Jueves de la XIII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 9, 1-8

Después del Sermón de la montaña, el evangelio de Mateo relata diez milagros de Jesús, intercalando algún relato vocacional.  Hoy recoge la liturgia el relato de la curación del hombre con parálisis y quisiera destacar algunos aspectos:

Transcurre en su ciudad. El contraste es grande, quien le dice a aquel hombre paralítico que es liberado de sus pecados y de su parálisis, es uno de ellos.

Al paralítico lo llevan personas con una gran fe, que admira a Jesús. El sentido comunitario de este gesto es fuerte y abre el camino a la liberación y la curación.

El lenguaje es cercano y positivo: “Ánimo, hijo, tus pecados te son perdonados”. Y choca de lleno con el discurso de los escribas, que carga al enfermo con el peso de la culpa y le excluye como pecador.

Jesús percibe los malos pensamientos del corazón de quienes le critican. Si la misericordia no mueve y conmueve ante el otro, el corazón se vuelve insensible y duro, y pervierte la mente, las creencias, las relaciones, las leyes…

Y muestra qué es realmente perdonar pecados. La compasión que libera y sana se acerca a la persona y acoge toda la complejidad y el sufrimiento de su situación. Pone en marcha procesos, las capacidades de cada uno, acompaña desde la comunidad y le integra socialmente, trata con dignidad y respeto, ayuda a superar las limitaciones y anima a tomar la propia vida en sus manos y proyectar, realizarse, sentirse útil y capaz. “Ponte en pie, coge tu camilla y vete a tu casa”.

La gente quedó sobrecogida y “alababa a Dios”. El gran tema en el evangelio de Mateo es el Reino de Dios. Jesús no sólo proclama en sus discursos este Reino de los cielos, sino que, con sus gestos, hace realidad ese Reino en el momento presente. Es el Amor de Dios, exquisito, radical y profundo, realmente Buena Noticia.

En aquella ciudad y en cada camino, pueblo o ciudad de hoy, sigue resonando la pregunta de Jesús: “¿Qué es más fácil…?”. Es más fácil condenar, culpabilizar, dar por perdido, desentenderse, excluir, ignorar… “Pues para que veáis…”, la Buena Noticia es el amor, el que libera, sana, protege, cuida, capacita, reconoce, incluye…

Dios da su poder a los hombres y mujeres, claro que sí, el poder del amor.

San Pedro y San Pablo

Mt 16, 13-19

Hoy la liturgia nos presenta un texto con un profundo significado simbólico, más allá de que el contexto histórico nos deja clara la postura de un rey Herodes chaquetero, con la mochila del corazón vacía de contenido. Para Herodes el poder significaba su lucha diaria; de hecho, apresa a Pedro porque eso le confería prestigio: “al ver que esto agradaba a los judíos”…

El contexto de Herodes no es muy lejano del nuestro. Quedar bien nos deja expuestos a nuestros propios miedos. Por otro lado, tenemos a Pedro, el cobarde testigo de Cristo que le negó tres veces “por miedo a los judíos”. Dos imágenes idénticas de una misma realidad, el ser humano con la mochila de la vida cargada ¿de qué? ¡de nada! Porque donde se aloja, el poder, el prestigio, el miedo y la falta de fe, no queda nada.   

Pero la fuerza de la Palabra nos lleva mucho más lejos, la Palabra ilumina para romper cadenas, nunca para oscurecer ni destruir. Y esa es la gran diferencia entre Pedro y Herodes. Este último manda prender a Pedro, meterlo en la cárcel y rodearlo de soldados. Son imágenes de alguien que está atrapado por el miedo a perder; en realidad Herodes se encarceló a sí mismo.

La belleza y esencia de este texto nos lo muestra la realidad que envuelve a Pedro en la cárcel. Éste aparece atado con cadenas (las cadenas de la traición y la negación: “no le conozco”). La iglesia ora y lo acompaña desde el dolor de la persecución, pero con la firmeza de la fe, y la celda de Pedro se ilumina con la fuerza de la presencia, “date prisa levántate”, es la llamada a salir a la luz, ¡ven! La llamada a ser, esa llamada que todo ser humano hemos escuchado en nuestra propia esencia cuando fuimos creados. Y ocurre el milagro, “se le caen las cadenas de las manos”.

