Sábado de la XVII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 14, 1-12

Cuando escucho las innumerables detenciones, cuando oigo de juicios, cuando vemos las cárceles y vemos a los presos, no puedo olvidar la situación tanto de Jesús como de Juan Bautista. Ambos fueron puestos en la cárcel, considerados peligrosos para las autoridades de su tiempo, condenados como criminales y ejecutados sin un verdadero juicio. Los caprichos, los temores de los poderosos, el miedo a la verdad, y el “bien común”, parecerían ser las verdaderas causas d…e su muerte.

Hoy también hay testigos de la verdad, hoy también alzan su voz quienes no están de acuerdo con los autoritarismos y las injusticias, hoy también hay inocentes en cárceles. Sin olvidar las víctimas “colaterales” que producen las guerras estúpidas de los poderosos.

Los países débiles que se ven afectados por las decisiones de las grandes firmas y las naciones importantes, parecen no tener voz.

¿Cómo acabar con las injusticias? ¿Cómo ser fieles a la verdad? No tenemos otro camino más que el mostrado por Jesús y por Juan Bautista: levantan su voz, indican que es necesaria la conversión, son fieles a su vocación, no se dejan ni intimidar ni sobornar, pero todo lo hacen con una cierta delicadeza, sin odios, sin resentimientos, con una gran paz interior.

Contemplemos hoy el martirio que nos ofrece el evangelio de San Mateo.

Los extremos a los que es capaz de llegar un hombre dominado por su pasión, la perversidad de personas ante los testigos fieles, la manipulación de personas aduciendo falsas verdades, “a causa de su juramento”, pero frente a esto la fidelidad y el testimonio de Juan Bautista y después Jesús que retoma el testimonio ofrecido por Juan y lo hace todavía más actual.

Hoy tenemos que tener la valentía de buscar la verdad, de alzar la voz frente a las injusticias, de denunciar el pecado, sobre todo cuando hace daño a los más pequeños. La vocación y el martirio de Juan Bautista hoy se hacen presentes para impulsarnos, para darnos valor, para que también seamos coherentes con la vocación a la que fuimos llamados.

Viernes de la XVII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 13, 54-58

El evangelio de este día nos cuenta el regreso de Jesús a su tierra.  Uno esperaría que el recibimiento fuera extraordinario y que sus paisanos lo aclamaran y aceptaran con júbilo sus palabras, pues Jesús era miembro de una pequeña comunidad a la que le ha dado brillo y renombre.  Sin embargo sucede todo lo contrario.

Al escoger Jesús anunciar su evangelio desde la pequeñez y desde lo humilde, sus mismos paisanos son incapaces de reconocerlo.  Le sucede lo mismo que a todos los profetas, por no predicar lo que el pueblo espera se gana su hostilidad.

Ellos esperarían un mesías victorioso y poderoso, en cambio la persona de Jesús es igual en todo a cualquier hijo de vecino.  Lo conocen desde pequeño, recordarán episodios de su infancia y habla como ellos.

Es cierto, ahora predica un evangelio con una autoridad que no le conocían, pero la cercanía que ha tenido con Él, los hace dudar.  Un gran misterio la libertad.  Ante los mismos prodigio hay quienes reaccionan con gran fe y entusiasmo y hay quienes ponen todas las objeciones y se niegan ha aceptarlo. 

Se negaban a creer en Él, es la triste realidad que comprueba Jesús.  Se necesita tener el corazón dispuesto para acoger a Jesús a través de los acontecimientos más pequeños.  Se necesita tomar las aptitudes de los niños que se maravillan ante los prodigios.  Se necesita tener la sabiduría de los simples y humildes para captar la grandiosidad del misterio.  Sus paisanos no están dispuestos a hacerlo y buscan excusas que los liberen de la responsabilidad.

Hoy, también nosotros podemos caer en esas mismas artimañas para excusarnos de nuestro compromiso.  Hoy, también podemos decir que el Evangelio es proclamado por personas ignorantes.  Hoy, también podemos decir que no vemos los milagros.  Hoy, también podemos cerrar el corazón.

Jesús no hizo muchos milagros allí por la incredulidad de ellos contra el Evangelio.

