Viernes de la IV Semana de Pascua

Jn 14, 1-6

Tomás el de las dudas, el de las pruebas, desde la última cena manifiesta sus inquietudes y se muestra preocupado porque no entiende el camino de Jesús.

Nada hay tan difícil en la vida de una persona como la duda.  Cuando se ha decidido a seguir un camino, podrá afrontar las dificultades y los problemas, pero si no sabe adónde va, ¿cómo encontrará fuerza para iniciar el camino?

Las palabras de Jesús son certeras al pedir que no se pierda la paz.  Podrá haber muchos contratiempos y hasta fracasos, podrán aparecer malos entendidos y amenazas, pero si tenemos muy claro nuestro objetivo, a donde queremos llegar, los podremos superar.  La gran dificultad estriba en que muchas veces estamos como Tomás, indecisos y sin saber el camino y sin ni siquiera saber a dónde vamos.  Quisiéramos más bien llevar a Jesús a nuestros propios caminos y utilizarlo para nuestros negocios de interés.

Quisiéramos que su mesianismo estuviera a nuestra medida y reducirlo a nuestros proyectos.  Pero Jesús tiene muy clara su misión, Él mismo se nos manifiesta como el Camino, la Verdad y la Vida.

Tomas ha convivido con Jesús, pero no ha descubierto todavía toda la verdad y está en un mal de dudas.  Se requiere dejar todo para seguir a Jesús, se necesita cambiar el corazón para entender sus caminos y se necesita mucha fe, mucha esperanza para luchar por una habitación en la Casa del Padre.

Nos atamos a nuestras pequeñeces que esclavizan nuestro corazón.  Resuenan hoy las palabras de Jesús: “el que quiera seguirme, que deje todas sus cosas, que venda lo que tiene, de su dinero a los pobres, tome su cruz y me siga”

Pero nuestro corazón se esclaviza a las cosas materiales, a tal grado que a veces sentimos que no valemos si no tenemos cosas, si no poseemos, si no aparentamos.

Hoy Jesús nos descubre nuestro verdadero valor.  ¿Seremos capaces de seguir por el camino de Jesús?

Jueves de la IV Semana de Pascua

Jn 13, 16-20

Hoy, como en aquellos films que comienzan recordando un hecho pasado, la liturgia hace memoria de un gesto que pertenece al Jueves Santo: Jesús lava los pies a sus discípulos.  Así, este gesto —leído desde la perspectiva de la Pascua— recobra una vigencia perenne.

En nuestra sociedad parece que hacer es el termómetro del valor de una persona. Dentro de esta dinámica es fácil que las personas sean tratadas como instrumentos; fácilmente nos utilizamos los unos a los otros. Hoy, el Evangelio nos urge a transformar esta dinámica en una dinámica de servicio: el otro nunca es un puro instrumento.

El amor es el servicio concreto que damos los unos a los otros. El amor no es sólo palabras, son obras y servicio; un servicio humilde, hecho en el silencio y en lo escondido, como Jesús mismo ha dicho: «Que tu mano izquierda ignore lo que hace la derecha».

Esto implica poner a disposición los dones que el Espíritu Santo nos ha donado, para que la comunidad pueda crecer.

No olvidemos que lavando los pies a sus discípulos y pidiendo a ellos hacer lo mismo, Jesús nos ha invitado también a confesar mutuamente nuestras faltas y a rezar los unos por los otros para sabernos perdonar de corazón.

En este sentido, recordemos las palabras del san Agustín cuando escribía:

«No desprecie el cristiano de hacer lo mismo que hizo Cristo. Porque cuando el cuerpo se inclina hasta los pies del hermano, también en el corazón se enciende, y si ya estaba se alimenta, el sentimiento de humildad. Perdonémonos mutuamente nuestras faltas y oremos juntos por nuestras culpas y así de este modo nos lavaremos los pies recíprocamente».

El amor, la caridad y el servicio, ayudar a los demás, servir a los otros. Hay tanta gente que pasa la vida así, en el servicio a los demás.

Con el lavatorio de los pies el Señor nos enseña a ser servidores, más siervos, como Él ha sido siervo por nosotros, por cada uno de nosotros.

Por lo tanto, ser misericordiosos como el Padre significa seguir a Jesús en el camino del servicio.

Que aprendamos el sentido del servicio de Jesús para cumplir la misión que se nos dio el día de nuestro Bautismo y siguiendo al Maestro hagamos un mundo más justo, más digno de los hijos de Dios.

