Sábado de la XXX Semana del Tiempo Ordinario

Lucas 14, 1.7-11

La humildad es una ley del Reino de los Cielos, una virtud que Cristo predica a lo largo de todo el Evangelio. En este pasaje de San Lucas, Cristo nos invita a dejar de pensar en nosotros mismos para poder pensar en los demás. ¿Por qué? Los que se ensalzan a sí mismos sólo piensan en sus propios intereses y en que la gente se fije en ellos y hablen de ellos.

Eso se llama egoísmo, un fruto del pecado capital de la soberbia. Y un alma soberbia nunca entrará en el Reino de Dios, porque el soberbio no puede unirse a Dios. ¿Cuál es la motivación que da Jesús para la vivencia de la humildad? El amor a los demás, al prójimo.

La razón es que yo, al dejar de ocupar los primeros puestos, o ceder el querer ser el más importante, estoy dejando el lugar de importancia a mi hermano o hermana. Se trata de un acto de caridad oculta, que sólo Dios ve y, ciertamente, será recompensado con creces.

Esta es la actitud que Cristo nos invita a vivir hoy. A dejar a mis hermanos los mejores puestos por amor a ellos y a Dios. Cristo mismo nos dio el ejemplo, cuando lavó los pies a los discípulos, siendo que los discípulos eran los que debían lavar los pies a Cristo.

Podemos vivir hoy la virtud de la humildad, dejando de pensar en nosotros mismos y dando nuestra preferencia al prójimo.

Viernes de la XXX Semana del Tiempo Ordinario

Lc 14, 1-6

Jesús en este Evangelio nos enseña con su ejemplo que hay algo más fuerte que el legalismo, y es precisamente el mandato de la caridad. Entre los judíos, el día sábado era un día del todo consagrado al Señor. No era lícito hacer actividad alguna. De ningún tipo. Hasta estaban indicados los pasos que se les permitía caminar.

¿No es cierto que toda persona para poder vivir necesita del agua suficiente para su organismo?  Lo es. Sin embargo, algunas veces, por mal funcionamiento del mismo organismo, el agua retenida se convierte en una enfermedad y en un peligro para la persona.  Así la persona que retiene agua en su cuerpo, sufre hinchazón de piernas, de estómago o de las manos.  Es notorio su desajuste también en la hinchazón de la cara.

La acumulación de líquidos se produce por un desequilibrio en el nivel de líquidos del organismo.  Es decir, desequilibrio en las cosas necesarias. Lo que sucede a nivel corpóreo, con frecuencia, también sucede a nivel de relaciones y de comunidad.

Es buena la ley que regula las relaciones de la comunidad, establece tiempos y formas también de manifestar el respeto y el culto a Dios, pero cuando hay un desequilibrio y exceso en la valoración y función de la ley, puede provocar graves problemas en las relaciones.

Cristo, al curar al hidrópico, (sentenciado además la superioridad de la persona sobre el valor de la ley) nos enseña cómo debemos regir nuestras acciones.  No es más importante un burro o cualquier otro animal que una persona, dirían los campesinos de aquel tiempo; no es más importante el negocio, la ganancia o la legalidad que las personas, tenemos que decir en nuestro tiempo. Sin embargo, muchas veces se pasa por encima de las personas y con la maquinaria de las leyes y las ganancias se destruye a los individuos.

Cristo, con las acciones que nos presenta este día, con las palabras que interroga a los fariseos, nos está diciendo el valor de las personas, y no podemos nosotros, que nos decimos y somos sus discípulos, sucumbir ante las presiones de la ley, o peor aún, de las ganancias económicas, dejando a un lado lo realmente importante: la persona, su dignidad y el proyecto de Dios Padre.

Nosotros necesitamos buscar su Reinado, en medio de una humanidad afligida en dolor, pero con esperanza de salvación y liberación integral y humana.

Reconocer en cada persona un hijo amado por Dios, es el principio por el cual iniciaremos el retorno a Dios Padre.

San Simón y San Judas

Hoy celebramos a dos compañeros del Señor, miembros del círculo inmediato de los Doce y enviados por el Señor (esto es lo que quiere decir apóstol) a llevar a todo el mundo la Buena Nueva de la salvación.

