Lunes de la IV Semana del Tiempo Ordinario

Mc 5, 1-20

En la Biblia hay muchos encuentros con Jesús. También en el Evangelio. Y son todos distintos entre sí. Verdaderamente cada uno tiene su encuentro con Jesús.

Está, por ejemplo, el de Natanael, el escéptico. Inmediatamente Jesús con dos palabras lo tira por los suelos. De tal modo que el intelectual admite: «¡Tú eres el Mesías!».

Está también el encuentro de la Samaritana que, a un cierto punto, se siente en medio de un problema e intenta ser teóloga: «Pero este monte, el otro…». Y Jesús le responde: «Pero tu marido, tu verdad». La mujer en el propio pecado encuentra a Jesús y va a anunciarlo a los de la ciudad:

«Me ha dicho todo lo que he hecho; ¿será tal vez el Mesías?».

Está además el encuentro del leproso, uno de los diez curados, que regresa para agradecer. Y, además, el encuentro de la mujer enferma desde hacía dieciocho años, que pensaba: «Si al menos lograra tocar el manto estaría curada» y encuentra a Jesús.

Y también el encuentro con el endemoniado del que Jesús expulsa tantos demonios que se dirigen hacia los cerdos y después quiere seguirlo y Jesús le dice «No, vete a casa con los tuyos y anúnciales lo que el Señor ha hecho contigo».

Podemos hallar muchos encuentros en la Biblia, porque el Señor nos busca para tener un encuentro con nosotros y cada uno de nosotros tiene su propio encuentro con Jesús.

Quizá lo olvidamos, perdemos la memoria hasta el punto de preguntarnos: «Pero ¿cuándo yo me encontré con Jesús o cuándo Jesús me encontró?».

Seguramente Jesús te encontró el día de tu Bautismo: eso es verdad, eras niño. Y con el Bautismo te ha justificado y te ha hecho parte de su pueblo.

Así como en el Evangelio de hoy, todos nosotros hemos tenido en nuestra vida algún encuentro con Él, un encuentro verdadero en el que sentí que Jesús me miraba. No es una experiencia sólo para santos.

Y si no recordamos, será bonito hacer un poco de memoria y pedir al Señor que nos dé la memoria, porque Él se acuerda, Él recuerda el encuentro.

Sábado de la III Semana del Tiempo Ordinario

Mc. 4, 35-41.

Jesús es Dios-con-nosotros. ¿Creemos realmente esto? Si es así entonces no podemos tener miedo ni aunque se levante una tempestad tormentosa que quisiera acabar con nosotros.

Al proclamar el Evangelio del Señor tratamos, como instrumentos del Espíritu Santo que habita en nosotros, de suscitar la fe en Jesús. Tal vez este anuncio sea acompañado de señales que ayuden a comprender que no vamos en nombre propio, sino en Nombre de Dios.

Pero finalmente esas señales no son tan importantes cuanto sí lo ha de ser el lograr la finalidad del Evangelio: Que Jesús sea reconocido como Dios y como el único Salvador de la humanidad.

Vivamos confiados en Dios y dejémonos conducir por su Espíritu para que al anunciar su Nombre a los demás no queramos hacer nuestra obra, sino la obra de Dios para que todos encuentren en Cristo el camino que nos conduce al Padre.

Viernes de la III Semana del Tiempo Ordinario

Mc 4, 26-34

Como continuación de la explicación de la parábola del sembrador, Jesús nos presenta cómo es que crece el Reino.

Nos deja ver que no es nuestro esfuerzo el que hace crecer el Reino sino la fuerza y la vida que ya está en él.

A veces pensamos que nuestro esfuerzo de evangelización no está resultando y no da fruto. Sin embargo la acción escondida de Dios en el corazón de aquellos con los que compartimos la Palabra y nuestro testimonio cristiano va haciendo germinar en ellos la vida del Espíritu.

