Jueves de la XXX semana del tiempo ordinario

Rom. 8, 31-35. 37-39; Lc. 13, 31-35

En encuestas recientes, aparece con frecuencia que uno de los sentimientos más comunes que tienen el hombre y mujer actual es el temor. Se teme a perder el trabajo, se teme a la violencia, se teme a la enfermedad. Nos va agarrando como una psicosis del temor que nos paraliza y condiciona. En cambio, las dos lecturas de este día nos animan a una gran seguridad.

San Pablo consuela a los Romanos asegurándoles que si Dios está a nuestro favor quién puede estar en contra nuestra. Si Dios nos ha otorgado a su propio Hijo, ¿quién nos podrá condenar? “¿Qué cosa podrá apartarnos del amor con que nos ama Cristo? ¿Las tribulaciones? ¿Las angustias? ¿La persecución? ¿El hambre? ¿La desnudez? ¿El peligro? ¿La espada? En todo esto salimos más que victoriosos, gracias a aquel que nos ha amado” Es una gran seguridad el sabernos amados incondicionalmente por Jesús.

Por otra parte, también el pasaje de San Lucas nos da una gran lección. A Jesús tratan de evitarle que vaya a Jerusalén porque Herodes quiere matarlo, sin embargo, Jesús manifiesta una gran seguridad para con toda libertad seguir actuando a pesar de las amenazas: “seguiré expulsando demonios, haciendo curaciones… terminaré mi obra… tengo que seguir mi camino”. Es la respuesta firme de Jesús. Él no tenía miedo a las amenazas ni lo paralizaban los temores. A pesar de la respuesta ingrata de Jerusalén quiere entregar su vida. Lucha valientemente contra el mal.

Además, utiliza una comparación que a nosotros nos parecería un poco contradictoria: se compara a una gallina que cuida sus pollitos bajo sus alas. La gallina con frecuencia ha sido puesta como símbolo de cobardía, pero ningún animal más valiente y decidido que una gallina para defender sus pollitos. Así se manifiesta también Jesús hablando de Jerusalén, pero con una referencia a cada uno de nosotros. Nos protege y nos defiende bajo sus alas, solamente nos pide que nos dejemos acurrucar y proteger.

Grandes enseñanzas para este día: sabernos amados por Dios, protegidos por las “alas” de Jesús y seguir su ejemplo de valentía y decisión para enfrentar los peligros. Cristo está con nosotros. No nos quedemos lejos de la protección y cuidados de Jesús. No merezcamos también nosotros el reproche doloroso de quien tanto nos ama.

Miércoles de la XXX semana del tiempo ordinario

San Lucas 13, 22-30

Los humanos siempre nos estamos preocupando por cosas secundarias. La pregunta que le hacen al Señor, nos puede parecer muy interesante: ¿Es verdad que son pocos los que se salvan? Quizás también nosotros estemos interesados en saber el número de los que entran en el Reino de Dios.

Los hermanos protestantes con frecuencia aducen cifras donde sólo caben ellos y descartan a todos los que no son de su congregación. Con tan sólo pertenecer a su grupo, ofrecen la vida eterna, pero Jesús va mucho más allá. No responde números, como si estuviéramos buscando un promedio para no salir reprobados. Cristo pide y exige coherencia en la vida.

A veces damos la impresión de ser cristianos esperando la última tablita que nos alcance la salvación, cuando toda nuestra vida hemos vivido alejados del Señor. No basta hablar, no basta estar cerca, no basta ponerse vestidos, hay que vivir conforme al evangelio. No se trata de hacer lo mínimo, se trata de una entrega completa. No se trata sólo de decir “Señor, Señor,” sino de responder con fidelidad al Señor y a su proyecto.

Quizás nos hemos detenido muchas veces en buscar elementos que nos aseguren una salvación, pero nos hemos olvidado de lo que es más importante del Evangelio: participar del plan de Salvación que Dios ofrece a todos los hombres.

Más que preguntarnos cuántos se salvan, deberíamos preguntarnos qué estamos haciendo nosotros para que este sueño de Jesús alcance a todos los hombres y mujeres de todos los pueblos y naciones. No es que vayamos a conquistar a otros, es que queremos hacerles partícipes de la riqueza y de la alegría que nos ha dado el Señor Jesús al habitar en medio de nosotros.

Las palabras de Jesús son muy claras: “Todos vosotros que hacéis el mal no podréis participar del Reino de los Cielos” Que no merezcamos esta condena de Jesús, sino que escuchemos sus palabras. “Venid, benditos de mi Padre”.

