Miércoles Santo

Is 50, 4-9; Mt 26, 14-25

Cuando miramos un crucifijo nos cuesta trabajo creer que Jesús está ahí porque Él quiso.  Tal parece que fue dominado por sus enemigos y obligado a morir en la cruz.  Pero no fue así.  En cierta ocasión, los fariseos trataron de apedrear a Jesús para matarlo, pero Él se les escapó fácilmente.  En otra ocasión, los habitantes de su ciudad natal lo condujeron hasta el borde de un precipicio con la intención de despeñarlo; pero El dio medio vuelta y se fue, sin que uno solo fuera capaz de poner la mano sobre El.  Hubo varios incidentes en los que los enemigos de Jesús trataron de aprehenderlo para matarlo, pero éstos fueron impotentes para lograrlo porque, como el mismo Señor lo dijo, su «hora no había llegado todavía».  Aquella «hora» era el tiempo establecido de antemano por su Padre.

En el evangelio de hoy Jesús indica que El conocía el tiempo establecido por su Padre para su muerte sacrificial; Él dice: «Mi hora está ya cerca».  También mostró que conocía previamente el momento de su muerte, al predecir que uno de los Doce lo iba a traicionar.  Pero Jesús no sólo conocía el momento de su muerte ya próxima; más importante que eso, El aceptaba voluntariamente esa muerte, por obediencia amorosa a su Padre, al fin de que se cumpliera las Escrituras.

Al concluir la presentación que hizo de sí mismo como el buen pastor, nuestro Señor dijo: «El Padre me ama porque doy mi vida para volverla a tomar.  Nadie me la quita; yo la doy porque quiero» (Jn 10, 17).  En la Última Cena, dijo: «Nadie tiene amor más grande a sus amigos que aquel que da la vida por ellos» (Jn 15, 13).  Esas palabras indican claramente los motivos por los que Jesús murió.

El Viernes Santo, o en cualquier otro momento en que veamos un crucifijo, hemos de darnos cuenta de que Jesús murió en la cruz porque Él quiso.  Su muerte en la cruz fue la expresión perfecta de su amor libre y personal a su Padre y a nosotros.

Martes Santo

Is 49, 1-6; Jn 13, 21-23

En el evangelio hay dos hombres que se parecen y que sin embargo, son totalmente diferentes: Simón Pedro y Judas Iscariote.  Se parecen en que los dos le fallaron a Jesús: Pedro al negarlo y Judas al traicionarlo.  Son totalmente diferentes en su reacción ante Jesús después de haberle fallado.  Pedro se arrepintió y Judas se desesperó.

El carácter de Pedro era tan humano, que cualquiera de nosotros podría sentirse muy cercano a él.  Era resuelto, y sin embargo, débil; era sincero, y sin embargo, titubeante; era adicto, y sin embargo, a veces desleal.  Por encima de todo, llegó a conocer a Jesús tan bien, que se arrepintió inmediatamente y tuvo plena confianza en el perdón.

Nosotros tenemos esperanza y oramos para no terminar como Judas, sino como Pedro, a quien nos parecemos más.  Somos resueltos para tomar decisiones de hacer grandes cosas en favor de Cristo, pero, con frecuencia, somos remisos en llevar a cabo esos buenos propósitos.  Somos sinceros en nuestro celo por Cristo, pero, con frecuencia, fallamos por nuestra debilidad humana.  Somos verdaderamente adictos a Cristo, pero algunas veces vivimos como si no lo conociéramos, ni sus enseñanzas.

Si nos parecemos a Pedro en sus fallas, también debemos hacer el intento de ser como él en sus puntos de apoyo.  Pedro llegó a conocer muy bien a Jesús.  Porque conoció bien a Jesús y fue testigo de su amor a los pecadores, Pedro tenía confianza en el perdón del Señor.  Pero, ¿qué decir de Judas?  No es conveniente parecernos a él.  Judas tuvo las mismas oportunidades que Pedro para conocer a Jesús.  Había escuchado sus enseñanzas y había visto su ejemplo.  Jesucristo le ofreció su amor.  Pero desperdició las oportunidades de conocer a Cristo y no respondió al ofrecimiento que Jesús le hacía de su amor.

En el curso de esa Semana Santo se nos brinda una valiosa oportunidad de conocer a Jesucristo, meditando en los acontecimientos de su pasión y de su muerte.  El sufrió todo lo imaginable por amor a nosotros.  Hoy podemos rogarle que nos conceda la gracia de responder a su amor, como lo hizo Pedro.