La escena es increíblemente bella: es invitado a ponerse el cinturón y las sandalias, a echarse el manto y a seguir al Ángel, todo un simbolismo de alianza que nos recuerda al Padre bueno que caminó con el pueblo infiel de Israel y le amó como se ama a un hijo desde las entrañas. Aquí Pedro queda redimido y revestido de Cristo, liberado de sí mismo, se le caen las cadenas del miedo. Y al final de la calle, lo dejó el Ángel, con la mochila de la vida preparada para dar razón de su fe con la propia vida.  

¿La misma mochila?

Pablo no andaba muy lejos de la realidad que envolvió la vida de Herodes y Pedro. Su mochila sólo contenía la letra muerta de la ley y por tanto el vacío y la muerte. El camino a Jerusalén lo ha recorrido muchas veces con cartas cobardes para encadenar y ejecutar a los cristianos, ahora lo recorre en sentido inverso, libre de las ataduras de la ley, pero encadenado por la ley del amor que le liberó hasta llevarle a perder la vida por amor. El juez justo le espera para conferirle la corona de la vida. Solo redime, libera y dignifica el amor. A Pablo y Pedro les embriagó el amor de Cristo y a nosotros, ¿quién nos ha embriagado?

Una mochila nueva

Los primeros versículos del capítulo 16 de san Mateo nos relatan la confusión de los discípulos cuando Jesús intenta avisarles del doble juego de los fariseos y saduceos y, como en tantas otras ocasiones, no le entienden. Se encamina con ellos a la región de Cesarea de Filipos, y les confronta con dos simples preguntas: ¿Quién dice la gente que soy yo y quien decís vosotros que soy yo?

Responder a la primera pregunta era fácil, sólo implicaba ponerse al corriente de los comentarios de pasillo, que son tan frecuentes cuando alguien no piensa como nosotros. Pero ¿y la segunda?, la segunda pregunta dejaba al descubierto algo mucho más profundo, ¿qué buscaban junto a él?

Pedro le responde: “Tú eres el Mesías”, una respuesta que no brota de un conocimiento razonado, sino de un enamorado conocimiento, esa fuerza del amor que descubre Jesús en el corazón del pobre Pedro, al que le confía su mismo cuerpo, la Iglesia. “Sobre tu pobreza, tu ignorancia y tu negación yo colocaré la obra de mi Padre, mi propio Cuerpo”.

La palabra clave que Jesús le confía es imprescindible para entrar en su camino de salvación, para ser liberados de nosotros mismos: “edificaré”. El cuerpo de Cristo se edifica sobre la herida de la cobardía, de la búsqueda de poder y de prestigio, todos sin excepción buscaron los primeros lugares y lucharon por conseguirlos; las mochilas de los discípulos están vacías de contenido, pero el perdón y la misericordia las llenó de audacia y compasión y nació la Iglesia como la esposa fiel que recorre el camino de la humanidad sanando y besando heridas.

¿Cómo andan nuestras mochilas? ¿Son las mochilas nuevas con las llaves del Reino para abrir los cerrojos heridos de la humanidad?

Martes de la XIII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 8, 23-27

La primera lectura es un modelo del estilo profético, que parte de las infidelidades de Israel a Dios, reiteradas a lo largo de su historia, que llevan a Dios a estar indignado con su pueblo; pero confía en que cambie de conducta, y para ello aplica la corrección, y el aviso serio de que ha de convertirse a Él. Ofrece la versión dura de Yahvé. Todo padre, en algún momento por amor a su hijo ha de utilizar la reprensión y “meterle cierto miedo en el cuerpo”, según expresión clásica. Encararse con Dios implica ser sincero consigo, aunque la sinceridad no dé la versión que quisiéramos de nosotros mismos. Y saber que a Dios no se le engaña. “Tú no eres un Dios que ame la maldad” dice el salmo que reiteramos en la celebración de este día. Pero nosotros si la amamos. Ahí está la diferencia con nuestro Dios, con nuestro Padre. Hay que pedirle con el salmo responsorial “Señor guíame con tu justicia”. Es decir, impón tu orden. Imponlo en nuestro saber, en nuestros sentimientos, en nuestras obras. Para así, desde nuestra debilidad, que no se apartará de nosotros, podamos encararnos con Dios, vernos cara a cara con Él. Será además el mejor modo de encararnos con nosotros mismos, vernos tal como somos.

¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?

En la vida, en el navegar por el tiempo, habrá momentos de tempestad. Momentos en que tememos hundirnos. Si algo, junto a las trágicas consecuencias de enfermedad y muerte genera es miedo. Miedo vivido en soledad. Miedo disimulado ante aquellos con los que convivíamos. Nos sentíamos poca cosa, estábamos como los apóstoles en el texto evangélico acobardados. Nos encontraremos en la vida con más situaciones, en las que la situación dura se nos impone: será enfermedad propia o ajena, será muerte de alguien cercano. Será también experiencias de fracaso de diverso tipo en nuestra vida. O experiencia de una incertidumbre que alberga un porvenir oscuro. Son los vientos y las corrientes contrarios que encontramos en el navegar por la vida. Tiempos de estar acobardados.

Jesús en el texto evangélico se nos muestra exigente: no tienen derecho los apóstoles en plena tempestad a tener miedo, si Él está con ellos. Les reprocha que no confíen en Él. Esa es la fe: la confianza en quien decimos que creemos. La confianza que supera evidencias inmediatas de impotencia y miedo. Ahí reside el mensaje del texto evangélico. No podemos desconfiar del Dios en quien decimos creer. En medio de la tempestad hay que buscarlo, y contar con Él, es el momento de tener conciencia de que no vivimos solos, Él está en nuestras vidas. Está para darnos valor y no dejarnos acobardar; para darnos esperanza, no dejarnos aplastar por el temor.

Es fácil que vivamos la situación de cobardía y miedo de los apóstoles en la barca en medio de la tempestad. Hemos de ir preparándonos para esos momentos. Malo es que cuando la navegación por la vida es plácida nos olvidemos de Dios. Luego no será fácil hacerlo presente cuando se produzca la tempestad. Hay que cuidar sentir a Dios en nuestro vivir. Contar con Él. Para pedirle ayuda en la dificultad, pero también para darle gracias cuando parece que no le necesitamos.

Lunes de la XIII Semana del Tiempo Ordinario

Am 2, 6-10.13-16; Mt 8, 18-22

El profeta Amós era del sur, de Judea, y fue enviado por Dios al reino del norte, Israel.  Por aquella época Israel gozaba de prosperidad y todo parecía funcionar bien.  Un cambio hacia el norte ordinariamente hubiera sido deseable, pero no para Amós, pues él sabía que entre toda la riqueza del reino del norte había una gran corrupción.  Dios lo llamó a predicar ahí el arrepentimiento, lo cual no era una tarea agradable.  El tenía que proclamar ante el pueblo que su injusticia y su opresión de los pobres era una burla práctica contra la fe que profesaban.  Ellos se consideraban como el pueblo escogido de Dios, pero Amós tuvo que recordarles que esa elección carecía de sentido, si no vivían de acuerdo con la ley de Dios.

Amós entra en escena alrededor del año 670 antes de Cristo, y con todo eso, es un profeta contemporáneo.  Aun a pesar de las dificultades económicas de nuestro tiempo, podemos decir que nuestra sociedad es próspera.  Y la prosperidad contribuye a hacer cómoda la religión.  ¿Por  qué no ser religioso, cuando todo parece cómodo?  Además, la prosperidad puede contribuir a la autoprotección.  Una vez que se han probado las comodidades de «la buena vida», uno no quiere desprenderse de ellas.  Pero la autoprotección conduce también a la explotación de los demás.

Es muy probable que pensemos que nosotros no encajamos en este cuadro de la prosperidad y yo no soy Amós para convencerlos de lo contrario.  Pero, seamos ricos o pobres, debemos escuchar el mensaje de Amós como un desafío a nuestras actitudes y a nuestras acciones.  ¿Qué tanto valor les damos a las comodidades que podemos comprar con dinero?  ¿En dónde tenemos puesto el corazón?  ¿Nos conformamos con satisfacer las necesidades sencillas de la vida o buscamos siempre más?  Si fuera necesario ¿querríamos imitar a Jesús, que no tenía en dónde reclinar su cabeza?

Es muy bueno que escuchemos las palabras de Amos.  Así, no seremos culpables de injusticia o de opresiones, si vivimos según el mensaje fundamental del profeta, que consiste en esto: cumplir la ley de Dios y su voluntad es la única forma de vivir.

