LA VISITACIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA

Lc 1, 39-56

Hay visitas que no dejan ninguna huella, hay otras visitas, como decían nuestros abuelos, proporcionan mucha alegría cuando llegan, pero dan más alegría cuando se van.  Entendiendo esto como la visita de aquel que viene y que ciertamente nos produce gozo pero que también implica los servicios y atenciones que a la larga cansan.

En cambio, hoy celebramos una visita muy especial: la visita de la Virgen María a su prima Isabel y con ella el modelo de lo que debería ser toda visita: un encuentro gozoso entre dos personas que se quieren y se ofrecen alegría y servicio mutuo.  Es una serie de exclamaciones de alegría sinceras y de alabanzas, no tanto por los méritos personales, sino por la presencia de Dios en sus vidas.  Y el recuerdo de esta visita es precisamente esto que hace experimentar la visita de Dios a su pueblo, que lo percibe tan cercano y tan solidario que trastoca el desorden que ha impuesto la injusticia y la ambición.

El canto del Magníficat puesto en los labios de María por san Lucas, expresa esta visita tan especial de Dios a su pueblo.  No una visita pasajera o efímera sino la visita que trae su misericordia de generación en generación.

No la visita egoísta que busca ser servida, sino la visita del que llega hasta lo profundo del alma y que hace que salte el espíritu.  No la visita que nada modifica, sino la visita que trastoca todos los planes inicuos y perversos.

Que hoy, al recordar y celebrar esta visita, también seamos conscientes nosotros de que este Dios de brazo fuerte nos visita y acompaña; camina con nosotros, invade todo nuestro interior y pone su mirada en nuestra pequeñez y humildad.

Hoy, tendremos visitas, que sean encuentros en este mismo espíritu: liberadores, generadores de alegría y paz.  Que cada persona que veamos se reconozca como bendecida y amada por Dios.

Hay visitas que hacen crecer y llenan de júbilo, como la de María, como la de Dios a su pueblo, como la de la Encarnación.

¿Cómo son nuestras visitas?

Martes de la VIII Semana del Tiempo Ordinario

Mc 10, 28-31

Cuando el amor se quiere valuar en bienes materiales, pierde su sentido. Cuando la amistad se reduce a intercambio de favores y a exigencias de correspondencia, no se ha entendido.

Pedro y los discípulos a pesar de haber dejado todo, a pesar de seguir a Jesús, a pesar de escuchar sus palabras y de contemplar sus milagros llenos de generosidad y de gratuidad, siguen pensando en recompensas y en méritos conseguidos. Parecería que las palabras lapidarías de Jesús: “le es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el Reino de Dios” hubieran sido dichas para ellos y que ni siquiera se dieran cuenta.

No han entendido el sentido del servicio, del amor y de la gratuidad. No pueden reducirse las relaciones con Dios a una especie de comercio o de retribución conforme a las leyes del negocio y de la ganancia.

Una persona que vive para el servicio no estaría preocupada por defender sus posesiones y sus propios intereses. Imaginemos a los esposos o a la familia siempre haciendo cuentas de los favores prestados, reclamando sus derechos y exigiendo sus ganancias. Esta actitud pronto acabaría con la amistad, la confianza y hasta con el amor.

Es la respuesta que da el Padre Misericordioso al hijo «bueno» que reclama que nunca le ha ofrecido un becerro para la fiesta y que en cambio le hace fiesta al hijo vividor que retorna a la casa. «Todo lo mío es tuyo», es decir, no estés haciendo cuentas, porque en amor y dones todo lo has recibido. Siempre en amor nos supera nuestro buen Padre Dios.

Quizás tendríamos que aprender a mirar toda nuestra vida como un regalo para descubrir cuánto nos ama Dios. Entonces no estaríamos reclamando las pobres acciones que nosotros le hemos ofrecido, sino estaríamos disfrutando de ese amor y tratando de corresponder con nuestro cariño.

Las recompensas ofrecidas por Jesús, que muchos han querido tomarlas literalmente, tendríamos que descubrirlas en el amor que a diario recibimos de nuestro Padre Dios. Gracias, Padre Bueno, por tanto amor.

BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA, MADRE DE LA IGLESIA

Jn 19, 25-34

La Iglesia hace memoria hoy de la Virgen María, bajo la advocación de Madre de la Iglesia. Así la declaraba San Pablo VI al final del Concilio Vaticano II. Sin embargo, ha sido el Papa Francisco quien ha querido que el lunes siguiente a Pentecostés se celebre esta memoria obligatoria en toda la Iglesia. Por eso, en las lecturas de este día María tiene un relieve especial. Su presencia es discreta, como es toda su presencia en el evangelio. Se la cita como de pasada, pero tiene contenido suficiente para ayudarnos a reflexionar sobre la presencia de María en la Iglesia y en nuestra vida de cristianos.

La primera lectura nos recuerda cómo la comunidad cristiana primitiva va tomando forma alimentada en la celebración del pan, la escucha de la Palabra y la oración. En esa comunidad está presente María. Es una más en el grupo, pero su estar en el grupo es un elemento alentador. ¿Quién puede hacer más viva la presencia de Jesús si no es su Madre? Por eso es significativa esa sencilla alusión a que en el grupo está María compartiendo la oración con todos los demás.

¿Se puede vivir cristianamente sin la presencia de María? No lo sé, pero es claro que si alguien puede conducirnos y acompañarnos a Jesús es, sin duda, su Madre. Ella que sigue estando en la Iglesia animando y alentando el caminar de sus hijos; ella conoce muy bien la senda que conduce a Jesús y, seguro, se presta a realizar esta labor con todos sus hijos.

Ahí tienes a tu hijo

El Evangelio de hoy acentúa la condición de María Madre, al recordar las palabras de Jesús en su agonía: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Es curioso que Jesús no dice ahí tienes a Juan. El discípulo amado ha adquirido la condición de hijo y en él nos ha incluido a todos. Esas palabras, “ahí tienes a tu hijo” son sorprendentes. María no tiene otro hijo que Jesús y, sin embargo, es como si Juan se convirtiera por las palabras de Jesús en hijo. Al dirigirse a su madre y decirle “ahí tienes a tu hijo”, es como si la condición de María, como madre, se ampliara y acogiera en Juan a todos los hombres. Y ahí está la Iglesia, asamblea de creyentes, de la que ella se convierte en Madre. 

El discípulo la recibió en su casa

Juan nos representa a todos y acogiendo a María en su casa cumple el deseo de Jesús. En este mundo donde prevalece la orfandad espiritual es bueno recordar que fuimos entregados a María, como hijos, en la figura de Juan. Contamos con ella. Hoy la invocamos como Madre de la Iglesia queriendo señalar que, como toda buena madre, alienta, cuida y acompaña a los seguidores de su Hijo. Es bueno para todos escuchar con el corazón las palabras de Jesús: “Ahí tienes a tu madre”. Es una invitación que se extiende a todos los creyentes. ¿Cuál ha de ser nuestra respuesta a esa propuesta de Jesús? La misma de Juan: recibirla en nuestra casa, hacerla parte de nuestra familia, incorporarla a nuestra vida cristiana, no como elemento decorativo inerte, sino como miembro vivo que quiere ayudarnos a vivir fielmente el seguimiento de Jesús. Hemos de ser conscientes de que es la recomendación que nos hace Jesús. Además de valorarlo, hemos de sentirlo y hacerlo realidad todos los días.

El Papa Francisco hace una descripción muy gráfica del papel de María con estas palabras: “En el Gólgota no retrocedió ante el dolor, sino que permaneció ante la cruz de Jesús y, por su voluntad, se convirtió en Madre de la Iglesia; después de la Resurrección, animó a los Apóstoles reunidos en el cenáculo en espera del Espíritu Santo, que los transformó en heraldos valientes del Evangelio. A lo largo de su vida, María ha realizado lo que se pide a la Iglesia: hacer memoria perenne de Cristo. En su fe, vemos cómo abrir la puerta de nuestro corazón para obedecer a Dios; en su abnegación, descubrimos cuánto debemos estar atentos a las necesidades de los demás; en sus lágrimas, encontramos la fuerza para consolar a cuantos sufren. En cada uno de estos momentos, María expresa la riqueza de la misericordia divina, que va al encuentro de cada una de las necesidades cotidianas.

