Jueves de la IV Semana de Cuaresma

Juan 5, 31-47

En la primera Lectura (Ex 32,7-14) está la escena del motín del pueblo. Moisés se fue al monte para recibir la Ley: Dios se la dio a él, en piedra, escrita por su dedo. Pero el pueblo se aburrió e se reunió alrededor de Aarón y dijo: “Pero este Moisés, ya hace tiempo que no sabemos dónde está, adónde ha ido y estamos sin guía. Haznos un dios que nos ayude a seguir adelante”. Y Aarón, que después será sacerdote de Dios, pero ahí fue sacerdote de la estupidez, de los ídolos, dijo: “Venga, dadme todo el oro y la plata que tengáis”, y le dieron todo e hicieron el becerro de oro.

En el Salmo (Sal 105) hemos oído el lamento de Dios: «En Horeb se hicieron un becerro, adoraron un ídolo de fundición; cambiaron su gloria por la imagen de un toro que come hierba». Y aquí, en este momento, cuando comienza la Lectura: «El Señor dijo a Moisés: “Anda, baja de la montaña, que se ha pervertido tu pueblo, el que tú sacaste de Egipto. Pronto se han desviado del camino que yo les había señalado. Se han hecho un becerro de metal, se postran ante él, le ofrecen sacrificios y proclaman: Este es tu Dios, Israel, el que te sacó de Egipto”». ¡Una auténtica apostasía! Del Dios vivo a la idolatría. No tuvieron paciencia de esperar que volviese Moisés: querían novedades, querían algo, un espectáculo litúrgico, lo que sea…

Sobre esto querría decir algunas cosas. En primer lugar, esa nostalgia idolátrica del pueblo: en este caso, pensaba en los ídolos de Egipto, pero la nostalgia de volver a los ídolos, volver a peor, no saber esperar al Dios vivo. Esa nostalgia es una enfermedad, también nuestra. Se empieza a caminar con el entusiasmo de ser libres, pero luego vienen las quejas: “Sí, este es un momento duro, el desierto, tengo sed, quiero agua, quiero carne…, y en Egipto comíamos cebollas, cosas buenas y aquí no hay…”. Siempre la idolatría es selectiva: te hace pensar en las cosas buenas que te da pero no te deja ver las cosas mañas. En este caso, pensaban cómo estaban a la mesa, con esas comidas tan buenas que les gustaba tanto, pero olvidaban que aquella era la mesa de la esclavitud. La idolatría es selectiva.

Además, otra cosa: la idolatría te hace perderlo todo. Aarón, para hacer el becerro, les pide: “Dadme oro y plata”: pero era el oro y la plata que el Señor les había dado, cuando les dijo: “Pedid a los egipcios oro prestado”, y luego se lo llevaron. Es un don del Señor y con el don del Señor hacen el ídolo. Y eso es feísimo. Pero este mecanismo nos pasa también a nosotros: cuando tenemos actitudes que nos llevan a la idolatría, estamos apegados a cosas que nos alejan de Dios, porque hacemos otro dios y lo hacemos con los dones que el Señor nos ha dado. Con la inteligencia, con la voluntad, con el amor, con el corazón…, son los dones propios del Señor que usamos para hacer idolatría.

Sí, alguno puede decirme: “Pero yo en casa no tengo ídolos. Tengo el crucifijo, la imagen de la Virgen, que no son ídolos…” –¡No, no: en tu corazón! Y la pregunta que hoy debemos hacernos es: ¿cuál es el ídolo que tienes en tu corazón, en mi corazón? Esa salida escondida donde me siento bien, que me aleja del Dios vivo. Y también tenemos una actitud, con la idolatría, muy astuta: sabemos esconder los ídolos, como hizo Raquel cuando huyó de su padre y los escondió en la silla del camello y entre sus vestidos. También nosotros, entre nuestros vestidos del corazón, tenemos escondidos tantos ídolos.

La pregunta que quería hacer hoy es: ¿cuál es mi ídolo? Ese ídolo de la mundanidad, y la idolatría llega incluso a la piedad, porque estos querían el becerro de oro no para hacer un circo: no. Para hacer adoración: “se postraron ante él”. La idolatría te lleva a una religiosidad equivocada, es más, tantas veces la mundanidad, que es una idolatría, te hace cambiar la celebración de un sacramento en una fiesta mundana. Un ejemplo: no sé, pienso, pensemos, no sé, imaginemos en la celebración de una boda. No sabes si es un sacramento donde de verdad los novios dan todo y se aman ante Dios y prometen ser fieles ante Dios y reciben la gracia de Dios, o si es un pase de modelos, por cómo van vestidos unos y otros… ¡La mundanidad! Es una idolatría. Es solo un ejemplo. Porque la idolatría no se detiene: va siempre adelante.

