Miércoles de la X semana del tiempo ordinario

Mt 5, 17-19

Quienes viven en contacto con la naturaleza tienen una forma especial de sentir y expresar las realidades. Viendo las lluvias torrenciales que en días pasados sucedieron en algunos sitios, me comentaban que la lluvia puede ser para la tierra como una persona lo es para las otras personas.

Hay quienes llegan como una tormenta, tienen gran fuerza, traen mucha agua y mucho viento, pero todo descontrolado. Esa agua acaba siendo destrucción a pesar de tener tanta riqueza. Así hay personas que tienen mucha fuerza y mucha riqueza, pero acaban destruyendo y aniquilando al otro.

No le dan oportunidad de ser, de enriquecerse, lo desprecian y lo anulan. Otros por el contrario, son como esas aguas ausentes que nunca llegan. Se tardan y se hace eterna la espera. Un día y otro día con mucha ansiedad y no se da el encuentro. Y las tierras quedan áridas, resecas, inútiles. Así pasa con las personas, no se da el encuentro, nunca llegan al corazón del otro, no se acercan, no fertilizan, viven indiferentes frente a los demás y no pueden producir frutos. En cambio hay lluvias, y personas, que son una bendición.

Esa lluvia que llega abundante pero no amenazante, que cala hondo, que fecunda el interior, que lentamente va invadiendo sin destruir. Esas son las lluvias mejores, las que dan el tiempo para sembrar, para cultivar, para que el sol caliente. Así también hay personas que calan hondo, que se meten poco a poco pero profundo, que respetan tiempos, costumbres y situaciones, pero son fecundas, que hacen crecer, que enriquecen.

Hoy Jesús nos dice que Él también es así: no viene a destruir sino a dar vida; no viene a condenar, sino a dar la oportunidad de conversión; no viene a criticar o quitar leyes, sino a darles vida. Señor Jesús, que sea yo capaz de comprender que tú eres la verdadera lluvia que necesito para tener vida. Que abra mi corazón para que penetre tu palabra, tu luz y tu vida. Señor Jesús, que también yo aprenda a ser lluvia fecunda, no tormenta destructora o sequía aniquiladora. Señor Jesús, que sepa yo dar vida.

Martes de la X semana del tiempo ordinario

Mt 5, 13-16

El Evangelio de hoy nos habla de la sal y la luz: «Vosotros sois la sal de la tierra. Vosotros sois la luz del mundo». La sal sirve para dar sabor a la comida y la luz para iluminar las cosas. Ser sal y luz para los demás, sin atribuirse méritos. Ese es el sencillo testimonio habitual, la santidad de todos los días, a la que está llamado el cristiano.


Sal y luz son, en ese sentido, la metáfora perfecta: un condimento cuya presencia no se ve, pero cuya ausencia se nota; un fenómeno funcional a la propia existencia humana. Es Cristo mismo quien usa esos ejemplos en el Evangelio de Mateo para aclarar que la humildad es el rasgo distintivo de la acción de cada uno de sus seguidores. Humildad, porque a lo que deberíamos aspirar todos los cristianes es ser anónimos.

El testimonio más grande del cristiano es dar la vida como hizo Jesús, es decir, el martirio. Pero también hay, precisamente, otro testimonio, el de todos los días, que empieza por la mañana, cuando nos despertamos, y termina por la noche, cuando vamos a dormir. Parece poca cosa, pero el Señor con pocas cosas nuestras hace milagros, hace maravillas. Así pues, hay que tener esa actitud de humildad, que consiste en procurar solo ser sal y luz: sal para los demás, luz para los demás, porque la sal no se da sabor a sí misma, sino que está siempre al servicio de los demás, y la luz tampoco se ilumina a sí misma, sino que está siempre al servicio de los demás.


Ser sal para los demás. Sal que ayuda a las comidas, pero poca. En el supermercado la sal no se vende a toneladas, no, sino en pequeños paquetes; es suficiente. Además, la sal no se alaba a sí misma. Siempre está ahí para ayudar a los demás: ayudar a conservar las cosas, a dar sabor a las cosas. Es un testimonio sencillo.