Sábado de la VII Semana de Pascua

Jn 21, 20-25

Con este fragmento se da por terminado el Evangelio de San Juan. Un evangelio por el que no se puede ni se debe pasar rápidamente, es un evangelio para ser contemplado desde un corazón amante y con el deseo de abandono en las manos del Padre que en él se pone de manifiesto y al que somos llamados. Precisamente se nos habla en este texto de dos discípulos que amaron a Cristo de una forma especial y podemos decir también, de una forma exquisita. Pedro y Juan, y aunque nos puede parecer que a Pedro le llega a molestar la presencia de Juan, el mismo aprenderá que los creyentes somos seres en comunión; es decir, unidos, entrelazados unos con otros y que nuestro propio seguimiento no es posible, ni llega a plenitud, si no es relación con otros.

Leer este texto desde la experiencia pascual en la que estamos inmersos, es poder disfrutar de las primicias del Espíritu Santo que llena el corazón de los apóstoles, el corazón de la iglesia, el corazón de cada uno de nosotros los creyentes. Nos encontramos a las puertas de un nuevo Pentecostés y la llamada a la oración en común y a la unidad es inminente y para siempre. No podemos perder nunca del horizonte que solos no llegaremos a ningún sitio, estamos llamados a ser y a vivir la vida y la fe en común, en comunidad y en unidad.

Debemos saber que la unidad no es tan solo don, sino que como todo don, es también tarea, por ello debemos trabajarnos cada día por conseguir la unidad interior, unidad con Dios y unidad con los hermanos. Jesús ora por la unidad de sus amigos y a la vez, nos deja la promesa de que a través de nuestra unidad, nuestra pastoral y nuestro testimonio serán creíbles y dará fruto del ciento por uno (Jn 20,23).

Que en nuestro interior no deje de resonar el “Tú, sígueme”, y a la vez mantengamos la conciencia que otros muchos escuchan esto en su interior y tenemos que ser capaces de unidos la fe en Cristo Resucitado.  ¡Feliz Pentecostés!

Viernes de la VII Semana de Pascua

Jn 21, 15-19

En este tiempo pascual, hay que saber alabar a Dios con el salmista exultante y gozoso con el Señor, quien está por encima de todas las naciones, pero que si engreimiento alguno, sabe abajarse para mirar al pobre y desvalido y reconocerle todos sus derechos. Por eso el salmo es toda una aclamación de alegría ¡aleluya! y de alabanza merecida a nuestro Dios.

Cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras

Debió pasar Pedro sus apuros ante los demás cuando Jesús le formuló tales preguntas reiteradas por tres veces. Resuenan aquí las tres negaciones de Pedro en el atrio de Pilatos.

Jesús ya sabía del afecto que Pedro le tenía, pero quería ponerlo a prueba. Pedro seguro que sudó tinta al tener que responder, no porque Jesús pusiese en duda su afecto, sino por tener que hacer una declaración tan poco común ante los discípulos perplejos, expectantes, para ver qué respuesta daba.

No era común, ni propio entre hombres, -ni lo es ahora- hacer tales preguntas y tener que responder a cara descubierta, sin tapujo alguno. Jesús es un osado preguntando y Pedro, un temeroso respondiendo. Y Jesús reincide, insiste, y le da el encargo de apacentar, conducir, a aquel pequeño rebaño de seguidores.

¡Qué curioso que muchos comentaristas bíblicos, o al menos algunos psicólogos o sociólogos religiosos, dicen que la terminología pastor, ovejas, rebaño, debería cambiarse en el lenguaje eclesial por ir contra nuestra sensibilidad actual! Más curioso aún resulta que, a todas horas, estamos escuchando sobre la “inmunidad del rebaño” (como tal nos tratan y quieren y ¡logran! que seamos) en el tema de las vacunas y nadie dice nada, ni un simple comentario que ponga en duda lo acertado o no de tal lenguaje.

Lo importante de este texto es el final abierto: Apacienta mis ovejas, sí. Antes, cuando fuiste joven, te vestías como querías; pero ten en cuenta que cuando seas viejo, extenderás los brazos, otro te vestirá y te llevará a donde no quieras ir.

Es toda una propuesta de aceptación y de humildad para el intrépido y orgulloso Pedro. Y así fue: se dejó llevar como oveja llevada al matadero, lo mismo que había hecho su Maestro Jesús.