Miércoles de la IV Semana de Pascua

Jn 12, 44-50

¿Quién no se ha sentido perdido en la oscuridad?  ¿Quién no se ha sentido desconcertado ante los problemas graves de la vida?  Cuando la vida tiene problemas, cuando las cosas no resultan como uno esperaba, cuando todo parece derrumbarse, con frecuencia nos encontramos como en un callejón sin salida o vagamos en la oscuridad.  ¿Cómo encontrar luz?

Jesús, hoy nos ofrece el camino: hay que tener fe.  Haciendo un paralelismo entre la oscuridad y las tinieblas que aprisionan el corazón, Jesús se nos presenta como la luz verdadera que ilumina nuestras vidas.

Para san Juan, oscuridad son todos los aspectos del pecado y de la muerte, en cambio, nos presenta a Jesús como la Luz que puede sacarnos de nuestras tinieblas.

Caminamos en tinieblas cuando nuestros objetivos son tan terrenos y mezquinos que nos oprimen el corazón.  Caminamos en tinieblas cuando no somos capaces de mirar más allá de nuestro egoísmo.  Caminamos en tinieblas cuando nos dejamos guiar por las venganzas y los odios.  Caminamos en tinieblas cuando nuestros afanes son el placer y los vicios, entonces erramos el camino y perdemos el sentido de nuestras vidas.

Jesús, hoy nos ofrece su luz, pero nos exige creer.  Promete que no caminaremos en tinieblas, pero debemos escuchar su Palabra. Nos dice que nos trae la salvación, pero nos pide que no lo rechacemos ni a Él ni a su Palabra.

Qué triste el vagar de muchos hermanos que han perdido el sentido de la vida.  Son frecuentes los intentos de suicidio y los escapes hacia el alcohol o hacia las drogas, hacia la prostitución o al enajenamiento.

Por eso, pidámosle a Jesús que nos ayude a dejar nuestra oscuridad y nuestro egoísmo, que Él nos ayude a descubrir tu Luz.  Es difícil caminar cuando se ha perdido la esperanza, es triste tener que levantarse cuando se ha fracasado, pero sabemos que Jesús es la Luz y la salvación, y hoy queremos ponernos en sus manos.

Que Jesús nos de su Luz, que aumente nuestra fe.  Esa  fe, que es como una semilla en lo profundo del corazón, que florece cuando nos dejamos “atraer” por el Padre hacia Jesús, y “vamos a Él” con ánimo abierto, con corazón abierto, sin prejuicios; entonces reconocemos en su rostro el Rostro de Dios y en sus palabras la Palabra de Dios, porque el Espíritu Santo nos ha hecho entrar en la relación de amor y de vida que hay entre Jesús y Dios Padre. Y allí nosotros recibimos el don, el regalo de la fe.

Martes de la IV Semana de Pascua

Jn 10, 22-30

Primero tímidamente, después con una fuerza que rompía las fronteras de los idiomas, comenzaron los discípulos a anunciar el Evangelio a todos los hombres.  La Palabra de Dios no puede encarnarse y atarse a una sola cultura, sino que está abierta a todos los hombres de todas las razas, de todos los pueblos.

Es admirable como aquellos hombres sencillos se enfrentan a la cultura de los sabios dominantes en aquellas regiones y no temen anunciar a Cristo vivo y resucitado, también a los griegos, como nos decía la primera lectura de este día.

La “locura de Jesús” es contagiosa.  A Él lo buscaban y lo atacaban, sin embargo Él no dejaba de manifestase como el único y verdadero Pastor que hace la voluntad de su Padre.  Pues esa misma locura invade a los discípulos sin más armas que la Palabra y su fe, se lanzan a conquistar nuevas fronteras y nuevos horizontes.

En Antioquía se les comienza a llamar cristianos, una designación que lleva en su misma raíz la misión de Jesús: ungido para anunciar la Buena Nueva.  Ahora sus discípulos también son los ungidos y también tienen la misión de llevar la Buena Nueva.

¿Ha perdido fuerza el Evangelio?  ¿Por qué los cristianos de ahora parecemos dormidos y aturdidos?  ¿Por qué no nos lanzamos a anunciar la Buena Nueva a todos los oprimidos, a los que tienen hambre, a los que tienen problemas, a los que viven tristes?

Quizás no hemos experimentado ese gran amor que Cristo Pastor nos tiene a cada uno de nosotros.  Quizás, en medio de tantas voces que nos aturden y distraen, no somos capaces de distinguir la voz de Jesús que nos está llamando y que a cada momento nos ofrece la vida plena.