Ser cristiano de cada día significa, pues, ser como la luz que es para la gente, para ayudarnos en las horas de oscuridad. El Señor nos dice: “Tú eres sal, tú eres luz”. “¡Ah, es verdad! Señor es así. Atraeré a tanta gente a la iglesia y haré…”. No: «alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo». ¡Así harás que los otros vean y glorifiquen al Padre! Ni siquiera te atribuirán mérito alguno.


Cuando comemos no decimos: “¡Qué buena está la sal!”. ¡No! Decimos: “Qué buena está la pasta, qué buena está la carne”. Y de noche, cuando vamos por la casa, no decimos: “Qué buena es la luz”. ¡No! Ignoramos la luz, pero vivimos con esa luz que nos ilumina. Es la dimensión que hace que los cristianos seamos anónimos en la vida.
No somos protagonistas de nuestros méritos y, por tanto, no hay que hacer como el fariseo que daba gracias al Señor pensando que era santo (cfr. Lc 18, 9-14). Una bonita oración para todos nosotros, al final del día, sería preguntarse: “¿He sido sal hoy? ¿He sido luz hoy?”. Esa es la santidad de todos los días. Que el Señor nos ayude a entender esto.

Lunes de la X semana del tiempo ordinario

Mt 5, 1-12

Durante este mes, y al reiniciar el tiempo ordinario, leeremos los capítulos 5, 6 y 7 de San Mateo los cuales contienen la síntesis de lo que es y representa el ser Cristiano.

Mateo ha querido presentar esta enseñanza de Jesús (dicha muy probablemente en diferentes ocasiones y lugares) en una gran catequesis, para que ésta sea como lo fue para los judíos «la ley» que rija la vida. Por ello nos presenta a Jesús, que como Moisés, sube al «monte» y desde ahí instruye al pueblo.

La catequesis empieza con la palabra «bienaventurados» que puede ser también traducida como «Feliz» o «dichoso» o quizás como las tres juntas.

Con esta interpretación, resulta paradójico, de acuerdo a los criterios humanos, el decir: Felices los que lloran, felices los pobres, felices los mansos, felices los perseguidos por ser cristiano, etc., sin embargo esta es una verdadera realidad, pues la verdadera felicidad, el gozo, la alegría, no está en donde el mundo nos las propone (fiestas, diversiones, etc.), sino en donde Jesús nos lo dice: Solo en Él, en llevar una vida auténticamente cristiana.

La felicidad que encontramos en el mundo es pasajera, la que nos ofrece Jesús y el evangelio es total y duradera, diríamos, definitiva.

Si verdaderamente quieres ser un «Bienaventurado», un lleno de la alegría, la paz y el gozo de Dios, esfuérzate todos los días por vivir de acuerdo al Evangelio.

Viernes de la IX semana del tiempo ordinario

Mc 12, 35-37

Los hijos de las tinieblas son más astutos que los hijos de la luz. Tanto es así, que hasta pretenden valerse de las Escrituras para afirmar que el Cristo es hijo de un profeta y no es el Hijo de Dios.

Afortunadamente, Jesús conocía los textos sagrados tan bien como ellos y por eso les recuerda que David se dirigió a Dios como su Señor y no como su padre. Los escribas ya comenzaban a intuir que Jesús era el Mesías y por lo mismo buscaban desde un inicio borrar dicha imagen, pues ¿cómo era posible que un hombre como Él fuese Cristo?

Lo mismo puede ocurrir en nuestro cristianismo. Tal vez no negamos que Cristo es Hijo de Dios pero, ¿qué tal a la hora de perdonar a quien nos ofendió o la hora de ayudar desinteresadamente a quien lo necesita? ¿podríamos afirmar con nuestro ejemplo que Jesús es el Mesías y nosotros seguidores de sus enseñanzas?


El Catecismo de la Iglesia Católica, en el número 202, nos dice que “Jesús confirma que Dios es el único Señor y por ello es preciso amarle con todo el corazón, alma, espíritu y fuerzas. Pero al mismo tiempo nos da a entender que Él mismo es el Señor”.

De la misma forma nosotros atestigüemos con el testimonio de nuestra vida en el trabajo, en el hogar, en la universidad que Jesús es el Señor y nosotros sus apóstoles.

