San Andrés, Apóstol

Mt 4, 18-22

La celebración de un apóstol en la iglesia es siempre una invitación para que cada uno de nosotros recuerde que sin predicación de palabra y obra, la Buena Noticia no llegará a los corazones de todas las personas, como nos afirma el final de la primera lectura y la antífona del salmo, “Por toda la tierra se ha difundido su voz…” ¿Estamos en situación de hacerlo nuestro?

Hoy fiesta de San Andrés Apóstol, tenemos en esta primera lectura, un texto que nos presenta fuertemente dos aspectos de una misma vocación, que podemos contemplar en la figura de este apóstol: la fe que surge de la predicación-la predicación que alienta y alimenta la fe.

Para mejor entender esta carta es bueno que tengamos en cuenta su contexto. Cuando fue escrita, la persecución y la posibilidad de padecer el martirio, era real. Que una persona aceptara a Cristo y le confesara como su Señor, sabiendo que la persecución iba a llegarle, indicaba sentir que la “salvación” no era algo que la persona conseguía por propio esfuerzo sino que como nos dice San Pablo en la carta “ el mismo que es Señor, es rico para con todos los que invocan”(10,12). Invocarle, es decir que esa persona “ya ha creído”” y se debe a la misericordia de Dios por la fe en Jesucristo.

Con todo esto que fue posible en su tiempo, la carta nos deja unas preguntas que refuerzan el argumento de Pablo y que hoy se nos hacen más apremiantes. “¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? ¿Y cómo predicarán si no son enviados?” No son preguntas carentes de realidad para nuestra sociedad y para nuestra iglesia. Y por ello, no poden sernos indiferentes, a pesar de que constatemos mucha impotencia. Recemos los unos por los otros, pidiendo al Señor que sostenga la realización de nuestra vocación cristiana.

Ellos al instante, dejando las redes, le siguieron

En el evangelio de hoy, Mt nos presenta el inicio del seguimiento a Jesús, que comienza con un encuentro y en un lugar concreto. En ese encuentro se puede captar nítidamente, el llamado que “alguien “hace y la libertad de seguirlo por aquel que lo ha oído. No puede haber seguimiento de Jesús si no existe este espacio de intimidad, reconocimiento de su mensaje y descubrir que es el mismo, el que nos busca primero.

Hoy celebramos la fiesta de San Andrés Apóstol, hermano de Pedro y como él pescador en el lago de Tiberiades, lugar donde Jesús le va a encontrar junto a su hermano mayor.

Mt, cuenta la vocación de los primeros discípulos de forma escueta y directa. La sitúa en el lugar donde realizan su trabajo de cada día, allí Jesús les propone algo “casi” incomprensible. Estos hombres que conocen bien la faena que realizan a diario, saben todo de pesca y como hacerla, y he aquí que este hombre llamado Jesús les pide que abandonen todo, para ser “pescadores de hombres”. Cada vez que leo este pasaje no dejo de preguntarme: ¿Qué entenderían estos hombres?

Mt no nos explica nada, quizás por eso tiene tanta fuerza y viveza, que después de tantos siglos e innumerables reflexiones teológicas, desprende tanto cuestionamiento a nuestra vida cristiana al mismo tiempo que sostiene nuestra fe de cada día.

Quizás nos gustaría percibir alguna duda, miedos, pedir explicaciones, ciertas reticencias en la respuesta, pedir tiempo para discernir…parece que es lo propio del ser humano. Y los Apóstoles fueron seres humanos, limitados, carenciales… Gracias a Dios, los evangelios darán cuenta de todo lo que Jesús tuvo que emplearse para que Andrés y los otros llegasen a ser verdaderos discípulos y predicadores de la Buena Noticia que ellos mismos descubrieron en el camino, junto a Jesús.

Unámonos en la oración dejando que resuene en nuestro corazón, estos verbos tan bien empleados por Mt “Vio a dos hermanos… les dice: Venid conmigo…ellos al instante, dejando todo, le siguieron”

Decisión valiente, hoy muy necesaria, para nuestra vida, para nuestro mundo, para Dios. El sigue siendo “el fiel”, el compasivo, el Dios hecho humano en nuestra propia tierra. Pidámosle por esta sociedad nuestra, atravesada por tanto sufrimiento y desesperanza.