Lunes Santo

Is 42, 1-7; Jn 12, 1-11

En el evangelio de hoy san Juan hace una de sus pocas referencias cronológicas.  Hace notar que la unción tuvo lugar «seis días antes de la Pascua».  Este era el día en que los judíos debían conseguir el cordero que iban a comer en la cena pascual, y lo conservaban hasta el día anterior a la Pascua, en que lo mataban a la hora del crepúsculo (Ex 12,12).  La cena de Pascua era una conmemoración de los acontecimientos salvadores del Éxodo.  A los israelitas del tiempo del Éxodo se les ordenó que untaran con la sangre del cordero el dintel y las jambas de las puertas de sus casas.  A la medianoche, el ángel del Señor acabaría con todos los primogénitos de los egipcios, pero al ver la sangre en el dintel y en las jambas de las puertas, pasaría de largo frente a las casas de los israelitas.  Ellos se salvaron por la sangre del cordero.

Parecería que, de alguna manera, en la mente de san Juan la unción de Jesús era su propia selección y preparación para ser el cordero pascual cristiano.  Ciertamente la sangre de Cristo es la que nos salva del pecado.  Antes de la comunión, escuchamos estas palabras: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo».  Como verdadero cordero pascual, Jesús es el cumplimiento de todos aquellos años de promesas y preparación del Antiguo Testamento.  Un siglo tras otro, Dios condujo pacientemente a su pueblo hacia los grandes acontecimientos que volvemos a vivir esta semana en la liturgia.  No miramos hacia el futuro, como hicieron los judíos; nosotros tenemos el privilegio de compartir directa y personalmente los misterios de salvación de Jesucristo, el Cordero que quita los pecados del mundo.

Sábado de la V semana de Cuaresma

Ez 37, 21-28; Jn 11, 45-56

La libertad es un don precioso que el Señor nos ha dado y que El respeta.  Mucha gente abusa de la libertad haciendo el mal; pero Dios no se la quita, sino que utiliza su sabiduría para sacar bien del mal.  Esta es una lección muy importante que encontramos en el evangelio de hoy.

Los jefes de los sacerdotes y los fariseos tenían miedo de que si la gente seguía a Jesús, los romanos vendrían y acabarían con el templo y con todo el país.  Caifás, el sumo sacerdote, utilizando su libertad de decisión, dijo a sus compañeros que la solución más sencilla del problema consistía en matar a Jesús.  Señaló que era más conveniente que un sólo hombre muriera por el pueblo y no que toda la nación pereciera.  A partir de aquel momento, los dirigentes del pueblo tomaron la decisión de matar a Jesús.

Pero lo que Caifás y los otros no imaginaban era que Dios iba a sacar mucho bien de aquellos proyectos malvados e incluso de las palabras de Caifás.  Por supuesto que era mucho mejor que Jesucristo muriera en sacrificio a que toda la humanidad pereciera por el pecado.  El plan de Dios Padre era que la muerte de su Hijo fuera una expiación por nuestros pecados.  Dios permitió que los dirigentes del pueblo pusieran en movimiento todos los sucesos que culminaron en la muerte de Jesús, porque Él sabía que su Hijo aceptaría la muerte sin dudar y voluntariamente por la salvación del mundo.

Nosotros estamos en condiciones de ver de qué manera sacó Dios el bien del malvado complot para matar a Jesús.  En nuestra propia vida y en el momento actual, nos resulta difícil comprender lo que Dios quiere cuando permite el mal.  Sin embargo, en todo momento debemos tener la fe suficiente para admitir que Dios sabe lo que hace.  Su respeto por la libertad humana permite el mal, pero en su sabiduría infinita sabe cómo sacar bien del mal y su amor lo logra.  Quizá pensemos que si nosotros gobernáramos el mundo haríamos las cosas de manera diferente.  Los caminos de Dios no son nuestros caminos, pero sus caminos son óptimos.

Viernes de la V Semana de Cuaresma

Jn 10, 31-42

Una de las cosas que causan más asombro en la vida de Jesús es que haya sido tanta la gente que lo rechazó.  Jesús es la personificación de todo lo que es bueno, santo y deseable, y lo que Él desea es atraer a todos los hombres hacia sí, para hacer de ellos seres perfectos y eternamente felices.  No solamente predicó la bondad y el amor de su Padre para con los hombres, sino que Él mismo reveló esta bondad y este amor con sus acciones. 