Necesitamos acercarnos a Jesús y compartir con Él nuestras dolencias y problemas para llenarnos de su vida, de su Palabra, de su fuerza.  Sólo entonces seremos también nosotros capaces de romper barreras, de superar esquemas, de proclamar que Jesús sigue vivo y presente en medio de nosotros.

No podemos estar adormilados y tranquilos, no podemos quedarnos en esa paz frente a las dificultades.  Hoy necesitamos anunciar con fuerzas, con entusiasmo la Palabra del Señor.  Salgamos, anunciemos su Palabra.

Lunes de la IV Semana de Pascua

Hech 11, 1-18; Jn 10, 1-10

Ayer reflexionábamos una parte del mismo discurso de este día, donde Cristo se presenta como el pastor.

San Juan al explicar y aplicar esta comparación nos presenta a Cristo en muy diferentes aspectos en torno a esta poética y bella figura. Pero además de bella es muy exigente.

Hoy sobre todo insiste en llamarle “puerta”. Una puerta es para proteger, para entrar, para salir, pero también una puerta es para discernir quién puede entrar y quién se queda afuera, quién es benéfico para el rebaño y quién es perjudicial.

Nosotros ya no estamos tan acostumbrados en nuestras culturas citadinas a tener la experiencia de rebaño, pero sí estamos muy acostumbrados a vivir la experiencia de las puertas: puertas que se abren o se cierran; puertas que son comunicación y puertas que son obstáculos; puertas que dan vida y puertas que encierran egoísmo.

Si Cristo se llama a sí mismo la puerta es porque Él sabe abrir los caminos y enseñarnos la relación que podemos tener con Dios nuestro Padre. Es “la puerta de acceso” que nos manifiesta el gran amor que nos tiene, es la puerta de diálogo que se establece en términos humanos entre Dios y las personas; es la puerta que se abre para la salvación y la vida. Pero también Cristo dice que es la puerta y que quien quiera dar y recibir vida debe pasar a través de Él. Los que no entran por Él, los que no siguen su camino, los asaltantes, sólo viene a dañar y a perjudicar las ovejas.

La puerta que nos muestra Jesús es la del servicio, quienes entran por la puerta del interés, del negocio, de propio provecho, no pueden dar vida a las ovejas. Todos nosotros de alguna manera somos tanto pastores como puertas para los demás. Tendremos que reflexionar en este día si estamos dando vida y salud verdadera a quienes viven a nuestro lado o si nos aprovechamos de ellos. Padres, maestros, sacerdotes, responsables de grupos o comunidades, tendremos que hacer una revisión si nos parecemos a Jesús buen pastor.

Sábado de la III Semana de Pascua

Hech 9, 31-42; Jn 6, 61-70

En la primera lectura de hoy vemos a Pedro haciendo milagros, curando a un enfermo e, incluso, resucitando a un muerto.  Es el tipo de cosas que estamos acostumbrados a ver que Jesús hace en el Evangelio.  En efecto, bien podríamos sustituir el nombre de Pedro por el de Jesús en la primera lectura, y ésta nos hubiera sonado mucho muy parecida a un evangelio narrativo, a no ser por un elemento importante: Jesús obraba milagros en su propio nombre y por su propio poder.  San Pedro hacía milagros, pero sólo en el nombre de Jesús y con su poder.  Notemos con qué claridad san Pedro afirma este punto cuando le dice a Eneas, el paralítico: «Eneas, Jesucristo te da la salud».

Este poder de Jesucristo está todavía con nosotros en la Iglesia, sobre todo en la Sagrada Eucaristía.  En realidad, Jesús hizo de la fe en su presencia eucarística la prueba definitiva del verdadero discipulado.  Como hemos venido escuchando estos últimos días, Jesús dijo de manera inequívoca, que el pan que iba a dar era su carne para que el mundo tuviera vida.  En el evangelio de hoy vemos la reacción de numerosos discípulos que protestaron por aquellas palabras «intolerables» de Jesús.  Pero Jesús insistió en su doctrina y muchos se echaron para atrás y ya no quisieron andar con El.  Jesús no los llamó para que regresaran.  En ningún momento dijo: «Esperen, no me han entendido.  Yo no estoy hablando literalmente; lo digo en sentido figurado».  No, El dejó que se fueran, porque la fe en la Eucaristía es el punto crítico para ser un verdadero discípulo.  Jesús puso a prueba incluso a los Doce: «¿También ustedes quieren dejarme?»  El día en el que Jesús prometió la Eucaristía, fue el día de la decisión.