JESUCRISTO SUMO Y ETERNO SACERDOTE

Celebramos hoy en la Iglesia la fiesta de Nuestro Señor Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote.

Por una tradición que se pierde en el tiempo, el primer jueves después de Pentecostés se celebra en la Iglesia la función sacerdotal de Cristo, quien ofreciéndose a sí mismo se constituye en Sumo y Eterno Sacerdote.

Es verdad que Cristo nunca se proclamó a sí mismo como sacerdote, no tenía ningún título y no ejerció en el Templo de Jerusalén, pero también es verdad que todas las funciones del sacerdocio las realizó de una manera plena con su vida y con su palabra: Santificar, ofrecer sacrificio, purificar.

Es muy clara su función de santificar, que es la de todo sacerdote durante todo su ministerio, desde la unción en la sinagoga hasta la muerte en cruz, con los mensajes de paz que nos ofrece el resucitado. 

Jesús ofrece el sacrificio pleno de presentarse a sí mismo como víctima y sacerdote.  Establece la Alianza que une en comunión a los hombres con Dios y que realiza perfectamente la misión del sacerdote: ser puente entre los hombres y Dios, y establecer esa relación entre la humanidad y su Señor.

No son los sacrificios rituales que a menudo se ofrecían en el Templo y que terminaban perdiendo su sentido al convertirse en puros ritos sin interioridad.  Es la vida ofrecida en sacrificio.  Un sacrificio que otorga perdón, reconciliación y vida nueva.

Jesús en la última cena, aparece como el sacerdote de la Nueva Alianza, sellada con su sangre para la salvación de todos.

Hoy podemos contemplar, alabar y agradecer  Jesús por ser sacerdote.  Pero también es un día muy propicio para descubrir en cada uno de nosotros, cómo por el bautismo fuimos constituidos sacerdotes en unión con Jesús.

También nosotros tenemos la misión de llevar todas las cosas a su perfección y a su santidad; también nosotros debemos ofrecer el sacrificio de reconciliación y de vida.

Que este día, todos y cada uno de nosotros, recordemos esa misión a la que nos invita a participar Jesús: ser sacerdotes juntamente con Él.

Miércoles de la IX semana del tiempo ordinario

Mc 12, 18-27

Una de las cosas que siempre han cuestionado y preocupado al hombre es su destino final. ¿Qué pasa después de la muerte?

¿Nos gustaría a nosotros hacerle a Jesús la misma pregunta que le hacen los saduceos? Tenemos muchas dudas sobre lo que hay más allá de la muerte y por más que muchos ahora digan que les hablan a los muertos o que tienen comunicación con los espíritus, siempre quedamos en la ignorancia sobre lo que hay más allá.

Cristo mismo nos asegura que hay resurrección, pero no tenemos claro qué podremos encontrar. Nuestras pobres inteligencias se niegan a concebir una vida nueva diferente y queremos encasillar la resurrección como un continuo revivir, reencarnarse y al final terminaría en una vida monótona, sin novedad.

Cristo nos dice que tendremos vida en plenitud, no que viviremos como cadáveres; habrá una comunicación con nuestro Dios y una participación de su amor que nos hará vivir a todos como hermanos.

San Pablo busca animar a Timoteo y sostenerlo recordándole que nuestro Salvador Jesucristo ha destruido la muerte y ha irradiado la vida e inmortalidad por medio del Evangelio. Está enseñanza, de ningún modo nos debe excusar de un trabajo serio y comprometido con la realidad, sino todo lo contrario. Quien tiene fe en la resurrección de Jesús se une íntimamente a Él y se compromete seriamente por la vida en todos sus sentidos.

Es triste el ambiente de muerte que propiciamos al destruir la naturaleza, es increíble la dureza del corazón que debemos tener cuando somos capaces de destruir la vida desde el vientre, o en la ancianidad, con pretexto de que estorban o no son productivos.

Hoy el Señor nos llama al cuidado de la vida en todas sus expresiones: la vida de la persona que no debe ser destruida con el alcohol, con las drogas, con los excesos; la vida de los demás que debes cuidar preservar; la vida de la naturaleza, que al final de cuentas, da vida al hombre.