Hoy la pregunta que quería haceros a todos, a todos: ¿cuáles son mis ídolos? Cada uno tiene los suyos. ¿Cuáles son mis ídolos? ¿Dónde los escondo? Y que el Señor no nos encuentre, al final de la vida, y diga de cada uno de nosotros: “Te has pervertido. Te has alejado de la vía que yo había indicado. Te has postrado ante un ídolo”. Pidamos al Señor la gracia de conocer nuestros ídolos. Y si no podemos expulsarlos, al menos mantenerlos en un rincón.

Miércoles de la IV Semana de Cuaresma

Jn 5, 17-30

Hay personas que acaban por desconcertarnos. En una ocasión hablaba con un joven y le preguntaba cuáles eran sus ideales y que se proponía en la vida, esperaba yo una respuesta entusiasta y miles de planes e ilusiones y propósitos, tareas monumentales. Sin embargo, grande fue mi sorpresa y hasta desilusión al escuchar sus respuestas evasivas, sin compromiso, con muchas condiciones y con evidente indiferencia. No le entusiasmaba nada, no está dispuesto a luchar en serio por nada, se conforma con irla pasando, decía «para que preocuparse tanto, ya irá saliendo algo más adelante»

Ante tanta indiferencia y tibieza de aquel joven, me quedé preocupado. Sé que hay muchos jóvenes que tendrán grandes ideales y que lucharán por conseguirlos, pero me preocupa mucho que haya jóvenes sin entusiasmo y sin ganas de luchar y cambiar la historia.

Al escuchar el evangelio de hoy, me parece contemplar a un Jesús joven, idealista, entusiasta y lleno de energía, que a pesar de todos los obstáculos que va encontrando sigue muy firme en su misión y por eso afirma «que mi padre siempre trabaja, y yo también trabajo»

Su misión es hacer realidad hoy y aquí la palabra de su Padre. Bella misión si pensamos que esto dará vida a todos los hombres y los alentará a levantarse de su abatimiento y liberarse de todas las cadenas: Crear, salvar, redimir, liberar, dar vida en la misma forma que lo hace Dios Padre, esta es la misión de Jesús.

La misión de cada uno de nosotros será la misma de Jesús y la misma de Dios Padre.

Que hoy cada uno de nosotros, sus discípulos, no llenemos de ilusión y de entusiasmo porque tenemos una tarea importante. Claro que creer en otro mundo como lo quiere Jesús implica el riesgo de la cruz, pero tendremos la certeza de que Él camina con nosotros.

¿Podremos entusiasmarnos con sus ideales?

Martes de la IV Semana de Cuaresma

Jn 5, 1-3; 5-16

La liturgia de hoy nos hace pensar en el agua, el agua como símbolo de salvación, porque es un medio de salvación, aunque el agua es también medio de destrucción: pensemos en el Diluvio… Pero en estas lecturas, el agua es para la salvación. En la primera lectura (Ez 47,1-9.12), ese agua que lleva a la vida, que sanea las aguas del mar, un agua nueva que cura. Y en el Evangelio, la piscina, aquella piscina donde iban los enfermos, llena de agua, para curarse, porque se decía que de vez en cuando se movían las aguas, como si fuese un río, porque un ángel descendía del cielo a moverlas, y el primero, o los primeros, que se echaban al agua eran curados. «Y allí estaban echados muchos enfermos, ciegos, cojos, paralíticos», allí, esperando la curación, a que se moviese el agua. «Estaba también allí un hombre que llevaba treinta y ocho años enfermo». ¡38 años allí, esperando la curación! Hace pensar esto, ¿no?

Es demasiado, porque uno que quiere ser curado se las apaña para tener a alguien que le ayude, se mueve, espabila, incluso se un poco astuto…, pero este, 38 años allí, hasta el punto de que no se sabe si está enfermo o muerto. «Jesús, al verlo echado, y sabiendo que ya llevaba mucho tiempo, le dice: ¿Quieres quedar sano?». Y la respuesta es interesante: no dice que sí, se queja. ¿De la enfermedad? No. Respondió el enfermo: «Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se remueve el agua; para cuando llego yo –esto a punto de ir–, otro se me ha adelantado». Un hombre que siempre llega tarde. «Jesús le dice: “Levántate, toma tu camilla y echa a andar”. Y al momento el hombre quedó sano».

