Lunes de la IV Semana de Cuaresma

Is 65, 17-21; Jn 4, 43-54

Muchas veces cuando contemplamos nuestro mundo tan sumido en la violencia y en el egoísmo nos asaltan las dudas y caemos en el pesimismo. Parecería que nada se puede hacer.

Las lecturas de este día, a pesar de ser del tiempo de cuaresma, tienen un fuerte sentido de esperanza. Isaías comienza recordándonos el Sueño de Dios: “Voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva”. Nos deben sonar estas palabras muy dulces, pero muy lejanas. Estaban dirigidas a un pueblo que había sufrido mucho, que había sido casi exterminado, pero que ahora se le invitaba a fortalecer su fe y su esperanza para iniciar la reconstrucción.

Los sufrimientos del pasado serán sólo un recuerdo, pero ahora se establecerá una nueva relación entre Dios y el pueblo. Así nacerá la armonía y por eso este anuncio de felicidad. Pero debemos poner atención, porque si es cierto que se anuncian los nuevos cielos y la nueva tierra, también implican el compromiso de unas nuevas relaciones entre los hombres y Dios que se concretizan en la fe de cada día y en el comportamiento con el hermano.

Es la misma exigencia de Cristo en su mensaje: sólo con una gran fe se pueden construir nuevas relaciones. Él no niega ni rechaza a quien le pide un favor para una persona enferma. Pero exige la fe.

La actitud del funcionario real debe ser la actitud de todo discípulo: confiar plenamente en la palabra y actuar conforme a ella. Así se inicia una forma de salvación que nos coloca más allá de nuestras fronteras y nos lanza a construir ese cielo nuevo y esa tierra nueva.

Es cierto que Jesús cura a distancia, pero también es cierto que se han requerido la sensibilidad de un padre para pedir por su hijo, el riesgo de aparecer suplicando a un nazareno, él que era poderoso, y después confiar ciegamente en una palabra sin ningún signo externo que le confirmara su petición.

Nosotros también debemos darnos cuenta de la enfermedad que tiene nuestro pueblo, suplicar insistente y humildemente, y actuar conforme a la palabra que nos da Jesús. Sí podemos construir un cielo nuevo y una tierra nueva con su presencia y con su palabra.

Sábado de la III Semana de Cuaresma

Os 6, 1-6; Lc 18, 9-14

Había una vez un joven perfectamente consciente de su baja estatura.  Había determinado buscar solamente a las muchachas más bajitas que él, de modo que pudiera hacerse la ilusión de que era alto.  Este mismo auto-engaño, sólo que en un campo mucho más serio, era uno de los problemas del fariseo, protagonista del evangelio de hoy.  Su oración, lejos de ser una humilde y sincera aceptación de sus debilidades, era una forma de auto-elogio, porque estaba tomando un punto equivocado de comparación.  Más bien que compararse con una gente que se suponía codiciosa, deshonesta y adúltera, debía haberse comparado con Dios, que es la perfección absoluta.

Es probable que ahora mismo, aquí, en la Misa, algunos de nosotros pensemos que somos mejores que otras personas que no respetan ni la religión ni la moral.  Sin embargo, al iniciar cada Misa, se nos pide que recordemos nuestros pecados y que digamos sinceramente: «Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador».  Sin duda alguna, todos nosotros somos pecadores en comparación con la bondad de Dios.  Y es Dios el que debía de ser nuestro punto de comparación, puesto que Jesús dijo: «Sean perfectos, como el Padre celestial es perfecto».

Estar delante de Dios con una actitud humilde, con una aceptación sincera de nuestra imperfección, es la clave de la verdadera oración.  Advirtamos que la «oración» del fariseo era una mezcla de orgullo y autocomplacencia.  No le pedía nada a Dios, pero tampoco le daba nada.  El publicano, en cambio, pedía misericordia, y fue él quien salió del templo justificado.  Si queremos que nuestra oración sea efectiva, debemos comenzar pidiéndole a Dios misericordia.

