San Andrés

Ya estamos en los últimos días del año litúrgico y en lugar de encontrarnos con los textos que cerrarían este ciclo, la fiesta de san Andrés ocupa su lugar y nos ofrece una oportunidad para reflexionar en el llamado que el Señor nos hace a cada uno y la misión que nos otorga para cumplirla en nuestro tiempo y en nuestros días.

Como si la Providencia quisiera recordarnos que para un buen final se requiere un buen inicio, nos pone de ejemplo a san Andrés.

Jesús sale al encuentro de quienes serán sus discípulos, los sorprende en sus labores diarias, en sus lugares y preocupaciones, ahí los encuentra y ahí los llama para construir el Reino de Dios. Así les sucede a Andrés y a su hermano Pedro.

Así también hoy, el Señor, sale al encuentro de cada uno de nosotros. Solamente tenemos que estar atentos para escucharlo. Hay muchas voces, hay muchos ruidos, pero su Palabra sigue dirigiéndose a nosotros.

¿Qué miró Andrés para dejar sus redes y seguir a Jesús? Debió ser impactante. Pero a veces nos quedamos con ese primer encuentro. Andrés continuó en el encuentro de cada día y fue poco a poco conociendo a Jesús, viendo cómo actuaba, conociendo sus pensamientos y trató de aprender esa conducta. Solamente después se convirtió en misionero.

Las lecturas de este día nos invitan a ese encuentro diario con Jesús y a convertirnos en misioneros.

Cuando san Pablo les escribe a los romanos les hace ver que hay necesidad de llevar el Mensaje y que nadie va a creer en el Señor Jesús si no hay quien lo anuncie. “¿Cómo van a invocar al Señor, si no creen en Él?, y ¿Cómo van a creer en Él si no han oído hablar de Él? Y ¿cómo van a oír hablar de Él sino hay nadie que se lo anuncie? Y ¿cómo va a haber quienes lo anuncien si no son enviados? Por eso dice la escritura que hermoso es ver correr sobre los montes al mensajero que trae buenas noticias”

Así san Pablo nos ayuda a unir la fiesta de san Andrés con el Adviento que ya comenzaremos el domingo. Adviento es espera, buenas noticias y conversión.

El Papa Francisco nos está insistiendo mucho en ese encuentro con Jesús, pues el discípulo es el mensajero que lleva una alegría grande en su corazón y que no puede ocultar.

Hoy, casi al terminar el año litúrgico y disponernos para el tiempo de Adviento, en la fiesta de san Andrés, se despierte en nosotros el deseo de conocer más a Jesús y de anunciarlo con mayor entusiasmo.

¿Alguien se ha enamorado de Jesús viendo tu forma de vivir?

Homilía para el 29 de noviembre de 2018

Lc 21, 20-28 

El Evangelio que acabamos de escuchar es catastrófico, sobre todo si pensamos en lo que significaba Jerusalén y el Templo para los israelitas. Decir que se acaban es como decir que llega el fin del mundo.

Jesús anuncia estas destrucciones, pero no esta diciendo con ello que se acabe el mundo, sino que habla de la fragilidad de Jerusalén y de cómo será pisoteada y destruida. Jesús prevé la ruina de Jerusalén y de su Templo, de toda aquella región y de sus gentes como algo inevitable, pero también como una oportunidad. La comunidad creyente no debe encerrarse en los horizontes mezquinos del pueblo judío.

La destrucción de Jerusalén será la oportunidad histórica, que al obligar a los nuevos cristianos a huir de la destrucción, van llevando por nuevos caminos la Palabra de Dios.

Las señales catastróficas que se realizan en el cielo y en el espacio no son anuncios proféticos, sino la expresión y el poder del Hijo del Hombre. Así será la fuerza salvadora y la presencia del Reino de Dios. Entonces hay que levantar la cabeza y poner atención, porque se acerca la hora de la liberación. Todos los momentos de crisis son también momentos de crecimiento y de gracia.

