Martes de la IV Semana Ordinaria

Mc 5, 21-43

La mujer que nos presenta este pasaje del Evangelio, debido a su enfermedad, era considerada «impura» en la mentalidad de los judíos y contaminaba a todo el que tocara. Pero Jesús le dice: Tu fe te ha salvado.

Muchas personas que se creen instruidas y formadas, miran con desprecio actitudes similares a esta, que son otras tantas expresiones de la «religiosidad popular». Pero Jesús no juzga por las apariencias; vio el gesto de la mujer y la fe que la animaba: «Padre, te doy gracias porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes y se las has revelado a los pequeños» Y nosotros podemos hoy preguntarnos: ¿A qué se debe el milagro? ¿Lo produce la fe del que pide, o es Cristo quien lo realiza?

La mayoría de las curaciones que cuenta el Evangelio no se parecen a las que hace un curandero. Está claro que los que venían a Jesús tenían la convicción íntima de que Dios les reservaba algo bueno por medio de Él, y esta fe los disponía para recibir la gracia de Dios en su cuerpo y en su alma. Pero en la presente página se destaca el poder de Cristo: Jesús se dio cuenta de que un poder había salido de Él, y el papel de la fe: Tu fe te ha salvado. Jesús dice «te ha salvado», y no «te ha sanado», pues esta fe y el consiguiente milagro habían revelado a la mujer el amor con que Dios la amaba.

Nos cuesta a veces creer, con nuestra inteligencia moderna e ilustrada, que el milagro es posible. Olvidamos que Dios está presente en el corazón mismo de la existencia humana y que nada le es ajeno en nuestra vida. Alguien dirá: Si Dios hace milagros, ¿por qué no sanó a tal o cual persona, o por qué no respondió a mi plegaria? Pero, ¿quiénes somos nosotros, para pedir cuentas a Dios?

Dios actúa cuando quiere y como quiere, pero siempre con una sabiduría y un amor que nos supera infinitamente. ¡Los padres tampoco dan a sus hijos todo lo que les piden…! Jamás el Señor nos negará nada que le pidamos y que sea bueno para nuestra salvación.

Vamos a pedir hoy al Señor que se incremente en nosotros la fe. Que creamos verdaderamente que Él todo lo puede, y que nuestra vida sea coherente con esa fe, en un constante depositar nuestra confianza en Jesús y abandonarnos en sus manos.

Lunes de las IV Semana Ordinaria

Mc 5, 1-20

¿Por qué camino quieres ir, el que parece no tener dificultades y no te enseña cómo superarlas, buscar la comodidad y la superficialidad, pensando en que nada tiene importancia? ¿Prefieres asumir los riesgos y aprender de los golpes, al igual que se aprende de lo que nos hace disfrutar?

¿Qué es lo mejor?

Por norma general cuando nos enfrentamos a algo nuevo, solemos poner sobre la mesa los pros y los contras, las posibles dificultades, el tiempo que vamos a tener, cómo temporizar las pequeñas metas para llegar al final de lo que nos ocupa… Cuando lo que tenemos delante es una dificultad a resolver, la situación se vuelve más tensa, puede que el miedo no nos deje pensar con claridad, tomar las decisiones de forma fría y objetiva, todo esto es lo normal, pero ¿qué debemos hacer?, cada uno debe contestar a esta pregunta porque ni todos somos iguales, ni los problemas son iguales para todos.

Las soluciones siempre benefician a unos y perjudican a otros, hay que buscar la que es mejor, siendo beneficiosa para unos y no perjudicando demasiado a otros, intentar alcanzar un equilibrio que nos lleve a pensar que es lo mejor que se podía hacer. Si nos toca ser facilitadores de esa solución hemos de ser conscientes de que unos nos felicitarán y podremos ser alabados como “héroes-heroínas” a la vez que de otros recibiremos todo lo contrario, reproches, acusaciones, insultos, puede que te pidan que te alejes… todo eso es posible.

Está claro, “Nunca llueve a gusto de todos” pero la lluvia es necesaria, lo que hagas no siempre va a gustar a todos por igual, eso no debe impedir que hagamos lo que creemos conveniente, lo que sea mejor, buscando las soluciones más óptimas a las dificultades o a las circunstancias que se nos vayan presentando cada día.

