengas miedo. Él te espera. Anímate, ten coraje para entrar por su puerta.

Todos somos invitamos a pasar esta puerta, a atravesar la puerta de la fe, a entrar en su vida, y a hacerlo entrar en nuestra vida, para que Él la transforme, la renueve, le de alegría plena y duradera.

En la actualidad pasamos ante tantas puertas que invitan a entrar prometiendo una felicidad que después, nos damos cuenta que duran un instante. Que se agota en sí misma y que no tiene futuro.

Tenemos que preguntarnos: ¿Por cuál puerta queremos entrar? Y ¿a quién queremos hacer entrar por la puerta de nuestra vida?

No tengamos miedo de atravesar la puerta de la fe en Jesús, de dejarlo entrar cada vez más en nuestra vida, de salir de nuestros egoísmos, de nuestras cerrazones, de nuestras indiferencias hacia los demás. Porque Jesús ilumina nuestra vida con una luz que no se apaga jamás.

A la Virgen María, Puerta del Cielo, le pedimos que nos ayude a pasar la puerta de la fe, a dejar que su Hijo transforme nuestra existencia como ha transformado la suya para llevar a todos la alegría del Evangelio.

Viernes de la XI semana del tiempo ordinario

Mt 6, 19-23 

En este pasaje evangélico, Jesús quiere enseñarnos la manera de cómo debemos actuar en este mundo para ganarnos el cielo, que es con obras que produzcan buen fruto y también purificando nuestro corazón para amarle a Él en vez del mundo y sus placeres.

Las cosas que hagamos en esta tierra deben estar hechas según Dios, siguiendo sus designios y quereres. No es lo mismo hacer una gran obra de caridad o un muy buen servicio a alguien con el mero objeto de aparecer como el hombre más caritativo o servicial ante los demás, a realizar estos mismos actos con la intención de ser visto sólo por Dios sin querer recibir alabanzas o elogios de parte de los hombres sino con la actitud de darle gloria y agradarle con esas acciones.

La pureza de intención es necesaria para que nuestras obras tengan valor ante los ojos de Dios. Y Él nos dará nuestro justo pago por esas buenas acciones. Nada de lo que hagamos quedará sin recompensa. Sea bueno o malo. Y esa recompensa la recibiremos sea aquí en la tierra o en el cielo.

Para obrar así se requiere que nuestro corazón esté atento a las oportunidades que se nos presentan. Es verdad lo que Cristo dice acerca del corazón. Por ejemplo, está el testimonio de muchos santos que pusieron todo su corazón en los bienes del cielo y obraron de acuerdo a ello. Porque el cielo y Dios era su tesoro. Y así ganaron la eterna compañía de Dios porque toda su persona y su corazón estaban fijos en el cielo.

Purifiquemos, pues, nuestro corazón para que Cristo sea nuestro único tesoro por el cual lo demos todo.

Jueves de la XI semana del tiempo ordinario

Mt 6, 7-15

La enseñanza de Jesús no podía ser más simple y contundente: Orar, más que palabras es establecer y profundizar una relación con nuestro Papá.

Hay una necesidad imperiosa para el hombre de comunicarse con Dios a pesar de los muchos ruidos de que se busca llenar los vacíos, ocupando a todas horas nuestros sentidos, en el fondo descubrimos ese deseo de hablar con Dios.

Quizás, a veces, reducimos la oración del Padrenuestro a las palabras aprendidas desde niños y las repetimos mecánicamente. Hoy, Jesús, nos invita a acercarnos a Dios con la actitud del hijo que se acerca a su padre.

El Padrenuestro es la más bella oración, brota del corazón de Jesús. Esto mismo le enseña a sus discípulos, pero primeramente insiste en que para hacer oración no se necesita de muchas palabras.

Padre, Papá Abbá, es un término al mismo tiempo de cercanía, de confianza y de respeto. Es así como nos anima Jesús a que iniciemos nuestra oración, poniéndonos en manos de quien sabemos que nos ama. Esta es la premisa, para hacer oración hay que sentirse en un ambiente de amor y confiarse a las manos de Papá Dios. Lo demás brotará fácilmente.