INMACULADO CORAZÓN DE LA VIRGEN MARÍA

Lc 2, 41-51

La liturgia propone esta memoria al día siguiente de la gran fiesta del Corazón de Jesús. Así, tras la solemnidad en que se celebra el corazón abierto del Salvador, hacemos un recuerdo más discreto del corazón de la madre, la toda-santa, la obra primorosa del Espíritu.

  • El corazón de María

El símbolo «corazón de María» nos evoca el mundo de sentimientos de la Madre del Señor: ella conoce la alegría desbordante, pero también la turbación, el desgarro, las zozobras y angustias. María es asimismo la creyente que «guarda y medita en su corazón» los momentos de la manifestación de Jesús, ya en el nacimiento, o más tarde en la primera Pascua del niño ; el corazón de María aparece entonces como «la cuna de toda la meditación cristiana sobre los misterios de Cristo» María es, además, modelo del verdadero discípulo, que escucha la Palabra, la conserva en el corazón y da fruto con perseverancia. María es, en fin, la mujer nueva que vive sin reservas ni cálculos el don y los afanes del amor: «el corazón de María es su amor»; «su corazón es el centro de su amor a Dios y a los hombres» (Antonio Mª Claret).

Vamos a desarrollar este último punto, comenzando por el amor a Dios. Si a María le hubieran abierto alguna vez las venas, quizá le habría sucedido, y con más razón, lo que se cuenta de un místico: le abrieron las venas, y la sangre, al caer, en vez de formar un charco, trazaba unas letras, que iban componiendo un nombre, el nombre de Dios. Hasta ese punto lo llevaba metido en su propia sangre. Tan «perdidamente» enamorado de él estaba.

María, bajo el título de su Corazón, nos muestra que la vida cristiana no estriba ante todo en someterse a una ley, asentir a un sistema doctrinal, cumplir un ritual en que se honra a Dios con los labios. Ser cristianos es vivir una relación de acogida, confianza y entrega al Dios vivo; es una adhesión personal a Cristo, Desde ahí se vivirá la obediencia a la voluntad de Dios, se acogerá la enseñanza del Evangelio, se adorará a Dios en espíritu y verdad.

Sobre el amor de María a los hombres nos habla el Papa Juan Pablo II. Jesús —decía el Papa en la encíclica Dives in misericordia, n. 9— manifestó su amor «misericordioso» ante todo en el contacto con el mal moral y físico. En ese amor «participaba de manera singular y excepcional el corazón de la que fue Madre del Crucificado y del Resucitado… En ella y por ella, tal amor no cesa de revelarse en la historia de la Iglesia y de la humanidad. Tal revelación es especialmente fructuosa, porque se funda, por parte de la Madre de Dios, sobre el tacto singular de su corazón materno, sobre su sensibilidad particular, sobre su especial aptitud para llegar a todos aquellos que aceptan más fácilmente el amor misericordioso de parte de una madre».

Pero el papa invita en otro lugar a destacar sobre todo el amor preferencial por los pobres: «La Iglesia, acudiendo al corazón de María, a la profundidad de su fe, expresada en las palabras del Magnificat, renueva cada vez mejor en sí la conciencia de que no se puede separar la verdad sobre Dios que salva, sobre Dios que es fuente de todo don, de la manifestación de su amor preferencial por los pobres y los humildes, que, cantado en el Magnificat, se encuentra luego expresado en las palabras y obras de Jesús» (Redempioris Mater, n. 37).

El corazón de María se muestra así como un corazón dilatado y poblado de nombres, en especial de los nombres de los últimos. Por eso la presentarán algunos como la mujer toda corazón.

Sagrado Corazón de Jesús

Lc 15, 3-7

Acabamos de escuchar, hermanos, la proclamación de la Palabra de Dios, que ilumina a nuestra celebración y, a su vez, la hemos escuchado desde la perspectiva de nuestra celebración, que le da como un sello o como un enmarcamiento especial a la Palabra.

En definitiva estamos celebrando en la solemnidad del Sagrado Corazón, lo sabemos, el amor infinito de Dios, «Dios es amor», amor expresado en Cristo: «tanto amó Dios al mundo que le dio a su propio Hijo», y amor representado gráficamente en su Corazón.