Nos hace pensar la actitud de este hombre. ¿Estaba enfermo? Sí, quizá tenía alguna parálisis, aunque parece que podía caminar un poco. Pero estaba enfermo del corazón, estaba enfermo del alma, estaba enfermo de pesimismo, estaba enfermo de tristeza, estaba enfermo de pereza. Esa es la enfermedad de este hombre: “Sí, quiero vivir, pero…”, y allí estaba. ¿Y la respuesta es: “Sí, quiero ser curado!”? ¡No, es quejarse!: “Son los otros los que llegan antes, siempre los demás”. La respuesta al ofrecimiento de Jesús para curarse es una queja contra los demás. Y así, 38 años lamentándose de los otros. Y no haciendo nada para curarse.

Era un sábado: hemos oído lo que hicieron los doctores de la Ley. Pero la clave es el encuentro con Jesús, después. Lo encontró en el Templo y le dijo: «Mira, has quedado sano; no peques más, no sea que te ocurra algo peor». Aquel hombre estaba en pecado, pero no estaba allí por haber hecho algo gordo, no. El pecado de sobrevivir y lamentarse de la vida de los demás: el pecado de la tristeza que es la semilla del diablo, de esa incapacidad de tomar una decisión en la vida, pero sí mirar la vida de los demás para lamentarse. No para criticarlos: para quejarse. “Ellos van primero, yo soy la víctima de esta vida”: las quejas, respiran lamentos esas personas.

Si hacemos una comparación con el ciego de nacimiento que escuchamos el domingo pasado: con cuánta alegría, con cuánta decisión se había curado, y también con cuánta decisión fue a discutir con los doctores de la Ley. Este solo fue e informó: “Sí, es ese”. Punto. Sin compromiso con la vida… Me hace pensar en tantos de nosotros, en tantos cristianos que viven ese estado de pereza, incapaces de hacer algo pero quejándose de todo. Y la pereza es un veneno, es una niebla que rodea el alma y no la deja vivir. Y también es una droga porque si la pruebas a menudo, te gusta. Y acabas como un “triste-dependiente”, un “perezoso-dependiente”… Es como el aire. Y ese es un pecado bastante habitual entre nosotros: la tristeza, la desidia, no digo la melancolía, pero se acerca.

Nos vendrá bien releer este capítulo 5 de Juan para ver cómo es esa enfermedad en la que podemos caer. El agua es para salvarnos. “Pero yo no puedo salvarme” – “¿Por qué?” – “Porque la culpa es de los demás”. Y me quedo 38 años allí… Jesús me curó: ¿no se ve la reacción de los otros que son curados, que toman la camilla y bailan, cantan, dan gracias, lo dicen a todo el mundo? No: se va. Los otros le dicen que no se debe hacer, dice: «El que me ha curado es quien me ha dicho que sí», y se va. Y luego, en vez de ir a Jesús, a darle las gracias, informa: “Ha sido ese”. Una vida gris, pero gris de ese mal espíritu que es la desidia, la tristeza, la melancolía.

Pensemos en el agua, en aquella agua que es símbolo de nuestra fuerza, de nuestra vida, el agua que Jesús usó para regenerarnos, el bautismo. Y pensemos también en nosotros, si alguno tiene el peligro de caer en esa desidia, en ese pecado neutral: el pecado del neutro es ese, ni blanco ni negro, no se sabe qué es. Y eso es un pecado que el diablo puede usar para aniquilar nuestra vida espiritual e incluso nuestra vida de personas.

Que el Señor nos ayude a entender qué feo y qué maligno es ese pecado.

Lunes de la IV Semana de Cuaresma

Jn 4, 43-54

Este padre pide la salud para su hijo. El Señor reprocha un poco a todos, y también a él: «Si no veis signos y prodigios, no creéis». El funcionario, en vez de callarse y quedarse en silencio, sigue adelante y le dice: «Señor, baja antes de que se muera mi niño» (v. 49). Y Jesús le responde: «Anda, tu hijo está vivo».

Son tres las cosas que hacen falta para hacer una auténtica oración. La primera es la fe: “Si no tenéis fe…”. Y muchas veces, la oración es solo oral, con la boca, pero no viene de la fe del corazón; o es una fe débil… Pensemos en otro padre, el del hijo endemoniado, cuando Jesús responde: “Todo es posible para el que cree”; el padre dijo claramente: “Creo, pero aumenta mi fe”. La fe en la oración. Rezar con fe, ya sea cuando rezamos fuera de un lugar de culto, o cuando venimos aquí, y el Señor está ahí: ¿tengo fe o es una rutina? Estemos atentos en la oración: no caer en la rutina sin la conciencia de que el Señor está, que estoy hablando con el Señor y que Él es capaz de resolver el problema. La primera condición para una verdadera oración es la fe.