Como nos toca a nosotros, según vamos envejeciendo, y vamos aceptando la presencia de Jesús en nuestras vidas. Una dosis de humildad, de entrega, de disponibilidad de nuestro ser entero ante la llamada final de Jesús. No es resignación, no, o no debe serlo; sino saber que toda nuestra vida ha estado unida a Él y que al final no nos va a fallar. Que haga con nosotros lo que quiera. Un “hágase Tu voluntad” continuo y así todas las piezas irán encajando.

Jueves de la VII Semana de Pascua

Jn 17, 20-26

El tema central de las palabras de Jesús en el evangelio de este día es la unión, uno de sus fuertes deseos. Nos recuerda la íntima unión que él tiene con su Padre y la unión que debe reinar entre todos sus seguidores: “Para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti”. E insiste nuevamente en la deseada unión: “Que sean uno, como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para sean completamente uno”. Esa unión será el mejor testimonio para convencer al mundo de que el Padre le ha envidado hasta nosotros y que nos ama.

Contemplando nuestra realidad cristiana, vemos que a este sublime deseo de Jesús hay que aplicarle la fórmula escatológica, el “ya, pero todavía no”. Ya vivimos entre nosotros esa unidad, pero todavía no perfectamente, hay demasiadas desuniones entre nosotros. Hemos de esperar al encuentro definitivo con nuestro Padre Dios y con su Hijo Jesús, después de nuestra muerte, para que se cumpla totalmente el deseo de Jesús: “Padre, este es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo, donde yo estoy, y contemplen mi gloria, la que me diste”. Lo que nos toca ahora es seguir luchando por la unión entre todos nosotros. 

Miércoles de la VII Semana de Pascua

Jn 17, 11-19

Para ello les ofrece una serie de consejos, comenzando por esta recomendación: “Cuidad de vosotros mismos y de todo el rebaño de Dios… Estad alerta y acordaos de que durante tres años, noche y día no me cansé de amonestar con lágrimas, a cada uno de vosotros”.

Es la labor que han asumido al ser imbuidos del Espíritu que promueve a hombres, a fin de cumplir esa tarea de cuidar y vigilar a la iglesia del Padre, adquirida por la sangre de Cristo.

Pese a las dificultades, en esa labor no deben dejarse dominar por el miedo. Así trabajó él, sin desánimo y con valentía, dejando de lado el miedo que sujeta e impide obrar como es debido. El discurso concluye con la invitación a esos “presbíteros” a trabajar con desinterés material, recordando esas palabras de Jesús que solo él nos ha transmitido: “hay más alegría en dar que en recibir”.

La despedida es un acto entrañable. Están en la playa y, a punto de zarpar el barco, oran todos juntos. La tristeza invade a los presentes y el llanto los invade a todos. Lloran, sobre todo porque han oído a Pablo que no volverían a verlo. Alguien que ha vivido y se ha desvivido por aquella comunidad, luchando incansablemente por mantenerlos fieles a la fe que él les ha predicado, provoca ese sentimiento de tristeza. Con ese dolor lo acompañan hasta el barco y Pablo prosigue su viaje a Jerusalén.

En todo ello queda patente lo que significó su presencia en aquella comunidad, en un afán de mantener vivo el espíritu, batallando ante la deriva que se presentía en aquella comunidad. Allí trabajó y se esforzó por no ser gravoso a nadie. Allí expresó el amor a Jesucristo y en él a aquellas personas que habían sido fieles a su doctrina.

Padre santo, que sean uno, como nosotros

En el contexto de la última Cena el evangelista nos transmite la oración de Jesús por los suyos. Es una larga oración donde queda patente, en síntesis, la teología de Juan. En ese resumen quedan reflejados temas importantes de su teología.

Jesús se dirige al Padre. En esa oración muestra su preocupación por los discípulos que quedan en el mundo, un poco a la intemperie ante la marcha de quien ha aglutinado y alimentado con su palabra a esa pequeña comunidad. Se prevé un futuro difícil, como ha sido la propia vida de Jesús. Su presencia los ha resguardado del mal. Ante la incertidumbre que se avecina Jesús expresa tres deseos que son su preocupación.

La unidad

Es la primera preocupación de Jesús. Ante su marcha ruega al Padre para que sus discípulos vivan en la unidad. Una unidad que no es algo material, el simple estar juntos. La unión que Jesús desea es la misma que hay entre Él y el Padre. Jesús quiere que sus discípulos, manifiesten ante el mundo que sus seguidores tienen el mismo principio de vida que Él ha manifestado: el amor, ese vínculo profundo que los identifica ante los demás como sus discípulos. Un amor expresado en la entrega, en el servicio y el olvido de uno mismo. En definitiva, el mismo amor que Él va a manifestar al asumir el camino de la Cruz.