Cuando los judíos cogieron piedras para apedrearlo, Él les dijo en tono de protesta: “He realizado ante ustedes muchas obras buenas de parte del Padre, ¿por cuál de ellas me quieren apedrear?”.  Entonces lo acusaron de blasfemia, porque pretendía ser Dios, y sin embargo, solo les estaba diciendo la verdad, y sus afirmaciones de que era un ser divino, estaban confirmadas por señales y milagros.

Sorprende que Jesús, lo mismo que muchos otros profetas de Israel, haya sido rechazado por un número tan grande de gente, si no hacía más que decir la verdad.  ¿Por qué se le repudiaba?  Eran muchas las razones y muy complicadas, pero una de ellas es que la verdad puede incomodar. 

Cuando la verdad nos coloca frente a nuestros fracasos e incapacidades, el camino más fácil para escapar a nuestras responsabilidades y a la necesidad de tener que cambiar es ignorar o negar la verdad.  Cuando un maestro notifica a los padres consentidores e irresponsables, que su hijo es un problema en la escuela, tanto en los estudios como en la disciplina, el juicio del maestro es, al mismo tiempo, una evaluación del joven estudiante y de sus padres.  Pero éstos, antes de hacer frente a sus propias faltas y a la necesidad de actuar, escogen el camino más fácil y se niegan a aceptar el informe del maestro.

La verdad puede incomodar, aun la verdad predicada por Jesús.  La verdad de Jesucristo nos exige que seamos diferentes de los demás; nos pide que aceptemos el sufrimiento y la auto-renuncia, que abandonemos nuestro egoísmo y que seamos generosos en nuestro amor y nuestro servicio a los demás.  Oremos en esta Misa para que nunca tomemos la salida fácil de rechazar a Jesús y su verdad.

La Anunciación del Señor

Al celebrar la encarnación del Señor, hacemos un acto de fe en la humanización de Dios para la divinización del hombre ya que el Hijo de Dios se hizo Hombre para que el hombre se convirtiera en hijo de Dios.  Este doble movimiento del proyecto divino tiene su punto de apoyo en la maternidad divina de María.  En su seno se realiza el encuentro personal de Dios con el hombre; tan personal que la Palabra eterna, el Hijo del Padre, se hace humano en María y se encarna en nuestra raza.

Esta solemnidad es la fiesta del amor: del amor infinito de Dios que se da y del amor pequeño, pobre, de nuestra humanidad que sale al encuentro del amor de Dios.

Dios toma la iniciativa: «Dios es amor», «tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único», y nos lo dio adaptado a nuestro modo de ser: «El Verbo se hizo carne»; el infinito se hace pequeño; el Eterno entra en nuestro tiempo; el puro Espíritu se nos hace visible, palpable y «el que era santidad, por nosotros se hizo ‘pecado’ «.

Pero si todo don, todo regalo, necesita de la aceptación, de la salida al encuentro de él, este regalo infinito de Dios, con mayor razón necesitaba la apertura del hombre.

Quien le dio el «sí» a este don de Dios no fue un poderoso o sabio o rico; fue una humilde jovencita de una aldea perdida, perteneciente a un territorio sometido.

El «Sí» de María –«yo soy la esclava del Señor, cúmplase en mí lo que me has dicho»- es un sí humilde y pequeño, pero totalmente abierto, puro y lleno de fe.

Se ha comparado el «hágase» de María con el «hágase» de Dios en el Génesis, origen de todo lo creado.  Pero el de María es de otro orden: es una aceptación del plan salvífico y amoroso de Dios.  De hecho, con esa comparación se quiere subrayar lo que siguió de la entrega de María.

Su aceptación es reflejo y consecuencia de la de Cristo: «Aquí estoy, Dios mío; vengo para cumplir tu voluntad».

Y la gran entrega de amor del Dios Amor se realizó.  El nombre profético: Emmanuel-Dios-con-nosotros, se quedó corto.  Cristo es «Dios uno de nosotros», y Cristo estableció el nuevo y definitivo sacrificio, por esto «todos quedamos santificados por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo, hecha de una vez por todas».