La segunda condición que el mismo Jesús nos enseña es la perseverancia. Algunos piden pero la gracia no viene: no tienen esa perseverancia, porque en el fondo no la necesitan, o no tienen fe. Y Jesús nos enseña la parábola de aquel señor que va al vecino a pedir pan a medianoche: la perseverancia de llamar a la puerta. O la viuda, con el juez inicuo: e insiste e insiste e insiste: es perseverancia. Fe y perseverancia van juntas, porque si tienes fe, estás seguro de que el Señor te dará lo que pides. Y si el Señor te hace esperar, llama, llama, llama, al final el Señor da la gracia. Y el Señor no lo hace para hacerse el interesante, o porque diga “mejor que espere”, no. Lo hace por nuestro bien, para que nos tomemos la cosa en serio. Tomar en serio la oración, no como papagayos: bla, bla, bla, y nada más. El mismo Jesús nos reprocha: “No seáis como los paganos que creen en la eficacia de la oración y en las palabras, muchas palabras”. No. Es la perseverancia. Es la fe.

Y la tercera cosa que Dios quiere en la oración es el valor. Alguno puede pensar: ¿Se necesita valor para orar y estar delante del Señor? Se necesita. El valor de estar ahí pidiendo y siguiendo adelante, es más, casi… –casi, no quiero decir una herejía–, pero casi como amenazando el Señor. El valor de Moisés ante Dios, cuando Dios quería destruir al pueblo y ponerle como jefe de otro pueblo. Dice: “No. Yo con el pueblo”. Valor. El valor de Abraham, cuando regatea la salvación de Sodoma: “Y si fuesen 30, y si fuesen 25, y si fuesen 20…”: valentía. Esta virtud de la valentía hace mucha falta. No solo para las acciones apostólicas, sino también para la oración.

Sábado de la III Semana de Cuaresma

Oseas 6,1-6; San Lucas 18,4-18

Las palabras del Señor que oímos ayer: “Vuelve, regresa a casa” (cfr. Os 14,2), en el mismo libro del profeta Oseas encontramos la respuesta: «Vamos a volver al Señor». Es la respuesta cuando ese “vuelve a casa” toca el corazón: «Vamos a volver al Señor. Porque Él ha desgarrado y Él nos curará; Él nos ha golpeado, y Él nos vendará.  Procuremos conocer al Señor. Su manifestación es segura como la aurora» La confianza en el Señor es segura: «Vendrá como la lluvia, como la lluvia de primavera y su sentencia surge como la luz que empapa la tierra». Y con esa esperanza el pueblo comienza el camino para regresar al Señor. Y una de las maneras, de los modos de encontrar al Señor es la oración. Recemos al Señor, volvamos a Él.

En el Evangelio Jesús nos enseña cómo rezar. Hay dos hombres, uno un presuntuoso que va a rezar, pero para decir que es bueno, como si dijese a Dios: “Mira, soy tan bueno: si necesitas algo, dímelo, yo resuelvo tu problema”. Así se dirige a Dios. Presunción. Quizá hacía todas las cosas que decía la Ley, y lo dice: «Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo»… “soy bueno”. Esto nos recuerda también otros dos hombres. Nos recuerda al hijo mayor de la parábola del hijo pródigo, cuando dice al padre: “Yo que soy tan bueno no tengo fiesta, y a este, que es un desgraciado, le haces la fiesta…”. Presuntuoso. El otro, del que escuchamos su historia estos días, es aquel hombre rico, un sin-nombre, pero era rico, incapaz de darse un nombre, pero era rico, no le importaba nada de la miseria de los demás. Son esos que tienen seguridad en sí mismos o en el dinero o en el poder…

Luego está el otro, el publicano. Que no va ante el altar, no, se queda a distancia. «Quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”» También este nos lleva al recuerdo del hijo pródigo: se dio cuenta de los pecados cometidos, de las cosas malas que había hecho; también se golpeaba el pecho: “Volveré a mi padre y le diré: padre, he pecado”. La humillación nos recuerda a aquel otro, al mendigo, Lázaro, a la puerta del rico, que vivía su miseria ante la presunción de aquel señor. Siempre este binomio de personas en el Evangelio.