Si hoy miramos las dificultades que sufre nuestra sociedad, debemos también levantar la cabeza y descubrir qué es lo más importante y que tenemos que defender a toda costa. Necesitamos descubrir en estas situaciones una oportunidad de purificación que nos lleve no al desaliento sino a depositar nuestra esperanza en Cristo que es nuestra única salvación.

Esta semana, la última del año litúrgico, insiste en esa actitud de espera y de esperanza, de vigilia y revisión. El verdadero discípulo no puede dormirse y dejar de lado la misión de construir el Reino, pero con la certeza de que Cristo lo está haciendo presente.

Es importante que alentemos una visión positiva, realista sobre el futuro, sostenidos en Jesús que con su fuerza y alegría, alimenta nuestra visión positiva de la vida. Con la presencia del Señor, mantengámonos firmes.

Homilía para el 28 de noviembre de 2018

Lc 21, 12-19

¿Es difícil y peligroso vivir el evangelio? El Papa Francisco nos invita y nos pone como ejemplo a grandes mártires actuales que como consecuencia de vivir el Evangelio han sido martirizados.

Hay quienes se acercan ingenuamente al Evangelio y también hay quienes prometen un Evangelio de pura felicidad.

El pasaje del evangelio de este día nos muestra cómo si se vive radicalmente el seguimiento de Jesús, y que si lo hacemos así, tendremos consecuencias frente a una sociedad que pone sus esperanzas en el poder personal, más que en la comunidad y en la fraternidad.

No es raro que quienes buscan la defensa de los más pobres, de la naturaleza y que quieren construir un mundo al estilo de Jesús, tengan que sufrir las consecuencias de persecución, de agresiones y de descalificaciones.

Jesús es la mejor muestra de cómo se vive el Evangelio. Pasó haciendo el bien, curando a los enfermos, defendiendo la verdad y sin embargo, tuvo muchos enemigos que estaban atentos para atacarlo, difamarlo y desprestigiarlo. A nosotros, quizás, también nos pueda pasar lo mismo, pero debemos tener muy claro que cuando nos suceda esto, sea por defender la verdad y la justicia y que no vaya a ser un justo reclamo a nuestras incongruencias y a nuestros errores, Cristo promete su presencia para todo aquel que sigue su camino. Nos asegura que no debemos tener miedo y que Él hablará por nosotros.

Estamos viviendo una situación extrema de violencia, de corrupción y de mentira. Muchas veces pensamos que escondiéndonos y no participando, al menos no tendremos problemas, pero entonces estamos dejando que el mal crezca y somos responsables de que la injusticia se vaya extendiendo.

Que al escuchar estas palabras de Jesús nos despierte de nuestros letargos y nuestros miedos y nos anime a buscar medidas que detengan esta ola de corrupción. Es cierto que nos sentimos pequeños e impotentes, pero recordemos que Cristo está presente, camina con nosotros, lucha con nosotros y nos dará las palabras necesarias para defender firmemente su verdad.

Homilía para el 27 de noviembre de 2018

Lc 21, 5-11

Este evangelio nos enseña lo relativo que puede ser todo lo bello que se encuentra en el mundo. Todo pasa. Las cosas que un día fueron ya no son; lo que ahora nos admira llegará un día en que no quedará rastro de ello. Lo único que permanece es Dios. Es lo único que no cambia.

Para el pueblo de Israel el Templo era uno de los signos más representativos de su religiosidad y de la presencia del Señor en medio del pueblo. La gran construcción los hacía sentir seguros. Sus más grandes desastres los vivieron cuando el Templo fue destruido y la tristeza del exilio consistía en no poder dar culto al Señor. Por eso miraban con orgullo la gran construcción. Sin embargo, Cristo les llama la atención. No sólo en el pasaje que acabamos de escuchar, sino con mucha frecuencia, porque su veneración por el Templo no estaba respondiendo con la congruencia de una vida recta, en justicia y amor.