Tú eliges

Sábado de la III Semana Ordinaria

Mc 4, 35-41

En este día la Palabra nos va marcando un itinerario, comienza con la carta a los Hebreos, poniendo la FE como base, sostén y referencia. El salmo responsorial, tomado del Benedictus, nos ayuda y enseña el camino de la admiración y alabanza por la obras de Dios en nosotros.

Ahora  en el Evangelio se juntan la fe,  o su falta, con el nuevo asombro por la fuerza e intervención directa de Jesús,  por la confianza absoluta de Él en el Padre, por su dominio  sobre la creación con tal naturalidad como que es el Dueño;  por la paciencia de Jesús  con los apóstoles,  con nosotros, en un suave pero firme reproche junto a la apertura serena para que podamos seguir el camino del reencuentro y descubrimiento de nuestra fragilidad y la acogida del Corazón divino que da por hecho nuestra pertenencia a Él, su misión junto a nosotros y la conciencia de que estamos en camino, que este camino tiene tempestades que nos acobardan, que necesitamos aprender a confiar  y «saber de quién nos hemos fiado». Jesús va por delante, pero no deja de estar al lado.  

Somos privilegiados por estar en la misma barca con Él y poder gritarle en nuestras angustias y miedos, de poder descargar nuestra inquietud y recibir como respuesta un abrazo divino que nos conforta y alienta. 

Viernes de la III Semana Ordinaria

Mc 4, 26-34

La sencillez de lo pequeño y con ella, la grandeza y poder de lo insignificante. Jesús elige dos elementos minúsculos, pero poderosos: semilla (no dice cuál) y grano de mostaza. Ambas por si mismas no darían fruto, quedarían inermes en el recipiente que las cobijase. Se necesita la tierra, cuanto más esponjosa y aireada, mejor. Una vez sembradas, en el silencio de la noche, crecen. Cada una con su tamaño, la semilla no da un fruto grande, pero sí abundante de granos; la mostaza, planta grande, crece en árbol frondoso, siendo su semilla minúscula.

Jesús elige elementos del campo para que le comprendiesen. Sabe adaptarse. Y la mayoría -quizá no todos- le entendían, pero eso no le preocupaba en exceso. En el versículo 33 dice el texto: “De esta forma les enseñaba Jesús el mensaje, por medio de muchas parábolas como esta y hasta donde podían comprender”. Emplea Jesús muchas veces el símbolo de la semilla, de la tierra buena o mala en la que ha de crecer. Da suma importancia al “silencio” de ese crecimiento, sin meter ruido, pero sin cejar un instante en ir madurando, abriéndose paso en la tierra, para terminar floreciendo.

Nosotros sí podemos comprender. La tierra somos cada uno de nosotros. De su calidad, cuidados, regadíos y desvelos dependerá que calladamente, en la noche, a la espera del sol de justicia, a  la espera de la Palabra vivificadora, brote en cada uno las semillas plantadas bien por el bautismo recibido (agua necesaria), bien por la catequesis/resonancia (cuidados precisos de aprendizaje), bien por la poda y limpieza que debemos hacer para que las virtudes y los valores se desarrollen (educación imprescindible), bien por la actitud ante la vida una vez que han brotado esas semillas (posicionamiento ante la vida), bien por los encuentros y relaciones con otros (clima necesario para un buen crecimiento), bien por tantas pequeñas acciones, acontecimientos vivencias, expresiones de fe y esperanza que fortalezcan la maduración hacia arriba… Un día vendrá el tiempo de la siega, de ser útiles de otra forma y en otro lugar del Reino, pero mientras tanto nos toca vivir aquí con lo que somos… hasta la madurez/unificación total del encuentro definitivo con Dios.

La Palabra de Dios, cualquier palabra bien dicha con bondad y verdad, será nuestro caldo de cultivo interior y exterior.  No olvidemos que la semilla ínfima, imperceptible, contiene una frondosidad extraordinaria, un mundo inusitado de posibilidades, de oportunidades encubiertas. Decía A. Saint-Exupéry: “El árbol es semilla, después tallo, después tronco flexible, después madera muerta. El árbol es esa fuerza que lentamente desposa el cielo”.

