LA VISITACIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA

Hay visitas que no dejan ninguna huella, hay otras visitas, como decían nuestros abuelos, proporcionan mucha alegría cuando llegan, pero dan más alegría cuando se van.  Entendiendo esto como la visita de aquel que viene y que ciertamente nos produce gozo pero que también implica los servicios y atenciones que a la larga cansan.

En cambio, hoy celebramos una visita muy especial: la visita de la Virgen María a su prima Isabel y con ella el modelo de lo que debería ser toda visita: un encuentro gozoso entre dos personas que se quieren y se ofrecen alegría y servicio mutuo.  Es una serie de exclamaciones de alegría sinceras y de alabanzas, no tanto por los méritos personales, sino por la presencia de Dios en sus vidas.  Y el recuerdo de esta visita es precisamente esto que hace experimentar la visita de Dios a su pueblo, que lo percibe tan cercano y tan solidario que trastoca el desorden que ha impuesto la injusticia y la ambición.

El canto del Magníficat puesto en los labios de María por san Lucas, expresa esta visita tan especial de Dios a su pueblo.  No una visita pasajera o efímera sino la visita que trae su misericordia de generación en generación.

No la visita egoísta que busca ser servida, sino la visita del que llega hasta lo profundo del alma y que hace que salte el espíritu.  No la visita que nada modifica, sino la visita que trastoca todos los planes inicuos y perversos.

Que hoy, al recordar y celebrar esta visita, también seamos conscientes nosotros de que este Dios de brazo fuerte nos visita y acompaña; camina con nosotros, invade todo nuestro interior y pone su mirada en nuestra pequeñez y humildad.

Hoy, tendremos visitas, que sean encuentros en este mismo espíritu: liberadores, generadores de alegría y paz.  Que cada persona que veamos se reconozca como bendecida y amada por Dios.

Hay visitas que hacen crecer y llenan de júbilo, como la de María, como la de Dios a su pueblo, como la de la Encarnación.

¿Cómo son nuestras visitas?

Sábado de la VIII Semana del Tiempo Ordinario

Eclesiástico 51, 17-27; Mc 11, 27-33

Sería muy interesante que retrocediéramos en el tiempo hasta colocarnos con Jesús en el recinto del templo.  ¿Cómo reaccionaríamos?  ¿Cómo los jefes del pueblo, movidos por la duda y el rechazo?  ¿Cómo los fieles discípulos?… Por supuesto es imposible dar marcha atrás al tiempo y conocer con exactitud lo que pensaríamos entonces, pero debemos hacer algunas conjeturas.

Unas de las razones por las cuales el pueblo rechazó a Jesús era porque no tuvieron el don de la fe para ver a través de la humanidad de Jesús su verdadera condición de Hijo de Dios.  Jesús les parecía un hombre como cualquier otro.  Su humanidad era un velo que escondía su divinidad.

Dios nos ha descorrido ese velo a nosotros y ese es el sentido literal de «revelación».  Lo correlativo a la revelación es la fe.  Al descorrernos el velo, Dios nos ha concedido, una especial sabiduría, como al Sirácide.  En la primera lectura él dice: «Desde mi adolescencia, antes de que pudiera pervertirme, decidí buscar abiertamente la sabiduría.  En el templo se la pedí al Señor y hasta el fin de mis días la seguiré buscando».  Nosotros también debemos cultivar nuestra fe para que ensanche cada vez más nuestra visión.  Entonces sí podremos conjeturar cuál hubiera sido nuestra reacción hace dos mil años.

Por la fe abrazamos a Jesús, ¿pero siempre y en toda ocasión respondemos a lo que Él nos pide?  Sabemos que Jesús está presente en la Sagrada Eucaristía, y sin esta fe no podemos ser ni siquiera católicos.  Jesús también está presente en las palabras inspiradas de la Sagrada Escritura.  ¿Apreciamos y amamos debidamente a Jesús en esas palabras inspiradas?  Jesús también está presente en las personas que nos rodean.  ¿La humanidad de esas personas, con todos sus defectos y debilidades, es como un velo que nos oculta la presencia de Jesús?