Padre, Abbá, es la primera palabra que un niño le dirige a su papá para expresarle reconocimiento y amor. Pero al decir nuestro, nos abrimos a la fraternidad, no somos egoístas, no acaparamos a nuestro Dios, sino que nos sabemos hermanos, compartiendo un mismo Padre que nos ama a todos por igual.

Las peticiones de esta bella oración, cada una en sí misma nos lleva a profundizar en la providencia del Reino y nuestra participación. La oración brota del interior de cada persona y no necesita multiplicarse indefinidamente para ser escuchada. Es buscar la voluntad del Padre, es hacer presente su Reino y la santificación de su nombre.

Las primeras peticiones están dirigidas a la alabanza y presencia del Señor en medio de nosotros. La segunda parte está dirigida a la procuración del bienestar, liberación y protección de las personas. Pero unas y otras se implican mutuamente.

No puede haber verdadera santificación del nombre de Dios sino hay verdadera satisfacción del hambre de los hermanos. No puede haber presencia del Reino sino nos hemos liberado de nuestros males, injusticias, ambición y poder.

Oremos confiadamente con esta oración que el Señor nos enseñó.

Miércoles de la XI semana del tiempo ordinario

Mt 6, 1-6. 16-18 

Unos de los peligros que nos ofrece la sociedad moderna es la superficialidad. Las relaciones se han vuelto tan rápidas, tan distantes y tan ocasionales que dan la oportunidad de aparecer como lo que uno no es. No es raro que en los datos que se ofrecen a través del internet se cambie la personalidad, las fechas y hasta el nombre.

Se vive de ilusión y de fantasía, se teme aparecer como realmente es uno. Esto se da sobre todo en el mundo de los jóvenes y a través de las redes del internet, pero también se da en todos los ámbitos. Hemos hecho de la vida una apariencia.

Jesús, hoy, nos invita a buscar lo que es valioso y a que miremos en lo profundo de nuestro corazón. No importa nuestra apariencia, ni de los antiguos fariseos que ostentaban falsedades ni de los modernos personajes huecos que no aparecen como lo que son. Lo importante es lo que Dios ve: el interior de cada persona.

¿Qué hay en tu interior? Quizás frente a los demás luzcas como una persona de éxito y lleno de felicidad, pero ¿eso es lo que hay en tu corazón?

Para los fariseos, era la apariencia de la bondad, del ayuno y de la oración. Hoy, quizás esos valores quedan atrás, pero no ha quedado atrás la hipocresía y el querer manifestarse como lo que no se es.

San Pablo le recuerda a los Corintios que para poder dar algo se necesita sembrar, que el que siembra poco, cosecha poco. Y este ejemplo que parecería sólo del campo, tiene su actualidad en medio de nosotros, también hoy hay quien sólo es hoja y no tiene fruto; también hoy hay quien hace ruido y no tiene sustancia. Pero san Pablo añade algo importante: la alegría verdadera.

¿Cómo están tan contentos los jóvenes comunicándose con personas que ni conocen y viven a kilómetros de distancia? En cambio son fríos y calculadores con su propia familia y con quienes están cerca. Es que es más fácil aparentar.

San Pablo insiste en que debemos dar, y dar con alegría y prontitud y de buena gana. Que esta alegría y generosidad sean el distintivo del discípulo de Jesús y dejemos a un lado las apariencias.

Martes de la XI semana del tiempo ordinario

Mt 5, 43-48 

“La venganza es dulce”, dice un dicho popular que todos hemos escuchado y quizás en alguna ocasión lo hayamos dicho o al menos pensado alguno de nosotros.

El mal que recibimos, con frecuencia no sólo nos hace el daño de ese momento en que lo recibimos, sino que se nos queda en el corazón, crece y hace mucho daño.

Hay tantas personas que viven con resentimiento y amargadas por heridas que recibieron desde su niñez y con frecuencia de personas que amaban o que debían amarlas.

En el Antiguo Testamento parece indicar que la venganza es buena y aceptable, ya que hay frases que se atribuyen esa venganza hasta el mismo Dios.