Jesús exhorta a sus interlocutores para que se esfuercen en tomar conciencia de las exigencias que implica seguirlo: capacidad de transformar la vida mediante el arrepentimiento y la reconciliación, total fidelidad a Él y a su proyecto, y optar por la puerta estrecha, por el camino de la salvación del ser humano. No basta realmente beber y comer ocasionalmente con Jesús; hay que compartir su vida y destino, cuyo símbolo es la comunión de la mesa con los humildes y sencillos.

Martes de la XXX semana del tiempo ordinario

Lc 13,18-21

Hay momentos en que a quienes están trabajando por el Reino les llegan aires de duda y preocupación al contemplar un mundo que vive y lucha muy lejos de los valores del Reino de Jesús. Se tiene la sensación de que es muy poco lo que se puede hacer y el estar luchando siempre contra corriente puede cansar.

El mundo con sus grandes maquinarias, con su consumismo, con el despilfarro, con sus propuestas hedonistas y sus actitudes conquistadoras, parece ahogar la propuesta del Reino. No son pocos los que dicen: “¿para qué seguir luchando si el mal parece triunfar?” Para todos ellos y para nosotros que tenemos la tentación de la duda y el cansancio parece pronunciar estas dos pequeñas parábolas Jesús: una semilla de mostaza que se llega a convertir en un arbusto grande donde los pájaros anidan; una pequeña levadura que mezclada con tres medidas de harina termina por fermentar toda la masa.

Si leemos desde nuestra realidad estas dos parábolas, serán ya una lección de humildad y de esperanza. Jesús insiste no en la cantidad, sino en una calidad que hace crecer y fermentar. Pero la condición es que se trate verdaderamente de una semilla evangélica, de un fermento evangélico. No nos habla de las grandes organizaciones, ni del poder o de la fuerza, sino de lo pequeño vivido a plenitud que lleva a fermentar toda la masa.

La semilla y la levadura trabajan en la oscuridad, en lo desconocido, pero siempre trabajan. Así los cristianos deben siempre trabajar, deshacerse por el Reino, no importando los reconocimientos ni los premios, no importando el ruido ni los estruendos. El bien no hace ruido, pero trabaja y produce felicidad.

El reino es esa diminuta semilla que Dios ha sembrado en el corazón y que permite al ser humano alzarse por encima de sus mezquindades y egoísmos; y que supera los condicionamientos sociales y culturales que pueden reducirlo a lo peor de sí mismo. El reino es esa semilla que tiene el poder de transformar nuestras vidas, anónimas y alienadas, en experiencias de amor y alegría.

Que tu trabajo, callado y escondido de este día, tenga ese sabor de Reino, de esperanza y de amor.

Lunes de la XXX semana del tiempo ordinario

San Simón y San Judas.

Es curioso que en la piedad popular se tenga tanta devoción a estos dos apóstoles, en especial a “San Judas”, mientras que la historia casi nada nos dice sobre la acción de ellos. Sin embargo, esta gran devoción a San Judas Tadeo parece quedar sólo en petición de favores y en prender veladoras. Lo poco que sabemos de ellos nos llevaría a un compromiso más serio que simplemente esperar milagros.

Cristo para cumplir la misión que le ha confiado el Padre escoge un grupo de personas que ayudarán en esa misión. Ya el número de “Doce” aparece como un símbolo del nuevo Israel. Por sus nombres parecen ser de diferentes lugares y clases sociales, con diferentes aspiraciones y preparación, pero todos son como cualquier hombre común y corriente.

Su primer y gran mérito es haber recibido gratuitamente un llamado de gran importancia. Es de tanta importancia y trascendencia que Jesús pasa la noche en oración, en diálogo íntimo con su Padre, para poder escogerlos. Después llama a “los que Él quiso”, sin adecuarse a los criterios humanos. Así reciben el llamado como un regalo, pero un regalo que ciertamente exigió una respuesta contundente que trasforma su vida.

Con Cristo comparten todo: su predicación, sus caminos, sus milagros, los ataques, las ilusiones, y poco a poco se van identificando con Él. Sin embargo, el proceso no es fácil, deben cambiar su corazón, deben ajustarse a los criterios de Jesús.

Judas, todavía en la última Cena, le pregunta a Jesús por qué se les manifiesta sólo a ellos y no a todo el mundo.

Con la resurrección se convierten en testigos y constructores del nuevo “camino”.