Viernes de la III Semana de Cuaresma

Mc 12, 28-34

Cuando el profeta Oseas sugiere al pueblo de Israel su conversión, le pide que ya no llamen dioses a las obras de sus manos.  Y si revisamos un poco la historia, nos encontramos que Israel había puesto su confianza más en el poder de Asiria, en su ejército y en sus propias fuerzas que en el Señor.  No se refiere, pues,  literalmente a otros dioses, sino que hay cosas que están ocupando el lugar de Dios.

Actualmente muchos pueblos se definen a sí mismos como religiosos, no idólatras, pero en su diario actuar confían más en su poder, en su dinero y en miles de pequeñeces que llenan su corazón.

El hombre moderno se ha aficionado a tantas comodidades, a tantas dependencias que se ha convertido en verdaderos dioses, con sus ritos, con sus defensores y sus sacerdotes.  Basta mirar los nuevos espectáculos, los deportes, los negocios y la política.  No podemos decir que no ocupa verdaderamente el corazón de la persona.

Después también encontramos las ambiciones y anhelos personales o de grupo, se adueñan del corazón y tiranizan toda su vida.

El evangelio de este día quiere que retomemos el fin esencial del hombre: amar a Dios y amar al prójimo.  Alguien decía que deberíamos decir más que amar a Dios, el dejarse amar por Dios, permitirse experimentar el amor de Dios.  Y es verdad, porque quien se sabe amado por Dios, se siente en las manos de Dios, buscará espontáneamente responder con el mismo amor y también procurará manifestar en la práctica este amor dándolo a sus  hermanos que son así mismo amados de Dios.

No es tanto un mandamiento sino una experiencia.  Cada día que nace, cada instante que vivimos, cada belleza y aún cada fracaso lo podremos vivir como una manifestación del amor de Dios.  Entonces nuestro corazón encontrará la verdadera paz y podrá ponerse a disposición para servir a los hermanos.  Si el corazón se llena de ambición nunca encontrará la paz y verá en cada hermano un opositor y se defenderá de él o lo utilizará como peldaño.

Pidamos al Señor que podamos experimentar en cada instante el gran amor que Dios Padre nos regala.

Jueves de la III Semana de Cuaresma

Lc 11, 14-23

Que acusación tan tremenda nos lanza hoy Jeremías.  El pueblo de Dios, el que ha sido escogido sobre todos los pueblos, al que ha acompañado en su caminar, al que ha tomado de la mano, ahora no es capaz de escuchar su voz.  Caminan dándole la espalda a Dios y se dejan llevar por su corazón obstinado.  Ya no existe fidelidad en Israel, termina diciéndole Dios al profeta.

Como si quisiera recoger estas mismas palabras hechas realidad, Jesús se enfrenta a sus contemporáneos, que han endurecido el corazón y no son capaces de descubrir la mano de Dios en las acciones de Jesús.

La expulsión de un espíritu mudo, es decir, la sanación de un mudo, es la ocasión para que sus enemigos expresen sus resentimientos y endurezcan el corazón.

Acusan a Jesús de ser precisamente aliado del mal, cuando sus ojos se cierran y no alcanzar a ver toda la liberación que está realizando Jesús.  ¿Es posible tener el corazón tan aturdido que no se dan cuentan?  ¿No son como el pueblo de Israel que no es capaz al amor infinito de Dios?

Los contemporáneos de Jesús también cierran el corazón y no son capaces de escuchar los sonidos del Reino.  No valen ni las explicaciones, ni las llamadas que continuamente hace el Maestro, ellos se han encerrado en su egoísmo y no son capaces de escuchar.

No pueden percibir que la curación es por el poder de Dios, ni son capaces de detectar la presencia del Reino.  Se dicen seguidores del Señor, pero actúan bajo sus propios instintos, buscan solo su provecho.  Así en lugar de convertirse en constructores del Reino, se convierten en opositores de su acción salvífica, se hacen enemigos porque están destruyendo la obra de Jesús.

Muy al contrario de otros amantes de la paz y de la justicia que sin siquiera conocer a Jesús luchan por el bien y por la verdad.  Ellos, junto con Jesús están construyendo el Reino.