Por otro lado, parecería que nuestro esfuerzo es muy pequeño, sin embargo ese pequeño grano, ese esfuerzo por hacer que Dios sea conocido y amado, crecerá con la gracia de Dios, hasta ser un gran árbol.

Por lo que no debemos de desanimarnos; lo que Dios espera de nosotros es que ayudemos a esparcir la semilla y que tengamos fe en el poder que encierra en sí mismo el Evangelio y el testimonio cristiano.

Jueves de la III Semana del Tiempo Ordinario

Mc 4, 21-25

El Evangelio que Marcos nos propone hoy está lleno de consejos de Jesús. Fijémonos en uno: “la medida que uséis la usarán con vosotros”. Todos daremos cuenta de la vida, lo hacemos en el presente y sobre todo lo haremos al final de nuestra existencia, y esta frase de Jesús nos dice precisamente cómo será ese momento, es decir, cómo será el juicio. Porque si el pasaje de las Bienaventuranzas y el análogo capítulo 25 del Evangelio de Mateo nos muestran las cosas que debemos hacer –cómo hacerlas, el estilo con el que debemos vivir–, la medida es lo que el Señor dice aquí. ¿Con qué medida mido a los demás? ¿Con qué medida me mido a mí? ¿Es una medida generosa, llena de amor de Dios, o es una medida de bajo nivel? Y con esa medida seré juzgado, no hay otra: esa, la que yo tengo. ¿A qué nivel he puesto el listón? ¿A un nivel alto? Debemos pensar en esto. Y no solo lo vemos en las cosas buenas o en las cosas malas que hacemos, sino en el estilo continuo de vida.

 Porque cada uno tiene un estilo, un modo de medirse a sí mismo, a las cosas y a los demás, y será el mismo que el Señor usará con nosotros. Así pues, quien mide con egoísmo, así será medido; quien no tiene piedad y, con tal de trepar por la vida, es capaz de pisotear la cabeza de todos, será juzgado del mismo modo, o sea, sin piedad. Nosotros debemos tener el estilo cristiano, y como cristiano yo me pregunto: ¿cuál es la piedra de referencia, la piedra de toque para saber si estoy en un nivel cristiano, al nivel que Jesús quiere? Pues es la capacidad de humillarme, la capacidad de sufrir humillaciones. A un cristiano que no es capaz de cargar consigo las humillaciones de la vida, le falta algo. Es un cristiano de barniz o por interés. ¿Y eso por qué? Porque lo hizo Jesús, se anonadó a sí mismo, dice Pablo: “se humilló a sí mismo (…) hasta la muerte, y muerte de cruz” (Flp 2,8). Él era Dios, pero no se agarró a eso: se anonadó a sí mismo. Ese es el modelo.

Un ejemplo de estilo de vida mundano e incapaz de seguir el modelo de Jesús son las quejas que me cuentan los obispos cuando tienen dificultades para trasladar a los sacerdotes a otras parroquias porque las consideran de categoría inferior y no superior, como ellos ambicionan, y ven el traslado como un castigo. Así puedo reconocer mi estilo, mi modo de juzgar, por el comportamiento que asumo ante las humillaciones. Por tanto, hay un modo de juzgar mundano, un modo de juzgar pecador, un modo de juzgar empresarial, un modo de juzgar cristiano. “La medida que uséis la usarán con vosotros”, la misma medida. Si es una medida cristiana, que sigue a Jesús, por su camino, con esa misma seré juzgado, con mucha, mucha, mucha piedad, con mucha compasión, con mucha misericordia. Pero si mi medida es mundana y solo uso la fe cristiana –sí, hago, voy a misa, pero vivo como mundano–, seré medido con esa medida. Pidamos al Señor la gracia de vivir cristianamente y sobre todo de no tener miedo a la cruz, a las humillaciones, porque ese es el camino que Él eligió para salvarnos y eso es lo que garantiza que mi medida es cristiana: la capacidad de llevar la cruz, la capacidad de padecer cualquier humillación.