A San Simón y San Judas Tadeo se les celebra la fiesta en un mismo día porque según una antigua tradición los dos iban siempre juntos predicando la Palabra de Dios por todas partes. Ambos fueron llamados por Jesús para formar parte del grupo de sus 12 preferidos o apóstoles. Ambos recibieron el Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego el día de Pentecostés y presenciaron los milagros de Jesús en Galilea y Judea y oyeron sus famosos sermones muchas veces; lo vieron ya resucitado y hablaron con Él después de su santa muerte y resurrección y presenciaron su gloriosa ascensión al cielo.

Con frecuencia nos hemos quedado con la idea de san Judas, solamente como un santo milagroso que resuelve todos los problemas y corremos el riesgo de no penetrar en lo realmente importante de su vida.

Igualmente les pasaba a los discípulos y a las multitudes que seguían a Jesús, querían milagros, resurrecciones, obras prodigiosas y descuidaban el mensaje esencial del Evangelio.

Hoy las lecturas nos invitan a reconocer la dignidad de los apóstoles y su gran misión en la transmisión del Evangelio.

San Pablo en su carta a los Efesios, insiste sobre la importancia de constituir una nueva familia, la gran familia de Dios, edificada sobre Jesús que es la piedra angular en el cimiento de los apóstoles.

Para san Pablo es importante que todos los pueblos reconozcan a Jesús como su Salvador y que se unan como una sola familia.  Nadie debe sentirse como extranjero o como advenedizo.  Esta misión la recibieron de un modo muy especial los apóstoles de Jesús.

San Lucas nos recuerda el camino que siguieron: hombres sencillos con una familia, con un trabajo, son llamados primero a convivir con Cristo, se les pide que primero sean discípulos, es decir que primero se conviertan en seguidores y conocedores de Jesús, que aceptan su vida y su doctrina, que comprenden su sueño de formar una sola familia, que experimentan en su propio corazón el amor que Jesús les tiene.

Después serán enviados a proclamar, a manifestar este amor, pero si no lo han vivido en su corazón, ¿Qué proclamarán?

En esta fiesta de san Judas y San Simón, también nosotros queremos convertirnos primeramente en discípulos que aceptamos en mensaje del Señor y espontáneamente cuando nuestro corazón este lleno de su amor, podremos también convertirnos en mensajeros que hablemos de lo que hay en lo profundo de nuestro corazón: el Evangelio.

Miércoles de la XXX Semana del Tiempo Ordinario

Lucas 13, 22-30

Los humanos siempre nos estamos preocupando por cosas secundarias. La pregunta que le hacen al Señor, nos puede parecer muy interesante: ¿Es verdad que son pocos los que se salvan? Quizás también nosotros estemos interesados en saber el número de los que entran en el Reino de Dios.

Los hermanos protestantes con frecuencia aducen cifras donde sólo caben ellos y descartan a todos los que no son de su congregación. Con tan sólo pertenecer a su grupo, ofrecen la vida eterna, pero Jesús va mucho más allá. No responde números, como si estuviéramos buscando un promedio para no salir reprobados. Cristo pide y exige coherencia en la vida.

A veces damos la impresión de ser cristianos esperando la última tablita que nos alcance la salvación, cuando toda nuestra vida hemos vivido alejados del Señor. No basta hablar, no basta estar cerca, no basta ponerse vestidos, hay que vivir conforme al evangelio. No se trata de hacer lo mínimo, se trata de una entrega completa. No se trata sólo de decir “Señor, Señor,” sino de responder con fidelidad al Señor y a su proyecto.

Quizás nos hemos detenido muchas veces en buscar elementos que nos aseguren una salvación, pero nos hemos olvidado de lo que es más importante del Evangelio: participar del plan de Salvación que Dios ofrece a todos los hombres.

Más que preguntarnos cuántos se salvan, deberíamos preguntarnos qué estamos haciendo nosotros para que este sueño de Jesús alcance a todos los hombres y mujeres de todos los pueblos y naciones. No es que vayamos a conquistar a otros, es que queremos hacerles partícipes de la riqueza y de la alegría que nos ha dado el Señor Jesús al habitar en medio de nosotros.

Las palabras de Jesús son muy claras: “Todos vosotros que hacéis el mal no podréis participar del Reino de los Cielos” Que no merezcamos esta condena de Jesús, sino que escuchemos sus palabras. “Venid, benditos de mi Padre”.