Habría que revisar si nosotros, que nos decimos sus discípulos, no nos estamos oponiendo muchas veces, con nuestras obras mezquinas a la construcción del Reino.

Recordemos a Jesús que nos dice: “el que no está conmigo, está contra Mí… y el que no recoge conmigo desparrama”

Miércoles de la III Semana de Cuaresma

Mt 5, 17-19

Decía un mecánico a los aprendices: “los detalles son los que dan la seguridad a un vehículo”, no basta con tener arreglado el motor, se tiene que poner atención a cada uno de los pequeños detalles para dar seguridad.

Hay quienes pretenden ser héroes por una sola acción y muchas veces así son reconocidos y premiados, pero después en su vida diaria no son capaces de asumir las responsabilidades y compromisos.

Jesús nos enseña que el Reino de los Cielos se construye poniendo atención a todos los detalles del cumplimiento de la Ley.  Ojo, no es el cumplimiento farisaico de quien pretende ser perfecto y con ello se cree con derecho a obtener los premios del Reino.  Es la actitud del enamorado que busca hasta en los pequeños detalles tener la delicadeza del amor.  Así se construye el Reino: poniendo verdadero amor y dedicación a todos los momentos y a todas las circunstancias de la vida, esas que parecen sin importancia, como la atención delicada con el pobre, la palabra de aliento al desconocido, el recibir cada palabra del Evangelio con delicadeza. Cada pequeña acción va siendo el camino que construye el Reino.

Alguien decía que debemos poner atención a las letras pequeñas porque muchas veces ahí se encuentra los detalles importantes.  Hoy Jesús, parece sugerir lo mismo: No viene Jesús a abolir la Ley y los profetas, que por algo dieron vida al pueblo de Israel, sino todo lo contrario, a darles el verdadero cumplimiento, pero un cumplimiento con sentido y con espíritu.  No es cumplir por cumplir, sino es descubrir la felicidad en el cumplimiento, no es cargar a más no poder con los mandamientos, sino dar sentido a cada instante de nuestra vida, poniéndola ante los ojos amorosos de Dios, nuestro Padre.

Con qué diferente espíritu se realizan las actividades cuando se ama y se está enamorado.  Todo lo contrario sucede cuando sólo se realizan los trabajos por obligación o por interés.

Jesús viene a darle un verdadero sentido a nuestra vida.  Si pensamos que  Él nos acompaña en cada momento, cuando rezamos, pero también cuando nos divertimos; cuando trabajamos junto al hermano necesitado, cuando sonreímos y también cuando nos entristecemos por el dolor injustamente causado.

Junto con Jesús, desde nuestra pequeñez y nuestra miseria, podemos ir construyendo su Reino.

Martes de la III Semana de Cuaresma

Mt 18, 21-35

Jesús nos descubre la difícil dinámica de perdonar y de ser perdonados.  Es la agresividad del pobre implorando perdón al patrón, pero que el día que tiene un poco de poder se convierte en déspota e intransigente como el que más.

El perdón, la capacidad de perdonar, es un signo de la madurez de la persona y una señal del discípulo de Jesús.  Lo que más oscurece la armonía interior es la incapacidad de perdonar.  A quien hace más daño el rencor es a quien lo lleva en su corazón.  Con frecuencia solo asumimos  actitudes pasivas frente al dolor que nace en nuestro corazón y decimos que perdonamos pero que no olvidamos, estamos esperando una oportunidad para desquitarnos.  Por el momento nos aguantamos pero no perderemos la ocasión de tomar venganza.

No se trata de poner en el olvido, sino siendo conscientes de la injusticia que hemos recibido, asumir que la ofensa recibida, injusta y cometida con nuestra persona la ponemos en manos de Dios.  Tratamos de mirar con sus mismos ojos y no buscamos desquitarnos contra el agresor, pero tampoco quedamos con el corazón podrido.  Sólo quien se pone delante de Dios que perdona es capaz de perdonar

La narración pone en evidencia las dos actitudes de lo incongruente que somos.  Dios que no nos ha hecho ninguna ofensa, ni ha sido causa de ningún agravio es capaz de darnos el perdón a nosotros, que sin razón lo hemos ofendido.