En este caso, el Señor nos enseña cómo rezar, cómo acercarse, cómo debemos acercarnos al Señor: con humildad. Hay una bonita imagen en el himno litúrgico de la fiesta de San Juan Bautista. Dice que el pueblo se acercaba al Jordán para recibir el bautismo, “desnuda el alma y los pies”: rezar con el alma desnuda, sin maquillaje, sin disfrazarse de virtudes. Él, lo hemos leído al inicio de la Misa, perdona todos los pecados pero necesita que yo le haga ver los pecados, con mi desnudez. Rezar así, desnudos, con el corazón desnudo, sin tapar, sin tener confianza ni en lo que aprendí sobre el modo de rezar… Rezar, tú y yo, cara a cara, el alma desnuda. Esto es lo que el Señor nos enseña. En cambio, cuando vamos al Señor demasiado seguros de nosotros mismos, caemos en la presunción del fariseo o del hijo mayor o de aquel rico al que no le faltaba nada. Tendremos nuestra seguridad en otra parte. “Yo voy al Señor…, quiero ir para ser educado… y le hablo de tú…”. Ese no es el camino. La senda es abajarse. El abajamiento. La senda es la realidad. Y el único hombre aquí, en esta parábola, que comprendió la realidad, era el publicano: “Tú eres Dios y yo soy pecador”. Esa es la realidad. Pero digo que soy pecador no con la boca: con el corazón. Sentirse pecador.

No olvidemos esto que el Señor nos enseña: justificarse a sí mismos es soberbia, es orgullo, es exaltarse a sí mismo. Es disfrazarse de lo que no soy. Y las miserias se quedan dentro. El fariseo se justificaba a sí mismo. Hay que confesar directamente los pecados, sin justificarlos, sin decir: “Pero, no, he hecho esto pero no era culpa mía…”. El alma desnuda. El alma desnuda.

Que el Señor nos enseñe a entender esto, esta actitud para comenzar la oración. Cuando la oración la empezamos con nuestras justificaciones, con nuestras seguridades, no será oración: será hablar con el espejo. En cambio, cuando comenzamos la oración con la verdadera realidad –“soy pecador, soy pecadora”– es un buen paso adelante para dejarse mirar por el Señor. Que Jesús nos enseñe esto.

LA ANUNCIACIÓN A MARÍA

Lc 1, 26-38

Nadie sabe ni el día ni la hora, nadie sabe cómo, ni entiende el por qué… pero queremos hoy acercarnos al misterio profundo en una fiesta que llamamos de la “Anunciación a María”, pero que quizás deberíamos llamar la fiesta de “La Encarnación del Señor”. No es que podamos conocer las fechas, pero sí queremos venerar el misterio: este día recordamos que la Palabra tomó carne y se hizo partecita invisible y pequeña en el seno de María.

Este día es el gran día en que Cristo “El cual existía en la forma de Dios, no exigió tener la gloria debida a su divinidad, se anonadó tomando la forma de siervo de Dios y se asemejó a todos los hombres en su condición.

Haciéndose hombre se humilló”, como nos lo cuenta San Pablo en su carta a los Filipenses. Es el inicio de la vida de Jesús escondido en la carne virginal de María. Se hace hombre para participar de toda la vida y actividad de los hombres, de su naturaleza, de sus limitaciones, de su fragilidad.

Hoy debemos dar gracias y alabar a Jesús porque se hace uno de nosotros y debemos también sorprendernos del misterio de la vida incubada en el seno de María. Junto con el inicio de la vida de Jesús, también hoy queremos recordar toda vida escondida en el seno de las mamás.

De aquellas que lo reciben con cariño y con alegría y también de aquellas que lo reciben con temor, con preocupación o con sorpresa. Es día para sorprendernos ante la vida todos los embriones que aún no han llegado a ver la luz y que dependen de la generosidad y del amor de sus padres para un día poder nacer…

Que hoy podamos contemplar el misterio de Jesús encarnado y el misterio de cada niño que inicia su aventura siendo parte mínima en el seno de la madre. Que la miremos con respeto y con admiración, que la defendamos con justicia y verdad. Hoy damos gracias por la Encarnación y por la vida de todos los seres que aún están en el vientre y que esperan el día en que contemplarán la luz.

Jueves de la III Semana de Cuaresma

Lucas 11, 14-23

A Jesús algunos tampoco lo escuchan ni le hacen caso. Para no tener que prestar atención a lo que dice porque es incómodo buscan excusas. Hoy el evangelio nos presenta una que es realmente poco razonable: quien expulsa demonios está en conformidad con el mismo Satanás. La respuesta de Jesús está llena de sentido común: un reino divido no podrá subsistir.

