Lunes de la XVII Semana Ordinaria

Mt 13, 31-35

Escuchamos en el evangelio de hoy dos pequeñas parábolas que forman parte de un capítulo del evangelio de Mateo en el que Jesús habla del Reino de Dios.

Estas dos pequeñas piezas tienen algo evidente en común: ¡qué poca cosa este Reino de Dios! Una semilla de mostaza, una pizca de levadura… ¿dónde vamos a llegar con eso?

Para quienes escuchaban a Jesús, igual que para nosotros, la idea de un Reino –y más si se trata del Reino de Dios- estaba asociada, muy probablemente, a manifestaciones de grandeza, poder, gloria, esplendor, brillo… signos visibles, palpables, deslumbrantes por lo evidente de su presencia.

Algo similar a lo que les acontecía a los israelitas en el desierto, necesitados de ídolos tras los cuales poder seguir marchando.

Jesús no puede ser más claro. Y su claridad nos ofrece dos pistas estupendas para poder discernir si nos hallamos ante los signos del Reino de Dios.

Es algo pequeño, casi imperceptible. Nada extraordinario, forma parte de la vida cotidiana y es probable que no le demos ninguna consideración especial: una semilla de mostaza, levadura. Quizá a lo más que pueden aspirar es a que las echemos en falta si no las tenemos en el momento adecuado…

Es dinámico. Se trata de un proceso de crecimiento, que se da en la oculto, en lo escondido, por dentro, siguiendo vericuetos que escapan de nuestro alcance. Será difícil seguirle la pista desde el exterior. Pero se produce una transformación de la realidad: lugar en el que se puede anidar, magnífico pan que nos alimenta.

Aunque estemos inclinados a identificar el Reino con grandezas, ¿qué mejor noticia podemos recibir que la de saber que podemos descubrirlo y vivirlo en las pequeñas cosas de nuestra vida cotidiana?

Sábado de la XVI Semana Ordinaria

Mt 13, 24-30

El Reino de los Cielos fue instaurado definitivamente por Jesús. Reino que se manifestará plenamente al final de los tiempos, después de que todos sus enemigos le sean sometidos. Será entonces cuando el Hijo entregue el Reino a su Padre y «Dios será todo en todos»

El camino para llegar a esta meta es largo y no admite atajos. Sí, debemos acoger, libremente, la verdad del amor de Dios.

Dios es Amor y es Verdad, y  tanto el Amor como la Verdad no se imponen jamás: llaman a la puerta de nuestro corazón y de nuestra mente. Y, al abrirle la puerta, es cuando  pueden entrar, infundiendo  paz y alegría sin medida. Este es el modo de reinar de Dios, este es su proyecto de salvación.

En la expresión «Reino de Dios» la palabra «Dios» es genitivo subjetivo, lo que significa que Dios no es una añadidura al «reino» de la que se podría prescindir, porque Dios es el “Sujeto” del Reino.

Reino de Dios quiere decir: Dios reina. Él mismo está presente y es decisivo para todos los hombres. Él es el Sujeto y donde falta este Sujeto no queda nada del mensaje de Jesús, por lo que el Señor dice: «El Reino de está en medio de vosotros», y este Reino se desarrolla donde se realiza la voluntad de Dios. Está presente donde hay personas que se abren a su llegada y es así como dejan que Dios entre en el mundo.

Jesús es el Reino de Dios en persona: el hombre en el cual Dios está en medio de nosotros y a través del cual podemos “tocar” a Dios. “Tocamos” a Dios cuando amamos a los hermanos.

Dios sabe de sobra, que en nosotros existe el mal pero tiene paciencia y no quiere intervenir cada vez que nos equivocamos, sino que nos deja un tiempo, dándonos oportunidad para que reflexionemos y cambiemos, y para que comprendamos bien, como nos narró en la parábola de la higuera, recalcando la actitud de Su dueño: antes de darla definitivamente por estéril, le concedió tiempo para ver si daba fruto.