San Pablo cuando escribe a los Efesios, considera que la Nueva Familia, la Iglesia, tiene su cimiento en los apóstoles, siendo Jesús la piedra angular.

Que en este día nosotros sigamos el ejemplo de estos dos grandes apóstoles: recibamos con alegría y entusiasmo el llamado del Señor, nos acerquemos a Él en la oración, la lectura de los Evangelios, la meditación de su Palabra; nos convirtamos en testigos de su Resurrección en este mundo.

Que también nosotros seamos apóstoles, enviados de Jesús. Esa es la tarea de todo cristiano: ser apóstol del Señor.

Viernes de la XXIX semana del tiempo ordinario

Lc 12,54-59

Es increíble hasta dónde puede llegar la ceguera del hombre. Para la gente que vivió en el tiempo de Jesús no eran suficientes todos los signos… los
milagros, las cientos de curaciones que hizo, etc.

Jesús se refería a los hombres de su tiempo y hace un fuerte reclamo porque no han podido descubrir detrás de todas sus obras la presencia de Dios. Pero Jesús también se refiere a nosotros, hombres y mujeres de nuestro tiempo, que no somos capaces de percibir su presencia en medio de nosotros porque no valoramos los acontecimientos y porque seguimos viviendo en la indiferencia.

Cada día hay nuevos acontecimientos y cada acontecimiento nos debe llevar a la pregunta fundamental: ¿Qué piensa Jesús de este suceso? ¿Cómo actuaría en estas circunstancias? ¿Qué me está diciendo a mí personalmente?

Así como hemos perdido la capacidad de distinguir los tiempos y los vientos y nos atenemos a las predicciones de los periódicos y de los telediarios, parece que hemos perdido la capacidad de juzgar los acontecimientos que realmente importan y continuamos sumergidos en la rutina diaria de nuestras preocupaciones mezquinas.

Si países de África están a punto del colapso por las hambrunas y las enfermedades y nos olvidamos de eso para solucionar los problemas cotidianos. Hay violencia, asesinatos y corrupción, con tal de que nosotros no seamos las víctimas, no nos metemos en problemas. Hay desempleo, angustia por la falta de oportunidades y discriminaciones y nos hacemos los distraídos para no preocuparnos demás.

Pero, Jesús, hoy insiste que el verdadero discípulo tiene que estar atento a todas las señales que van apareciendo y discernir la presencia de Dios en nuestro mundo.

La pregunta constante sobre lo que quiere Jesús de nosotros nos llevará a dejar la indiferencia ante los problemas del prójimo.

Creo que a veces nos falta profundidad y verdadero cariño para examinar las situaciones que estamos viviendo. Me parece que estamos como el enfermo que pretende calmar los dolores con pastelistas y que no se atreve a unos análisis clínicos por el temor a la verdad de la enfermedad.

Como discípulos de Jesús hemos sido demasiados apáticos frente a esta época de cambios y novedades y no estamos preparados para ofrecer respuestas evangélicas a los nuevos problemas que enfrenta el mundo. No le hemos dado vitalidad al Evangelio y lo presentamos con fórmulas viejas y avinagradas y no como novedad de Buena Noticia también para nuestro tiempo.

¿Qué nos dice Jesús de esas actitudes? ¿Cómo podremos discernir su presencia en nuestro tiempo?

Jueves de la XXIX semana del tiempo ordinario

Lc 12,49-53

Este pasaje podría prestarse a una interpretación equivocada por lo que hay que tomarlo dentro del contexto en que Jesús lo dice.

Quien quiera interpretar este pasaje como una invitación a la división y a la confrontación y a la guerra, está equivocado. No es ésta la finalidad del Evangelio, pero también estará muy equivocado quien entienda el Evangelio como pasividad, indolencia y apocamiento.

Muchas veces se ha mirado a los cristianos como falta de entusiasmo y dinamismo para la búsqueda de le verdadera justicia o faltos de inteligencia para idear nuevos caminos de paz, y como faltos de compromisos antes las graves injusticias que vive nuestro mundo. Parecería que el progreso está llevando a la humanidad por la línea de lo más fácil, del menor esfuerzo, y Cristo quiere despertarnos de este adormecimiento.

Es muy atractivo dejarse llevar por ese camino que nos propone el mundo, pero acaba en una pendiente que conduce al precipicio. Jesús, nos invita a que nos llenemos de su fuego y que ese fuego lo trasmitamos con alegría y entusiasmo por todos los rincones de la tierra. No quiere decir esto que será a través del éxito y del glamur como obtendremos resultados. El camino de Jesús es más bien con pasos lentos, costosos y muchas veces escasos, pero llenos de entusiasmo y dedicación.