El primer paso para recibir a Jesús es tener el corazón dispuesto.  En este día, seguramente tendremos oportunidades para encontrarnos con el Señor, no las desperdiciemos por parecernos muy familiares.

Hoy el Señor nos hablará, no hagamos oídos sordos por provenir el mensaje de personas o situaciones sencillas.

¿Estamos dispuesto a recibir a ese Jesús cercano, sencillo y muy nuestro?  Quizás en el rostro de una persona simple y sencilla se presente hoy Jesús.

Marta, María y Lázaro

Jn 11, 19-27

Jesús era un buen amigo de estos tres hermanos: Lázaro, Marta y María. Marta amaba a su hermano Lázaro y llora su muerte. Ahora viene Jesús a su casa y Marta salió a su encuentro y su saludo primero es lo que llevaba muy dentro de su corazón, le expresa el dolor por la muerte de su hermano y su seguridad de que si hubiese estado allí, Jesús no le habría dejado morir. Sigue el diálogo entre ellos hasta que llega a un punto muy alto. Jesús es rotundo al afirmar: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mi aunque muera vivirá”. Después, estando también por medio María, Jesús resucita a Lázaro.

Pero la frase que acaba de pronunciar Jesús va más allá de esta resurrección de Lázaro, que verá de nuevo la muerte, y es entonces cuando Jesús le resucitará a una vida que vencerá a la muerte y vivirá para siempre.

En este evangelio y con ocasión de la muerte de Lázaro, Jesús nos ofrece una de sus verdades más sublimes y consoladoras. Dios nos ha regalado la vida humana. En un primer tiempo esa vida regalada tiene momentos buenos y momento de los otros, hay en ella alegrías y dolores. Pero después de este primer tiempo, Dios va a hacer que en nuestra vida humana desparezca todo lo que nos hace sufrir, cualquier atisbo de tristeza, para hacer que en ella reine solo la alegría y la alegría total y para siempre. Así es nuestro Dios y la vida que nos ha regalado, y es lo que nos ha recordado hoy Jesús en su encuentro con Marta, cuyo fiesta celebramos.

Miércoles de la XVII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 13, 44-46

En los encuentros juveniles buscamos fortalecer a los jóvenes con diferentes temas acordes con su realidad que ellos mismos proponen. Me llamó la atención que insistían en uno: “Los valores y el joven”. Es sorprendente que ellos mismos se den cuenta que algo no funciona en el estilo de vida que ellos están siguiendo y que muchos les proponen, pero a la hora de buscar cuáles son los valores que realmente los sostienen no es fácil descubrir bases sólidas que puedan dar fortaleza y claridad a estos jóvenes.

Son conscientes de que hay mucha falsedad en los valores que propone el mundo, que no pueden regirse por los estándares que proponen los medios de comunicación, que se valora muy poco a la persona y que se le mira en términos de consumismo y mercadotecnia, pero después ellos mismos (creo que a todos nosotros también nos pasa), caen en esas mismas trampas y espejismos que denuncian.

El Papa en Brasil los ha invitado a que no se dejen deslumbrar por estos nuevos ídolos, sino que busquen los verdaderos valores.

Cada vez es más arduo transmitir a las nuevas generaciones los valores fundamentales de la existencia y de un recto comportamiento. Con frecuencia se preguntan si es un bien la propia vida y qué sentido tiene su existencia. Actitudes fatalistas o de desprecio por la propia persona son frecuentes entre ellos.

El “tesoro” del Reino no ha sido descubierto y nosotros no somos capaces de ofrecer a los jóvenes lo que es nuestro deber transmitirles, y estamos en deuda con ellos en lo que respecta a aquellos verdaderos valores que dan fundamento a la vida.

Jesucristo hoy nos propone una revisión y descubrir cuál es el tesoro de nuestra vida y por cuáles valores estamos dispuestos a dejarlo todo. Los jóvenes sobre todo deberían ser sensibles al valor de la vida y de la presencia de Dios en medio de ellos, pero cuando la vida se aprecia tan poco, cuando se manipula la existencia y la muerte, cuando se juega con las personas como si fueran mercancías, cuando son más importantes los intereses de los poderosos que las costumbres, las culturas y las riquezas de los pueblos, se desmoronan los valores que se intentaba conculcar.