Demos gracias a Dios porque nosotros hemos respondido al don de la fe por el que creemos en la Eucaristía.  Hoy debemos reconocer lo central que la Eucaristía es para nuestra fe y lo necesario que es para nosotros no titubear jamás en la estima que debemos tener del gran regalo del cuerpo y de la sangre de Jesucristo.

Viernes de la III Semana de Pascua

Jn 6, 52-59

Si pensamos en la posibilidad de unión de dos cuerpos, no encontraremos una unión tan profunda como el alimento que se convierte en parte de quien lo come.  Con los procesos digestivos y con la maravillosa dinámica de la integración, el alimento da vida, sostiene y viene a integrarse a un cuerpo vivo.

Quizás por esto Jesús se quiere quedar como un pan, como alimento, para demostrarnos que su amor es tan grande que viene a ser parte de nosotros mismos.

Para sus oyentes es señal de una locura que no son capaces de aceptar, pero para Jesús es la manifestación más grande de amor: hacerse parte de nosotros.  Y es que comer a Jesús no implica solamente tomar el alimento sino que con sus palabras, Jesús nos manifiesta la necesidad de escucharlo, dispuestos a aceptar su mensaje y a dejarnos transformar por Él y en Él.

Comer y beber el Cuerpo y la Sangre de Jesús es aceptar a Jesús en todas sus dimensiones y en todos sus proyectos.  No es el alimento superficial que se desecha después de haberlo comido.  Es aceptar que Jesús se mete en nuestro interior y en nuestras entrañas y nos transforma desde dentro.  Más que convertirse el alimento en nosotros, nosotros nos convertimos en Cristo.

Las experiencias más sublimes pasan por las apariencias más pequeñas.  Así es con Jesús, viene a nosotros como insignificante, para transformarnos en su misma vida.  Si meditásemos esto cada vez que escuchamos su Palabra y cada vez que comulgamos su Cuerpo tendríamos una fuente de vida en nuestro interior que brotaría espontáneamente y se manifestaría en un amor constante hacia los hermanos.

El Cristo encarnado se hace cada día más carne en cada uno de nosotros y dignifica y libera a todas las personas.  Las palabras de Jesús son provocativas y nos lleva a lo máximo de la revelación de sí mismo.  Aquel que ha bajado de cielo es el Pan de la vida porque es el crucificado.

Por eso comer el Pan es creer en el muerto y resucitado, es insertarse en esa dinámica de liberación y de salvación para la que Cristo fue enviado.

¿Nos atreveremos nosotros a alimentarnos de ese Pan de vida?  ¿Dejaremos nosotros transformar nuestra vida por este alimento que se nos da cada día?

Jueves de la III Semana de Pascua

Jn 6, 44-51

Tenemos hambre, hambre de Dios. Necesitamos el pan de vida eterna. Quizás hemos probado otros “banquetes” y hemos descubierto que no sacian nuestro deseo plenamente. Pero Cristo se revela como el alimento que necesitamos, el único que puede colmar nuestras necesidades y darnos la fuerza para el camino.

El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que en la comunión recibimos el pan del cielo y el cáliz de la salvación, el Cuerpo y la Sangre de Cristo que se entregó para la vida del mundo.

Como el cuerpo es sostenido por el alimento, así nuestra alma necesita de la Eucaristía. Cristo baja del cielo al altar, por manos del sacerdote. Viene a nosotros y espera que también nosotros vayamos a Él, que lo busquemos con frecuencia para recibirlo, para visitarlo en el Sagrario.

Es pan de vida eterna, según su promesa: “Que todo el que ve al Hijo y cree en Él tenga la vida eterna”. Quien vive sostenido por la Eucaristía, crece progresivamente en unión con Dios, y viéndolo en este mundo bajo el velo de las especies del pan y el vino, nos preparamos para contemplarlo cara a cara en la vida futura.

La comida del pan, alimenta el cuerpo, la Eucaristía el espíritu. Sin estos
alimentos el hombre se debilita y puede morir. ¿Realmente tomas la Eucaristía como un alimento?