El mejor ejemplo de este fuego es el mismo Jesús. No lo entiendo nunca como alguien cobarde y tímido, acomodándose a las circunstancias, sino como una persona decidida a favor de los más pobres, como un incansable defensor de la verdad y como un profeta que siempre está dispuesto a ofrecer la palabra de su Padre.

Cristo terminó en la cruz, no por malhechor, sino porque era decidido y claro. Su cruz será siempre el signo de contradicción para todos los que lo sigan. Es verdad que Él decía que no hay mayor amor que dar la vida por los amigos, pero se lo toma en serio y llega hasta los extremos. Es la forma de construir la verdadera paz y no es esa indiferencia que llega hasta el pecado frente a tantas injusticias, ante tantas mentiras y ante tanta corrupción.

El verdadero discípulo se debe inflamar del mismo fuego de Jesús, y buscar propagar el fuego de su Evangelio. El seguidor de Jesús no debe temer que el Evangelio provoque escándalo y división, que son siempre preferibles a la pasividad y a la convivencia con la injusticia. Que el cristiano, el discípulo de Jesús sea un entusiasta portador de verdad, de amor y de paz.

Miércoles de la XXIX semana del tiempo ordinario

Lc 12,39-48

Dios ha puesto en nuestras manos muchos bienes materiales, humanos,
espirituales. Nos ha dado la gracia, la vida; nos ha encomendado el cuidado de nuestros amigos y hermanos para que los ayudemos a llegar a la santidad; ha puesto a algunos de nosotros como administradores de bienes y nos ha encargado la promoción de nuestros subordinados.

Unos de los problemas que debió afrontar la primitiva Iglesia fue la inminencia de los últimos tiempos. Algunos decían “ya está cerca”, otros lo posponían indefinidamente, pero unos y otros no adoptaban la necesaria actitud tanto de esperanza como de vigilancia.

En nuestros días no es diferente, es frecuente la aparición de sectas que buscan manipular la conciencia con un final muy inminente. Aterrorizan y encadenan a las personas con supuestas visiones y anuncios que nunca llegan. Pero por otra parte la filosofía del placer y del gozo deslumbra nuestras mentes y oscurecen la verdadera dimensión de la vida buscando sólo el momento presente.

Cristo nos da la verdadera dimensión tanto del tiempo como de los bienes: ni somos eternos, ni podemos vivir en angustia; ni somos dueños absolutos de los bienes, ni podemos disponer de ellos a nuestro antojo. Somos servidores a quienes se les ha confiado un tiempo, una familia, unas personas para que les demos el verdadero sentido, para que los llenemos de fruto y no para que irresponsablemente los estudiemos o manipulemos.

El ejemplo que nos propone Jesús es más que evidente al presentarnos a un servidor malvado que pensando que está lejana la venida del Señor, maltrata con violencia y atropellos a aquellos que se les ha confiado. Jesús nos invita a tener las dos actitudes: esperanza y vigilancia. No ha de ser el cristiano el hombre del miedo y de la amenaza, sino el hombre de la esperanza que es responsable de aquellos dones que ha recibido.

Es curioso, cuando vamos de viaje y encontramos, por un momento, a una persona, en general somos amables y atentos, si después tenemos que convivir diariamente con esa misma persona cambiamos esa actitud. Si para la vida adoptáramos la filosofía del viajero que busca llevar solamente lo necesario, que se administra y cuida, que es paciente y responsable, que sabe hacia dónde se dirige, nuestra vida sería mucho más ligera y con más sentido.

Jesús es el Camino que nos conduce a la vida eterna, nos invita a vivir nuestro viaje con alegría, con entusiasmo, con esperanza, pero también a recordarnos que somos viajeros y que debemos dar cuenta al final de nuestro camino. La actitud será, pues, esperanza y vigilancia.

Martes de la XXIX semana del tiempo ordinario

Lc 12,35-38

El señor llega de improviso, como un ladrón, para ver si ya hemos construido el Reino que se nos ha revelado. Hablar de reino quiere decir hablar de las riquezas que Dios nos ha dado es decir, de la vida, del bautismo, de la participación de la vida divina a través de la gracia.