Viernes de la XVI Semana Ordinaria

Mt 13, 18-23

Son muchos, miles los que cada domingo (al menos), escuchan la palabra de Dios durante la Misa dominical, son muchos los que reciben la semilla del Evangelio. Sin embargo es triste constatar que en nuestro mundo no se ven muchos frutos evangélicos.

Para muchos de nuestros cristianos, se aplica la primera parte de esta parábola, pues son muchos los que no ponen atención en la misa, que van a misa solo «por cumplir», que no se toman la molestia de leer la hojita o el libro para reflexionar en la Palabra; son muchos los que aun habiéndola escuchado, no les interesa vivirla; otros más son los que quisieran vivirla pero las invitaciones de los amigos, las tentaciones del confort, los puestos superiores y otras vanidades del mundo, impiden que den fruto. Son verdaderamente pocos a los que se aplica hoy en día el final de la parábola; son pocos los que abren totalmente su corazón al evangelio y que buscan encontrar la manera de hacerlo vida, que buscan comprenderlo, más que con la cabeza, con el corazón. Dios nos ha llamado a dar fruto, la tierra de nuestro corazón, es tierra buena, apartemos de nuestra vida todo aquello que pueda impedir que la semilla del Evangelio dé fruto… Esforcémonos por ser de los que llenan de fruto la vida, y más aún, de los que hacen que este fruto permanezca.

Jueves de la XVI Semana Ordinaria

Mt 13, 10-17

Al leer este pasaje, las palabras de Jesús nos podrían hacer pensar: ¿Es que Dios hace diferencias? ¿Es que, como decían algunas herejías, Dios ha elegido a unos para el cielo y a otros para el infierno? La respuesta definitivamente es no.

No es que Dios haya cerrado los ojos y los oídos sino, como el mismo Jesús lo dice: Su corazón se ha hecho insensible, no tienen deseos de convertirse. La realidad que vivimos de comodidad y las exigencias que presenta el evangelio pueden hacer que poco a poco nuestro corazón se vaya haciendo insensible a la palabra de Dios. Hoy en día vemos, como lo dice el Papa, que la realidad del pecado se ha diluido… le hombre se ha hecho insensible a la maldad. Ya no es extraño en nuestra vida el oír sobre el divorcio por lo que para muchos de los jóvenes, ya desde el inicio de su matrimonio está ya en germen, al menos, la posibilidad de divorciarse y volver a comenzar.

Es tanto lo que el mundo nos ha metalizado que el matrimonio cristiano no se diferencia mucho más que el matrimonio civil… no deja de ser un contrato más. El corazón se hace insensible y deja de escuchar la palabra de Dios: «Lo que Dios unió que no lo separe el hombre». Por ello bienaventurados los ojos que ven y los oídos que no se cierran a la palabra de Dios pues en ello está la verdadera felicidad.

Miércoles de la XVI Semana Ordinaria

Mt 13, 1-9

Junto al lago Jesús enseña a la multitud que le cerca. Las parábolas, tomadas de la vida diaria de aquella gente, eran escuchadas con atención, pero reclaman también el deseo de aprender lo que en ellas se contiene, más allá del sentido común. El sembrador, todos sabían cómo procedía: arroja la semilla en un campo no preparado al modo occidental. Hay sendas que la gente ha abierto para atajar por medio del campo. Hay piedras, abrojos, espinos. Hay una tarea que se llevará a cabo. La gente está viendo la imagen que se ofrece en la parábola. Lo importante es recibir la semilla y dejarse roturar, para que al tiempo que se pasa el arado, esos senderos desaparezcan, las piedras sean retiradas, los matojos y espinos arrancados, quedando la tierra toda como tierra buena. En el surco la tierra se abre, acoge la semilla y la cubre, haciendo posible que pueda dar fruto. Es la tarea del sembrador.

Y que debe ser así se desprende de las afirmaciones de Jesús dirigidas a todos y a cada uno, en su circunstancia concreta. Esas circunstancias son las propias de la vida de cada uno. Sin duda aparecen todas las complicaciones señaladas en la parábola: el borde del camino; terreno pedregoso; zarzas que crecieron y ahogaron la semilla; buena tierra que produce buen fruto.