Jesús no está hablando de cualquier patrón, si no del mismo Dios Padre misericordioso que es capaz de perdonar las deudas más grandes y los peores pecados.  Dios es capaz de perdonar y recibir nuevamente al pecador, no lleva cuenta de los delitos ni nos está acechando para sorprendernos en el pecado.  Dios ofrece su amor incondicional a quien se vuelva a Él.

Sólo cuando nos sentimos perdonados gratuitamente por Dios, podemos entender que espera de nosotros también un perdón gratuito.  Cuando logramos asumir una actitud de perdón, encontramos una armonía y paz interior que nos hace parecidos a nuestro Padre Dios.

¿Por qué no perdonar si al final de cuentas salimos beneficiados?

Estamos ahora en cuaresma, tiempo fuerte de conversión y de perdón por parte del Padre, hagamos un esfuerzo por hacer de estos días un tiempo fuerte de perdón por nuestra parte hasta para aquellos que, podemos pensar, no se lo merecen.

Lunes de la III Semana de Cuaresma

2 Re 5, 1-15; Lc 4, 24-30

Una de las fallas más comunes de nuestra condición humana, es presuponer que son demasiado fáciles aquellas cosas que nos otorgan por concesión especial, sobre todo aquellas a las que nos hemos acostumbrado.

A Jesús lo rechazaron los habitantes de Nazaret, su pueblo natal, porque Jesús les eran demasiado conocido y porque sus antecedentes eran fáciles de conocer.  Los habitantes de Nazaret lo consideraban como a alguien totalmente conocido.  De acuerdo con lo que hemos escuchado en la primera lectura, las indicaciones de Eliseo para que Naamán quedara limpio de la lepra, fueron injuriosas para Naamán, porque le parecieron demasiado sencillas y comunes y corrientes.

Hay un grave peligro de que lleguemos a considerar la Misa como una concesión obligada: nos parece muy conocida, familiar y sencilla.  Pero, es muy cierto que la Misa es una experiencia maravillosa.  Podría darles algunas sugerencias para que la enfoquen en su realidad total.

Mientras nos dirigimos a la Iglesia, y en los breves momentos anteriores a la Misa, tratemos de grabar en la mente y en el corazón, lo que va a suceder.  Pensemos: «Dios mismo me va a hablar en las Escrituras y yo voy a hablar con Dios en las oraciones.  Jesucristo va a estar ahí y El hará que el gran sacrificio de la cruz se haga presente realmente sobre el altar y a todos los cristianos que nos encontremos ahí presentes nos dará la oportunidad de unirnos a El en esta ofrenda al Padre.  Luego recibiré a Jesús en la sagrada comunión, como una garantía de mi propia resurrección y como un medio para conseguir la fuerza de perseverar hasta el día de la resurrección«.

Un cristiano necesitará menos tiempo para hacerse esta reflexión que el que me ha tardado en decirla.

Más tarde, cuando la Misa haya terminado, pasaremos unos momentos meditando lo que acaba de realizarse, tratando de comprender que debemos vivir enteramente de acuerdo con el ofrecimiento que hemos hecho a Dios.  La Misa, por sencilla y conocida que nos parezca, es demasiado importante para tomarla como un favor que podemos exigir.

Sábado de la II Semana de Cuaresma

Est 1,3-5.12-14; Mt 7, 7-12

Confiar en Dios requiere, de cada uno de nosotros, que nos pongamos en sus manos. Esta confianza en Dios, base de la conversión del corazón, requiere que auténticamente estemos dispuestos a soltarnos en Él.

Cada uno de nosotros, cuando busca convertir su corazón a Dios nuestro Señor y busca acercarse a Él, tiene que pasar por una etapa de espera. Esto puede ser para nuestra alma particularmente difícil, porque aunque en teoría estamos de acuerdo en que la santidad es obra de la gracia, en que la santidad es obra del Espíritu Santo sobre nuestra alma, tendríamos que llegar a ver si efectivamente en la práctica, en lo más hondo de nuestro corazón lo tenemos arraigado, si estamos auténticamente listos interiormente para soltarnos en confianza plena para decir: “Yo estoy listo Señor, confío en Ti”

Desde mi punto de vista, el alma puede a veces perderse en un campo bastante complejo y enredarse en complicaciones interiores: de sentimientos y luchas interiores; o de circunstancias fuera de nosotros, que nos oprimen, que las sentimos particularmente difíciles en determinados momentos de nuestra vida. Son en estas situaciones en las que cada uno de nosotros, para convertir auténticamente el corazón a Dios, no tiene que hacer otra cosa más que confiar.