El Esposo es el Señor, y el tiempo de espera de su llegada es el tiempo que Él se nos da, con misericordia y paciencia, antes de su llegada final, tiempo de la vigilancia; tiempo en que tenemos que mantener encendidas las lámparas de la fe, de la esperanza y de la caridad, donde mantener abierto nuestro corazón a la bondad, a la belleza y a la verdad; tiempo que hay que vivir de acuerdo a Dios, porque no conocemos ni el día, ni la hora del regreso de Cristo.

Lo que se nos pide es estar preparados para el encuentro: preparados a un encuentro, a un hermoso encuentro, el encuentro con Jesús, que significa ser capaz de ver los signos de su presencia, mantener viva nuestra fe, con la oración, con los Sacramentos, estar atentos para no caer dormidos, para no olvidarnos de Dios.

La vida de los cristianos dormidos es una vida triste, no es una vida feliz. El cristiano debe ser feliz, la alegría de Jesús… No os durmáis.
Un cristiano que se encierra dentro de sí mismo, que oculta todo lo que el Señor le ha dado, no es un cristiano. Es un cristiano que no agradece a Dios todo lo que le ha dado.

Esto nos dice que la espera del retorno del Señor es el tiempo de la acción. Nosotros somos el tiempo de la acción, tiempo para sacar provecho de los dones de Dios, no para nosotros mismos, sino para Él, para la Iglesia, para los otros, tiempo para tratar siempre de hacer crecer el bien en el mundo.

Y sobre todo hoy, en este tiempo de crisis, es importante no encerrarse en sí mismos, enterrando el propio talento, las propias riquezas espirituales, intelectuales, materiales, todo lo que el Señor nos ha dado, sino abrirse, ser solidarios, tener cuidado de los demás.

No enterremos los talentos. Apostemos por grandes ideales, los ideales que agrandan el corazón, aquellos ideales de servicio que harán fructíferos los talentos.

La vida no se nos ha dado para que la conservemos celosamente para nosotros mismos, sino que se nos ha dado, para que la donemos.

Lunes de la XXIX semana del tiempo ordinario

Lc 12,13-21

Hoy toca el Evangelio uno de los puntos neurálgicos de la vida humana: la avidez de la riqueza. El Papa Francisco comentando este mismo texto en días pasados, afirmaba que la ambición de las riquezas ha causado graves daños a la relación humana. Y criticaba a quienes, en medio de una crisis económica que hunde a los países pobres en más miseria y corrupción, se dicen preocupados por la situación, pero desde una cómoda situación de seguridad y ventajas. El problema se torna cada día más grave pues en lugar de disminuir las deudas o aumentar el empleo, se hace la situación más angustiante.

Ya también nos decían los obispos que: “La desigualdad es el desafío más importante que enfrenta un país. La pobreza sigue siendo el principal problema que vulnera a la mayoría de los países. Según datos oficiales, que miden la pobreza en relación con el ingreso, la mitad de la población de nuestro país vive en situación de pobreza. 44 millones de personas viven en pobreza en México, y de ellas, 24 millones la padecen en su forma extrema.

La pobreza priva a las personas de las condiciones de vida que les aseguren su derecho a una alimentación adecuada y a la satisfacción de las necesidades básicas. Atender su situación se plantea como una urgencia moralmente inaplazable, pues hablamos de derechos sociales básicos sin los cuales no se garantiza el derecho a una vida humana”

Y hoy Cristo nos dice cuál es la raíz de todos esos problemas: “Eviten toda clase de avaricia, porque la vida del hombre no depende de la abundancia de los bienes que posea”. Con el ejemplo de un hombre que acumuló y hacía planes para el futuro cuando estaba a punto de terminar su vida, Cristo nos hace ver que la riqueza se queda en este mundo y que no se logra nada con ella para la vida eterna.

Nos exhorta a no amontonar riquezas, sino a hacernos ricos delante de Dios. Nosotros hoy podemos mirar nuestro corazón y ver si lo tenemos libre de la ambición. Claro que es muy fácil decir que somos generosos y que estamos libres de ese pecado, pero examinémonos y veamos qué cosas concretas estamos haciendo para compartir en estos momentos.

Se dice que cuando hay pobreza aumenta la violencia, pero nosotros como cristianos tenemos que hacer que aumente la generosidad, la capacidad de organización, el construir entre todos, el compartir lo poco que tenemos, el defender frente a estructuras y leyes injustas. En esto nos da un gran ejemplo Jesús que compartió y dio su vida.

¿Cómo estoy compartiendo y cómo estoy dando vida?