Martes de la I Semana de Adviento

Lc 10, 21-24

Los 72 discípulos que Jesús había enviado a predicar llegaban llenos de alegría por el éxito de su predicación. Lucas nos refiere que fue un momento de muy especial presencia del Espíritu Santo en la naciente comunidad y Jesús, lleno de esa alegría inefable, agradece al Padre esta revelación.

Solo el Espíritu Santo hace nacer y, sobre todo, mantener la esperanza aun en tiempos difíciles. Nos hace descubrir lo que la simple mirada o el docto entendimiento no logran. Como decía Saint-Exupery en “El principito”, lo esencial es invisible a los ojos. Jesús ha venido precisamente a llenar con la luz de la fe a un mundo oscurecido por un mal endémico arraigado en el corazón de los hombres. No pocas veces reprochó esta ceguera a escribas y fariseos, echándoles en cara su responsabilidad para con el pueblo al que “guiaban”.

A este nuevo modo de “ver” nos invita el Señor en el Adviento. No se trata de esperar sin más, sino de una esperanza activa, vigilante, comprometedora. Sin esta actitud, la Estrella no nos guiará a Belén, ni veremos con los ojos iluminados por el Espíritu la Epifanía del Señor, del Enmanuel. Solo “los limpios de corazón” pueden “ver” a Dios.

“La Navidad debería ser un tiempo de amnistía para toda mentira, de restañamiento de heridas, de nueva siembra de las viejas esperanzas. Es un tiempo en que todos deberíamos volvernos más jóvenes, estirar la sonrisa, serenar el corazón, descubrir cuan amados somos sin apenas enterarnos, amados por Dios, amados por tantos conocidos y desconocidos amigos”

Lunes de la I Semana de Adviento

Mt 8, 5-11

El Adviento, que comenzó ayer, es un tiempo tridimensional, por así decir, un tiempo para purificar el espíritu, para hacer crecer la fe con esa purificación. Estamos tan acostumbrados a la fe que a veces olvidamos su vivacidad y, muchas veces, quizá el Señor, al ver alguna de nuestras comunidades, podría decir, como en el Evangelio de hoy (Mt 8,5-11): “yo os digo que en esta parroquia, en este barrio, en esta diócesis, no sé, no he encontrado a nadie con una fe tan grande”. Son palabras que a veces el Señor puede decirnos, no porque seamos malos, sino porque estamos acostumbrados y con la rutina perdemos la fuerza de la fe, la novedad de la fe que siempre se renueva.

El Adviento es precisamente para renovar la fe, para purificar la fe y que sea más libre, más auténtica. He dicho que es tridimensional porque el Adviento es un tiempo de memoria, purificar la memoria. Se trata de purificar la memoria del pasado, la memoria de lo que pasó el día de Navidad: ¿qué significa encontrarnos con Jesús recién nacido? Una pregunta para hacerse a uno mismo, porque la vida nos lleva a considerar la Navidad como una fiesta: nos encontramos en familia, vamos a misa, pero, ¿te acuerdas bien de qué pasó aquel día? ¿Tu memoria está clara? El Adviento purifica la memoria del pasado, de lo que pasó aquel día: nació el Señor, nació el Redentor que vino a salvarnos. Sí, hay fiesta, pero siempre tenemos el peligro o la tentación de mundanizar la Navidad. Y eso pasa cuando la fiesta ya no es contemplación, una bonita fiesta de familia con Jesús en el centro, sino que empieza a ser una fiesta mundana: compras, regalos, esto y lo otro, y el Señor se queda allá solo, olvidado. Todo eso pasa también en nuestra vida: sí, nació en Belén, pero nos arriesgamos a perder la memoria. Y el Adviento es el tiempo propicio para purificar la memoria de aquel tiempo pasado, de aquella dimensión.