Anunciarles que será destruido el Templo es quitarles su mayor seguridad, pero es también hacerlos reflexionar en lo que pide Dios para su culto. Es cierto que Dios ha pedido el culto, pero un culto vivo que lleve al amor y al cumplimiento de sus mandamientos. Pero cuando el Templo se transforma en escaparate para esconder las injusticias, en lugar de ser una bendición está llevando a la ruina.

El mismo sentido tienen las palabras que Jesús dice a continuación sobre los engaños de quien se quiera hacer pasar por el Mesías y Señor.

En nuestros días muchos se han aprovechado de los desastres ecológicos para anunciar un supuesto día final, pero debemos estar atentos y reconocer que el único que conoce el día final es Dios Padre y que nosotros tendremos que tener una actitud de perseverancia, de paciencia y de vigilancia.

Nosotros también hemos puesto nuestras seguridades en las cosas y en los bienes; en el poder y en la fama y nos hemos alejado de lo que busca el Señor. Nosotros también hemos tomado una actitud de despreocupación y de descuido frente a la venida del Señor. Tendremos que recuperar esa actitud que nos ayude a vivir plenamente nuestros días como si fueran los últimos. No en el sentido de vivir con angustia y preocupación, sino de vivir en rectitud, en vigilia y en fraternidad.

Si de alguna forma supiéramos que este sería nuestro último día ¿cómo lo viviríamos? ¿Por qué no lo vivimos así?

Homilía para el 23 de noviembre de 2018

Lc 19,45-48

Parece que Jesús se enoja con mercaderes y vendedores, y en parte es así. Pero su enojo no viene por su profesión, su enojo no va dirigido a los de fuera del templo, va dirigido a los de dentro.

Cuando el Templo se había convertido para los israelitas en signo de la presencia del Señor, cuando admiraban su construcción y se sentían orgullosos e invencibles, los profetas alzaron su voz para reclamar y señalar que hay cosas más importantes que una bella construcción de piedras y que el culto que el Señor quiere parte del corazón y se manifiesta en el amor a los hermanos. No admite el Señor un culto vacío ni el soborno de un sacrificio a cambio de la injusticia, de la mentira o de los juicios arreglados.

Más que el santuario, el Dios de Israel exige habitar en el corazón de cada persona. Cuando ha estado destruido el Templo, cuando se sienten olvidados, el Señor asegura su presencia en medio de ellos, en el resto fiel, en el corazón limpio.

Jesús recoge toda esta tradición y aunque se acerca al Templo y predica en sus atrios, exige también el culto verdadero. Jesús entabla toda una lucha con quienes han manipulado la Ley, el Sábado, el sacrificio y el Templo y lo han convertido en fuente de ganancias y de opresión.

No se puede, con el pretexto de la religión o de las Leyes despreciar a la persona, no se puede comerciar con sus derechos, no se puede pisotear su dignidad.

Hoy nos encontramos con modernos templos donde se comercia con los débiles, donde se venden sus derechos, donde se les despoja de sus pertenencias. Cada persona es santuario y templo de Dios, lugar sagrado, casa de oración y no puede ser convertida en cueva de ladrones.

La trata de personas, la venta de menores, la manipulación de los fetos, la comercialización de las necesidades y muchos otros métodos modernos llevan a cosificar a las personas, a tratarlas como mercancía, a despreciar sus sentimientos.

El mundo moderno se ha dejado gobernar por el poder del dinero y de los grandes consorcios de las poderosas firmas y no le ha importado pasar por encima de la conciencia de las personas. Incluso también hoy hay quienes utilizan la religión con fines comerciales o políticos y convierten lo más sagrado de la persona, su interior, en cueva de ladrones.

Cada persona es santuario de Dios, tú tienes un gran valor porque eres templo del Espíritu Santo. No profanemos ni dejemos profanar esos santuarios de Dios.

Homilía para el 22 de noviembre de 2018

Lc 19, 41-44

Jesús llora por Jerusalén. Y profetiza una realidad que seguimos contemplando hoy. Existe división, existen enfrentamientos, existe desencuentro, existen guerras.