La fe es un don que cultivamos mediante la oración.  Necesitamos pedir a Dios que nos ayude a ver, a apreciar y a amar la presencia de su Hijo en la Eucaristía, en la Escritura y en su pueblo.

Viernes de la VIII Semana del Tiempo Ordinario

Eclesiástico 44, 1. 9-12; Mc 11, 11-26

Salió Jesús de Betania camino de Jerusalén, que distaba pocos kilómetros y sintió hambre, según nos dice san Marcos en el evangelio de hoy.  Esta es una de tantas ocasiones en que se manifiesta la humanidad de Jesús, que quiso estar muy cerca de nosotros y participar de las necesidades y las limitaciones humanas para que aprendamos nosotros a santificarlas.

Jesús vio una higuera, pero no tenía frutos, «pues no era tiempo de higos».  La maldijo el Señor: «Nunca jamás coma nadie fruto de ti». 

Jesús sabía bien que no era tiempo de higos y que la higuera no los tenía, pero quiso enseñar a sus discípulos, de una forma que jamás olvidarían, cómo Dios había venido al pueblo judío con hambre de encontrar frutos de santidad y de buenas obras, pero no halló  más que prácticas exteriores sin vida, hojarascas sin valor.  También aprendieron los apóstoles en aquella ocasión que todo tiempo debe ser bueno para dar frutos a Dios.  No podemos esperar circunstancias especiales para santificarnos. 

Dios se acerca a nosotros buscando buenas obras en la enfermedad, en el trabajo normal, cuando todo está ordenado y tranquilo, tanto en momentos de cansancio como en días de vacaciones, en el fracaso, en la ruina económica y en la abundancia.  Son precisamente esas circunstancias las que pueden y deben dar fruto; distinto quizá, pero inmejorable y espléndido.  En todas las circunstancias debemos encontrar a Dios, porque Él nos da las gracias convenientes. 

Cada uno de nosotros debemos ser árbol que da fruto, para poder ofrecer a Jesús, que se ha hecho pobre, el fruto del que tiene necesidad.  Él quiere que le amemos siempre con realidades, en cualquier tiempo, en todo lugar, cualquiera que sea la situación que atraviese nuestra vida.  Hay que dar frutos ahora, en el momento actual, con esta edad, con estas circunstancias en las que nos encontramos.

El verdadero amor a Dios se manifiesta en un apostolado comprometido, realizado con tenacidad. 

Examinemos nuestra vida y veamos si podemos presentar al Señor frutos maduros.  Como nos decía hoy la primera lectura si damos frutos: «… sus bienes perduran en su descendencia, su heredad pasa de hijos a nietos… Su recuerdo dura por siempre, su caridad no se olvidará»

Si damos frutos, no habremos pasado desapercibidos por este mundo como nos recordamos el libro del Eclesiástico.

Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote

Celebramos hoy en la Iglesia la fiesta de Nuestro Señor Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote.

Por una tradición que se pierde en el tiempo, el primer jueves después de Pentecostés se celebra en la Iglesia la función sacerdotal de Cristo, quien ofreciéndose a sí mismo se constituye en Sumo y Eterno Sacerdote.

Es verdad que Cristo nunca se proclamó a sí mismo como sacerdote, no tenía ningún título y no ejerció en el Templo de Jerusalén, pero también es verdad que todas las funciones del sacerdocio las realizó de una manera plena con su vida y con su palabra: Santificar, ofrecer sacrificio, purificar.

Es muy clara su función de santificar, que es la de todo sacerdote durante todo su ministerio, desde la unción en la sinagoga hasta la muerte en cruz, con los mensajes de paz que nos ofrece el resucitado. 

Jesús ofrece el sacrificio pleno de presentarse a sí mismo como víctima y sacerdote.  Establece la Alianza que une en comunión a los hombres con Dios y que realiza perfectamente la misión del sacerdote: ser puente entre los hombres y Dios, y establecer esa relación entre la humanidad y su Señor.

No son los sacrificios rituales que a menudo se ofrecían en el Templo y que terminaban perdiendo su sentido al convertirse en puros ritos sin interioridad.  Es la vida ofrecida en sacrificio.  Un sacrificio que otorga perdón, reconciliación y vida nueva.