A veces resultan incomprensibles las actitudes de los testigos de las curaciones de Jesús, cuando Él ha hecho hablar a un mudo. Es cierto que algunos se quedan maravillados, pero otros se ponen a jugar y a criticar hasta acusarlo de hacer prodigios por arte del demonio. ¿Pretextos para no acercarse a Jesús? ¿Temor a que los que no hablan puedan expresarse?

No es raro que aún con pretextos religiosos, pretendamos solamente nosotros tener la razón y descalificar a los demás argumentando sus intereses oscuros, su mala vida o malas influencias.

Lo que sucedió a Jesús hoy mismo puede suceder, llevarnos a descalificar a quiénes realmente buscan justicia, verdad y paz.

Los primeros cristianos, frecuentemente, se vieron señalados como secta y partidarios de las malas artes, sin embargo ellos querían mantenerse fieles a Jesús. Desde ellos se entienden estas palabras y nos ayudan a visualizar mejor lo que Cristo nos enseña. No es fácil seguirlo, pero cuando estemos decididos, debemos hacerlo con coherencia y no con antigüedades

Somos muy dados a apostar a dos o más seguridades, queremos estar con Dios y estar con el mundo y sus encantos, queremos como dicen encenderle una vela a Dios y otra al diablo.

Jesús es consciente de que seguirlo implica renuncias, implica claridad de intenciones e implica asumir las consecuencias. Nos pide que nos definamos claramente y asumamos su misma forma de actuar. No podemos en un momento estar con Él y después hacernos los desentendidos, sobre todo cuando debemos asumir como Él actitudes que liberan, que comprometen y que deben dar vida.

Hacer hablar a los mudos que están condenados al silencio por nuestra sociedad nos puede costar persecuciones. Asumir los criterios de Jesús pueden causarnos burlas y desprecios, seguir su búsqueda de justicia trae sus consecuencias.

Hoy nos acercamos a Jesús y le decimos que queremos ser de los suyos, de los suyos de verdad, aunque implique riesgos y consecuencias. Le pedimos que nos de la fortaleza y la sabiduría necesarias para que le seamos fieles.

Miércoles de la III Semana de Cuaresma

Mateo 5, 17-19

El tema de ambas lecturas de hoy es la Ley (Dt 4,1ss y Mt 5,17-19). La Ley que Dios da a su pueblo. La Ley que el Señor quiso darnos y que Jesús quiso llevarla hasta la máxima perfección. Pero hay una cosa que llama la atención: el modo en que Dios da la Ley. Dice Moisés: «Porque ¿dónde hay una nación tan grande que tenga unos dioses tan cercanos como el Señor, nuestro Dios, siempre que lo invocamos?». El Señor da la Ley a su pueblo con una actitud de cercanía. No son prescripciones de un gobernante, que puede estar lejano, o de un dictador… No: es la cercanía; y sabemos por revelación que es una cercanía paterna, de padre que acompaña a su pueblo dándole el don de la Ley. El Dios cercano. «Porque ¿dónde hay una nación tan grande que tenga unos dioses tan cercanos como el Señor, nuestro Dios, siempre que lo invocamos?».

Nuestro Dios es el Dios de la cercanía, es un Dios cercano, que camina con su pueblo. Esa imagen en el desierto, en el Éxodo, la nube, la columna de fuego para proteger al pueblo: camina con su pueblo. No es un Dios que deja las prescripciones escritas, “y sigue tú”. Hace las prescripciones, las escribe con sus manos en la piedra, las da a Moisés, las entrega a Moisés, pero no deja las prescripciones y se va: camina, está cerca. “¿Qué nación tiene un Dios tan cercano?”. Es la cercanía. El nuestro es un Dios de la cercanía.

La segunda actitud, humana, a la propuesta de esa cercanía de Dios es matar. Matar al hermano. “Yo no soy el guardián de mi hermano”. Dos actitudes que destruyen toda cercanía. El hombre rechaza la cercanía de Dios, quiere ser dueño de sus relaciones y la cercanía siempre lleva consigo alguna debilidad. El “Dios cercano” se hace débil, y cuanto más cercano se hace, más débil parece. Cuando viene a nosotros, a habitar con nosotros, se hace hombre, uno de nosotros: se hace débil y lleva la debilidad hasta la muerte y la muerte más cruel, la muerte de los asesinos, la muerte de los pecadores más grandes. La cercanía humilla a Dios. Él se humilla para estar con nosotros, para caminar con nosotros, para ayudarnos.