Santos Timoteo y Tito

El amor contagia, la pasión por el Evangelio también.  Cómo es importante la relación de las personas.  Al reunirnos con personas que viven el Evangelio, fácilmente podremos también enamorarnos nosotros de la Palabra de Dios.  Al hacernos amigos de los poderosos, de los ricos y de los amantes del dinero, también empezaremos nosotros a tener esas preocupaciones y prioridades.

Jesús utiliza imágenes que para el pueblo son conocidas. Todos habían experimentado la alegría de sembrar. Sembrar es despertar la esperanza aún con los riesgos de un mal tiempo o las adversidades que pueden dañar la planta. Sembrar es querer cambiar el destino y forjar un mundo diferente. Sembrar es tener confianza en la tierra que recibe la semilla.

Si hoy nos fijamos en esta bella imagen descubriremos la gran confianza que nos tiene nuestro Padre Dios que pone en nuestro corazón su Palabra esperando con ilusión que dé fruto. No se fija en si somos buenos o malos, simplemente a todos nos da la oportunidad de recibir esa palabra, hacerla germinar y dar fruto.

Los frutos en el contexto bíblico desde el Primer Testamento, están relacionados directamente con la justicia y la actitud hacia los hermanos. No se puede decir que se recibe y asimila la palabra cuando no produce frutos de comprensión, armonía, reconocimiento y amor por el hermano.

La parábola de este día nos insiste en la necesidad de dar frutos y los obstáculos que se pueden encontrar para hacer germinar esa semilla. Son las dificultades reales del tiempo de Jesús pero también son las dificultades reales de nuestro tiempo: la superficialidad que no permite la entrada al corazón, que se queda por encimita, que aparenta solamente una postura; la inconstancia, la falta de perseverancia, la facilidad con que se cambia de ideales y se dejan los verdaderos valores que sostienen la propia decisión; las preocupaciones de la vida y el excesivo apego al dinero que ahogan y hacen estéril la palabra.

Son problemas actuales que debemos tener muy en cuenta para poder dar fruto.

Finalmente, con un aire de optimismo, nos presenta a quienes dan fruto. La alegría no se cimenta en la cantidad, sino en que se ha dado fruto.

Que hoy sea una ocasión para reflexionar cómo estamos dando fruto y cuáles son las dificultades que tenemos para recibir y hacer vida la palabra.

Pidamos al Señor, que por intercesión de San Timoteo y Tito, nosotros seamos también esos evangelizadores audaces y valientes que el Señor espera de cada uno de nosotros.

Conversión de san Pablo

Recordamos la figura de Pablo de Tarso. Una figura sin detalles precisos como sucede con todos los personajes de aquella época.

Era “ciudadano romano”, pero griego en su personalidad y cultura; se expresaba en griego con corrección y agilidad ya que era la lengua que se hablaba en Tarso.

Y era un fariseo apegado fuertemente a las tradiciones de sus mayores. Y junto a ello podemos decir que era un verdadero «buscador de la verdad». De ahí que fuera un estudioso profundo.

San Pablo es modelo, en muchos sentidos, para el cristiano.  Es el audaz apóstol que no se atemoriza ante las dificultades, es el visionario que abres las posibilidades del Evangelio hasta otras fronteras, es el servidor capaz de llorar por una comunidad o el maestro que regaña y corrige con dolor a sus discípulos. Todo parte del gran acontecimiento que ha vivido: encontrarse con Jesús.  Y su encuentro, que a muchos nos parece maravilloso y espectacular, no debió ser sencillo, sino traumático y trastornante.

Todavía cuando Pablo narra su vida, su educación y su linaje, descubrimos rastros de ese orgullo de ser judío, fariseo, educado a los pies de Gamaliel, orgulloso de su religión. No le importa derramar sangre, no le importa destruir personas.  Por encima de todo está la Ley y su religión.