Prácticamente todas las culturas humanas miran el corazón humano no simplemente en su materialidad como un órgano, músculo que bombea la sangre, sino que con el corazón expresan lo más radical, lo más íntimo, lo más vital del hombre y de toda otra realidad.  Con el corazón concretamente se expresa gráficamente el amor.  Casi no hay canción de amor en que no aparezca la palabra «corazón», y el dibujo simplificado de un corazón inmediatamente nos comunica la idea del amor.

Así pues, la imagen del Corazón de  Jesús nos está diciendo «Amor»:  en el amor del Padre que lo envió, el propio amor de Cristo, el de quien «habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo», y también, cómo no, expresa el amor del Espíritu Santo, que es el amor sustancial en la Trinidad, que «hace»  y unge a Cristo, que  «fue hecho hombre por obra del Espíritu Santo»; «el Espíritu Santo está sobre mí porque me ha ungido».  Lo oíamos en la segunda lectura: «Dios ha difundido su amor en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que Él mismo nos ha dado» y más adelante: «la prueba de que Dios nos ama está en que Cristo murió por nosotros cuando aún éramos pecadores».

La primera lectura, como profética, y la lectura evangélica, como cumplimiento de esa profecía, nos presenta otra imagen del amor, imagen muy apreciada por todas las generaciones cristianas: El Buen Pastor.

Con qué detalladas expresiones el profeta Ezequiel nos hace presente las distintas acciones amorosas del Pastor: «Iré a buscar mis ovejas y velaré por ellas», «las sacaré… las congregaré, las traeré… las apacentaré, «buscaré a la oveja perdida… curaré la herida… robusteceré a la débil… a la sana la cuidaré».

Todo esto se realiza históricamente y se concretiza en Cristo Señor, y hoy Él mismo nos lo recordó en la parábola de las 100 ovejas.  La palabra «alegría» apareció por tres veces.  ¡Y cómo no! ¡Es la fiesta del Amor!

Pero no sólo tiene que ser la fiesta del amor que se contempla y se admira: tiene que ser la fiesta del amor que se agradece, la fiesta del amor que quiere corresponder al llamado, es la fiesta del amor que quiere ser misericordiosamente un reflejo del amor de Dios en Cristo.

La imagen gráfica de su Corazón nos habla de su amor maravilloso.  Que nos hable también de nuestras faltas de correspondencia para corregirlas; de nuestras tibiezas, para encenderlas; de nuestros egoísmos, para irlos destruyendo.  Nos habla del amor del Buen Pastor para invitarnos a que, con Él, tratemos de ser, cada uno según su vocación, buenos pastores.

NATIVIDAD DE SAN JUAN BAUTISTA

Lc 1, 57-66. 80

La misión del profeta casi siempre es dolorosa. Se necesita tiempo, reposo y calma interior para sopesar y escuchar lo que Dios pueda decirnos. Todo profeta -cada uno lo somos- pasa por momentos de desaliento y desánimo.

Profeta no es quien adivina el futuro, sino aquel que conociendo el pasado, sacando sus lecciones, interpreta el presente con serenidad, con vistas a un futuro esperanzado y mejor. Por eso digo: todos somos profetas: conocedores de un mensaje, de una historia, con sus partes negativas, y que no deberíamos repetir. Hemos sido elegidos para ser portadores de luz, de libertad, de fraternidad. “Luz para las naciones”, “llevar la salvación allá donde estemos o vayamos”. Es nuestro reto; como lo fue el de Jesús. Se trata de escuchar, de encontrar el apoyo en Dios, de no ser pretenciosos ni engreídos, abrirnos a la LUZ.

Encontrar en Jesús -como lo hizo la comunidad primitiva cuando escuchó este texto y que hoy podemos aplicar también a Juan, el bautista-, la Luz para ver más y mejor, ver más lejos y más hondo, con mayor sinceridad y más despojo, con más veracidad y entrega, es lo que nosotros, cristianos, podemos ofrecer a los demás…aunque no crean lo mismo.

Cuesta adaptar la visión interior al foco luminoso de Jesús. Al principio, es una luz cegadora, pero poco a poco, la realidad entorno va adquiriendo su auténtica dimensión y claridad, porque nuestro interior es más diáfano con Jesús.