El “Dios cercano” nos habla de humildad. No es un “gran Dios”, ahí… No. Es cercano. Es de casa. Y esto lo vemos en Jesús, Dios hecho hombre, cercano hasta la muerte, con sus discípulos: les acompaña, les enseña, les corrige con amor… Pensemos, por ejemplo, en la cercanía de Jesús a los discípulos angustiados de Emaús: estaban afligidos, estaban destruidos y Él se acerca lentamente, para hacerles entender el mensaje de vida, de resurrección.

Nuestros Dios es cercano y nos pide que seamos cercanos, el uno al otro, que no nos alejemos entre nosotros. Y en este momento de crisis por la pandemia que estamos viviendo, esa cercanía nos pide manifestarla más, hacerla ver más. Tal vez no podemos acercarnos físicamente por miedo al contagio, pero sí despertar en nosotros una actitud de cercanía entre nosotros: con la oración, con la ayuda, tantos modos de cercanía. ¿Y por qué debemos ser cercanos el uno al otro? Porque nuestro Dios es cercano, quiso acompañarnos en la vida. Es el Dios de la proximidad. Por eso, no somos personas aisladas: somos próximos, porque la herencia que hemos recibido del Señor es la proximidad, es decir, el gesto de la cercanía.

Martes de la III Semana de Cuaresma

Mt 18, 21-35

Jesús viene de dar una catequesis sobre la unidad de los hermanos y la acabó con una bonita palabra: “Os aseguro que si dos de vosotros, dos o tres, se ponen de acuerdo y piden una gracia, les será concedida”. La unidad, la amistad, la paz entre los hermanos atrae la benevolencia de Dios. Y Pedro hace la pregunta: “Sí, pero con las personas que nos ofenden, ¿qué debemos hacer? Si mi hermano comete culpas contra mí, me ofende, ¿cuántas veces tendré que perdonarle? ¿Siete veces?”. Y Jesús responde con esa palabra que quiere decir, en su idioma, “siempre”: “Setenta veces siete”. Siempre se debe perdonar. Y no es fácil perdonar. Porque nuestro corazón egoísta está siempre apegado al odio, a las venganzas, a los rencores. Todos hemos visto familias destruidas por odios familiares que pasan de una a otra generación. Hermanos que, ante el féretro de uno de los padres, no se saludan porque llevan rencores viejos. Parece que sea más fuerte el aferrarse al odio que al amor y eso es precisamente el tesoro –digamos así– del diablo. Él se esconde siempre entre nuestros rencores, entre nuestros odios y los hace crecer, los mantiene ahí para destruir. Lo destruye todo. Y muchas veces, por cosas pequeñas, destruye. Y también se destruye ese Dios que no vino a condenar, sino a perdonar. Ese Dios que es capaz de hacer una fiesta por un pecador que se acerca y olvida todo.

Cuando Dios nos perdona, olvida todo el mal que hemos hecho. Alguno decía: “Es la enfermedad de Dios”. No tiene memoria, es capaz de perder la memoria, en esos casos. Dios pierde la memoria de las historias feas de tantos pecadores, de nuestros pecados. Nos perdona y sigue adelante. Nos pide solo: “Haz lo mismo: aprende a perdonar, no cargues esa cruz no fecunda del odio, del rencor, del me las pagarás”. Esa palabra no es ni cristiana ni humana. La generosidad de Jesús que nos enseña que para entrar en el cielo debemos perdonar. Es más, nos dice: “¿Tú vas a Misa?” –“Sí” –“Pues si cuando vas a Misa te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, reconcíliate antes, no vengas con el amor a mí en una mano y el odio al hermano en la otra”. Coherencia de amor. Perdonar. Perdonar de corazón.

Hay gente que vive condenando gente, hablando mal de la gente, ensuciando continuamente a sus compañeros de trabaja, manchando a los vecinos, a los parientes, porque no perdonan una cosa que les han hecho, o no perdonan una cosa que no les ha gustado. Parece que la riqueza propia del diablo sea esa: sembrar el amor al no-perdonar, vivir apegados al no-perdonar. Y el perdón es condición para entrar en el cielo.