Qué curioso es que nosotros, a veces, en este camino de conversión del corazón, pensemos que es todo una obra de vivencia personal, de arrepentimiento personal, de virtudes personales.

Estamos en Cuaresma, vamos a Ejercicios y hacemos penitencia, pero ¿cuál es tu actitud interior? ¿Es la actitud de quien espera? ¿La actitud de quien verdaderamente confía en Dios nuestro Señor todos sus cuidados, todo su crecimiento, todo su desarrollo interior? ¿O nuestra actitud interior es más bien una actitud de ser yo el dueño de mi crecimiento espiritual?

Mientras yo no sea capaz de soltarme a Dios nuestro Señor, mi alma va a crecer, se va a desarrollar, pero siempre hasta un límite, en el cual de nuevo Dios se cruce en mi camino y me diga: “¡Qué bueno que has llegado aquí!, ahora tienes que confiar plenamente en mí”. Entonces, mi alma puede sentir miedo y puede echarse para atrás; puede caminar por otra ruta y volver a llegar por otro camino, y de nuevo va a acabar encontrándose con Dios nuestro Señor que le dice: “Ahora suéltate a Mí”; una y otra vez, una y otra vez.

Éste es el camino de Dios sobre todas y cada una de nuestras almas. Y mientras nosotros no seamos capaces de dar ese brinco, mientras nosotros no sintamos que toda la conversión espiritual que hemos tenido no es en el fondo sino la preparación para ese soltarnos en Dios nuestro Señor, no estaremos realmente llegando a nada. El esfuerzo exterior sólo tiene fruto y éxito cuando el alma se ha soltado totalmente en Dios nuestro Señor, se ha dejado totalmente en Él. Sin embargo, todos somos conscientes de lo duro y difícil que es.

¿Qué tan lejos está nuestra alma en esta conversión del corazón? ¿Está detenida en ese límite que no nos hemos atrevido a pasar? Aquí está la esencia del crecimiento del alma, de la vuelta a Dios nuestro Señor. Solamente así Dios puede llegar al alma: cuando el alma quiere llegar al Señor, cuando el alma se suelta auténticamente en Él.

Nuestro Señor nos enseña el camino a seguir. La Eucaristía es el don más absoluto de que Dios existe. De alguna forma, con su don, el Señor me enseña mi don a Él. La Eucaristía es el don más profundo de Dios en mi existencia. ¿De qué otra forma más profunda, más grande, más completa, puede dárseme Dios nuestro Señor?

Hagamos que la Eucaristía en nuestras almas dé fruto. Ese fruto de soltarnos a Él, de no permitir que cavilaciones, pensamientos, sentimientos, ilusiones, fantasías, circunstancias, estén siendo obstáculos para ponernos totalmente en Dios nuestro Señor. Porque si nosotros, siendo malos, podemos dar cosas buenas, ¿cómo el Padre que está en los Cielos, no les va a dar cosas buenas a los que se sueltan en Él, a los que esperan de Él?

Pidámosle a Jesucristo hacer de esta conversión del corazón, un soltar, un entregarnos plenamente en nuestro interior y en nuestras obras a Dios. Sigamos el ejemplo que Cristo nos da en la Eucaristía y transformemos nuestro corazón en un lugar en el cual Dios nuestro Señor se encuentra auténticamente como en su casa, se encuentra verdaderamente amado y se encuentra con el don total de cada uno de nosotros.