El pasaje de hoy parece sorprendente. Por un lado Jesús profetiza una realidad negativa de este mundo y por otro llora por el presente y el futuro de un pueblo. Jesús ama su tierra, ama a su pueblo y sufre por lo que no ve en él. El enfrentamiento es consecuencia de no entender lo que conduce a la paz, de obstinarse en creer que la paz global no es el resultado de la paz con uno mismo. Quizás, cuando Jesús llora, esta teniendo presente todas las guerras que se sucederán en el tiempo, todo el dolor que el hombre se produce a sí mismo. Y es que el hombre, la criatura que Dios ama con ternura, puede destruirse a sí mismo. Podemos pensar en la guerra como en algo lejano en el espacio y en el tiempo, algo ajeno a nuestra realidad cotidiana. Y algo por lo que no podemos hacer mucho. Sin embargo nosotros podemos ser ángeles de paz o demonios de guerra.

Porque la guerra en definitiva es el odio, es el rencor, el tomarse la justicia por su mano. Cuando no perdonamos una falta de caridad que han tenido con nosotros, cuando guardamos y recordamos el mal que nos han hecho, no estamos entendiendo lo que conduce a la paz. Porque el hombre tiene un sentido de la justicia limitado y sobretodo imposible de realizar de modo exclusivamente horizontal. Porque nosotros somos limitados y vamos a fallar muchas veces, vamos a herir, aun sin intención, y vamos a ser heridos. No podemos aplicarnos un sentido de la paz irrealizable. La paz es fruto del amor y del perdón, de la comprensión y de la lucha por mejorar y amar sin medida. Jesús llora porque nos obstinamos en no aceptar las normas flexibles del amor.

Homilía para el 21 de noviembre de 2018

Lc 19,11-28

Es más cómodo no hacer nada y luego buscar una buena excusa de porque no hemos hecho nada. Sin embargo para Jesús esto no funciona.

¿Cuál es tu pretexto para no comprometerte con Jesús? Hay personas que viven en la mediocridad, tienen cualidades pero se conforman con lo mínimo, no se arriesgan.

Jesús con su parábola nos da una gran enseñanza, no debemos fijarnos tanto en reyes, dueños de inmensos territorios, sino en el gran regalo que nos da Dios gratuitamente a cada uno de nosotros para que actuemos y construyamos, aportando nuestro mejor esfuerzo para la llegada del Reino.

Hay quienes no quieren que reine el Señor, aunque disfracen sus intenciones de ideologías o buenos deseos. Pero quizás la insistencia de esta parábola sea la confianza que Dios deposita en cada persona que ha creado. A todos nos ha dado dones y regalos y espera que los multipliquemos.

Hay muchas personas que viven con plenitud y se arriesgan para poner todos sus talentos en búsqueda del amor, de la justicia y de la verdad. Viven la alegría del servicio y hacen crecer a quienes lo rodean. Sin embargo, hay quien actúa egoístamente y se oculta en pretextos, ocultar en un pañuelo la moneda valiosa, no hacerla producir, dejarse llevar por la indolencia frente a las necesidades angustiosas de los hermanos.

Hay tantos pecados de omisión, de no hacer lo que deberíamos, de no participar y comprometernos, de no educar, de encogernos de hombros frente a las situaciones difíciles, y después echar la culpa a otros por su carácter, por sus responsabilidades, pero sólo para escudarnos y adormecer nuestra conciencia. No hay peor pecado que la indiferencia, la flojedad y la apatía.

No es injusto el proceder del Rey. Quien no siembra no puede producir frutos.

¿Qué frutos estamos produciendo nosotros? ¿A quién culpamos de nuestros errores y descuidos?

Homilía para el 20 de noviembre de 2018

Ap 3, 1-6. 14-22

En este pasaje la comunidad de Sardes representa a los cristianos que, solo dan la apariencia de ser buenos cristianos. Por su parte la Iglesia de Laodicea representa a los que no han hecho una acción “total” por Cristo y por el Evangelio.