Cuando cae por tierra, la visión que le produce ceguera, puede ser el descubrimiento más grande, pero le hace cambiar totalmente su vida.  Descubrir a Jesús resucitado, vivo y presente en los hermanos que antes quería matar, viene a cambiar radicalmente su percepción, su vida y sus opciones.  Es una verdadera conversión. Los relatos bíblicos nos lo cuenta en unas cuantas palabras, pero todo el proceso debe ser lento, doloroso y con mucha conciencia.

Convertirse implica dar un cambio total a las decisiones, a los amigos, a las costumbres.  Conversión significa un cambio de mentalidad, una trasmutación de valores, un nacer nuevo por la presencia del Espíritu.  Es el pasar de las tinieblas a la Luz.  No es el cambio con nuevas promesa que nunca se cumplen.  No es el cambio externo de colores y de formas.  Es el cambio interior que nos llevará a una nueva visión.  Es dejar al hombre viejo y convertirse en un hombre nuevo. No son los propósitos fáciles, sino la verdadera transformación interior. Dejarse tocar por Jesús cambia de raíz toda nuestra vida.  En Pablo lo podemos constatar de una manera radical.

¿Cómo es nuestra conversión? ¿En qué ha cambiado nuestra vida en el encuentro con Jesús resucitado? 

San Pablo puede afirmar posteriormente “todo lo puedo en Aquel que me conforta” o bien “para mí la vida es Cristo y todo lo demás lo considero como basura”

¿Nosotros, cómo manifestamos nuestra conversión? ¿Hemos cambiado radicalmente y encontrado al Señor?

Lunes de la III Semana del Tiempo Ordinario

Mc 3, 22-30

¿Cuál es el pretexto que yo pongo para no seguir a Jesús? Hemos escuchado muchas acusaciones en estos días en contra de su Iglesia a la que se le condena como perversa y ambiciosa, pero a veces esto parece más un pretexto para no acercarse a Jesús y justificar los propios problemas. No justifico los errores que cometemos como Iglesia, pero esto no puede servirnos de pretexto para alejarnos de Jesús. Las acusaciones que le hacen a Jesús no están lejanas en la actualidad. También a Él se le decía que era diabólico, también se le decía que tenía un espíritu inmundo… y sin embargo lo que se buscaba era justificar los propios pecados y no escuchar la buena nueva que ofrece Jesús.

Las acusaciones le sirven de ocasión a Jesús para insistir en la unidad pues la división destruye no solamente las obras malas, sino también las grandes y heroicas comunidades que buscan vivir el evangelio. Detrás de la división se encuentra el egoísmo y la ambición que mira a los otros como si fueran enemigos y no como hermanos. Pero lo que más llama mi atención en el pasaje de este día, es la afirmación que hace Jesús de que se perdonarán todos los pecados y todas las blasfemias pero que no se perdonará la blasfemia contra el Espíritu Santo.

Con frecuencia en la confesión se acercan personas agobiadas por sus pecados y dudando de la misericordia de Dios. Muchas veces, dudando, me dicen: “¿Dios me perdonará mi pecado?”. Y yo recuerdo estas palabras de Jesús y les aseguro que todo pecado tiene perdón. Ésa es la gran enseñanza que nos ha traído Jesús: manifestarnos a Dios como un padre amoroso que está esperando a que el pecador se arrepienta y se vuelva a casa. Siempre que el hombre retorna de su pecado, encuentra un Padre que lo ama, lo rescata, lo purifica y le devuelve su dignidad de Hijo.

Es más, el mismo Padre ha enviado a su Hijo a buscarnos a nosotros que somos pecadores. El gran problema es cuando nosotros no queremos aceptar ese perdón, cuando no queremos arrepentirnos y nos obstinamos en el mal camino. No se puede perdonar a quien trastoca los valores y, a sabiendas, hace confundir el mal con el bien. No se puede perdonar a quien no se quiere arrepentir. ¿Tendremos el corazón tan duro como para no aceptar la reconciliación que nos ofrece nuestro Padre?