Jesús exhorta a sus interlocutores para que se esfuercen en tomar conciencia de las exigencias que implica seguirlo: capacidad de transformar la vida mediante el arrepentimiento y la reconciliación, total fidelidad a Él y a su proyecto, y optar por la puerta estrecha, por el camino de la salvación del ser humano. No basta realmente beber y comer ocasionalmente con Jesús; hay que compartir su vida y destino, cuyo símbolo es la comunión de la mesa con los humildes y sencillos.

Martes de la XXX Semana del Tiempo Ordinario

Lc 13,18-21

Hay momentos en que a quienes están trabajando por el Reino les llegan aires de duda y preocupación al contemplar un mundo que vive y lucha muy lejos de los valores del Reino de Jesús. Se tiene la sensación de que es muy poco lo que se puede hacer y el estar luchando siempre contra corriente puede cansar.

El mundo con sus grandes maquinarias, con su consumismo, con el despilfarro, con sus propuestas hedonistas y sus actitudes conquistadoras, parece ahogar la propuesta del Reino. No son pocos los que dicen: “¿para qué seguir luchando si el mal parece triunfar?” Para todos ellos y para nosotros que tenemos la tentación de la duda y el cansancio parece pronunciar estas dos pequeñas parábolas Jesús: una semilla de mostaza que se llega a convertir en un arbusto grande donde los pájaros anidan; una pequeña levadura que mezclada con tres medidas de harina termina por fermentar toda la masa.

Si leemos desde nuestra realidad estas dos parábolas, serán ya una lección de humildad y de esperanza. Jesús insiste no en la cantidad, sino en una calidad que hace crecer y fermentar. Pero la condición es que se trate verdaderamente de una semilla evangélica, de un fermento evangélico. No nos habla de las grandes organizaciones, ni del poder o de la fuerza, sino de lo pequeño vivido a plenitud que lleva a fermentar toda la masa.

La semilla y la levadura trabajan en la oscuridad, en lo desconocido, pero siempre trabajan. Así los cristianos deben siempre trabajar, deshacerse por el Reino, no importando los reconocimientos ni los premios, no importando el ruido ni los estruendos. El bien no hace ruido, pero trabaja y produce felicidad.

El reino es esa diminuta semilla que Dios ha sembrado en el corazón y que permite al ser humano alzarse por encima de sus mezquindades y egoísmos; y que supera los condicionamientos sociales y culturales que pueden reducirlo a lo peor de sí mismo. El reino es esa semilla que tiene el poder de transformar nuestras vidas, anónimas y alienadas, en experiencias de amor y alegría. Que tu trabajo, callado y escondido de este día, tenga ese sabor de Reino, de esperanza y de amor.

Lunes de la XXX Semana del Tiempo Ordinario

Lc 13,10-17

Siempre me he preguntado si la caridad tiene un tiempo para realizarse. Más bien me parece, como nos lo muestra Jesús, que todo momento y toda circunstancia es apropiada para hacer la caridad… es más, que la caridad está incluso por encima de la ley, sobre todo cuando ésta es usada para beneficio personal.

Pensemos ¿cuántas oportunidades tenemos diariamente de hacer caridad, de hacer un favor y preferimos nuestra comodidad, la cual disfrazamos con «el lugar» o el «tiempo» (no es el lugar o no es tiempo)?

O ¿cuántas veces nos escudamos tras reglamentos (principalmente en nuestros centros de trabajo y en las organizaciones a las que pertenecemos) para no ayudar a quien verdaderamente está necesitado?

Se nos olvida con frecuencia que ninguna ley puede condicionar la ayuda al prójimo. Por ello, dejemos que la caridad se convierta más que un lugar o tiempo, o en un reglamento, en un estilo de vida.

Sábado de la XXIX Semana del Tiempo Ordinario

Lucas 13, 1-9

Hoy Cristo desenmascara una preocupación presente en muchos hombres de nuestro tiempo. Y es la preocupación de pensar que los sufrimientos de la vida tienen que ver con la amistad o enemistad con Dios. Cuando todo va bien y no hay grandes angustias o desconsuelos creemos que estamos en paz y amistad con Dios. Y puede ser que realmente no suframos grandes ahogos y a la vez estemos con Dios pero Cristo nos muestra que no es así la forma de verlo.

¿Acaso los miles de personas que murieron en el atentado de Nueva York padecieron de esa forma porque eran más pecadores que nosotros? Por supuesto que no, pues Dios no es un legislador injusto que castiga a quienes pecan. Mejor es preocuparnos por nuestra propia conversión y dejar de juzgar a los demás por lo que les pasa en la vida.