La parábola que Jesús nos cuenta es muy clara: perdonar. Que el Señor nos enseñe esta sabiduría del perdón, que no es fácil. Y hagamos una cosa: cuando vayamos a confesarnos, a recibir el sacramento de la reconciliación, primero preguntémonos: “¿Yo perdono?”. Si siento que no perdono, no disimulemos que pedimos perdón, porque no será perdonado. Pedir perdón significa perdonar. Están juntos, ambos. No pueden separarse. Y los que piden perdón para sí mismos, como este señor a quien el padrón perdona todo, pero no dan perdón a los demás, acabarán como este señor. “Lo mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si cada cual no perdona de corazón a su hermano”.

 Que el Señor nos ayude a entender esto y a bajar la cabeza, a no ser soberbios, a ser magnánimos en el perdón. Al menos a perdonar “por interés”. ¿Y eso? Sí: perdonar, porque si yo no perdono, no seré perdonado. Al menos eso. Pero siempre el perdón.

Lunes de la III Semana de Cuaresma

Lc 4, 24-30

En ambos textos que hoy la Liturgia nos hace meditar hay una actitud que llama la atención, una actitud humana, pero no de buen espíritu: el enfado. La gente de Nazaret comenzó a escuchar a Jesús, le gustaba como hablaba, pero luego alguno dijo: “¿Pero este en qué universidad ha estudiado? Este es hijo de María y de José, este es el carpintero. ¿Qué viene a contarnos?”. Y el pueblo se enfadó. Entran en esa indignación. Y ese enfado les lleva a la violencia. Y aquel Jesús que admiraban al inicio de la predicación es expulsado, para arrojarlo desde el monte.

 Igual Naamán –hombre bueno era este Naamán, abierto a la fe–, pero cuando el profeta le manda decir que se bañe siete veces en el Jordán se enfada. ¿Pero cómo? «Yo me había dicho: “Saldrá seguramente a mi encuentro, se detendrá, invocará el nombre de su Dios, frotará con su mano mi parte enferma y sanaré de la lepra”. El Abana y el Farfar, los ríos de Damasco, ¿no son mejores que todas las aguas de Israel? Podría bañarme en ellos y quedar limpio. Dándose la vuelta, se marchó furioso». Con enojo.

 También en Nazaret había gente buena; pero, ¿qué hay detrás de esa gente buena que les lleva a esa actitud de enfado? Y en Nazaret peor: la violencia. Tanto la gente de la sinagoga de Nazaret como Naamán pensaban que Dios se manifestaría solo en lo extraordinario, en las cosas fuera de lo común; que Dios no podía actuar en las cosas normales de la vida, en la sencillez. Desdeñan lo sencillo. Se enfadan, desprecian las cosas sencillas. Y nuestro Dios nos hace entender que Él actúa siempre en la sencillez: en la sencillez de la casa de Nazaret, en la sencillez del trabajo de todos los días, en la sencillez de la oración… Las cosas sencillas. En cambio, el espíritu mundano nos lleva a la vanidad, a las apariencias…

Y ambos acaban en la violencia: Naamán era muy educado, pero da un portazo en la cara al profeta y se va. La violencia, un gesto de violencia. La gente de la sinagoga empieza a calentarse, a caldearse, y toman la decisión de matar a Jesús, pero inconscientemente, y lo sacan para despeñarlo. El enojo es una mala tentación que lleva a la violencia.

Me enseñaron hace unos días, en un móvil, un vídeo de la puerta de un edificio que estaba en cuarentena. Había una persona, un señor joven, que quería salir. Y el guardia le dijo que no podía. Y él joven empezó a pegarle, con ira, con desprecio. “Pero, ¿quién eres tú, ‘negro’, para impedir que yo me vaya?”. El enojo es la actitud de los soberbios, pero de los soberbios… con una pobreza de espíritu fea, de los soberbios que viven solo con la ilusión de ser más de lo que son. Es un “gueto” espiritual, la gente que se indigna: es más, muchas veces esa gente necesita enojarse, indignarse para sentirse persona.

También a nosotros nos puede pasar esto: “el escándalo farisaico”, lo llaman los teólogos, o sea, escandalizarme de cosas que son la sencillez de Dios, la sencillez de los pobres, la sencillez de los cristianos, como diciendo: “Pero ese no es Dios. No, no. Nuestro Dios es más culto, es más sabio, es más importante. Dios no puede obrar con esa sencillez”. Y siempre el enojo te lleva a la violencia; ya sea a la violencia física o a la violencia de la murmuración, que mata como la física.

 Pensemos en estos dos pasajes: el enojo de la gente en la sinagoga de Nazaret y el enojo de Naamán, porque no comprendían la sencillez de nuestro Dios.