Jesús en la última cena, aparece como el sacerdote de la Nueva Alianza, sellada con su sangre para la salvación de todos.

Hoy podemos contemplar, alabar y agradecer a Jesús por ser sacerdote.  Pero también es un día muy propicio para descubrir en cada uno de nosotros, cómo por el bautismo fuimos constituidos sacerdotes en unión con Jesús.

También nosotros tenemos la misión de llevar todas las cosas a su perfección y a su santidad; también nosotros debemos ofrecer el sacrificio de reconciliación y de vida.

Que este día, todos y cada uno de nosotros, recordemos esa misión a la que nos invita a participar Jesús: ser sacerdotes juntamente con Él, ofrecer nuestro sacrificio, santificar, unir y alabar.

Miércoles de la VIII Semana del Tiempo Ordinario

La madre de los Zebedeo, como símbolo de todas las madres de entonces y de ahora, siempre desean lo mejor para sus hijos. Pero lo mejor, para muchas madres de entonces y de ahora, siguiendo los valores de la sociedad, consiste en “ser más que los demás”, “estar por encima de los demás”, “ocupar mejores puestos que los demás”, “ser los primeros”. Siempre “más que los demás”. Por eso, la madre de Santiago y de Juan se acercó a Jesús para implorarle: “Di que estos dos hijos míos se sienten uno a tu derecha y otro a tu izquierda”.

Ya sabemos la paradójica respuesta de Jesús. Emplea el mismo criterio: “Ser más que los demás”, “ser los primeros”, pero cambiando totalmente su contenido: ser los primeros no en los valores que enaltece la sociedad: en inteligencia, en dinero, en poder, en gloria, en el deporte, en política… Sino ser más que los demás, ser los primeros en el servicio, en la entrega, en el amor. “El que quiera ser grande sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero sea esclavo de todos”.

Se trata, una vez más y de manera definitiva, de imitar y seguir los pasos de Jesús: “Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos”. Jesús no trata de tomarnos el pelo, de poner patas arriba la escala de valores de la sociedad simplemente por ir en contra de lo que se lleva. No, Jesús trata de enseñarnos el verdadero camino que nos conduce a la felicidad. Ni más ni menos.

Martes de la VIII Semana del Tiempo Ordinario

Mc 10, 28-31

Cuando el amor se quiere valuar en bienes materiales, pierde su sentido. Cuando la amistad se reduce a intercambio de favores y a exigencias de correspondencia, no se ha entendido.

Pedro y los discípulos a pesar de haber dejado todo, a pesar de seguir a Jesús, a pesar de escuchar sus palabras y de contemplar sus milagros llenos de generosidad y de gratuidad, siguen pensando en recompensas y en méritos conseguidos. Parecería que las palabras lapidarías de Jesús: “le es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el Reino de Dios” hubieran sido dichas para ellos y que ni siquiera se dieran cuenta.

No han entendido el sentido del servicio, del amor y de la gratuidad. No pueden reducirse las relaciones con Dios a una especie de comercio o de retribución conforme a las leyes del negocio y de la ganancia.

Una persona que vive para el servicio no estaría preocupada por defender sus posesiones y sus propios intereses. Imaginemos a los esposos o a la familia siempre haciendo cuentas de los favores prestados, reclamando sus derechos y exigiendo sus ganancias. Esta actitud pronto acabaría con la amistad, la confianza y hasta con el amor.

Es la respuesta que da el Padre Misericordioso al hijo «bueno» que reclama que nunca le ha ofrecido un becerro para la fiesta y que en cambio le hace fiesta al hijo vividor que retorna a la casa. «Todo lo mío es tuyo», es decir, no estés haciendo cuentas, porque en amor y dones todo lo has recibido. Siempre en amor nos supera nuestro buen Padre Dios.

Quizás tendríamos que aprender a mirar toda nuestra vida como un regalo para descubrir cuánto nos ama Dios. Entonces no estaríamos reclamando las pobres acciones que nosotros le hemos ofrecido, sino estaríamos disfrutando de ese amor y tratando de corresponder con nuestro cariño.