Que si este vecino se fue a la banca rota su negocio porque no daba limosna o el otro se le dividió la familia porque no iba a misa o el de más allá se le murió un hijo porque decía blasfemias.

Dejemos de calcular cómo están los demás ante Dios e interesémonos más por nuestra propia conversión. Los acontecimientos dolorosos de la vida no son la clave para ver la relación de Dios con nuestro prójimo.

Dios puede permitir una gran cantidad de sufrimientos en una familia para hacerles crecer en la fe y confianza con Él, pero no por eso quiere decir que Dios está contra ellos. Por ello, dirijamos hacia Dios nuestra vida y preocupémonos más por nuestra propia conversión.

Viernes de la XXIX Semana del Tiempo Ordinario

Lc 12,54-59

Es increíble hasta dónde puede llegar la ceguera del hombre. Para la gente que vivió en el tiempo de Jesús no eran suficientes todos los signos… los
milagros, las cientos de curaciones que hizo, etc.

Jesús se refería a los hombres de su tiempo y hace un fuerte reclamo porque no han podido descubrir detrás de todas sus obras la presencia de Dios.  Pero Jesús también se refiere a nosotros, hombres y mujeres de nuestro tiempo, que no somos capaces de percibir su presencia en medio de nosotros porque no valoramos los acontecimientos y porque seguimos viviendo en la indiferencia.

Cada día hay nuevos acontecimientos y cada acontecimiento nos debe llevar a la pregunta fundamental: ¿Qué piensa Jesús de este suceso? ¿Cómo actuaría en estas circunstancias? ¿Qué me está diciendo a mí personalmente?

Así como hemos perdido la capacidad de distinguir los tiempos y los vientos y nos atenemos a las predicciones de los periódicos y de los telediarios, parece que hemos perdido la capacidad de juzgar los acontecimientos que realmente importan y continuamos sumergidos en la rutina diaria de nuestras preocupaciones mezquinas.

Si países de África están a punto del colapso por las hambrunas y las enfermedades y nos olvidamos de eso para solucionar los problemas cotidianos.  Hay violencia, asesinatos y corrupción, con tal de que nosotros no seamos las víctimas, no nos metemos en problemas.  Hay desempleo, angustia por la falta de oportunidades y discriminaciones y nos hacemos los distraídos para no preocuparnos demás. 

Pero, Jesús, hoy insiste que el verdadero discípulo tiene que estar atento a todas las señales que van apareciendo y discernir la presencia de Dios en nuestro mundo.

La pregunta constante sobre lo que quiere Jesús de nosotros nos llevará a dejar la indiferencia ante los problemas del prójimo.

Creo que a veces nos falta profundidad y verdadero cariño para examinar las situaciones que estamos viviendo.  Me parece que estamos como el enfermo que pretende calmar los dolores con pastelistas y que no se atreve a unos análisis clínicos por el temor a la verdad de la enfermedad.

Como discípulos de Jesús hemos sido demasiados apáticos frente a esta época de cambios y novedades y no estamos preparados para ofrecer respuestas evangélicas a los nuevos problemas que enfrenta el mundo.  No le hemos dado vitalidad al Evangelio y lo presentamos con fórmulas viejas y avinagradas y no como novedad de Buena Noticia también para nuestro tiempo.

¿Qué nos dice Jesús de esas actitudes? ¿Cómo podremos discernir su presencia en nuestro tiempo?

Jueves de la XXIX Semana del Tiempo Ordinario

Lc 12,49-53

Este pasaje podría prestarse a una interpretación equivocada por lo que hay que tomarlo dentro del contexto en que Jesús lo dice.

Quien quiera interpretar este pasaje como una invitación a la división y a la confrontación y a la guerra, está equivocado.  No es ésta la finalidad del Evangelio, pero también estará muy equivocado quien entienda el Evangelio como pasividad, indolencia y apocamiento.

Muchas veces se ha mirado a los cristianos como falta de entusiasmo y dinamismo para la búsqueda de le verdadera justicia o faltos de inteligencia para idear nuevos caminos de paz, y como faltos de compromisos antes las graves injusticias que vive nuestro mundo.  Parecería que el progreso está llevando a la humanidad por la línea de lo más fácil, del menor esfuerzo, y Cristo quiere despertarnos de este adormecimiento.