¿Es lícito vengarse? ¿Tenemos que quedar pasivos ante las injusticias y los agravios? Cristo rompe esta práctica y nos recuerda que sólo el verdadero amor puede romper la cadena de violencia. Ya también en los primero acontecimientos del Génesis, la Palabra de Dios nos presentaba que la violencia no puede ser solución a la violencia.

Cuando Caín espera una condena por la sangre de Abel, el Señor le dice que nadie lo podrá matar porque recibiría un castigo mayor. Es decir, no se soluciona el problema de sangre con más sangre.

Jesús nos dice y nos enseña con su práctica que el odio no se puede vencer con el odio, sino con el perdón y el amor. Es fácil amar a los que nos aman, es fácil tratar bien a los que nos tratan bien, pero es difícil perdonar las ofensas, es difícil aceptar a los que se equivocan, y con frecuencia éstos están muy cerca de nosotros: nuestros familiares, los vecinos, los compañeros de trabajo, de escuela.

Si hay rencor, envidias y venganzas, el ambiente se vuelve hostil y desagradable. Está en nuestras manos transformar nuestros ambientes y hacerlos armoniosos y pacíficos.

El modelo que nos propone Jesús es mismo Padre Dios que hace salir su sol sobre buenos y malos. Nada de adversarios, nada de discriminaciones, nada de venganzas. Es el único camino para romper la cadena de violencia.

¿Seremos capaces de seguirlo? ¿Seremos capaces de perdonar? ¿Seremos capaces de reconciliarnos?

Viernes de la X semana del tiempo ordinario

Mt 5, 27-32 

En este pasaje Mateo une dos enseñanzas: una sobre el pecado y otra sobre el adulterio de manera que aprovecha la enseñanza sobre el pecado en general para advertir sobre el pecado de adulterio.

Con frecuencia se ha acusado a la Iglesia católica de retrograda en materia de sexo, pensando que restringe un libertinaje disfrazado de derechos humanos y de respeto a la persona.

Las palabras de Jesús este día, vienen a cuestionarnos sobre nuestra actitud frente a la sexualidad.

Cuando estamos en un mundo invadido por los programas de la televisión, las telenovelas, los cuentos y los chistes que desprestigian la fidelidad y la pureza, suenas las palabras de Jesús como muy lejanas. No es estar al día ni experimentar con todas las cosas posibles lo que nos propone Jesús. La provocación y el desenfreno cada día se exhiben y parecen reclamar sus cartas de identidad. Cristo habla de otra cosa muy diferente.

Aún en una sociedad donde la mujer era considerada de muy poco valor y casi como una más de las pertenencias, el adulterio tal como lo expresa, significaba tanto una injusticia como una impureza, pero Cristo va más allá, no sólo en este pasaje, sino en toda su vida y en la actitud que muestra hacia las mujeres. Las considera como verdaderas personas, no como objeto de placer, ni tampoco como una pertenencia al estilo judío. Por eso las defiende, las trata y las anima.

El divorcio tampoco se entendía como actualmente. Se buscaban pretextos para despedir a la mujer que no le agradaba al hombre.

Hoy, tanto el adulterio como el divorcio han perdido su sentido de pecado y sin embargo hacen tanto daño a nuestras comunidades, pues acaban uno y otro destruyendo la familia.

Con frecuencia se fundamentan razones para justificarlo, pero con mayor frecuencia hemos descuidado el verdadero valor de las personas: hombres y mujeres, y la comodidad y el utilitarismo se han convertido en parámetros de juicio.

La base de toda familia será el verdadero amor y la verdadera justicia. El divorcio y el adulterio van contra ambos y acaban destruyendo la pareja.

En este día revisemos las actitudes de pareja: el respeto, el cuidado. Revisemos también lo que entra por los sentidos: ojos y oídos, respecto a estas bases familiares.

¿Qué nos dice hoy Jesús?

Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote, 13 de junio de 2019

Celebramos hoy en la Iglesia la fiesta de Nuestro Señor Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote.

Por una tradición que se pierde en el tiempo, el primer jueves después de Pentecostés se celebra en la Iglesia la función sacerdotal de Cristo, quien ofreciéndose a sí mismo se constituye en Sumo y Eterno Sacerdote.