¿Quién puede corregir con más eficacia y con objetividad? Quien mejor lo hace es quien más cercano y más amor nos tiene, nos conoce en lo profundo y puede con mayor acierto proponernos cambios que podamos aceptar.

El texto del Apocalipsis, la primera lectura de hoy, nos encontramos con dos cartas enviadas a las comunidades de Sardes y Laodicea, que son una belleza tanto en su contenido como en la expresiones que utiliza.

Retoma las realidades que experimentan las ciudades, como ejemplo de cualquier comunidad cristiana y desde esa realidad profundiza en la relación que tiene la comunidad con Dios.

Los títulos y nombres que se dan a Jesús nos recuerdan su misión y su cercanía. El que tiene los 7 espíritus y las 7 estrellas, el amén, el testigo fiel y veraz, el origen de todo lo creado por Dios, como si quisiera el profeta que fijáramos nuestra mirada en Jesús, reconociéramos todo su poder y su amor para estar seguros de nuestro propio triunfo. Jesús no puede fallar, está cercano a nosotros, es fiel en su amor, es fundamento de toda la creación.

Las acusaciones contras estas ciudades son fortísimas, pero no se quedan en el pasado, sino que se hacen presentes para nosotros y nuestras iglesias.

¿Quién no se sentirá aludido al escuchar la llamada de atención que hace a Sardes de que se lleva una vida doble, no acorde con la palabra recibida? En apariencia está vivo, pero en realidad estás muerto le dice.

¿Quién puede afirmar que está viviendo a plenitud y con coherencia las exigencias de la Palabra? Y cuando se dirige a la comunidad de Laodicea, es todavía más duro en sus reclamos. La tibieza, el no ser ni frio ni caliente provocan náuseas y rechazo. La dulce mediocridad, la rutina adormecedora a todos nos invade y nos dejan indiferentes antes las manifestaciones del amor de Dios.

La comunidad se ha acomodado a las riquezas materiales y se ha protegido con sus tesoros, pero ninguna vestidura nos cubrirá como la bondad de Dios, ningún colirio nos hará ver mejor que la mirada de Dios y ningún oro nos enriquecerá más que el amor de Dios.

¿Dejo que penetren en mi corazón estas llamadas de atención y me quedo meditando? Yo, ¿corrijo y llamo la atención a todos los que amo? Tenemos que reaccionar y corregirnos. “Mira que estoy tocando a tu puerta”, nos dice el Señor Jesús, amoroso, esperando que abramos nuestra puerta.

Homilía para el 16 de noviembre de 2018

Lc 17, 26-37

Pensar en el fin del mundo y también en el fin de cada uno de nosotros es la invitación que también hoy la Iglesia nos hace a través del pasaje del Evangelio de hoy. El texto recoge la vida normal de los hombres y mujeres antes del diluvio universal y en los días de Lot: comían, bebían, compraban, vendían, sembraban, construían, se casaban…, pero luego llega el día de la manifestación del Señor y las cosas cambian.

La Iglesia, que es madre, quiere que cada uno piense en su propia muerte. Todos estamos acostumbrados a la normalidad de la vida, horarios, compromisos, trabajo, momentos de descanso, y pensamos que siempre será así. Pero un día vendrá la llamada de Jesús que nos dirá: “¡Ven!”.  Para algunos esa llamada será imprevista, para otros tras una larga enfermedad, no lo sabemos. ¡Pero la llamada vendrá! Y será una sorpresa, pero luego estará la otra sorpresa del Señor: la vida eterna. Por eso, la Iglesia en estos días nos dice: párate un poco, detente para pensar en la muerte. Suele pasar que, incluso la participación en las velaciones fúnebres o ir al cementerio, se convierta en un acto social: se va, se habla con las demás personas, en algunos casos hasta se come y se bebe: es una reunión más, para no pensar.