Estamos llamados a ser árbol frondoso, para que en él aniden, reposen, canten, muchos pájaros que nos harán compañía, que nos utilicen y luego nos olviden. Y, sobre todo, para que muchos descansen a nuestra sombra.

Es bonito esto que dicen que dijo Buda al preguntarle: “¿Cuál es la diferencia entre “me gustas” y “te amo”? Buda respondió: “Cuando te gusta una flor, la arrancas. Cuando amas una flor, la riegas todos los días. Aquel que entienda esto, entiende la Vida”.

Estoy seguro de que ustedes entienden la Vida.

Santos Timoteo y Tito

Mc 4, 21-25

El amor contagia, la pasión por el Evangelio también.  Cómo es importante la relación de las personas.  Al reunirnos con personas que viven el Evangelio, fácilmente podremos también enamorarnos nosotros de la Palabra de Dios.  Al hacernos amigos de los poderosos, de los ricos y de los amantes del dinero, también empezaremos nosotros a tener esas preocupaciones y prioridades.

Hoy celebramos a dos santos que vivieron de muy cerca la pasión de Pablo enamorado de Jesús y ellos también se nos manifiestan como grandes enamorados del Evangelio: Timoteo y Tito.

Al mismo tiempo que nos manifiestan cómo se va propagando la Palabra de Dios y cómo hay discípulos capaces de entregar la vida en la difusión del Evangelio, nos muestran también el rostro de las primeras comunidades, llenas de entusiasmo, pero enfrentadas a graves dificultades tanto internas como externas.

El Espíritu Santo va suscitando nuevos servicios y ministerios en una Iglesia frágil, pero llena de ilusiones y de fuerzas en Jesús resucitado.

Las narraciones nos presentan a estos dos grandes apóstoles de una manera muy humana, con defectos y virtudes, con anhelos y fracasos.  A ellos, san Pablo busca sostenerlos en la fe y les confía el cuidado de una porción de la Iglesia.  Contemplando a estos dos grandes santos se nos hace muy presente nuestra iglesia actual, también enfrentada a dificultades externas, en un mundo que parecería que se cierra al Espíritu, pero que manifiesta hambre de verdad, de justicia y de paz.

Nuestra Iglesia, igual que la primitiva Iglesia debe enfrentar también a sus propias deficiencias, los errores de nosotros, miembros frágiles, pero no debe nunca caer en el pesimismo ni en la desesperación.  Deberemos sentirnos todos los miembros de la Iglesia muy unidos, fortalecidos en la esperanza, en un Dios que no miente y que se hace presente en medio de nosotros.  Y también nosotros, al igual que Pablo que Timoteo o Tito, nos sostengamos unos a otros no haciéndonos cómplices del mal, sino buscando la verdad, la justicia, la solidaridad y la verdadera fraternidad.

Que al contemplar la fidelidad de la primitiva Iglesia nos fortalezca también a nosotros.  Las dificultades son muy parecidas y el que nos sostiene es el mismo: Cristo Resucitado

Pidamos al Señor, que por intercesión de San Timoteo y Tito, nosotros seamos también esos evangelizadores audaces y valientes que el Señor espera de cada uno de nosotros.

La Conversión de San Pablo

Mc 16, 15-18

Recordamos la figura de Pablo de Tarso. Una figura sin detalles precisos como sucede con todos los personajes de aquella época.

Era “ciudadano romano”, pero griego en su personalidad y cultura; se expresaba en griego con corrección y agilidad ya que era la lengua que se hablaba en Tarso.

Y era un fariseo apegado fuertemente a las tradiciones de sus mayores. Y junto a ello podemos decir que era un verdadero «buscador de la verdad». De ahí que fuera un estudioso profundo.

San Pablo es modelo, en muchos sentidos, para el cristiano.  Es el audaz apóstol que no se atemoriza ante las dificultades, es el visionario que abres las posibilidades del Evangelio hasta otras fronteras, es el servidor capaz de llorar por una comunidad o el maestro que regaña y corrige con dolor a sus discípulos. Todo parte del gran acontecimiento que ha vivido: encontrarse con Jesús.  Y su encuentro, que a muchos nos parece maravilloso y espectacular, no debió ser sencillo, sino traumático y trastornante.