¿Somos cuidadores de la vida o somos destructores y pregoneros de muerte?

Jesús es la vida.

Martes de la IX semana del tiempo ordinario

Mc 12, 13-17

Hoy y en los días siguientes escucharemos una serie de trampas que le ponen a Jesús.  Los representantes de los distintos grupos dirigentes de Israel irán poniendo estas trampas una tras otra.  Jesús saldrá triunfante de todas ellas y aprovechará para proponer su doctrina evangélica.

Hoy se acercan a Jesús un grupo de fariseos y herodianos.  Los fariseos eran el grupo más religioso del tiempo de Jesús.  Los herodianos eran personas partidarias de un mesianismo político relacionado con la familia de Herodes.

Le preguntan a Jesús: «¿es lícito pagar impuestos al Cesar?» 

Con frecuencia se ha manipulado el texto de este evangelio para maniatar a la iglesia frente a su responsabilidad social. Tendrán toda la razón quienes busquen que la religión no se convierta en una manipulación, ni en una justificación de los poderes injustos. Por ningún motivo debe la religión, o sus instituciones y personas sostener un sistema político, ni legitimar sus acciones. Como tampoco un sistema político debe aprovecharse de la religión para obtener sus votos, sus justificaciones y su sustento.

La pregunta hecha a Jesús tiene sus significaciones graves porque no busca sinceramente qué es justo y cómo debe actuar un verdadero israelita, sino que pretende ponerlo en un aprieto. Si Jesús dice que sí estaría justificando el dominio injusto y arbitrario del Imperio Romano, pero si dice lo contrario se tomará a Jesús como un alborotador peligroso para el Imperio Romano.

La imagen del César, no solamente en la moneda, sino en la vida pública y privada, busca sustituir a Dios, se quiere hacer como Dios. Jesús lo que pide es que solamente a Dios se le dé el verdadero culto y el verdadero respeto. No pretende Jesús que sus discípulos se desentiendan de sus obligaciones como ciudadanos o miren con apatía las preocupaciones civiles.

Un cristiano tiene la obligación de mirar por el bienestar de toda la comunidad, asumir la responsabilidad de su voto, exigir que se cumplan las promesas de campaña y colaborar con el bien común. Sus rezos, sus oraciones y su espiritualidad de ningún modo lo exenta de esta responsabilidad, todo lo contrario, lo hacen más consciente y debe responder con mayor exigencia.

San Pedro este mismo día nos dice en su carta que debemos vivir esperando y apresurando la llegada del día del Señor. Es una espera dinámica y una confianza en que con el Señor construiremos ese cielo nuevo y esa tierra nueva. No esclavos del poder, sino servidores de su pueblo.

BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA, MADRE DE LA IGLESIA

Celebramos la memoria de la Virgen María, Madre de la Iglesia. En los Evangelios, cada vez que se habla de María se habla de la “madre de Jesús”, como acabamos de leer. Y aunque en la Anunciación no se dice la palabra “madre”, el contexto es de maternidad: la madre de Jesús. Y esa actitud de madre acompaña su obrar durante toda la vida de Jesús: ¡es madre! Tanto que, al final, Jesús la da como madre a los suyos, en la persona de Juan: “Yo me voy, pero esta es vuestra madre”. Esa es la maternidad de María.

Las palabras de la Virgen son palabras de madre. Y lo son todas: después de aquellas, al principio, de disponibilidad a la voluntad de Dios y de alabanza a Dios en el Magnificat, todas las palabras de la Virgen son palabras de madre. Siempre está con el Hijo, hasta en las actitudes: acompaña al Hijo, sigue al Hijo. Y ya antes, en Nazaret, lo hace crecer, lo cría, lo educa, y luego lo sigue: “Tu madre está aquí”, le dicen. María es madre desde el principio, desde el momento en que aparece en los Evangelios, desde el momento de la Anunciación hasta el final, es madre. De Ella no se dice “la señora” o “la viuda de José” —y en realidad lo podían decir—, sino siempre María es madre.