Hoy tenemos que hacernos un fuerte cuestionamiento sobre qué es lo que para nosotros tiene un verdadero valor y cuáles son los valores que están aprendiendo los jóvenes, cuáles son sus verdaderos maestros o “educadores” que están influyendo más en su forma de ser y de pensar y cómo dan respuesta a los cuestionantes fundamentales de la vida.

¿Podemos decir que estamos presentando y ofreciendo la posibilidad de un encuentro con el verdadero tesoro, la perla más valiosa, que es el Reino de los cielos?

Martes de la XVII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 13, 36-43

En días pasados recibía uno de esos mensajes de Internet que se convierten en cadenas. Hablaba de las objeciones en contra de la existencia de Dios basándose en la presencia del mal en el mundo: “Si el mal existe, entonces Dios no puede existir”, argumentaba, para después dar explicaciones sobre la verdadera existencia de Dios.

Todos nosotros constatamos el mal en nuestras vidas y muchas veces en nuestro propio corazón. Dividimos el mundo en buenos y malos y acabamos queriendo “matar” y destruir a los que consideramos malos. La dinámica de Jesús es muy otra. Ni viene a destruir, ni a castigar, ni a acabar; sino a buscar, curar y restituir.

Dentro de nuestro propio corazón descubrimos esta terrible lucha entre el bien y el mal. Ya decía San Agustín: “Hago el mal que no quiero y dejo de hacer el bien que me propongo”. Es una realidad que enfrentamos día a día. Entonces ¿dónde queda Dios?

Si miramos el mal como la ausencia del bien, al igual que la oscuridad es ausencia de la luz, el frío es la ausencia del calor, el silencio es la ausencia del sonido… si miramos el mal como ausencia de amor y ausencia de Dios, la única forma de terminarlo y destruirlo es llenarlo todo de amor. Al igual que la luz o el calor “destruyen” la oscuridad o el frío.

La condena de Jesús es muy diferente a nuestra condena. Él sabe esperar hasta el final: confía en el cambio y la conversión. La cizaña siempre será cizaña, pero el corazón del hombre puede convertirse y cambiar, puede traer luz, calor y música a su corazón. Si al final no lo hace, encontrará su propia condenación: ausencia de felicidad, ausencia de Dios.

A muchos ha sorprendido el Papa Francisco cuando pide para todos igual misericordia, tratarlos con amor, mirarlos como hermanos. También al que es pecador, al que está alejado y al que vive con problemas… no hace otra cosa sino seguir las palabras y los ejemplos de Jesús.

¿A qué me invita Jesús, hoy, con su parábola?

Lunes de la XVII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 13, 31-35

Escuchamos en el evangelio de hoy dos pequeñas parábolas que forman parte de un capítulo del evangelio de Mateo en el que Jesús habla del Reino de Dios.

Estas dos pequeñas piezas tienen algo evidente en común: ¡qué poca cosa este Reino de Dios! Una semilla de mostaza, una pizca de levadura… ¿dónde vamos a llegar con eso?

Para quienes escuchaban a Jesús, igual que para nosotros, la idea de un Reino –y más si se trata del Reino de Dios- estaba asociada, muy probablemente, a manifestaciones de grandeza, poder, gloria, esplendor, brillo… signos visibles, palpables, deslumbrantes por lo evidente de su presencia.

Algo similar a lo que les acontecía a los israelitas en el desierto, necesitados de ídolos tras los cuales poder seguir marchando.

Jesús no puede ser más claro. Y su claridad nos ofrece dos pistas estupendas para poder discernir si nos hallamos ante los signos del Reino de Dios.

Es algo pequeño, casi imperceptible. Nada extraordinario, forma parte de la vida cotidiana y es probable que no le demos ninguna consideración especial: una semilla de mostaza, levadura. Quizá a lo más que pueden aspirar es a que las echemos en falta si no las tenemos en el momento adecuado…

Es dinámico. Se trata de un proceso de crecimiento, que se da en la oculto, en lo escondido, por dentro, siguiendo vericuetos que escapan de nuestro alcance. Será difícil seguirle la pista desde el exterior. Pero se produce una transformación de la realidad: lugar en el que se puede anidar, magnífico pan que nos alimenta.