Es muy atractivo dejarse llevar por ese camino que nos propone el mundo, pero acaba en una pendiente que conduce al precipicio.  Jesús, nos invita a que nos llenemos de su fuego y que ese fuego lo trasmitamos con alegría y entusiasmo por todos los rincones de la tierra.  No quiere decir esto que será a través del éxito y del glamur como obtendremos resultados.  El camino de Jesús es más bien con pasos lentos, costosos y muchas veces escasos, pero llenos de entusiasmo y dedicación.

El mejor ejemplo de este fuego es el mismo Jesús.  No lo entiendo nunca como alguien cobarde y tímido, acomodándose a las circunstancias, sino como una persona decidida a favor de los más pobres, como un incansable defensor de la verdad y como un profeta que siempre está dispuesto a ofrecer la palabra de su Padre.

Cristo terminó en la cruz, no por malhechor, sino porque era decidido y claro.  Su cruz será siempre el signo de contradicción para todos los que lo sigan.  Es verdad que Él decía que no hay mayor amor que dar la vida por los amigos, pero se lo toma en serio y llega hasta los extremos.  Es la forma de construir la verdadera paz y no es esa indiferencia que llega hasta el pecado frente a tantas injusticias, ante tantas mentiras y ante tanta corrupción.

El verdadero discípulo se debe inflamar del mismo fuego de Jesús, y buscar propagar el fuego de su Evangelio.  El seguidor de Jesús no debe temer que el Evangelio provoque escándalo y división, que son siempre preferibles a la pasividad y a la convivencia con la injusticia.  Que el cristiano, el discípulo de Jesús sea un entusiasta portador de verdad, de amor y de paz.

Miércoles de la XXIX Semana del Tiempo Ordinario

Lc 12,39-48

Dios ha puesto en nuestras manos muchos bienes materiales, humanos,
espirituales. Nos ha dado la gracia, la vida; nos ha encomendado el cuidado de nuestros amigos y hermanos para que los ayudemos a llegar a la santidad; ha puesto a algunos de nosotros como administradores de bienes y nos ha encargado la promoción de nuestros subordinados.

Unos de los problemas que debió afrontar la primitiva Iglesia fue la inminencia de los últimos tiempos.  Algunos decían “ya está cerca”, otros lo posponían indefinidamente, pero unos y otros no adoptaban la necesaria actitud tanto de esperanza como de vigilancia.

En nuestros días no es diferente, es frecuente la aparición de sectas que buscan manipular la conciencia con un final muy inminente.  Aterrorizan y encadenan a las personas con supuestas visiones y anuncios que nunca llegan.  Pero por otra parte la filosofía del placer y del gozo deslumbra nuestras mentes y oscurecen la verdadera dimensión de la vida buscando sólo el momento presente.

Cristo nos da la verdadera dimensión tanto del tiempo como de los bienes: ni somos eternos, ni podemos vivir en angustia; ni somos dueños absolutos de los bienes, ni podemos disponer de ellos a nuestro antojo.  Somos servidores a quienes se les ha confiado un tiempo, una familia, unas personas para que les demos el verdadero sentido, para que los llenemos de fruto y no para que irresponsablemente los estudiemos o manipulemos.

El ejemplo que nos propone Jesús es más que evidente al presentarnos a un servidor malvado que pensando que está lejana la venida del Señor, maltrata con violencia y atropellos a aquellos que se les ha confiado.  Jesús nos invita a tener las dos actitudes: esperanza y vigilancia.  No ha de ser el cristiano el hombre del miedo y de la amenaza, sino el hombre de la esperanza que es responsable de aquellos dones que ha recibido.

Es curioso, cuando vamos de viaje y encontramos, por un momento, a una persona, en general somos amables y atentos, si después tenemos que convivir diariamente con esa misma persona cambiamos esa actitud.  Si para la vida adoptáramos la filosofía del viajero que busca llevar solamente lo necesario, que se administra y cuida, que es paciente y responsable, que sabe hacia dónde se dirige, nuestra vida sería mucho más ligera y con más sentido.

Jesús es el Camino que nos conduce a la vida eterna, nos invita a vivir nuestro viaje con alegría, con entusiasmo, con esperanza, pero también a recordarnos que somos viajeros y que debemos dar cuenta al final de nuestro camino.  La actitud será, pues, esperanza y vigilancia.