El Adviento tiene también otra dimensión: purificar la espera, purificar la esperanza, porque aquel Señor que vino, volverá. Y volverá a preguntarnos: ¿cómo ha ido tu vida? Será un encuentro personal: ese encuentro personal con el Señor, hoy, lo tendremos en la Eucaristía, pero no podemos tener un encuentro así, personal, con la Navidad de hace dos mil años, aunque sí tenemos la memoria de aquel momento. Pero, cuando Él vuelva tendremos un encuentro personal. Eso es purificar la esperanza: ¿adónde vamos, adónde nos lleva el camino? Pues, no sé, ¿has oído que ha muerto? ¡Pobrecillo! Recemos por él. Ha muerto, sí, pero mañana moriré yo, y encontraré al Señor, en ese encuentro personal, y también volverá el Señor después, para hacer cuentas con el mundo. Así pues purificar la memoria de lo que pasó en Belén, purificar la esperanza, purificar el fin. Porque no somos animales que mueren; cada uno encontrará cara a cara el Señor: cara a cara. Y es oportuno preguntarse: ¿Tú lo piensas? ¿Qué dirás? El Adviento sirve para pensar en ese momento, en el encuentro definitivo con el Señor. Esta es la segunda dimensión.

La tercera dimensión es más diaria: purificar la vigilancia. Además, vigilancia y oración son dos palabras para el Adviento, porque el Señor vino en la historia en Belén, y vendrá, al final del mundo y también al final de la vida de cada uno. Pero el Señor viene cada día, cada momento, a nuestro corazón, con la inspiración del Espíritu Santo. Y así es bueno preguntarse: ¿Yo escucho, sé lo que pasa en mi corazón cada día? ¿O soy una persona que busca novedades, con la expectativa de los atenienses que iban a la plaza cuando llegó Pablo: ¿qué novedades hay hoy? Es vivir siempre de las novedades, no de la novedad. Purificar esa espera es transformar las novedades en sorpresa, nuestro Dios es el Dios de las sorpresas: nos sorprende siempre. ¿Has terminado la jornada de hoy? —Sí, estoy cansado, he trabajado mucho y he tenido este problema y ahora veo un poco la tele y luego me acuesto. —Y tú, ¿no sabes qué ha pasado en tu corazón hoy? Que el Señor nos purifique en esta tercera dimensión de cada día: ¿qué sucede en mi corazón? ¿Ha venido el Señor? ¿Me ha dado alguna inspiración? ¿Me ha reprochado algo?

En el fondo, se trata de cuidar nuestra casa interior; y el Adviento es también un poco para eso. De aquí la importancia de vivir en plenitud las tres dimensiones del Adviento. Purificar la memoria para recordar que no nació un árbol de Navidad, no: ¡nació Jesucristo! El árbol es una bonita señal, pero nació Jesucristo, es un misterio. Purificar el futuro: un día me encontraré cara a cara con Jesucristo: ¿qué le diré? ¿Le hablaré mal de los demás? Y la tercera dimensión: hoy. ¿Qué pasa hoy en mi corazón cuando el Señor viene y llama a la puerta? Es el encuentro de todos los días con el Señor. Pidamos que el Señor nos dé esta gracia de la purificación del pasado, del futuro y del presente para encontrar siempre la memoria, la esperanza y el encuentro diario con Jesucristo.

Sábado de la XXXIV Semana Ordinaria

Lc 21, 34-36

Una vez más Jesús nos dice que debemos estar vigilantes, pendientes de lo que ha de venir, preparados. Sus palabras hoy están más de actualidad que nunca: nos avisa del peligro que corre nuestra alma si nos dejamos llevar por el mundo, por las inquietudes de la vida sin pensar en nuestra salvación, por los placeres fáciles que se nos ofrecen cada día. Serán múltiples las ocasiones en las que nos avise de la importancia de cuidarnos de los influjos externos, de todo aquello que estorba nuestra vida espiritual, de la importancia de la oración, de estar alerta. Y en este pasaje lo hace una vez más.