Aunque estemos inclinados a identificar el Reino con grandezas, ¿qué mejor noticia podemos recibir que la de saber que podemos descubrirlo y vivirlo en las pequeñas cosas de nuestra vida cotidiana?

Sábado de la XVI Semana del Tiempo Ordinario

Mt 13, 24-30

Hoy consideramos una parábola que es ocasión para referirse a la vida de la comunidad en la que se mezclan, continuamente, el bien y el mal, el Evangelio y el pecado. La actitud lógica sería acabar con esta situación, tal como lo pretenden los criados: «¿Quieres que vayamos a recogerla?» (Mt 13,28). Pero la paciencia de Dios es infinita, espera hasta el último momento —como un padre bueno— la posibilidad del cambio: «Dejad que ambos crezcan juntos hasta la siega» (Mt 13,30).


Una realidad ambigua y mediocre, pero en ella crece el Reino. Se trata de sentirnos llamados a descubrir las señales del Reino de Dios para potenciarlo. Y, por otro lado, no favorecer nada que ayude a contentarnos en la mediocridad. No obstante, el hecho de vivir en una mezcla de bien y mal no debe impedir el avanzar en nuestra vida espiritual; lo contrario sería convertir nuestro trigo en cizaña. «Señor, ¿no sembraste semilla buena en tu campo? ¿Cómo es que tiene cizaña?» (Mt 13,27). Es imposible crecer de otro modo, ni podemos buscar el Reino en ningún otro lugar que en esta sociedad en la que estamos. Nuestra tarea será hacer que nazca el Reino de Dios.


El Evangelio nos llama a no dar crédito a los “puros”, a superar los aspectos de puritanismo y de intolerancia que puedan haber en la comunidad cristiana. Fácilmente se dan actitudes de este tipo en todos los colectivos, por sanos que intenten ser. Encarados a un ideal, todos tenemos la tentación de pensar que unos ya lo hemos alcanzado, y que otros están lejos. Jesús constata que todos estamos en camino, absolutamente todos.


Vigilemos para no dejar que el maligno se cuele en nuestras vidas, cosa que ocurre cuando nos acomodamos al mundo. Decía santa Ángela de la Cruz que «no hay que dar oído a las voces del mundo, de que en todas partes se hace esto o aquello; nosotras siempre lo mismo, sin inventar variaciones, y siguiendo la manera de hacer las cosas, que son un tesoro escondido; son las que nos abrirán las puertas del cielo». Que la Santísima Virgen María nos conceda acomodarnos sólo al amor.

Viernes de la XVI Semana del Tiempo Ordinario

Mt 13, 10-17

Al leer este pasaje, las palabras de Jesús nos podrían hacer pensar: ¿Es que Dios hace diferencias? ¿Es que, como decían algunas herejías, Dios ha elegido a unos para el cielo y a otros para el infierno? La respuesta definitivamente es no.

No es que Dios haya cerrado los ojos y los oídos sino, como el mismo Jesús lo dice: Su corazón se ha hecho insensible, no tienen deseos de convertirse. La realidad que vivimos de comodidad y las exigencias que presenta el evangelio pueden hacer que poco a poco nuestro corazón se vaya haciendo insensible a la palabra de Dios. Hoy en día vemos, como lo dice el Papa, que la realidad del pecado se ha diluido… le hombre se ha hecho insensible a la maldad. Ya no es extraño en nuestra vida el oír sobre el divorcio por lo que para muchos de los jóvenes, ya desde el inicio de su matrimonio está ya en germen, al menos, la posibilidad de divorciarse y volver a comenzar.

Es tanto lo que el mundo nos ha metalizado que el matrimonio cristiano no se diferencia mucho más que el matrimonio civil… no deja de ser un contrato más. El corazón se hace insensible y deja de escuchar la palabra de Dios: «Lo que Dios unió que no lo separe el hombre». Por ello bienaventurados los ojos que ven y los oídos que no se cierran a la palabra de Dios pues en ello está la verdadera felicidad.

Santa María Magdalena

Hace algunos días platicábamos a propósito de la fiesta de este día, de Santa María Magdalena. Uno de los presentes comentó, un poco irónico: “¿La pecadora?”, pero pronto aparecieron otras voces, especialmente femeninas, reclamando: “La primer testigo de la resurrección del Señor”, “la que fue apóstol de los apóstoles”, “la única valiente que acudió al sepulcro después de que mataron al Salvador”, y un sinnúmero de alabanzas más para esta gran mujer.