Miércoles de la V Semana de Cuaresma

Jn 8, 31-42

Hoy la libertad está de moda. Libertad de expresión, de opinión, libertad de experimentación científica, de prensa, lucha por la libertad… Sin embargo, paradójicamente, también nuestra libertad nos puede hacer esclavos. Todo el que comete pecado es un esclavo. La libertad es lo contrario de la esclavitud. ¿Cómo es posible que en nuestro mundo en el cual gozamos de tantas libertades podamos ser esclavos? Nos hemos olvidado de una palabra que es inseparable de la libertad: la verdad. Conocerán la verdad y la verdad los hará libres.

Desgraciadamente hemos separado muchas veces la libertad de la verdad. Sin embargo, no puede existir auténtica libertad si está desligada de la verdad pues son dos eslabones de una cadena que no se pueden separar. Y de aquí surge la gran pregunta ¿qué es la verdad? Jesús nos dice que Él es la verdad y que si nos mantenemos en su Palabra podremos conocer la verdad y ser libres.

Dios no es una verdad más, sino que es la verdad absoluta, es el único que tiene una libertad absoluta. La libertad del hombre es un riesgo. Con la gracia de Dios, la libertad del hombre puede ser encaminada a la verdad, al bien y a la felicidad. Por el contrario, si buscamos una libertad lejos de la verdad, que es Cristo, nos haremos esclavos de nuestras propias pasiones y de nuestros pecados.

Al final del pasaje evangélico, Jesucristo nos invita a una coherencia de vida. Si nuestras obras no reflejan la verdad no podemos decir que realmente somos libres. Si nuestra vida se desarrolla en el campo de la mentira no podemos decir que somos coherentes con lo que Cristo nos ha enseñado. Si queremos ser hijos de Dios debemos actuar con la verdad, si no seremos hijos del padre de la mentira.

Dios viene a librarnos del pecado. Preparemos en esta cuaresma un corazón sincero que nos ayude a recibir las gracias que Dios viene a traernos. Seamos humildes para dejar a un lado la mentira y el pecado, para convertirnos con la ayuda de Dios a una vida libre apoyada en la verdad de Cristo.

Martes de la V Semana de Cuaresma

Jn 8, 21-30

¿Cómo librarse del mal en nuestros días? Todos hemos sentido la impotencia ante las estructuras del pecado y ante la cultura de muerte. El pueblo de Israel lo experimentaba en su diario caminar y descubría los males que le aquejaban externa e internamente. Y unía, en su pensamiento religioso, las dos vertientes del mal: las picaduras de la serpiente no sólo eran graves por la muerte que podían traer, sino también porque eran expresión de la murmuración, de la falta de fe y de las dudas de aquel pueblo.

Una serpiente de bronce levantada en lo alto, pretendía no que volvieran los ojos a la serpiente, sino que arrepintiéndose volvieran sus ojos al Dios que los había liberado de la esclavitud y que ahora los acompaña en el camino del desierto a pesar de las infidelidades del pueblo.

Jesús retoma esta imagen y se la aplica a sí mismo: será levantado en alto y quienes lo miren reconocerán que “Él es”.  Y establece una clara diferencia entre los criterios de Dios y los criterios del mundo y la supremacía de su amor y su verdad. Al ser levantado en lo alto nos manifiesta que está por encima de los valores del mundo y que podemos, con su fortaleza, vencer también nosotros el mal.

Las dudas del pueblo de Israel, el recuerdo de lo que comían en la esclavitud, las dificultades del desierto, lo hacían tambalearse y son muy parecidas a las dificultades y problemas que hoy tenemos y que nos hacen dudar. La mirada llena de confianza que dirigían los israelitas hacia la serpiente, es la misma mirada que el pueblo en busca de salvación dirige a su único Salvador Jesús. Utiliza Jesús esta imagen de la serpiente ante los judíos que lo critican y cuestionan su autoridad y no aceptan su mensaje.

Hoy también estas palabras se dirigen a nosotros que sufrimos, que nos atemorizamos y que dudamos ante la ola de violencia, de corrupción que parece inundarnos.

Que estos días de cuaresma, ya tan cercanos a la semana santa, dirijamos nuestra mirada a Jesús clavado en la cruz, como signo de salvación verdadera. No solamente en una contemplación, como lo hemos puesto en lo alto de muchos de nuestros cerros y construcciones, sino con un cambio verdadero de corazón, con una conversión sincera y con un recuerdo permanente de su amor por nosotros.