Jesús ha puesto a la gente a pensar mientras va narrando. Si no se piensa en el modo de acoger la semilla, se frustrarán sus posibilidades, no por ella, sino por las circunstancias. Es la aventura de la fe que en medio de ellas se torna operativa. Habiendo escuchado con atención y empeño la enseñanza hay que responder. Es lo que se sigue del “el que tenga oídos, que oiga.”

Hay que dejar a un lado la comodidad que proviene de esperar que todo se nos dé hecho. Y en el seguimiento de Cristo no tienen cabida la comodidad ni la pasividad. Tienes oídos, pues que cumplan su función que no es otra que oir/escuchar para entender y aplicar. Lo tuvo que hacer Israel en el desierto y le llevó cuarenta años. Lo tenemos que hacer nosotros y nos llevará toda la vida. Así es la aventura de la fe: el paso de la esclavitud cómoda a la libertad que compromete. ¿Cuáles son mis circunstancias? ¿Qué hago yo en medio de ellas?

Santiago Apóstol

Mt 20, 20-28

«Este tesoro lo llevamos en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros.» Así empieza la segunda lectura que leemos hoy en la festividad del apóstol Santiago.

Nos hace bien escuchar estas palabras hoy, en la fiesta de uno de los doce apóstoles de Jesucristo, en la fiesta de uno de los que convivieron y acompañaron a Jesús desde los comienzos. Es la fiesta de un hombre de la mar, que se dejó arrastrar por la llamada de Jesús a seguirle, que acogió su mensaje y que llegó a tener una singular amistad con Jesús.

Es la fiesta de un apóstol. Es la fiesta de uno de los testigos inmediatos de los acontecimientos de la vida del Señor, de la transfiguración, de la oración en Getsemaní, de la muerte en la cruz y la resurrección de Jesús, y que son fundamento de nuestra fe. Nos hace bien escuchar hoy estas palabras. Son palabras también de otro apóstol, y nos transmiten su experiencia personal: la experiencia de alguien que sabe que no puede alardear de nada, que no puede andar por ahí sintiéndose superior a nadie, que no puede pretender que todo el mundo le venere y le diga que es un personaje extraordinario.

La experiencia de san Pablo y la experiencia de Santiago, la experiencia de todos los apóstoles, es ante todo la experiencia de su debilidad: «Vasijas de barro.» Vasijas débiles y de muy poco valor, que pueden romperse, que pueden echar a perder lo que llevan dentro. La fuerza viene de Dios y no de las vasijas.

Por eso no debemos soñar medios poderosos para transmitir la fe, ni en vasijas que llamen la atención por la nobleza de sus materiales o de sus adornos. Porque esas vasijas débiles, decía también la lectura, llevan dentro un tesoro. Esa es la segunda experiencia de los apóstoles. Ellos, hombres con los demás hombres, capaces de fallar y de estropearse como los demás hombres, se han encontrado con Jesús, y Jesús les ha derramado dentro un tesoro, les ha confiado ser portadores del tesoro inmenso de la fe, de la esperanza, del amor inagotable de Dios. El tesoro del Evangelio. El Apóstol ha creído –y ha creído existencialmente– y por eso habla. Santiago, pues, desde su debilidad nos acerca a Jesús, hombre e Hijo de Dios.

Realmente, cuando san Pablo escribía estas frases que hemos leído, y les hablaba a sus corintios del tesoro que Dios había confiado y depositado en ellos, débiles y perecederas vasijas de barro, debía sentir una gran alegría. Porque, desde luego, no puede producir más que alegría el saberse depositario de la confianza de Dios, elegido por Dios para llevar su gran noticia a los demás.

No podríamos imaginar hoy al apóstol Santiago predicando el Evangelio, a veces con más ánimo y a veces con menos, a veces viendo el fruto y a veces sin ver nada, a veces tranquilo y a veces con el temor de la muerte que le acechaba, pero siempre llevando dentro el sentimiento fuerte de la alegría por saberse enviado por Dios, deseado por Dios, necesitado por Dios para hacer presente su Reino.