Los Padres de la Iglesia lo entendieron muy bien, igual que entendieron que la maternidad de María no acaba en Ella: va más allá. Siempre los Padre dicen que María es Madre, que la Iglesia es madre y que tu alma es madre. Pues en esa actitud que viene de María, Madre de la Iglesia, podemos comprender la dimensión femenina de la Iglesia que, cuando falta, pierde su verdadera identidad y acaba en una especie de asociación de beneficencia o en un equipo de fútbol o en lo que sea, pero ya no es la Iglesia. Existe lo femenino en la Iglesia, pues es maternal. La Iglesia es femenina, porque es ‘iglesia’, ‘esposa’ y es ‘madre’, da a luz. Esposa y madre. Pero los Padres van más allá y dicen: “También tu alma es esposa de Cristo y madre”.

La Iglesia es “mujer”, y cuando pensamos en el papel de la mujer en la Iglesia debemos remontarnos a esa fuente: María, madre. Y la Iglesia es “mujer” porque es madre, porque es capaz de “parir hijos”: su alma es femenina porque es madre, es capaz de dar a luz actitudes de fecundidad. La maternidad de María es una cosa grande. Dios quiso nacer de mujer para enseñarnos ese camino. Es más, Dios se enamoró de su pueblo como un esposo de su esposa: lo dice el Antiguo Testamento, y es un gran misterio. Podemos pensar que, si la Iglesia es madre, las mujeres deben tener funciones en la Iglesia: sí, es verdad, hay tantas funciones que ya hacen. Gracias a Dios, son muchas las tareas que las mujeres tienen en la Iglesia.


Pero eso no es lo más significativo: lo importante es que la Iglesia sea mujer, que tenga esa actitud de esposa y de madre, y cuando olvidamos eso, es una Iglesia masculina sin esa dimensión, y tristemente se vuelve una Iglesia de solterones, que viven en aislamiento, incapaces de amor, incapaces de fecundidad. Así que, sin la mujer, la Iglesia no sale adelante, porque es mujer, y esa actitud de mujer le viene de María, porque Jesús lo quiso así.

El rasgo que más distingue a la Iglesia como mujer, la virtud que más la distingue como mujer, se ve en el gesto de María en el nacimiento de Jesús: “dio a luz a su hijo primogénito; lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre” (Lc 2,7). Una imagen donde se aprecia precisamente la ternura de toda madre con su hijo: cuidarlo con ternura, para que no se lastime, para que esté bien protegido. La ternura es también la actitud de la Iglesia que se siente mujer y se siente madre. San Pablo —lo escuchamos ayer, y también en el breviario lo hemos rezado— nos recuerda las virtudes del Espíritu y nos habla de la mansedumbre, de la humildad, de esas virtudes llamadas “pasivas”, pero que, por el contrario, son las virtudes fuertes, las virtudes de las madres. Por eso, una Iglesia que es madre va por la senda de la ternura; sabe el lenguaje de tanta sabiduría de las caricias, del silencio, de la mirada que sabe de compasión, que sabe de silencio. Y también un alma, una persona que vive esa pertenencia a la Iglesia, sabiendo que es madre y debe ir por la misma senda: una persona mansa, tierna, sonriente, llena de amor.

María, madre; la Iglesia, madre; nuestra alma, madre. Pensemos en esa riqueza grande de la Iglesia y nuestra; y dejemos que el Espíritu Santo nos fecunde, a nosotros y a la Iglesia, para ser también nosotros madres de los demás, con actitudes de ternura, de mansedumbre, de humildad. Seguros de que ese es el camino de María. Qué curioso es el lenguaje de María en los Evangelios: cuando habla al Hijo es para decirle cosas que necesitan los demás; y cuando les habla a los demás, es para decirles: “haced lo que Él os diga”.

Viernes de la VII semana de Pascua

Jn 21, 15-19

El seguimiento de Jesús es un camino de amor y por eso la pregunta a Pedro va dirigida precisamente al amor. Insistente, repite Jesús la pregunta fundamental para quien será el líder de los Apóstoles, pero también insistente la repite para cada uno de nosotros que nos decimos sus seguidores.