Todavía cuando Pablo narra su vida, su educación y su linaje, descubrimos rastros de ese orgullo de ser judío, fariseo, educado a los pies de Gamaliel, orgulloso de su religión. No le importa derramar sangre, no le importa destruir personas.  Por encima de todo está la Ley y su religión.

Cuando cae por tierra, la visión que le produce ceguera, puede ser el descubrimiento más grande, pero le hace cambiar totalmente su vida.  Descubrir a Jesús resucitado, vivo y presente en los hermanos que antes quería matar, viene a cambiar radicalmente su percepción, su vida y sus opciones.  Es una verdadera conversión. Los relatos bíblicos nos lo cuenta en unas cuantas palabras, pero todo el proceso debe ser lento, doloroso y con mucha conciencia.

Convertirse implica dar un cambio total a las decisiones, a los amigos, a las costumbres.  Conversión significa un cambio de mentalidad, una trasmutación de valores, un nacer nuevo por la presencia del Espíritu.  Es el pasar de las tinieblas a la Luz.  No es el cambio con nuevas promesa que nunca se cumplen.  No es el cambio externo de colores y de formas.  Es el cambio interior que nos llevará a una nueva visión.  Es dejar al hombre viejo y convertirse en un hombre nuevo. No son los propósitos fáciles, sino la verdadera transformación interior. Dejarse tocar por Jesús cambia de raíz toda nuestra vida.  En Pablo lo podemos constatar de una manera radical.

¿Cómo es nuestra conversión? ¿En qué ha cambiado nuestra vida en el encuentro con Jesús resucitado? 

San Pablo puede afirmar posteriormente “todo lo puedo en Aquel que me conforta” o bien “para mí la vida es Cristo y todo lo demás lo considero como basura”

¿Nosotros, cómo manifestamos nuestra conversión? ¿Hemos cambiado radicalmente y encontrado al Señor?

Martes de la III Semana Ordinaria

Mc 3, 31-35

Nada mejor para atraer la atención del público que acercar los temas a la vida de cada día. Así solía hacerlo Jesús. La gente lo seguía y lo escuchaba con interés. El resultado de sus explicaciones quedaba siempre a la responsabilidad de cada uno: “El que tenga oídos para oír, que oiga”… Una clara invitación a la reflexión. Él sembraba de forma amena. Partía siempre de la vida cotidiana, de aquello con lo que el público se sentía identificado. Por eso, sus parábolas no han perdido frescor y también hoy sostienen la atención del lector.

A nosotros, como seguidores suyos, nos interesan por lo que suponen de apoyo en nuestro caminar de creyentes. Lo escuchamos porque en esas palabras suyas vamos asentando nuestra condición de cristianos.

Dios, el sembrador, ¿cómo actúa en nuestras vidas?

Dios, nos dice Jesús, confía en nosotros porque nos ama. Nos conoce muy bien y, pese a ello, confía en que su acción en nosotros encuentre respuesta, “responsabilidad”. Como buen sembrador va esparciendo la semilla que es su Palabra. Esa Palabra que no es otro que el mismo Jesucristo. Una vez que la semilla ha sido depositada en el surco, se convierte en algo vivo que tiene su propio desarrollo dependiendo del cuidado que cada persona le proporciona.

¿Cuál es nuestra respuesta?

Según nuestras reacciones la semilla va fructificando. Jesús presenta cuatro posibilidades o reacciones ante esa semilla depositada en el surco de nuestra vida.

Hay una tierra dura, pedregosa. Suele estar representada por personas que creen no necesitar nada más allá de lo puramente material. Se creen autosuficientes. De ahí nace la indiferencia ante la llamada de Dios. Agarrados a sus seguridades materiales, tienen suficiente o se conforman con esas condiciones materiales, aunque éstas no proporcionen nada de lo que su corazón ansía en profundidad. Han dejado de lado la Palabra. Sus intereses acaban en lo inmediato. ¿Para qué más?

Hay otro grupo que forman los que acogen esa Palabra de forma superficial. “Es interesante, pero…” y ahí concluye cuanto ofrecen a la semilla. No puede germinar. La superficialidad se queda con el resplandor, pero no permite que esa luz ilumine de verdad su vida. No hay convicciones profundas que garanticen y estimulen el cuidado que la semilla requiere.