Y luego, junto con este sentimiento de alegría que nada ni nadie puede oscurecer, estaría también sin duda el sentimiento de la responsabilidad. Porque, desde luego, qué gran responsabilidad saberse escogido por Dios para llevar su tesoro. ¡Qué gran responsabilidad para la vasija de barro saber que lleva dentro algo infinitamente valioso que podría estropearse y perderse si la vasija se cayera y se rompiera!

Desde luego, el apóstol Santiago y los demás apóstoles fueron muy fieles a esa responsabilidad. Movidos por el Espíritu de Jesús, sostenidos por la fuerza de Dios, dedicaron su vida entera a transmitir la buena noticia del Evangelio que llevaban dentro. Ellos daban a conocer a Jesús, transmitían el entusiasmo de la fe, creaban comunidades cristianas, sostenían esas comunidades y las animaban a ser ejemplo de amor y vida nueva para los demás. Y llegaron hasta entregar la vida por mantenerse firmes en el seguimiento de Jesús.

Hoy, al celebrar la fiesta del apóstol Santiago, debemos agradecer a Dios el ejemplo y el testimonio de aquellos primeros seguidores de Jesús, y agradecer también, sobre todo, la fe que de ellos hemos recibido. Y vivir la alegría y la responsabilidad de ser también nosotros, vasijas de barro como ellos, portadores del tesoro de la vida nueva de Dios.

Lunes de la XVI Semana Ordinaria

Mt 12, 38-42

En el evangelio de hoy los escribas y fariseos continúan pidiendo a Jesús ver más signos para creer, subrayando de este modo su falta de fe. Ellos han sido testigos de la curación de un endemoniado ciego y mudo, pero esto no les basta porque sus corazones son de piedra, se niegan a convertirse porque consideran que sus obras son buenas. Aunque las palabras de Jesús no dejan lugar a dudas, un corazón malo y obstinado, del tesoro saca cosas malas. Así no hay manera de que los dirigentes religiosos comprendan las palabras ni la actuación de Jesús. Ellos piden un signo en el que no creen para tentar a Jesús y la repuesta del Maestro no deja de ser paradójica. En primer lugar, les llama generación malvada y pervertida, en sentido social y religioso, por su apego a este mundo y por no actuar según Dios; seguidamente, rechaza la señal que le piden por otra. Ese signo es el de Jonás, es decir su muerte y su resurrección, verdadero signo de la identidad de Jesús.

El Maestro a continuación explica lo ocurrido con Jonás en su predicación a los ninivitas. Estos escucharon al profeta y se convirtieron, sin embargo, los contemporáneos a Jesús ni lo escuchan y, en consecuencia, no se convierten. Del mismo modo la reina de Saba escuchó a Salomón el sabio, porque confiaba en su sabiduría mientras esta generación no ha creído en Jesús.

El evangelista ha presentado al Señor como auténtico profeta y sabio, mayor que Jonás y Salomón. Profeta de juicio para una generación que se niega a creer ante la exigencia y la verdad de su proyecto del Reino, mientras abre la puerta a la esperanza para los gentiles y para todo ser humano que despierta su corazón y su entendimiento al camino de Jesús. También Mateo identifica a Jesús como sabio, experto en el conocimiento de la vida y de las experiencias humanas, que ofrece a los hombres y mujeres de su tiempo la palabra de Dios para iluminar cada paso del sendero.

En muchas ocasiones, pedimos al Señor signos para creer y nos olvidamos de pedirle la fe para seguir creciendo en ella, no por lo que se nos muestra sino por lo que Jesús nos hace vivir. ¿Seguimos pidiendo signos para creer?

Santa María Magdalena

Jn 20, 1. 11-18

Tanto la primera como la segunda lectura tienen como idea central la del imperioso deseo de todo el que ama de disfrutar de la presencia de la persona amada. Es lo que pide el amor. “Así dice la esposa: en mi cama, por la noche, buscaba al amor de mi alma”. Y es lo que bullía en el corazón de María Magdalena, incluso después de la muerte de Jesús, a quien acompañó hasta el pie de la cruz, la persona a la que más amaba. Por eso, el primer día de la semana, al amanecer, fue al sepulcro donde habían sepultado a Jesús, en busca de la presencia de su amado, de su amado muerto en la cruz.