“La verdad expresada antes de tiempo siempre es peligrosa”. Los profetas lo sabían bien, lo experimentaron en carne propia. La Iglesia es tierra de profetas.

Juan es su nombre

Desconcierto generalizado ante aquel cambio de nombre. Típico: cuando Dios tiene reservada una misión para alguien, lo primero que hace es cambiarle el nombre. Es una forma de expresar la novedad, porque cada nombre tiene un significado que va más allá de lo puramente familiar.

Por eso, antaño, los religiosos y religiosas, se cambiaban de nombre al iniciar una nueva etapa en su vida. Los papas siguen haciéndolo. Por tanto, no es de extrañar la extrañeza del vecindario cuando Zacarías dijo: Juan es su nombre. Se rompía la tradición familiar. Comenzaba una etapa nueva. Aquel niño, ¿qué iba a ser? ¿qué significado tenía ese giro nominal? Habría de pasar tiempo para saberlo.  Juan se convertiría en el eslabón unitivo de esa larga cadena entre lo antiguo y lo nuevo.

Es bueno saber qué significa el nombre bautismal que eligieron nuestros padres; y de él, ver si nuestra vida se corresponde con ese significado y comprender mejor nuestra misión en el mundo.

Aunque, la verdad, a veces hay nombres que no suenan muy bien que digamos… Se tratará entonces de que sepamos darle vida y contenido con nuestra personalidad y con nuestros actos… Si lo hacemos bien, pronto veremos que nos “hemos singularizado” más allá del nombre recibido… Claro que no todo podemos someterlo al significado de nuestro nombre, pero sí podemos darle “un estilo nuevo”.

Miércoles de la XII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 7, 15-20

Injertados en Cristo con el Bautismo, los cristianos hemos recibido gratuitamente de Él el don de la vida nueva; y gracias a la Iglesia podemos permanecer en comunión vital con Cristo.

Es necesario mantenerse fieles al Bautismo, y crecer en la amistad con el Señor mediante la oración, la escucha y la docilidad a su Palabra, leer el Evangelio, la participación a los Sacramentos, especialmente a la Eucaristía y a la Reconciliación.

Si uno está íntimamente unido a Jesús, goza de los dones del Espíritu Santo, que, como nos dice san Pablo, son «amor, alegría y paz, magnanimidad, afabilidad, bondad y confianza, mansedumbre y temperancia» (Gal 5,22); y en consecuencia hace tanto bien al prójimo y a la sociedad, como un verdadero cristiano.

De estas actitudes, de hecho, se reconoce que uno es un verdadero cristiano, así como por los frutos se reconoce al árbol.

Los frutos de esta unión profunda con Jesús son maravillosos: toda nuestra persona es trasformada por la gracia del Espíritu: alma, inteligencia, voluntad, afectos, y también el cuerpo, porque somos unidad de espíritu y cuerpo.

Recibimos un nuevo modo de ser, la vida de Cristo se convierte también en la nuestra: podemos pensar como Él, actuar como Él, ver el mundo y las cosas con los ojos de Jesús.

Entonces, con su corazón, como Él lo ha hecho, podemos amar a nuestros hermanos, a partir de los más pobres y sufrientes, y así dar al mundo frutos de bondad, de caridad y de paz.

Confiémonos a la intercesión de la Virgen María, para que podamos ser sarmientos vivos en la Iglesia y testimoniar de manera coherente nuestra fe, coherencia de vida y de pensamiento. De vida y de fe. Conscientes que todos, según nuestras vocaciones particulares, participamos de la única misión salvífica de Jesucristo.

Martes de la XII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 7, 6; 12-14

A finales del siglo VII antes de Cristo, Jerusalén está sitiada por los asirios. Senaquerib, el rey de Asiria, está seguro de que la ciudad caerá en sus manos, como ha ocurrido con las demás ciudades a las que ha sometido poco antes. De nada le valdrá fiarse de su Dios, también los demás dioses han sido impotentes para librar a las otras ciudades.

El rey Ezequías se siente atemorizado y ora al Dios de Israel, ante quien despliega la carta en la que figuran las amenazas de su enemigo. En su oración invoca al Dios Creador y ensalza su incomparable superioridad sobre los dioses de las naciones vecinas, que no merecen siquiera ese nombre, pues son hechura de manos humanas.