Lunes de la V Semana de Cuaresma

Dan 13, 1-9. 15-17. 19-30. 33-62; Jn 8, 1-11

Susana, la esposa de Joaquín, fue acusada falsamente por dos ancianos de haber cometido adulterio.  ¡Qué angustiosa debió haber sido la situación de Susana, inocente, al ver que era condenada a muerte, mientras que los ancianos, culpables, se iban libres!  Todo parecía indicar que éstos iban a salirse con la suya, hasta que Daniel apareció.  Enfrentados con Daniel y atrapados en su mentira, ellos se condenaron a sí mismos.  De manera muy semejante, los fariseos, que deseaban acusar a Jesús de blasfemia y engaño, al quedar frente a Él, pusieron de manifiesto sus propias culpas por haberlo rechazado.  Jesús acababa de decir que Él era la luz del mundo y fue su luz penetrante la que puso al descubierto la maldad de los fariseos.

Probablemente algunas veces nos hemos sentido tentados de disgustarnos por las personas que parecen «cometer impunemente un crimen».  Quizá sentimos rencor hacia ellos o tal vez un poco de envidia.  Porque nosotros trabajamos duro, nos esforzamos, mientras que otros, que ni siquiera toman en cuenta a Dios ni a los demás fuera de ellos mismos, prosperan y todo les sale como quieren.  Podríamos pensar que, desde el punto de vista de la moral, estamos mejor que ellos; sin embargo, vemos que ellos están mucho mejor que nosotros en lo económico, lo financiero, lo social y en cualquier cosa de orden material.  Lo que le llegue a suceder a esas personas, es un asunto exclusivo de Dios.  Nosotros no debemos desearles ningún mal, puesto que, si en realidad son culpables de pecado, serán juzgados por Dios y recibirán su castigo, como sucedió con los dos viejos que acusaron a Susana.

Por lo pronto, lo que debe preocuparnos es nuestra posición delante de Dios, sin hacer comparaciones entre nosotros mismos y los demás.  Esas comparaciones no sólo pueden conducirnos a una profunda decepción, sino que yerran el blanco.  Somos lo que somos delante de Dios y no seremos juzgados en comparación con otros seres humanos como nosotros, sino a la luz de la santidad de Cristo.

Sábado de la IV Semana de Cuaresma

Jn 7, 40-53

Nicodemo era un fariseo, un rabino y un miembro del máximo tribunal que constituía el cuerpo gobernante supremo de los judíos.  Su primer encuentro con Jesús y poco tiempo antes de los acontecimientos que se relatan en el evangelio de hoy, fue en secreto, durante la noche, porque Nicodemo tenía miedo de que su reputación se manchara frente a sus compañeros, puesto que todos ellos se oponían vehementemente a Jesús.  En esta ocasión, sin embargo, tuvo el valor suficiente para poner de relieve un punto de la ley en favor de Jesús.

Después de la crucifixión, con más valor todavía, asistió a la sepultura de Jesús.

El Señor buscaba a los hombres que tuvieran, al menos, valor para defender sus convicciones, como era el caso de Nicodemo.  Pero encontró muy pocos.  ¡Qué grande debe haber sido su desilusión al saber que alguien por cobardía, tergiversaba las Escrituras para encontrar falsas razones contra El!  ¡Qué grande debió de ser su tristeza al ver que muchos se acobardaban ante los fariseos!

Jeremías, en la primera lectura, fue un hombre muy valiente que, a pesar de compararse con un cordero llevado al matadero, mantuvo firme sus convicciones.

Lo mismo que Nicodemo o, mejor todavía, lo mismo que Jeremías, debemos tener el valor de sostener nuestras convicciones.  Debemos ser testigos de Cristo ante los demás.  No cumplimos con nuestra religión simplemente con la oración y los actos de culto, porque la Iglesia es , como lo expesa el Concilio Vaticano II, «la Iglesia en el mundo actual».  La misión especial de los laicos es la de llevar a Cristo al hombre moderno.  También el Decreto sobe el Apostolado de los seglares dice que eso lo hacen «mediante el testimonio mismo de su vida cristiana y las obras buenas realizadas dentro de un espíritu sobrenatural», aunque señala también que «un verdadero apóstol busca la oportunidad de anunciar a Cristo con palabras dirigidas, tanto a los no creyentes, con miras a conducirlos hacia la fe, como a los creyentes, con miras a instruirlos y motivarlos hacia una vida más fervorosa»

Ni el temor por nuestra reputación ni por nuestra seguridad debe ser una excusa para dejar de defender y proclamar a Cristo.  El Señor quiere y necesita católicos que tengan el valor de sostener sus convicciones.