Miércoles de la III Semana de Pascua

Hech 8, 1-8 ; Jn 6, 35-40

Tertuliano, uno de los primeros Padres de la Iglesia, que murió alrededor del año 230, declaraba: «La sangre de los mártires es semilla de cristianos».  Es una forma poética de declarar que la Iglesia crece a través del sufrimiento, especialmente del sufrimiento de la persecución.  La persecución contra la primitiva Iglesia, que se inició con el martirio de san Esteban, produjo la primera extensión de la fe más allá de Jerusalén.  Aquel fue el principio de la Iglesia verdaderamente católica, puesto que, a partir de ese momento, la fe se predicó y se recibió en toda Judea y Samaria, en Asia Menor y Grecia, y finalmente, en Roma y hasta los últimos rincones del mundo, como Jesús lo había predicho poco antes de su ascensión al cielo.

La fe fue difundida por los hombres y mujeres decididos, que soportaron muchos sufrimientos y con frecuencia el martirio, para que Cristo fuera conocido y amado.  En los planes de Dios hay un misterio que somos incapaces de comprender; pero, por alguna razón, los sufrimientos desempeñan un papel muy importante en la predicación del Evangelio y en ponerlo en práctica.  Jesús mismo tuvo que soportar la crucifixión y la muerte por nuestra salvación.  En realidad, la Eucaristía misma es el fruto de su muerte en la cruz.  Él nos da el regalo de la Eucaristía para que podamos obtener la vida eterna, pero el precio de la vida es la muerte.

Cada vida humana va engranada con el sufrimiento, físico, mental o emocional.  A nosotros, personas de fe, se nos pide que veamos la mano amorosa de Dios, que quiere conseguir sus propios fines por medio de todas las formas de sufrimiento que debamos soportar.  Durante este tiempo de Pascua, en el que seguimos celebrando la resurrección de Cristo, debemos tener presente que para Él, la gloria provino del sufrimiento, la alegría provino del dolor y la vida provino de la muerte.  Nosotros seguimos las huellas de Cristo, lo que fue cierto para Él es también cierto para nosotros.  Porque en la fe abrazamos la cruz del sufrimiento, resucitaremos a la gloria.  Dice una frase perenne: «A la luz por medio de la cruz».

Martes de la III Semana de Pascua

Jn 6, 30-35

Entre los signos que nos ofrece Jesús para que creamos en Él, con frecuencia aparece el pan.  Le gusta participar en los banquetes y comidas; sus ejemplos están relacionados frecuentemente también con la participación en las comidas.  La particularidad de estas comidas es que se abre a todas las personas, sin importan sin son buenas o decentes, conforme a las normas de su tiempo.

Pero hay un signo que vas más allá, Él mismo se presentan como el pan y se ofrece como el pan, con todo lo que implica ser pan: formado de numerosas espigas recogidas en el campo, maduradas con el tiempo, fragmentadas y trituradas, cocidas por el fuego y finalmente formadas en filas.

Son signos que hablan de un proceso doloroso y transformante, pero de un proceso que da vida.  Ya el pan, tan apreciados en las culturas mediterráneas, es en sí mismo un simbolismo del compartir; de un tiempo de paz, de un tiempo de bonanza  y que termina en la mesa que une a la familia y a los amigos.

Pero el hacerse pan de Jesús, va mucho más allá del simple alimentar, del simple compartir o de la simple unión de los diferentes granos.  Es un símbolo y señal del mismo Dios que se hace uno con nosotros, que comparte nuestra humanidad, que se deja triturar para asemejarse al hombre y que al final se hace alimento que da vida.

Hoy, nos ofrece Jesús este signo como señal de su presencia y de su amor: Pan de la vida. 

Quizás en nuestras eucaristías hemos reducido el pan a una pequeñita hostia, casi imperceptible, pero la señal de Jesús no queda sólo en ese sentido del pan, sino que se hace pan para todos los momentos, para todos los aspectos de la vida.

En este mundo lleno de egoísmo y hambre, el signo de Jesús hecho pan es una propuesta a sus discípulos sobre la forma en que se puede superar ese círculo vicioso del egoísmo: sólo haciéndose pan para los demás, compartiendo, uniéndonos a cada hombre y mujer, lograremos superar el fantasma del hambre que amenaza a la humanidad.

Acerquémonos a Jesús, contemplémoslo hecho pan, recordemos todo el proceso que se ha requerido para que llegue a nuestras manos, y recordemos también todo el proceso que ha seguido Jesús para hacerse alimento nuestro.

¿Cómo siento ese amor de Jesús que es capaz de dejarse comer por nosotros? ¿A qué me impulsa el contemplar ese pan hecho de muchos granos?  Hablemos con Jesús.