El profeta Isaías asegura a Ezequías que Dios ha escuchado su oración y que salvará a la ciudad de esa invasión que parece inminente. Y lo hará “por mi honor y el de David, mi siervo”. Es un motivo recurrente en el AT: Dios aparece ante todo como un Dios celoso de su propia gloria, y un Dios que salva al pueblo cuando éste es fiel a sus mandatos; cuando no, lo castiga con la derrota. No es ésta la única imagen de Dios que podemos ver en el AT, pero sí predomina en un largo período de su historia.

No obstante, ese Dios celoso obra en virtud del compromiso adquirido con su pueblo. Es un Dios fiel a sus promesas y a la alianza pactada con David, su siervo. Es perfectamente coherente acogerse a É fiándose enteramente de esas promesas y de esa alianza. Nunca se desdecirá de lo que dijo a los antepasados. Esa fidelidad a sí mismo y a su pueblo es una constante en toda la historia de la salvación, y sigue siendo el fundamento de nuestra fe y de nuestra confianza en él.

Hacer el bien siguiendo a Jesús, aun cuando resulte penoso

El sermón del monte está a punto de concluir. Jesús proclama a quienes lo escuchan que hay que llevar a la práctica las enseñanzas recibidas a lo largo de ese discurso que les ha dirigido. Habla de dos puertas y dos caminos, idea que encontramos con frecuencia en el Antiguo Testamento. La puerta que abre a la vida es estrecha y el camino que conduce a ella es también penoso.

Jesús se está refiriendo a las penalidades que tendrán que soportar los discípulos para entrar en la vida, es decir, para disfrutar de la dicha que les prometió al hablar de las bienaventuranzas al comienzo de su discurso. El sermón del monte tiene exigencias radicales para sus oyentes; entre otras, la urgencia de seguir a Jesús, con los riesgos que de ello se derivan.

Como resumen de todo el sermón del monte, Mateo inserta aquí la regla de oro que aparece en diversos pasajes de la Escritura y en la que se concentra en cierto modo todo el pensamiento bíblico: “Tratad a los demás como queréis que ellos os traten; en esto consiste la ley y los profetas”. Se nos invita a tomar la iniciativa de hacer el bien, independientemente de lo que hagan los demás y sin esperar ninguna compensación por nuestro comportamiento. Si eso nos proporciona un trato amable por parte de los otros, bienvenido sea, pero no es lo que pretendemos en primera instancia. Hacemos el bien porque eso es bueno, y además porque así es como ha obrado siempre Jesús, que “pasó haciendo el bien”.

En resumen: ¿Confiamos en Dios también cuando nos va mal? ¿Tratamos de hacer el bien, cueste lo que cueste?

Lunes de la XII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 7, 1-5

No juzgues ni condenes a nadie, pero adviérteles como verdaderos hermanos.

Las palabras de Jesús no imponen a sus discípulos la prohibición de formarse un juicio moral sobre la conducta del ser humano, lo que condena es todo intento de corregir a los demás antes de haberse aplicado a sí mismo esa norma de conducta. Juzgar se entiende por la inclinación que experimenta el ser humano a criticar y a encontrar defectos en el prójimo. El que no quiere saber nada de autocrítica ¿cómo puede ayudar a los demás? Quien practica la crítica implacable pierde toda lucidez. La viga en el propio ojo es la falta de amor con que se juzga a los demás, que impide toda visión objetiva. El primer paso es la sincera evaluación de las propias limitaciones. Sólo el que logra superar sus fallos personales puede alcanzar una visión suficientemente aguda como para ayudar a sus semejantes.  Mira cómo queda tu corazón: “El fruto de la paz – dice S. Ambrosio-, es la falta de confusión en el corazón”.

 “Hipócrita, ¡sácate primero la viga de tu ojo, y entonces…”. No es que cada uno vaya a lo suyo. La viga en tu ojo te impide para sacar la mota del ojo de tu hermano. El sacarse la viga no es sino para poder servir al hermano. El fin no es que no sufras la molestia. No es caer en el “ése es su problema”. Eso no es cristiano. Dios quiere la salvación de todos los hombres. La salvación de cada ser humano se nos encomienda. Es algo mucho más delicado que el sacar una “mota”…, el fin es poder servir al otro para su salvación.