Es verdad que Cristo nunca se proclamó a sí mismo como sacerdote, no tenía ningún título y no ejerció en el Templo de Jerusalén, pero también es verdad que todas las funciones del sacerdocio las realizó de una manera plena con su vida y con su palabra: Santificar, ofrecer sacrificio, purificar.

Es muy clara su función de santificar, que es la de todo sacerdote durante todo su ministerio, desde la unción en la sinagoga hasta la muerte en cruz, con los mensajes de paz que nos ofrece el resucitado.

Jesús ofrece el sacrificio pleno de presentarse a sí mismo como víctima y sacerdote. Establece la Alianza que une en comunión a los hombres con Dios y que realiza perfectamente la misión del sacerdote: ser puente entre los hombres y Dios, y establecer esa relación entre la humanidad y su Señor.

No son los sacrificios rituales que a menudo se ofrecían en el Templo y que terminaban perdiendo su sentido al convertirse en puros ritos sin interioridad. Es la vida ofrecida en sacrificio. Un sacrificio que otorga perdón, reconciliación y vida nueva.

Jesús en la última cena, aparece como el sacerdote de la Nueva Alianza, sellada con su sangre para la salvación de todos.

Hoy podemos contemplar, alabar y agradecer Jesús por ser sacerdote. Pero también es un día muy propicio para descubrir en cada uno de nosotros, cómo por el bautismo fuimos constituidos sacerdotes en unión con Jesús.

También nosotros tenemos la misión de llevar todas las cosas a su perfección y a su santidad; también nosotros debemos ofrecer el sacrificio de reconciliación y de vida.

Que este día, todos y cada uno de nosotros, recordemos esa misión a la que nos invita a participar Jesús: ser sacerdotes juntamente con Él.

Miércoles de la X semana del tiempo ordinario

Mt 5, 17-19 

¿De qué sirve una ley si no se cumple? ¿Para qué mantener leyes que no cuidan la vida? Ahora cada día aparecen nuevas leyes y nuevas formas de evadirlas y violarlas. Pareciera que la ley queda superada. Para Cristo la ley es vida o no tiene sentido.

Es frecuente encontrar entre los grupos Evangélicos personas que se aferran con terquedad a las tradiciones del Antiguo Testamento. Hay también quien lo ignora y lo desprecia como si nunca hubiera pasado.

Cuando reflexionamos con profundidad todo el valor del Antiguo Testamento descubrimos la grandeza de un Dios que acompaña a su pueblo, que lo construye, que está a su lado. Sus profetas hablan en su nombre, buscan la justicia, lo enderezan cuando se desvía. Hay una riqueza y valor grandes en toda la historia y vivencia del Antiguo Testamento. Dios nos habla en la revelación dirigida al pueblo de Israel.

Sin embargo es como pequeña e incompleta cuando la comparamos con el Verbo que se hace carne y viene no tanto a hablarnos sino a mostrarnos y a darnos a conocer la profundidad de un Dios Trino y Uno.

Quien quiera quedar anclado en el Antiguo Testamento tendrá muchos valores, pero no tendrá la plenitud. Sin embargo el Antiguo Testamento explica, ayuda y encamina para entender mejor la revelación plena del Nuevo Testamento. Cristo no viene a quitar ni anular. No puede desconocer a los profetas ni la ley. Al contrario les da plenitud. Es el más grande de los profetas porque es el que puede hablar con mayor verdad el misterio de Dios.

Es el único y verdadero sacerdote, es el más grande legislador, el verdadero rey. Su vida, su palabra, sus enseñanzas traen al hombre plenitud.

Cada una de las expresiones tienen ahora un sentido pleno: el amor, el servicio, el perdón, la reconciliación, la manifestación de la Trinidad, el sentido de la vida que en ella tiene su origen y su fin. Cristo nos da plenitud.

¿Cómo nos hemos acercado a Jesús? ¿Con qué actitud y profundidad leemos, meditamos y vivimos las verdades enunciadas en el Antiguo Testamento? ¿Qué muestras de plenitud damos en nuestra vida al haber conocido a Jesús?