Dejemos por un momento a Pedro y pongámonos frente a Jesús mirándolo a los ojos, escuchando con el corazón y coloquemos nuestro nombre, nuestra identificación, para que quede claro que nadie puede sustituirnos en este momento y oigamos: » fulano, hijo de papá y mamá, que tienes una historia, que te conozco desde las entrañas de tu madre, que he visto cada uno de tus pasos, tus caídas y tus esfuerzos, y que en cada instante te he amado, ¿me amas más que estos? ¿Qué le respondemos a Jesús?

Con toda lealtad, ¿podemos responder lo que responde Pedro: “sí Señor tú sabes que te quiero”?

Seguramente vendrán a nuestra mente nuestras traiciones y mezquindades, nuestros egoísmos y nuestras caídas, pero respondamos con todo el corazón: “Señor tú sabes que te quiero”.  Jesús, Tú sabe mis límites, sabes mi pequeñez, pero sabes que te quiero.

Jesús nos mira nuevamente con el mismo amor, sin condicionamientos y nos vuelve a preguntar, quiere estar seguro de nuestro amor, o mejor, quiere que estemos seguros de su amor incondicional: ¿me amas? Respondamos una y otra vez que sí, que lo amamos, que lo queremos, que respaldaremos nuestro amor con nuestras acciones.

Pero no olvidemos la condición que pone Jesús: “apacienta mis corderos”. ¿Quiénes son sus corderos? Cada uno de nuestros hermanos. Tendremos que llevar paz y armonía a cada uno de ellos. No admite Jesús un amor solo para Él, tenemos que darlo también a nuestros hermanos y esa será la medida. Y así, por tercera vez, llega su pregunta más profunda, más comprometedora, más clara, porque quiere Jesús que estemos bien seguros que su amor nunca nos fallara.

¿Me amas? Ojalá que también nosotros digamos que mire a nuestro corazón que está lleno de amor a Él y a nuestros hermanos. Que estamos luchando por ser fieles, que nos sumergimos en su amor y podemos dar también amor.

¿Cuánto amamos a Jesús?

Jueves de la VII semana de Pascua

Jn 17, 20-26

Podríamos decir que de acuerdo a la predicación de Jesús hay dos elementos que hacen o harían evidente el amor de Dios y por ende nuestro ser cristiano: El primero es el amor y nuestras buenas obras. El Segundo que es el que nos menciona hoy Jesús: es «que su unidad sea perfecta».

Por ello donde hay desunión y discordia es difícil reconocer la presencia de Dios y de la comunidad cristiana.

Un anhelo de toda persona es encontrarse en relación con los demás en diálogo, en la escucha y en el apoyo mutuo.

Jesús hace la oración al Padre pidiendo para todos los suyos esa profunda experiencia de amistad que nos lleva a una plena unidad. Nadie nos creerá que somos discípulos si no somos capaces de vivir en unidad, a tal grado lo dice Jesús que pone como signo que el Padre lo ha enviado para afianzar la unidad de quienes son sus discípulos.

Es triste ver que se encuentra mayor unidad, aunque sea momentánea y condicionada, en los grupos delictivos, en las pandillas o en grupos de intereses turbios, mucho más que en la familia, la escuela, el trabajo, y la Iglesia que tiene como base y sustento la unidad.

El ideal de vida para la comunidad de creyentes, desde todos los tiempos, es la unidad. Unidad con Cristo y unidad entre los hermanos. La comunidad dividida va al fracaso. Es lo que ha sucedido con los grandes imperios, pero también con las familias y pequeñas células. Cuándo surge la división viene el fracaso.

Hay que pedir mucho la unidad y la paz como regalo de Dios Padre. Cristo mismo lo pide por nosotros. Pero al mismo tiempo que la unidad y la paz es un regalo, es también una conquista que exige de cada uno participación, entrega y compromiso.

La unidad no brota espontáneamente, se construye. Hay comportamientos que minan y destruyen la unidad: los intereses personales que se imponen a los otros, la búsqueda despiadada del poder, los silencios y las pocas oportunidades de diálogo. Cristo conoce y sabe de todas estas dificultades que conlleva la condición humana y sin embargo lleno de esperanza sigue suplicando para sus discípulos de todos los tiempos esa anhelada unidad y paz.

¿No seremos nosotros capaces de construirla hoy con la ayuda del Señor?