El tercer grupo lo representan aquellos que acogen con interés y entusiasmo la semilla. Pero ante las preocupaciones inmediatas que llegan a la vida, todo va quedando en un segundo lugar. Los intereses ajenos al Reino comienzan a ocupar el primer lugar y la semilla queda agostada. Está ahí sembrada y acogida, pero la falta de cuidado la dejan morir. Aquel entusiasmo primero, queda reducido a un simple recuerdo. La preocupación suele centrarse en las riquezas. Éstas absorben todo.

Hay un último grupo. Lo forman las personas que acogen, valoran, aprecian la semilla y la cuidan para que produzca fruto. Son personas que han sabido colocar sus intereses en una escala de valores que comienzan por apreciar la semilla como el primer valor. Por eso la cuidan, la riegan y le dan los nutrientes necesarios. Así acaban produciendo fruto. Éste será variado, pero habrá respondido a lo que el sembrador esperaba de la semilla.

Los que forman este cuarto grupo son aquellos que “oyen la palabra y la acogen, y dan fruto a treinta, a sesenta, y a ciento por uno.»

No hay mucho más que explicar. Solo falta analizar cómo cuidamos la semilla que hemos recibido de Dios.

Hoy, como a lo largo de toda la historia, escuchamos la parábola y quizá sentimos la necesidad de saber qué clase de tierra somos cada uno. Fácil respuesta si examinamos estas cuestiones: ¿Cuáles son mis valores? ¿Qué peso tiene en mi vida la Palabra de Dios? ¿Qué fuerza tiene en mí la persona de Jesucristo? 

Seguro que nuestro deseo es tener esa Palabra como supremo valor de nuestra vida. Para conservarla se nos piden tres actitudes a cultivar: responsabilidad, coherencia y perseverancia.

Son las tres actitudes que garantizan que la semilla ha encontrado buena tierra en nosotros y la vamos cuidando con esmero. Confiemos ahora en su fuerza para ir desarrollándose con los cuidados que le ofrecemos.

Acabamos de iniciar este 2023. Buen momento para asentar nuestra existencia confiando en la bondad del Sembrador que nunca se resiste cuando acudimos a Él con sinceridad.

Lunes de la III Semana Ordinaria

Mc 3, 22-30

¿Cuál es nuestro pretexto para no acercarnos a Jesús? En el pasaje del sábado pasado de San Marcos escuchábamos que sus familiares lo juzgaban loco y ya nos cuestionábamos si también nosotros sentimos que era una locura vivir su amor y su predilección. En el pasaje de este día los escribas, supuestamente la gente más sabia, se oponen a Jesús y lo llaman endemoniado. Y todo ¡porque expulsa demonios! ¿No nos parece una incongruencia? Esto pretende Jesús hacerles entender a los escribas contando una parábola, pero parece que en lugar de aceptarlo, se niegan rotundamente. Hay quien frente a la luz se niega a aceptarla. O como dicen los viejitos: “no hay peor ciego que el que no quiere ver”. 

Estas actitudes pueden también encontrarse entre nosotros. Buscar pretextos para no aceptar a Jesús: que si la religión es causa de ver pecados en todas partes, que si coarta la libertad (que más bien llamaríamos libertinaje), que si Jesús era de otros tiempos y ahora nos ha llegado la modernidad. ¿Cuál es tu excusa para no aceptar a Jesús?

Ciertamente Jesús jamás decepciona a quien lo sigue sinceramente. Claro que exige conversión y cambio, claro que va en contra de muchos de los “valores” que proclama el mundo neoliberal, claro que defiende a la persona por encima de todos los bienes terrenos… 

Este pasaje termina con una afirmación que a muchos les causa problema. Dice primeramente Jesús que todos los pecados se perdonarán, que se perdonarán todas las blasfemias… siempre y cuando haya arrepentimiento. ¿Cuál es el pecado que no se puede perdonar? La blasfemia contra el Espíritu Santo. ¿En qué consiste? En negar el poder de Dios para perdonar, en no aceptar el regalo de su gracia, en resistirnos a su amor.

Así como lo hacen los escribas en este pasaje que para no recibir a Jesús lo acusan de endemoniado. A nosotros nos puede pasar también: no aceptar el gran amor que Dios nos tiene, no recibirlo en nuestro corazón, no dejarnos amar, no aceptar el regalo de la vida plena que nos ofrece.