Sábado de la II Semana del Tiempo Ordinario

Marcos 3, 20-21

Sobre el Evangelio de hoy, decimos que el bautismo es la puerta de la fe y de la vida cristiana. Jesús Resucitado dio a sus apóstoles este mandato:

«Vayan por todo el mundo y anuncien la Buena Noticia a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará». (Marcos 16,15-16)

La misión de la Iglesia es evangelizar y perdonar los pecados a través del sacramento del bautismo.

El Bautismo es en un cierto sentido el documento de identidad cristiana, su certificado de nacimiento. Es el certificado de nacimiento a la Iglesia. Todos ustedes saben el día en que nacieron. De verdad, ¿no es así? Celebran los cumpleaños, todos.

Todos celebramos el cumpleaños. Pero voy a hacerles una pregunta que hice otra vez, y que voy a repetir otra vez: ¿quién de ustedes se acuerda de la fecha de su bautismo?… ¿Quién de ustedes? Hay pocos, ¿eh? No muchos… Hay pocos, ¿eh?

Pero hagamos una cosa, hoy cuando regresen a casa, pregunten: «¿En qué día fui bautizado?» Busquen. Éste es el segundo cumpleaños. El primer cumpleaños es el cumpleaños a la vida y éste es el cumpleaños a la Iglesia: es el día del nacimiento a la Iglesia…

El Evangelio de hoy nos comenta que el bautismo está unido nuestra fe en el perdón de los pecados. El sacramento de la Penitencia o Confesión es, de hecho, como un segundo bautismo, que tiene siempre como referente el primero para consolidarlo y renovarlo.

En este sentido, el día de nuestro bautismo es el punto de partida de un camino, de un camino hermosísimo, de un camino hacia Dios, que dura toda la vida, un camino de conversión y que continuamente se apoya en el Sacramento de la Penitencia.

Y piensen también en esto: cuando vamos a confesarnos de nuestras debilidades, de nuestros pecados, pidamos el perdón de Jesús, pero renovemos también el Bautismo con este perdón, eso es hermoso. Es como festejar en cada confesión el día del Bautismo.

Y así, la confesión no es una sesión en una cámara de tortura, es una fiesta para celebrar el día de nuestro Bautismo. La confesión es para los bautizados. Para mantener limpia esta vestidura blanca de nuestra dignidad cristiana.

Viernes de la II Semana del Tiempo Ordinario

Mc 3, 13-19

¿En qué te fijas tú para escoger a tus amigos? ¿Qué cualidades y condiciones le pondrías a una para tenerle tanta confianza para encargarle lo más importante?

Siempre sorprende la forma de actuar de Dios Padre, que es la misma forma de actuar de Jesús.

San Marco comienza la narración del evangelio de hoy de una manera solemne, haciéndonos subir al monte con Jesús.  En un monte se había hecho la primera Alianza, en un monte se había dado los mandamientos.  En la montaña se siente más la presencia de Dios.  A la montaña se va para orar en los momentos decisivos.  Y después de esta solemne introducción, San Marcos nos dice que Jesús llamó a los que Él quiso.

Curiosidad grande tendríamos de ver quiénes son los elegidos.  Empezamos a ver los nombres y encontramos representantes de todos los estilos, de todos los caracteres, de todas las tendencias, pero todos, como un día alguien dijo, de bajo perfil.

¿Por qué los llamó?  Porque Él quiso.  Quizás podríamos decir porque Él los quiso y los quiere.

Entre los doce escogidos, número más simbólico que necesario, tenemos toda la gama de personas, pero todos reconociéndose amados por Jesús.  No destruye sus familias, pero sí constituye una nueva familia.  De ahora en adelante los encontraremos a todas horas con Jesús, estando de acuerdo con Él o mirándolo con desconfianza y perplejidad; aprobando sus decisiones o teniendo miedo ante sus actuaciones.