Jesús resucitado sale a su encuentro y contempla llorando a María por culpa de su ausencia. Aunque en un primer momento no le reconoce, Jesús le pregunta cuál es la causa de su llanto y a quién busca. Bien sabía Jesús resucitado que le buscaba a él y lloraba su ausencia. María, cómo no, recibe una gran alegría cuando descubre que es Jesús el que le habla. Y recibe el encargo de comunicar a los apósteles lo que acaba de ver y de oír.   

Buena lección la que nos brinda María Magdalena también a nosotros cristianos del siglo XXI. Siempre, en todos los momentos de cada día, hemos de buscar disfrutar de la presencia de Jesús, nuestro amor primero y al que más amamos. Si por lo que fuere, pensamos que Jesús se ha alejado de nosotros o nosotros de él, volvamos con todas nuestras fuerzas a buscarle… seguros que saldrá a nuestro encuentro como hizo con María Magdalena.

Viernes de la XV Semana Ordinaria

Mt 12, 1-8

Mateo nos sitúa en una de las muchas acciones liberadoras de Jesús respecto a la ley del sábado. Demasiadas leyes escritas que obligan y oprimen al hombre sencillo, mientras que reyes y sacerdotes incurren en delitos por las mismas razones: Sentir hambre. Sin embargo, moralizamos en dirección a los otros para condicionar sus actitudes y su libertad.

No es lo mismo comer teniendo posibilidades para ello, que careciendo de los bienes necesarios para alimentarse cada día. No son razones de justicia los que mueven a sacerdotes y reyes para comer de los frutos del templo. Al contrario, parece más la comodidad, la usurpación, o una inmediata necesidad movida por un impulso primario.

Hay situaciones y momentos en el que el hambre aprieta y muerde, cuando se presenta con cara de precariedad y miseria. Entonces está justificado comer de la ofrenda que se recibe en el templo.

El Evangelio nos muestra que no hay que condenar a los que son inocentes de la corrupción, de la opresión, sino que son víctimas de las mismas. Con ellos hay que tener misericordia. El sacrificio si no se hace desde la compasión no tiene sentido. Dios vuelve su mirada nuevamente a la misericordia. El sacrificio tiene sentido únicamente desde la misericordia.

Habría que examinar nuestro cuerpo legal y la actitud práctica. Hay mucha gente cumpliendo condena por delitos insignificantes. Y personas viviendo en libertad habiendo cometido delitos de corrupción, que han escandalizado a todo el mundo. No es que haya que suavizar los delitos, o el uso de las leyes. Pero en la cultura queda un sentimiento de injusticia y permisividad cuando lo escandaloso queda impune.

Oremos por cuantos sienten hambre y viven presos: para que sientan la solidaridad de todos los creyentes y el consuelo que libera por medio de Dios.

Jueves de la XV Semana Ordinaria

Mt 11, 28-30

Cuando tenemos una enfermedad acudimos a quien más sabe de la salud humana, acudimos a un médico para que nos libre de esa dolencia. Jesús nos invita a que cuando estemos cansados y agobiados en nuestro discurrir vital acudamos a él porque está dispuesto a echarnos una mano y aliviarnos. Jesús tiene la medicina adecuada. Nos pide que carguemos con su yugo porque “mi yugo es llevadero y mi carga ligera”. El yugo de Jesús lo conocemos y en él encontramos su luz, su amor, su perdón, su verdad… alimentos que sacian nuestro corazón, y con los que somos capaces de superar todas las adversidades que la vida nos pueda deparar. No lo olvidemos, su yugo no acabó en el viernes santo… acabó en el domingo de resurrección.  

Una vez más, hay que repetir que los cristianos no somos los que oímos las palabras de Jesús y nos las creemos… vamos más allá, somos los que después de oír sus palabras las llevamos a nuestra vida y experimentamos que Jesús tiene razón, y que son el camino que nos lleva a la vida y vida en abundancia. Y cuando en nuestro día a día el cansancio y el agobio nos visitan… experimentamos el descanso y la paz que solo Jesús nos puede proporcionar.