La alegría

El estilo de vida que Él ha traído no ha de ser vivido desde la tristeza o la amargura. La entrega, además de generosa, debe ser alegre. Todo aquel que ha encontrado a Jesús ha de compartir la misma alegría que Él vivió. Quiere que cuantos se decidan a seguirlo, lo hagan con entusiasmo, aunque no estén exentos de problemas y tribulaciones.

La seguridad de seguir al Hijo de Dios debe caracterizarse por la ausencia de miedo. Él es el camino, la verdad y la vida. Esa seguridad no puede quedar nublada por los contratiempos que han de presentarse en el transcurso de la vida. Habrá que asumir todo con entereza, pero siempre debe estar transido por la esperanza y con ella la alegría. Ese conjunto de seguridades que Él ofrece a todos, debe proporcionarnos una alegría profunda. No es la alegría circunstancial, que varía según los estados de ánimo. Debe ser la alegría completa que nace de la seguridad de saber por qué vivimos y para qué vivimos.

Para vivir todo ello hemos de huir de vivir con los principios del mundo. Debemos estar en el mundo, pero nunca absorbidos por él.

La verdad

Es un término que San Juan usa con bastante frecuencia, tanto en su evangelio como en sus cartas. La verdad para S. Juan es el mismo Jesús. Él nos descubre la verdad suprema que es Dios. Él, como la verdad, nunca puede ser manipulable.

Hoy da la sensación de que la verdad está ausente de nuestras relaciones; su lugar lo ha ocupado la posverdad. Un término que hace referencia a la manipulación con la que se distorsionan los hechos para crear una opinión pública interesada, sectaria. Es una falsedad donde la realidad se convierte en algo adaptativo. Por eso se usan más las emociones que la razón. Por todo ello, hoy más que nunca, se nos pide huir de la mentira, tan comúnmente aceptada en todos los ambientes. Quizá esa relativización de la verdad tenga algo que ver con haber alejado a la Verdad, que es Jesucristo, de nuestras vidas. La pregunta de Pilato a Jesús parece sobrevolar despectivamente en nuestras relaciones donde muere la verdad al alejarnos de la Verdad.

La Palabra de Dios llega un día más a nuestras vidas. Preguntémonos con sinceridad si estos tres deseos de Jesús siguen vivos en nosotros. Si no lo fueran hagamos un esfuerzo para que se reaviven y se hagan realidad en nosotros.

Martes de la VII Semana de Pascua

Jn 17, 1-11

Este precioso pasaje del Evangelio de San Juan lo podemos ver como un resumen del paso de Cristo por la tierra: Él vino a predicar el Reino de Dios, a comunicar a los hombres que el Padre cumplía la promesa hecha a nuestros padres y se reconciliaba con nosotros. La gran obra de la Salvación estaba a punto de cumplirse. Jesús se dirige al Padre y va enumerando todo lo que ha hecho para, al final, encomendarnos a Él cuando ya no esté entre nosotros. Es como una oración íntima y profunda entre ambos, Padre e Hijo. Jesús «da cuenta» de su labor, al mismo tiempo que pide por nosotros y por Él mismo: «…te ruego por ellos… por éstos que Tú me diste»…»Padre, glorifícame cerca de ti».

Visto con nuestros ojos este momento tan íntimo de Jesús con el Padre es como un examen de conciencia, como una rendición de cuentas en la que vemos que ha cumplido punto por punto la tarea que le fue encomendada. Y así nosotros deberíamos hacer lo mismo cada día, en cada momento importante de nuestra vida, cada vez que sentimos la necesidad de ver hasta donde hemos llegado y por donde debemos continuar. Todos tenemos una misión encomendada según nuestras circunstancias y nuestras posibilidades. Al igual que Jesús debemos decirle al Padre como vamos, qué hemos hecho, qué nos falta y qué necesitamos. Es una antigua costumbre que al final del día nos tomemos unos minutos de oración para repasar la jornada ante los ojos de Dios. Os aseguro que es muy bueno hacerlo, nos ayuda a seguir adelante y a renovarnos. No tengáis duda de que el Espíritu Santo nos asiste y nos guía como hizo con San Pablo. Orar, meditar, pensar y con la ayuda de la Santísima Trinidad los problemas de hoy serán glorias mañana. «Ir por el mundo y predicar el Evangelio» nos dijo Cristo antes de partir y, al final, esa es nuestra tarea: dar a conocer el Reino de Dios a través de nuestra vida, de nuestras acciones, de nuestros gestos, con la alegría de ser Hijos de Dios.