Los ha invitado para que se quedarán con Él.  San Juan nos había dicho en días pasados que los había invitado a que vieran dónde vivía y que después pudieron estar más.  “Hemos encontrado al Mesías”

Estar con Jesús es la primera tarea de todo discípulo.  Reconocerse amado, querido, escogido por Él, sin mayor mérito que su gratuito amor.

Quizás este día podríamos repetir como un estribillo “Jesús me ha escogido porque me ama”.  Quizás podríamos a todas horas vivir en la atmósfera de su amor.  No se necesita dejar de hacer, se necesita interiorizar ese amor.

Las otras finalidades es esta lección se pueden decir que brotan espontáneamente después de saberse amado: proclamar el Evangelio y expulsar a los demonios.  Si me reconozco y experimento amado por Jesús, necesariamente tendré que manifestar ese amor; si he convivido con Él, que es el Santo de Dios, no permitiré que los demonios de la mentira, de la injusticia, de la corrupción se aniden en mi corazón o en mi familia.

Hoy me siento escogido por Dios.

Jueves de la II Semana del Tiempo Ordinario

Mc 3, 7-12

El pasaje que nos presenta hoy san Marcos nos dice que: «Una multitud lo seguía». Y nos aclara que lo seguían «porque había sanado a muchos» por lo que todos querían tocarlo.

Sin embargo, ¿cuántos de esta multitud estaban dispuestos a vivir de acuerdo con la enseñanza del Maestro, a vivir de acuerdo con el Evangelio?

Al proclamar el evangelio de hoy no puedo dejar de pensar en una pregunta ¿Por qué los jóvenes no siguen a Jesús? Y hay que hacerse otra pregunta ¿es culpa de los jóvenes o es culpa de los adultos el que los jóvenes no sigan a Jesús? O ¿ya Jesús no responde a las inquietudes de hoy?

Mientras en el Evangelio se manifiestan las multitudes con deseos de encontrar a Jesús, vemos ahora a los jóvenes que no quieren oír hablar de valores, de religión ni tampoco de Jesús.  ¿Les ha fallado Jesús?  Creo que no.  Jesús tendría ahora respuestas muy válidas para las profundas inquietudes de los jóvenes.  Pero me parece que estamos equivocando el camino en la educación de los jóvenes.

Los niños y los jóvenes de ahora han vivido ya sumergidos en un mundo de tecnología, de imágenes, de cambios y se han acomodado ya a este estilo de vida, a tal grado que parecen fundirse con los mismos aparatos, con el móvil, la televisión y con el internet.

Es el vertiginoso cambio de escenas, de novedades, de placeres lo que satura el ambiente de los jóvenes y que no les permite detenerse a mirar qué es lo que quieren para el futuro. A veces, muchos de ellos, te dan la impresión de que son eternos niños que no asumen sus responsabilidades y solamente quieren divertirse.

El sumario que este día nos ofrece san Marcos presenta a Jesús como la fuente oculta de la salud y como el médico de la humanidad.  Nos narra el desbordante entusiasmo con que las multitudes se aglomeran en torno a Jesús que lo obligan a subirse a la barca para desde ahí, proclamar la Palabra.

No creo que Jesús les haya fallado a aquellas personas y tampoco creo que Jesús nos falle a nosotros o le falle a nuestros jóvenes.  Más bien, me da la impresión, de que estamos tan llenos de cosas que no hemos despertado ni en ellos ni en nosotros el deseo ardiente de valores que vayan más allá.  Nos hemos saturado de menudencias y hemos atrofiado el gusto por las cosas espirituales.

No podemos estar en contra del progreso ni de los maravillosos medios de comunicación para estar en contacto unos con otros.  Lo que hay que estar en contra es de la manipulación de la conciencia, de la dependencia que crea y de la superficialidad que generan.

Como padres de familia, como educadores y como maestros tenemos el gran reto de acercar a los jóvenes a Jesús para que lo toquen, para que lo experimenten, para que se enamoren de Él ¿Podremos lograrlo?