Las recompensas ofrecidas por Jesús, que muchos han querido tomarlas literalmente, tendríamos que descubrirlas en el amor que a diario recibimos de nuestro Padre Dios. Gracias, Padre Bueno, por tanto amor.

Bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia

Celebramos la memoria de la Virgen María, Madre de la Iglesia. En los Evangelios, cada vez que se habla de María se habla de la “madre de Jesús”, como acabamos de leer. Y aunque en la Anunciación no se dice la palabra “madre”, el contexto es de maternidad: la madre de Jesús. Y esa actitud de madre acompaña su obrar durante toda la vida de Jesús: ¡es madre! Tanto que, al final, Jesús la da como madre a los suyos, en la persona de Juan: “Yo me voy, pero esta es vuestra madre”. Esa es la maternidad de María.

Las palabras de la Virgen son palabras de madre. Y lo son todas: después de aquellas, al principio, de disponibilidad a la voluntad de Dios y de alabanza a Dios en el Magnificat, todas las palabras de la Virgen son palabras de madre. Siempre está con el Hijo, hasta en las actitudes: acompaña al Hijo, sigue al Hijo. Y ya antes, en Nazaret, lo hace crecer, lo cría, lo educa, y luego lo sigue: “Tu madre está aquí”, le dicen. María es madre desde el principio, desde el momento en que aparece en los Evangelios, desde el momento de la Anunciación hasta el final, es madre. De Ella no se dice “la señora” o “la viuda de José” —y en realidad lo podían decir—, sino siempre María es madre.

Los Padres de la Iglesia lo entendieron muy bien, igual que entendieron que la maternidad de María no acaba en Ella: va más allá. Siempre los Padre dicen que María es Madre, que la Iglesia es madre y que tu alma es madre. Pues en esa actitud que viene de María, Madre de la Iglesia, podemos comprender la dimensión femenina de la Iglesia que, cuando falta, pierde su verdadera identidad y acaba en una especie de asociación de beneficencia o en un equipo de fútbol o en lo que sea, pero ya no es la Iglesia. Existe lo femenino en la Iglesia, pues es maternal. La Iglesia es femenina, porque es ‘iglesia’, ‘esposa’ y es ‘madre’, da a luz. Esposa y madre. Pero los Padres van más allá y dicen: “También tu alma es esposa de Cristo y madre”.

La Iglesia es “mujer”, y cuando pensamos en el papel de la mujer en la Iglesia debemos remontarnos a esa fuente: María, madre. Y la Iglesia es “mujer” porque es madre, porque es capaz de “parir hijos”: su alma es femenina porque es madre, es capaz de dar a luz actitudes de fecundidad. La maternidad de María es una cosa grande. Dios quiso nacer de mujer para enseñarnos ese camino. Es más, Dios se enamoró de su pueblo como un esposo de su esposa: lo dice el Antiguo Testamento, y es un gran misterio. Podemos pensar que, si la Iglesia es madre, las mujeres deben tener funciones en la Iglesia: sí, es verdad, hay tantas funciones que ya hacen. Gracias a Dios, son muchas las tareas que las mujeres tienen en la Iglesia.

Pero eso no es lo más significativo: lo importante es que la Iglesia sea mujer, que tenga esa actitud de esposa y de madre, y cuando olvidamos eso, es una Iglesia masculina sin esa dimensión, y tristemente se vuelve una Iglesia de solterones, que viven en aislamiento, incapaces de amor, incapaces de fecundidad. Así que, sin la mujer, la Iglesia no sale adelante, porque es mujer, y esa actitud de mujer le viene de María, porque Jesús lo quiso así.