Y hoy la Iglesia, hoy el Señor, con esa bondad que tiene, nos dice a cada uno: “Detente, párate, no todos los días serán así. No te acostumbres como si esto fuese la eternidad. Llegará un día en que tú serás llevado, y otro se quedará”. Es ir con el Señor, pensar que nuestra vida tendrá fin. Y eso nos hace bien. Nos hace bien ante el inicio de una nueva jornada de trabajo, por ejemplo, donde podemos pensar: “Hoy quizá sea el último día, no sé, pero haré bien mi trabajo”. Y así en las relaciones con la familia o cuando vamos al médico, etc.

Pensar en la muerte no es una mala fantasía, es una realidad. Si es mala o no depende de mí, de como yo la vea, pero que será, será. Y allí será el encuentro con el Señor, eso será lo bueno de la muerte, el encuentro con el Señor, será Él quien venga a nuestro encuentro, será Él quien diga: “Ven, ven, bendito de mi Padre, ven conmigo”.

Y cuando llegue la llamada del Señor ya no habrá tiempo para arreglar nuestras cosas. Un sacerdote me decía hace poco: “El otro día encontré a un sacerdote, de unos 65 años, más o menos, que padecía algo malo, y no se sentía bien. Entonces fue al médico y le dijo, después de la visita: “Mire, tiene usted esto, y es algo malo, pero quizá estemos a tiempo de detenerlo. Haremos esto, y si no se para haremos esto otro, y si no se para comenzaremos a caminar y yo le acompañaré hasta el final”. ¡Estupendo ese médico!

Pues nosotros también, acompañémonos en ese camino, hagamos lo que sea, pero siempre mirando allá, al día en que el Señor vendrá a llevarnos para irnos con Él.

Homilía para el 15 de noviembre de 2018

Lc 17, 20-25 

El Evangelio de hoy recoge una pregunta que los fariseos dirigen a Jesús: “¿Cuándo vendrá el reino de Dios?”.  Una pregunta sencilla, que nace de un corazón bueno y aparece muchas veces en el Evangelio.

¿Cómo explicar la presencia del Reino de Dios en nuestro interior?, ¿Qué señales podemos ofrecer de que ya está presente entre nosotros? Estamos acostumbrados a las cosas externas y queremos señales de que ya llega el Reino de los Cielos.

La pregunta de los fariseos no deja de tener un tono de burla hacia Jesús que ha hablado y anunciado tanto su Reino, y ahora quieren señales externas, como si contradijeran su anuncio y se burlaran de su esperanza. El Reino se hace presente pero los fariseos no lo han percibido por la dureza de su corazón. El Reino no es escándalo, el Reino no es ruido, el Reino no es apariencia. El Reino es presencia de Dios en el corazón del hombre y la presencia de Dios llega de manera callada, silenciosa pero muy efectiva. No llega aparatosamente, pero ya está en medio de nosotros.

Quizás, a nosotros también nos pase lo que a los fariseos y reclamemos muchas veces esa presencia, tantas veces anunciada, pero si hacemos silencio, si aguzamos el oído descubriremos la presencia de Dios en todas las muestras de amor, en el despuntar de una vida, en la generosa entrega de quien lucha por la justicia, en el servicio desinteresado, en la oculta donación, en la siembra callada.

El Reino no hace ruido, pero produce alegría, verdadera felicidad, fraternidad y armonía interior. Quien ha percibido el Reino y le abre su corazón experimenta una especie de luz que ilumina y da sentido a toda la vida.

Se habla mucho de todos los acontecimientos escandalosos, de violencia y terrorismo que azotan a nuestro mundo y a veces miramos con pesimismo el incierto futuro, pero Jesús nos asegura que en medio de todos estos obstáculos también se hace presente el Reino.

No podemos dejar de sembrar la pequeña semilla, no podemos olvidar las acciones diarias, allí tiene que estar presente el Reino. Estoy plenamente convencido que los grandes desastres que estamos padeciendo tienen su principal solución en la lucha diaria, en los espacios familiares de educación y de vida en común.

El Reino se construye y se hace presente en el anonimato y en el silencio, pero después crece esa semilla. No debemos desalentarnos, el mal no puede vencer. Tenemos nuestra esperanza en Cristo que con su resurrección vence todo mal.