Es muy importante que cuidemos de nuestra alma, por eso os insisto tanto en la conveniencia de acercarnos al Evangelio cada día. Leer las Escrituras y frecuentar los Sacramentos es la mejor manera de «mantenernos en pie ante el Hijo del Hombre». No sabemos la fecha en que deberemos dar cuenta de nuestra vida, por lo tanto tenemos que estar preparados para cuando llegue, igual que las doncellas prudentes aguardaban con la luz encendida la llegada de sus esposos. Así nosotros podremos mirar a Dios cara a cara sin temor y gozaremos eternamente de su presencia. Cristo nos salvó, nos redimió del pecado, pero nosotros debemos hacer nuestra parte, cumpliendo con los Mandamientos y siendo fieles a su Palabra. La recompensa es grande: gozar eternamente de la presencia de Dios.

Viernes de la XXXIV Semana Ordinaria

Lc 21, 29-33

En su venida hasta nosotros, el tema principal de la predicación de Jesús fue el reino de Dios. Jesús se esforzó en convencernos de que nos apuntásemos al reino de Dios predicado por él. Que ya en esta vida dejásemos a Dios ser el Rey y Señor de nuestro existir. El que se adueñase de nuestro corazón, el que guiase y rigiese todas nuestras acciones. Pero bien sabemos que ese reinado en nuestro caminar terreno no lo vivimos en plenitud. A veces, vamos detrás de otros dioses, no somos fieles a la palabra dada… Todo parece indicar que el evangelio de hoy hace alusión al final terreno del reino de Dios predicado por Jesús y al comienzo de ese reino en plenitud, al final de los tiempos. Llegará un momento en que la vida terrena desaparecerá y todos los resucitados viviremos en plenitud el reinado de Dios. Solo Dios, que es Amor y nadie más que Dios será nuestro Rey. Nos espera el reinado del Amor. El mal y todos sus hijos serán derrotados para siempre. Es lo que nos ha prometido Jesús. “El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán”.

Jueves de la XXXIV Semana Ordinaria

Lc 21, 20-28

El último discurso de Jesús en el evangelio de Lucas es también apocalíptico, y hoy escuchamos algunos versículos en el evangelio de la eucaristía.

Por un lado, la alusión a la destrucción de Jerusalén (sucedida ya cuando se escribió el evangelio), la ciudad infiel que no ha querido recibir al enviado de Dios, descrita como un escenario de todos los horrores, en el que no es posible encontrar lugar seguro, Y presentada, como hacían los profetas, en términos de castigo divino.

Pero no es el fin de la historia ni del mundo. La vida continúa y recibimos la oportunidad del tiempo para cambiar esa dinámica de infidelidad y abrir las puertas al que viene de parte de Dios.

De otro lado, el anuncio de la parusía, la venida definitiva de Jesús, no en debilidad como en Belén, sino con “gran poder y gloria”. Pero esa última venida nadie sabe cuándo será, ni cómo será. Lo definitivo es que Jesús “ya” está viniendo, y que cada uno podemos vivir ese encuentro con Él que ilumina y transforma la vida.

¿Tenemos algún signo que nos permita vislumbrarlo? “Habrá signos en el sol, la luna y las estrellas… las potencias celestes se tambalearán”. Cuando aquello que considerábamos firme, estable, seguro… se tambalea y va perdiendo significado, y al mismo tiempo comencemos a atisbar que lo único que da soporte, firmeza y sentido a nuestra vida es -en lo más profundo de nosotros- la presencia de Jesús en ella, ¡podemos alegrarnos porque nuestra liberación está cerca!

Miércoles de la XXXIV Semana Ordinaria

Lc 21, 12-19

Jesús es claro: tenemos la confianza de que Él nos dijo que nos daría las palabras idóneas para la defensa… si es que nos dejan defendernos. El momento es inminente y nos lo harán pasar muy mal. Solemos decir en dicho popular: No hay mejor defensa que un buen ataque. No parece que sea éste el momento de atacar a nadie, sino de aceptar lo que el Señor tenga preparado para cada uno.