El rasgo que más distingue a la Iglesia como mujer, la virtud que más la distingue como mujer, se ve en el gesto de María en el nacimiento de Jesús: “dio a luz a su hijo primogénito; lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre” (Lc 2,7). Una imagen donde se aprecia precisamente la ternura de toda madre con su hijo: cuidarlo con ternura, para que no se lastime, para que esté bien protegido. La ternura es también la actitud de la Iglesia que se siente mujer y se siente madre. San Pablo —lo escuchamos ayer, y también en el breviario lo hemos rezado— nos recuerda las virtudes del Espíritu y nos habla de la mansedumbre, de la humildad, de esas virtudes llamadas “pasivas”, pero que, por el contrario, son las virtudes fuertes, las virtudes de las madres. Por eso, una Iglesia que es madre va por la senda de la ternura; sabe el lenguaje de tanta sabiduría de las caricias, del silencio, de la mirada que sabe de compasión, que sabe de silencio. Y también un alma, una persona que vive esa pertenencia a la Iglesia, sabiendo que es madre y debe ir por la misma senda: una persona mansa, tierna, sonriente, llena de amor.

María, madre; la Iglesia, madre; nuestra alma, madre. Pensemos en esa riqueza grande de la Iglesia y nuestra; y dejemos que el Espíritu Santo nos fecunde, a nosotros y a la Iglesia, para ser también nosotros madres de los demás, con actitudes de ternura, de mansedumbre, de humildad. Seguros de que ese es el camino de María. Qué curioso es el lenguaje de María en los Evangelios: cuando habla al Hijo es para decirle cosas que necesitan los demás; y cuando les habla a los demás, es para decirles: “haced lo que Él os diga”.

Sábado de la VII Semana de Pascua

Hech 28, 16-20. 30-31; Jn 21, 20-25

Hoy es día en que se pone término a varias cosas.  Nuestra primera lectura fue la conclusión del libro de los Hechos de los Apóstoles, escrito por san Lucas.  El pasaje evangélico fue la conclusión del Evangelio según san Juan.  Mañana con la solemnidad de Pentecostés, se termina el Tiempo Pascual.  Y sin embargo, la Iglesia tiene que seguir adelante hasta que el Señor vuelva en su gloria.

Cualquier término que experimentemos no es más que el preludio de algo superior en el plan divino.  San Lucas termina su relato sobre los apóstoles con san Pablo en Roma.  Pero bien sabemos que, desde Roma, la fe se extendió a todo el mundo.  San Juan pone el punto final a su Evangelio diciendo que, si todo lo que hizo el Señor Jesús se escribiera detalladamente, no habría espacio en el mundo entero para contener los libros que se escribieran.  De modo que su Evangelio no era la última palabra sobre Jesús.  Por eso, los santos y los sabios nos han bendecido con libros y sermones acerca de Jesús.

El gran acontecimiento de la Pascua de la resurrección de Jesucristo, aun cuando haya sucedido hace vente siglos, no es un acontecimiento del pasado.  El Señor resucitado sigue con nosotros y, si bien es cierto que mañana terminaremos de celebrar la Pascua, seguiremos celebrando esa misma Pascua durante todos los domingos del año.

En relación con Dios, que es eterno, no existen las terminaciones.  En Dios, que es infinito, no hay límites de bondad.  La inmensa verdad y la suprema belleza de Dios, tal como nos fueron reveladas en Jesucristo, no podrán agotarse nunca.

Como pueblo de fe tenemos un gran don aquí en la tierra; pero lo que debemos esperar ardientemente, se encuentra más allá de todo lo que podamos imaginar.

Viernes de la VII Semana de Pascua

Jn 21, 15-19

Hay preguntas que sólo nos atrevemos a hacer a quien le tenemos mucha confianza, no andamos preguntando a todo el mundo si nos quiere, y cuando este amor implica más consecuencias, lo pensamos en serio. 

Hay tareas que requieren un verdadero amor para poder encomendarlas.  Hoy encontramos a Jesús preguntando a Pedro, después de la resurrección, si de verdad lo ama.  No es difícil de imaginar todo lo que Pedro recordaría con esta pregunta, sus impulsos atrevidos al tratar de convencer al Señor de que escogiera otro camino diferente a la cruz; sus afirmaciones tajantes de que aunque todo el mundo lo abandonara él no lo haría, y sobre todo sus negaciones en aquellos momentos precisos de dificultad y abandono.