Viernes de la II Semana de Cuaresma

Mt 21, 33-46. 45-46

Entender que la parábola del evangelio de hoy es dicha para nosotros, como lo entendían los sumos sacerdotes y los fariseos, sería el primer paso. Pero reaccionar a lo que espera Jesús, sería el segundo paso y el más importante paso, porque de nada nos serviría que nos pasara lo mismo que a aquellos que entendían pero en lugar de convertirse se obstinaban más en su soberbia.

Debemos entendernos nosotros mismos como viña amada y querida por Dios.  Entender nuestra vida y nuestras cosas como bienes que son para que los hagamos producir fruto, no en el sentido comercial actual, si no los frutos que son justicia, verdad y fraternidad.  Dar esos frutos a su tiempo y no querer abalanzarnos sobre ellos.  Percibir la importancia de corresponder al amor de Dios. Serían actitudes básicas en la vida de todo cristiano.

Debemos saber que toda nuestra vida estará afincada en la roca firme que es Jesús, serían las reflexiones sobre esta parábola.  Pero a nosotros nos pasa igual que a los dirigentes del pueblo judío, igual que a los viñadores.  Nos sentimos dueños de lo que no somos, destruimos, usurpamos, golpeamos con tal de defender nuestras posesiones.  Somos capaces también de enfadarnos contra Dios y contra su Hijo y hasta buscamos destruirlos y negar su existencia cuando parecen perjudicar nuestros intereses.

Hay quien lucha contra Dios como si le estorbara en su vida. Hay quien se siente amo y señor del mundo que le fue dado en custodia.  Hay quien se lo apropia y despoja a los hermanos de lo justo que merecen.  Hay quien se convierte en homicida porque se le ha llenado el corazón de ambición.

Esta parábola esta dicha sobre todo para los dirigentes, autoridades que deberán responder de su responsabilidad al tener al pueblo bajo su cuidado, pero es también esta parábola dirigida a cada uno de nosotros, porque también nosotros podemos convertirnos en malos administradores y arrojar a Dios de nuestra vida.

¿Qué sentimiento se me queda en el corazón al escuchar esta parábola?  ¿He puesto a Jesús como la piedra angular de mi existencia?

Jueves de la II Semana de Cuaresma

Lc 16, 19-31

Hace algún tiempo se publicaba el nombre de las personas más ricas del mundo, y aparecía junto a sus nombres las cantidades fabulosas que ganaban diariamente.  A veces nos enteramos de lo que ganan los políticos y funcionarios públicos, y así poder hacer comparaciones con los sueldos de la mayoría de las personas.

Muchas personas se quedan como Lázaro, a la espera de las migajas que caen de la mesa, pero nadie se las da.  Los poderosos hasta con las migajas quieren hacer negocios.

El problema del hambre en el mundo no es por falta de alimento, es por la mala distribución.  No es que no haya lugar en la mesa de la vida para los pobres, es que se les niega el acceso a ese puesto.

Vivimos en medio de contrastes brutales, donde millones de personas no alcanzan a obtener ni siquiera un euro para pasar el día, mientras otros, ciertamente unos cuantos, derrochan sus ganancias.

La parábola es una fuerte crítica a esta inhumana distribución de los bienes, a los que todos los hermanos tenemos derecho, pero también es una crítica fuerte al corazón duro de quien ni siquiera se da cuenta de que su hermano está sufriendo a la puerta. 

Es dura la comparación, pero son más sensibles y humanos los perros que se acercan a lamerle las llagas, que sus hermanos de carne y de sangre rodeados de alimentos y placeres.

La parábola no pretende un adormilamiento o un premio de consolación para el pobre que está sufriendo.  Es el reclamo a todos nosotros porque hemos hecho de la casa de todos, el privilegio de unos cuantos; porque hemos roto la hermandad y vivimos en el egoísmo. 

No, después de muertos no podremos construir la hermandad, con fantasías y amenazas no se abre el corazón. 

Quizás las palabras de Jeremías en la primera lectura nos den la pauta para entender estas palabras: “Maldito el hombre que confía en el hombre y aparta del Señor su corazón, será como un cardo en la estepa”

Que esta parábola nos haga reflexionar y nos abra los ojos para descubrir cada uno de nosotros al hermano que sufre y para luchar por unas estructuras más justas y solidarias.