Es cierto, los cuatro evangelistas nos dan testimonio, aunque de manera distinta, de que ella fue la primera en ver a Jesús resucitado, ya sea a solas como nos lo narra el evangelio de San Juan, ya sea en compañía de otros discípulos como nos lo narran los otros evangelios.

¿Por qué tiene que recordarse siempre lo negativo y no lo positivo de una persona? Si, como algunos piensan, fue una gran pecadora, supo expiar su pecado manteniéndose firme junto la cruz mientras todos los discípulos huían y sólo se mantenían cerca de Jesús su Madre, San Juan y algunas mujeres.

El gran privilegio que recibe de ser testigo de la resurrección en un proceso que todo discípulo debe recorrer, nos enseña que si bien somos pecadores, gracias al gran amor de Jesús resucitado estamos llamados a ser testigos de la vida.

Magdalena todavía debe superar la prueba de lograr distinguir al Señor bajo las apariencias de un hortelano. Así en lo pequeño y cotidiano se esconde la señal del Resucitado. Nosotros también, al igual que la Magdalena, estamos llamados a experimentar el gran amor de Jesús que es capaz de sacarnos de la oscuridad de nuestro pecado y transformarnos en testigos de su resurrección.

Debemos también aprender que a Jesús vivo y resucitado se le descubre con frecuencia en el rostro sencillo y cercano de quien vive a nuestro lado. Ahí tenemos que descubrirlos e iniciar el testimonio de anunciarlo como vivo.

Con María Magdalena hoy debemos correr a anunciar a tantos discípulos que se encuentran encerrados, temerosos y apocados, que el Señor está resucitado. También a nosotros nos corresponde esa alegría y ese honor: ser testigos de resurrección después de haber sido liberados del pecado.

Miércoles de la XVI Semana del Tiempo Ordinario

Mt 13, 1-9

Nuestro mundo necesita sembradores de Palabra, sembradores de esperanza, sembradores de paz. Pero ¿Tiene sentido sembrar la palabra cuando una parte muy importante no tendrá oportunidad de dar fruto?

La parábola del sembrador tiene muchos aspectos interesantísimos que enseñarnos. En primer lugar, es la forma tan didáctica de enseñar de Jesús. No habla desde las nubes, sino en la realidad que vive y sufre su pueblo. Seguramente hoy nos predicaría Jesús de acuerdo a las circunstancias y a los condicionamientos de cada uno de nosotros. Pero lo más importante es este optimismo, terquedad dirían algunos, para seguir sembrando esperanza y amor.

Ningún campesino que se precie de ciertos conocimientos se sentiría orgulloso de sembrar al estilo que presenta Jesús: es absurdo sembrar en los caminos, entre piedras, entre espinas y que solamente una cuarta parte de la semilla caiga en terreno fértil. Pero es más absurdo hacer distinciones, a priori, sobre quién es tierra fértil y a quién consideramos tierra que no tiene oportunidad de recibir la semilla. Sí, los que van de camino con desilusión y con prisas necesitan la semilla de la esperanza.
Es cierto que tienen más dificultad para aceptarla, pero Jesús está dispuesto a hacerse caminante para que puedan recobrar las ilusiones.
Es cierto que hay quienes tienen el corazón de piedra y se endurecen ante cualquier propuesta, pero también es cierto que Jesús dijo a todos esos que tienen el corazón lleno de penas que se acerquen a él que es manso y humilde de corazón para que puedan llevar sus cargas.

De verdad es difícil acercarse a quien se torna esquivo y agresivo, pero Jesús tiene palabras de vida eterna y puede curar todas las heridas.

Jesús no es un sembrador conformista, sino que lanza su Palabra a todos los corazones y lo hace con ilusión y encuentra frutos donde menos se espera. También siembra en la tierra fértil, lo hace con el mismo cariño que en todas las tierras. Allí encuentra muy diferentes respuestas y sus granos dan diferentes cantidades de frutos.

Hoy recibimos con apertura de corazón la simiente esperanzadora que siembra en nosotros Jesús. ¿Daremos algún fruto?