No debe preocuparnos “el final de los tiempos”, sino el “final del tiempo” de cada uno. Para ello nos vamos preparando, no como unos ingenuos que se dejan llevar, sino como verdaderos creyentes que fundamentan su vida, con sus fallos y pecados, en la misericordia de Dios. Sí, nos atacarán, pero no nos vencerán. Incluso dentro de nuestra propia familia, dice Jesús. También solemos decir que “no hay peor cuña que la de la misma madera”.

Queda ese final brillante y consolador: ni un simple cabello perecerá. Lo que importa es la perseverancia a lo largo de la vida para así poder degustar la salvación prometida. Por medio de la perseverancia, el caracol llegó al arca (de Noé), dice un predicador del S.XIX, Ch. Spurgeon. Perseverancia, paciencia, pasión van íntimamente unidas al éxito. Y no olvidemos que el éxito, el triunfo, es saber inspirar confianza. Si no se inspira confianza… mal asunto. Dice una escritora: “La realidad, aunque rebelde, termina por parecerse a nuestros sueños, si éstos se sueñan con la suficiente perseverancia”.  Y nuestro sueño siempre es el de un cielo nuevo y una tierra nueva… en cada amanecer. A veces nos ponen difícil ver la luz nueva del alba, pero…

Martes de la XXXIV Semana Ordinaria

Lc 21, 5-11

Jesús es consciente de la fragilidad de nuestra fe y cómo fácilmente podemos dejarnos arrastrar por señuelos que prometen una felicidad fácil. Son engaños para sustituir a Dios por cualquier ídolo de barro.

La sociedad suele presentar diversos señuelos prometiéndonos que tras ellos vamos a conseguir la plenitud que solo Dios puede dar. Jesús nos previene y aconseja no dejarnos arrastrar por promesas vacías. Es la experiencia que todos constatamos. Con frecuencia el simple bienestar material, el poder, el dinero, el placer pueden vaciarnos de todo y sentirnos llenos, pero solo de ese vacío. Esto puede durar un tiempo. El engaño tiene mucha fuerza. Exige poco. Solo que, alejándonos de la “fuente”, podemos caer, sin darnos cuenta, en terreno baldío.

Es bueno cuestionarnos, ¿qué objetivos llenan mi vida?  ¿En qué gasto mis fuerzas, en lo puramente material o hay en mí exigencia para seguir buscando a Dios?

No tengáis pánico

Ante la predicción de la destrucción del templo, los oyentes preguntan a Jesús sobre el cuándo tendrá lugar y qué señales precederán a esa caída. Como en otras ocasiones, Jesús no responde a esas preguntas. Sin embargo, ante toda esa descripción aconseja no tener pánico. El pánico es un miedo extremo que puede paralizarnos y confundirnos. Jesús invita a la confianza. Ante lo que pueda suceder es preciso mantener la calma y no dejarnos aplastar por el puro sentimiento. Nos invita a tener en cuenta sus palabras, repetidas con frecuencia en el evangelio: “no tengáis miedo”. ¿Por qué no hemos de tener miedo? Dios es un Padre bueno que no nos va a dejar perdidos entre las desgracias. Jesús sabe que mantener la serenidad en esos momentos es costoso. De ahí la recomendación de no dejarnos llevar por ese sentimiento.

En la pandemia que hemos sufrido ha habido muchas personas que han acudido a Dios. Han acudido, no para que Él solucione los problemas, sino solicitando fuerza para saber vivir todo lo que se nos vino encima. Lo han hecho los sanitarios, enfermos y familiares que han vivido al límite. Necesitamos siempre su fuerza, pero especialmente en los momentos en que todo parece perder sentido. Confiemos en Él. Nunca nos abandonará. En las pruebas se manifiesta la fuerza de nuestra fe. San Pedro en su primera carta lo expresa muy bien: “Confiadle (a Dios) todas vuestras preocupaciones, puesto que Él se preocupa de vosotros”

Lunes de la XXXIV Semana Ordinaria

Lc 21, 1-4

En el evangelio de hoy encontramos dos grande contrastes: los ricos y la viuda; el que da de lo que le sobra y el que da lo necesario para vivir. Aquí el verdadero tesoro se centra en la viuda, una mujer que conforme al contexto de su época vive de la caridad.