Hoy abramos nuestro corazón y sintámonos amados por Dios. Convirtámonos en templos de su Espíritu Santo.

Sábado de la II Semana Ordinaria

Mc 3, 20-21

Realmente Jesús no predicaba ni actuaba de acuerdo con los criterios humanos. ¿Cómo puede alguien proclamar dichosos a los pobres, los enfermos, los que sufren, los que tienen hambre y sed, cuando todos -antes y ahora-, deseamos la seguridad, el confort, la salud, el bienestar, todos estos bienes humanamente razonables?

Este breve texto no nos dice nada del modo de proceder de María la Madre de Jesús; sin duda continuaba silenciosa, meditando todo lo que veía y oía en su corazón, pero sí nos transmite el evangelista la reacción de otros parientes que fueron donde Él para llevárselo porque pensaban que estaba mal de la cabeza y con su modo de actuar como predicador ambulante, los dejaba en mal lugar, enfrentándose al modo de entender y practicar la religión… Ayer como hoy, no nos gusta salirnos de nuestros esquemas, de nuestra rutina, de nuestro modo de ver las cosas, de nuestra cotidianeidad. 

¿Cómo podía un simple artesano de Nazaret  hacer milagros en nombre de Dios, relacionándose con la gente baja del mundo, tocando a los impuros leprosos, manchando su reputación al tratar con mujeres de mala vida…? Realmente a Jesús no lo entendieron sus familiares ni la gente “bien”.  Y nosotros, dos mil años después, ¿lo entendemos?, ¿acogemos su palabra y su modo de proceder tratando de vivir como vivió Él con la confianza puesta en la providencia del buen Dios que viste los lirios del campo y alimenta las aves del cielo?; ¿vivimos esta confianza y este abandono, o somos esclavos del raciocinio que todo lo quiere tener controlado, programado, ajustado, sin dar cabida a las sorpresas que la amorosa libertad de Dios quiera presentarnos?  Si María hubiera actuado con “cordura”, con “prudencia”, nunca habría dicho sí al plan que Dios le presentó, pero no, se jugó la vida al ponerla en manos del que es poderoso y no quedó defraudada.

Nuestro tiempo

Los muchos que acudían para ver, oír y ser sanados por Jesús, “no los dejaban ni comer…”. Y nosotros, ¿qué hacemos con nuestro tiempo?, ¿lo dedicamos a ayudar, acompañar, consolar al triste, a hablar con Dios o de Dios al que vive en la soledad y en la incertidumbre de los tiempos actuales o pensamos sólo en nosotros mismos?

¿Te atreves a ser un loco por Cristo y por su Reino?

Viernes de la II Semana Ordinaria

Mc 3, 13-19

Este pasaje del Evangelio nos nuestra el momento en que Jesús eligió a los doce, a quienes lo acompañaran. El evangelio nos dice que Jesús llamó a los que Él quiso.

Dios llama a quien quiere, y no hay obstáculo de ninguna índole que impida que Jesús nos llame. No importa nuestra profesión, no importa nuestra vida pasada. En algún momento de nuestras vidas, Jesús, puede llamarnos. El Señor no se guía con criterios humanos para elegir a sus apóstoles. Por eso cuando el Señor llama a cada una a ejercer algún tipo de apostolado, nunca podemos pensar, yo no puedo, yo no estoy capacitado…

Estos son los nombres de las columnas de la Iglesia. Ellos aprendieron del Maestreo y una vez que descendió el Espíritu Santo, se dedicaron a predicar y a expulsar a los demonios (forma genérica en que Marcos presenta la misión de Cristo) es decir a continuar la labor que el Maestro había iniciado.

No fue, no ha sido y no será tarea fácil hacer una realidad el Reino de los cielos pues hay todavía muchos a quienes es necesario predicar, y hay todavía muchos demonios que hay que expulsar: es mucho el trabajo por hacer.

Por ello la Iglesia sigue necesitando hombres y mujeres, que estén dispuestos a dejarlo todo para consagrar su vida a estar con el Maestro para luego continuar su misión entre los hombres.

Si aun no has decidido el futuro de tu vida, ¿has pensado que tú pudieras ser uno de estos llamados? Al menos tenlo como una posibilidad.