Por eso se toma su tiempo y sus precauciones para responder.  Ha entendido Pedro que no es fácil afirmar el amor cuando se es tan débil, ha comprendido que el amor de Jesús es mucho más exigente que simples palabras.  Y ahora responde con humildad, pero también con seguridad: “Sí, Señor, Tú sabes que te quiero”.  Ya no es la seguridad arrogante, sino la confianza en la amistad y compresión del Maestro. Sólo cuando ya se ha confiado a la amistad del Señor, Jesús le puede confiar: “Apacienta mis ovejas”

La pregunta se dirige hoy a cada uno de nosotros.  La dice Jesús desde su entrega en la cruz y desde el triunfo de su resurrección: “¿Me amas?”  Es pregunta personal y no admite condiciones ni tampoco evasiones.  Es pregunta directa de quien sabemos que nos ama.  ¿Qué le respondemos a Jesús?  ¿Estamos seguros que lo amamos?  Quizás también tememos nosotros equivocarnos y negarlo en los momentos más importantes de la vida.  Quizás tememos no seguir sus mandamientos, sino nuestros propios gustos.

Con todas estas limitaciones, debemos responder a Jesús cómo y cuánto es nuestro amor.  Con toda humildad y con toda verdad respondamos que nuestro amor es pequeño, pero que Él sabe que lo amamos.  Reconozcamos nuestras limitaciones e imperfecciones, pero tengamos la seguridad de su amor.  Él sí nos ama.

Al dar nuestra respuesta, también nos encomienda la misma tarea que a Pedro: cuidar y apacentar, dar vida y dar la vida.

¿Qué respondemos este día a esa pregunta insistente de Jesús: me amas?

Jueves de la VII Semana de Pascua

Jn 17, 20-26

¿Qué pide el Señor al Padre?: La unidad de la Iglesia: que la Iglesia sea una, que no haya divisiones, que no haya altercados. Para esto es necesaria la oración del Señor, porque la unidad en la Iglesia no es fácil.

He aquí la referencia a muchos que dicen estar en la Iglesia, pero están dentro sólo con un pie, mientras el otro queda fuera.

Para esta gente la Iglesia no es la casa propia. Se trata de personas que viven como arrendatarios, un poco aquí, un poco allá. Es más, hay algunos grupos que alquilan la Iglesia, pero no la consideran su casa. Entre estos, hay tres categorías:

1.- Los uniformistas

Son los que quieren que todos sean iguales en la Iglesia. Su estilo es uniformar todo: todos iguales. Están presentes desde el inicio, es decir, desde que el Espíritu Santo quiso hacer entrar en la Iglesia a los paganos…

Son cristianos rígidos, porque no tienen la libertad que da el Espíritu Santo. Y confunden lo que Jesús predicó en el Evangelio y su doctrina de igualdad, mientras que Jesús nunca quiso que su Iglesia fuera rígida.

Estos, por lo tanto, a causa de su actitud no entran en la Iglesia. Se dicen cristianos, se dicen católicos, pero su actitud rígida les aleja de la Iglesia.

2.- Los alternativistas

Estos son los que piensan: «Yo entro en la Iglesia, pero con esta idea, con esta ideología». Ponen condiciones y así su pertenencia a la Iglesia es parcial.

También ellos tienen un pie fuera de la Iglesia; alquilan la Iglesia pero no la sienten propia; y también ellos están presentes desde el inicio de la predicación evangélica, como testimonian los gnósticos, que el apóstol Juan ataca muy fuerte: «Somos… sí, sí… somos católicos, pero con estas ideas».

Estas personas buscan una alternativa, porque no comparten el sentir común de la Iglesia.

3.- Los ventajistas o especuladores

Son los que buscan ventajas. Ellos van a la Iglesia, pero para ventaja personal y acaban haciendo negocios en la Iglesia.

Son especuladores, presentes también ellos desde los inicios: como Simón el mago, Ananías y Safira, que se aprovechaban de la Iglesia para su beneficio…

Muchos personajes de este tipo se encuentren regularmente en las comunidades parroquiales o diocesanas, en las congregaciones religiosas, ocultándose bajo las apariencias.