San Lucas, Evangelista

Hoy celebramos de nuevo a una piedra fundamental de este edificio que es la Iglesia, del que por la misericordia de Dios, formamos parte.

 

El Evangelio de hoy destaca tres etapas de la pobreza en la vida de los discípulos, tres modos de vivirla. La primera, estar desprendidos del dinero y las riquezas, y es la condición para iniciar la senda del discipulado. Consiste en tener un corazón pobre, tanto que, si en la labor apostólica hacen falta estructuras u organizaciones que parezcan ser una señal de riqueza, usadlas bien, pero estad desprendidos. El joven rico conmovió el corazón de Jesús, pero luego no fue capaz de seguir al Señor porque tenía el corazón apegado a las riquezas. Si quieres seguir al Señor, elige la senda de la pobreza, y si tienes riquezas, porque el Señor te las ha dado para servir a los demás, mantén tu corazón desprendido. El discípulo no debe tener miedo a la pobreza; es más, debe ser pobre.


La segunda forma de pobreza es la persecución. El Señor envía a los discípulos “como corderos en medio de lobos”. Y también hoy hay muchos cristianos perseguidos y calumniados por el Evangelio. Un obispo de uno de esos países donde hay persecución, contó de un chico católico al que apresó un grupo de jóvenes que odian a la Iglesia, fundamentalistas; le dieron una paliza y lo echaron a una cisterna y le tiraban fango y, al final, cuando el fango le llegó al cuello: “Di por última vez: ¿renuncias a Jesucristo?” – “¡No!”. Le tiraron una piedra y lo mataron. Lo oímos todos. Y eso no es de los primeros siglos: ¡eso es de hace dos meses! Es un ejemplo. Cuántos cristianos hoy sufren persecuciones físicas: “¡Ese ha blasfemado! ¡A la horca!”. Y hay otras formas de persecución: la persecución de la calumnia, de los chismes, y el cristiano está callado, tolera esa pobreza. A veces es necesario defenderse para no dar escándalo… Las pequeñas persecuciones en el barrio, en la parroquia… pequeñas, pero son la prueba, la prueba de una pobreza. Es el según modo de pobreza que nos pide el Señor: recibir humildemente las persecuciones, tolerar las persecuciones. Eso es una pobreza.

Y hay una tercera forma de pobreza: la de la soledad, el abandono, como dice la primera lectura de hoy (2Tim 4,9-17), en la que el gran Pablo, que no tenía miedo de nada, dice: “En mi primera defensa, nadie estuvo a mi lado, sino que todos me abandonaron”. Pero añade, “más el Señor estuvo a mi lado y me dio fuerzas”. El abandono del discípulo: como puede pasarle a un chico o una chica de 17 o 20 años que, con entusiasmo, dejan las riquezas por seguir a Jesús, y con fortaleza y fidelidad toleran calumnias, persecuciones diarias, celos, las pequeñas o las grandes persecuciones, y al final el Señor le puede pedir también la soledad del final. Pienso en el hombre más grande de la humanidad, y ese calificativo salió de la boca de Jesús: Juan Bautista; el hombre más grande nacido de mujer. Gran predicador: la gente acudía a él para bautizarse. ¿Cómo acabó? Solo, en la cárcel. Pensad qué es una celda y qué eran las celdas de aquel tiempo, porque si las de ahora son así, pensad en las de entonces… Solo, olvidado, degollado por la debilidad de un rey, el odio de una adúltera y el capricho de una niña: así acabó el hombre más grande de la historia. Y sin ir tan lejos, muchas veces en las casas de reposo donde están los sacerdotes o las monjas que gastaron su vida en la predicación, se sienten solos, solos con el Señor: nadie les recuerda. Una forma de pobreza que Jesús prometió al mismo Pedro, diciéndole: “Cuando eras joven, ibas a donde querías; cuando seas viejo, te llevarán adónde tú no quieras”.

El discípulo es, pues, pobre, en el sentido de que no está apegado a las riquezas y ese es el primer paso. Es luego pobre porque es paciente ante las persecuciones pequeñas o grandes, y –tercer paso– es pobre porque entra en ese estado de ánimo de sentirse abandonado al final de su vida. El mismo camino de Jesús acaba con aquella oración al Padre: “Padre, Padre, ¿por qué me has abandonado?”. Así pues, recemos por todos los discípulos, curas, monjas, obispos, papas, laicos, para que sepan recorrer la senda de la pobreza como el Señor quiere.