Sábado de la VI Semana de Pascua

Jn 16, 23-28

Jesucristo nos enseña a orar y nos invita a pedir para recibir; en el Evangelio nos asegura que si pedimos algo en su nombre, el Padre nos lo va a dar. Estemos alegres al pedir y recibir, ya que pedimos en nombre de Jesús y vamos a recibir el Espíritu Santo, porque el Señor después de subir al cielo lo envió sobre sus apóstoles. Seamos capaces de pedir los dones de este mismo Espíritu.

Vivamos la acogida en la fe, ya que la oración es fuente de gozo, fuente de esperanza, fuente de serenidad. Una tarea para el día de hoy: descansar en Dios. Jesús nos invita a orar para que nuestro gozo sea completo. Dios tiene una actitud de amor, y a nosotros se nos pide una actitud de fe. En la Eucaristía, lo pedimos todo en nombre de Jesús y lo hacemos unidos a Cristo que ora al Padre con nosotros.

Las lecturas de hoy son una invitación a unir nuestro compromiso cristiano de amor y de fe en la oración. Amar y orar es bueno y a un cristiano no se le obliga ni a amar ni a orar. Dios es amor y quiere que le amemos y nos amemos, y la oración nos ayuda a amar mejor; que nuestra oración sea un descanso en el Señor.

Lunes de la VII Semana de Pascua

Jn 16, 29-33

El evangelio de hoy nos sitúa como creyentes en Jesús en la segunda parte de una perícopa de “largo alcance” (Jn 29-32) con un gran final (v.33). En la primera parte (Jn 16,23-28) Jesús ha hecho una declaración solemne a sus discípulos acerca de la relación de estos con el Padre. La unión profunda que sus seguidores tienen con Él es la que los lleva a Dios. Jesús no es un mero intercesor, Jesús nos une a su persona e identidad, para mostrarnos el amor infinito del Padre hacia sus hijos. Dios ofrece su amor al mundo entero, su misericordia es universal, no tiene medida sólo espera que el ser humano sea capaz de responder a tanto amor.

Esta segunda parte comienza con una declaración de los discípulos hacia el Maestro: Ahora sí que hablas claro. Ellos creen que el Padre ha enviado a Jesús y que ya pueden entenderlo todo, sin embargo, el evangelista utilizando la ironía, cuenta como Jesús les ha dicho a los suyos que se acerca la hora de entender plenamente no que ya hubiera llegado. Los discípulos con una fe ilusoria han interpretado mal las palabras de Jesús. El Señor con paciencia y pedagogía hacia aquellos que tanto ama les responde ¿Ahora creéis? La fe auténtica tiene como objeto a Jesús en la cruz y su entrega es fuerza salvadora para toda la humanidad. Los discípulos creen que siguen a un Maestro excepcional, lleno de saber, pero Jesús es Maestro desde la cruz, desde su entrega. Cuando ellos tengan que enfrentarse a esta realidad, abandonarán a Jesús, lo dejarán solo. Pero el Padre está con Él y su presencia se mostrará en la máxima soledad del Señor. No basta reconocer que Jesús viene del Padre también hay que saber que va con el Padre a través de su entrega total en la cruz.

Nuestro texto finaliza con la victoria de Jesús. El Señor quiere tranquilizar a los suyos en medio de persecuciones y situaciones de dificultad. Quien permanezca unido a Él tendrá paz. Solo Jesús puede regalarnos esa paz interior que nos lleva a ser capaces de afrontar cualquier dificultad, que mantiene nuestro ánimo y nos ayuda a vivir con alegría el hoy de nuestra vida. Y todo porque Él ha vencido al mundo, ofreciéndole el don de su entrega y de su amor. Hoy también Jesús puede preguntarnos a nosotros y nosotras: ¿Ahora creéis?