Su actitud ante Dios es la de no reservarse nada, lo da todo para gloria de Dios. Eso es posible porque tiene su esperanza puesta en el Señor. Por este motivo, merece el elogio de Jesús; porque reconoce en ella no un simple ritual, sino un verdadero abandono a la Divina Providencia que sólo puede venir de aquél que está lleno de Dios y vacío de sí mismo.

Hoy en día, podemos contemplar esta misma actitud en aquellos creyentes que con fidelidad y sincero corazón tienen a Jesús como su único tesoro. El fiel deja todo a la espera de su Señor porque nada tiene que temer. Afronta su día a día con confianza filial. Su entrega no se queda sólo en lo material, da a la Iglesia, a Dios y a su prójimo, su tiempo, su servicio y su amor, porque ve en ellos templos vivos. Así es como termina entregando hasta el rincón más íntimo de su vida, a la vez que se despreocupa de ella, consciente de que hay Otro que cuida de él mejor que nadie.

Cuando somos fieles vivimos así pero cuando no lo somos, tratamos de arreglárnoslas con otras seguridades más propias del mundo que de Dios, por eso ahí damos sólo de lo que nos sobra. Examinemos nuestro interior para ver si nuestros ojos están fijos en el Único que puede darnos vida.

Sábado de la XXXIII Semana Ordinaria

Lc 20, 27-40

Tenemos en este fragmento de S. Lucas una muestra más de las trampas que están tendiendo a Jesús con ánimo de perderle. Ya no van a parar hasta Getsemaní y las horas terribles que siguen.

Intervienen los saduceos, una secta del judaísmo que está conforme con la dominación romana porque de ella reciben seguridad, bienes, importancia social y otros beneficios. No creen en la resurrección, tal vez porque creen no necesitarla. Su vida está bien en el presente nada hay que les obligue a pensar en otra vida futura, separada del presente. Para ellos, pertenecer a esa clase social alta de la aristocracia o el clero era suficiente. Casi podríamos decir que actuaban más como un grupo político que religioso.

Puede que debamos preguntarnos qué creemos nosotros que sea la resurrección, y puede que digamos y oigamos muchas interpretaciones, algunas racionales, algunas disparatadas. No sabemos cómo seremos en la resurrección. Evito decir “después” porque eso implicaría tiempo y tras la muerte ingresamos en la eternidad: el antes y el después desaparecen dando lugar a un eterno ahora.

Hemos escuchado episodios de resurrección, como es el caso de Lázaro, del hijo de la viuda de Naín, de la hija de Jairo. Antes leímos cómo Eliseo resucita al hijo de la sunamita y pensamos que nuestra resurrección va ser así.

Vamos a recordar la resurrección de Jesús: María Magdalena, mujer enamorada totalmente de Jesús, no lo reconoce y le confunde con el hortelano, hasta que se siente interpelada en su alma enamorada. Los discípulos de Emaús no lo reconocen tampoco hasta que parte y reparte el pan, hasta que se vuelve a entregar a sí mismo. Lázaro, el hijo de la viuda, la hija de Jairo y cuantos episodios similares encontremos en la Biblia, son perfectamente reconocibles porque no han resucitado, solo han revivido; han vuelto a la vida que tenían antes de morir, y volverán a morir.

El caso de Jesús sí es una verdadera resurrección y el nuevo ente resucitado no tiene por qué parecerse al hombre anterior. Es absurda la pregunta y Jesús, como ha hecho antes, contesta no a lo que le preguntan, sino a lo que debían preguntarle. No puede desvelar que es la resurrección porque aún la desconoce y contesta enseñando lo que le debían preguntar. Los que resucitan ya no pueden morir, son hijos de Dios.

Pero, y nosotros: ¿Cómo creemos que será nuestra resurrección? ¿Creemos realmente que vamos a resucitar, como decía el catecismo de nuestra infancia, con los mismos cuerpos y almas que tuvimos? Vamos a pensarlo un poco alumbrados por la fe, no por los sentidos corporales.