Miércoles de la V Semana de Cuaresma

Jn 8, 31-42

Hoy la libertad está de moda. Libertad de expresión, de opinión, libertad de experimentación científica, de prensa, lucha por la libertad… Sin embargo, paradójicamente, también nuestra libertad nos puede hacer esclavos. Todo el que comete pecado es un esclavo. La libertad es lo contrario de la esclavitud. ¿Cómo es posible que en nuestro mundo en el cual gozamos de tantas libertades podamos ser esclavos? Nos hemos olvidado de una palabra que es inseparable de la libertad: la verdad. Conocerán la verdad y la verdad los hará libres.

Desgraciadamente hemos separado muchas veces la libertad de la verdad. Sin embargo, no puede existir auténtica libertad si está desligada de la verdad pues son dos eslabones de una cadena que no se pueden separar. Y de aquí surge la gran pregunta ¿qué es la verdad? Jesús nos dice que Él es la verdad y que si nos mantenemos en su Palabra podremos conocer la verdad y ser libres.

Dios no es una verdad más, sino que es la verdad absoluta, es el único que tiene una libertad absoluta. La libertad del hombre es un riesgo. Con la gracia de Dios, la libertad del hombre puede ser encaminada a la verdad, al bien y a la felicidad. Por el contrario, si buscamos una libertad lejos de la verdad, que es Cristo, nos haremos esclavos de nuestras propias pasiones y de nuestros pecados.

Al final del pasaje evangélico, Jesucristo nos invita a una coherencia de vida. Si nuestras obras no reflejan la verdad no podemos decir que realmente somos libres. Si nuestra vida se desarrolla en el campo de la mentira no podemos decir que somos coherentes con lo que Cristo nos ha enseñado. Si queremos ser hijos de Dios debemos actuar con la verdad, si no seremos hijos del padre de la mentira.

Dios viene a librarnos del pecado. Preparemos en esta cuaresma un corazón sincero que nos ayude a recibir las gracias que Dios viene a traernos. Seamos humildes para dejar a un lado la mentira y el pecado, para convertirnos con la ayuda de Dios a una vida libre apoyada en la verdad de Cristo.

Martes de la V Semana de Cuaresma

Jn 8, 21-30

¿Cómo librarse del mal en nuestros días? Todos hemos sentido la impotencia ante las estructuras del pecado y ante la cultura de muerte. El pueblo de Israel lo experimentaba en su diario caminar y descubría los males que le aquejaban externa e internamente. Y unía, en su pensamiento religioso, las dos vertientes del mal: las picaduras de la serpiente no sólo eran graves por la muerte que podían traer, sino también porque eran expresión de la murmuración, de la falta de fe y de las dudas de aquel pueblo.

Una serpiente de bronce levantada en lo alto, pretendía no que volvieran los ojos a la serpiente, sino que arrepintiéndose volvieran sus ojos al Dios que los había liberado de la esclavitud y que ahora los acompaña en el camino del desierto a pesar de las infidelidades del pueblo.

Jesús retoma esta imagen y se la aplica a sí mismo: será levantado en alto y quienes lo miren reconocerán que “Él es”.  Y establece una clara diferencia entre los criterios de Dios y los criterios del mundo y la supremacía de su amor y su verdad. Al ser levantado en lo alto nos manifiesta que está por encima de los valores del mundo y que podemos, con su fortaleza, vencer también nosotros el mal.

Las dudas del pueblo de Israel, el recuerdo de lo que comían en la esclavitud, las dificultades del desierto, lo hacían tambalearse y son muy parecidas a las dificultades y problemas que hoy tenemos y que nos hacen dudar. La mirada llena de confianza que dirigían los israelitas hacia la serpiente, es la misma mirada que el pueblo en busca de salvación dirige a su único Salvador Jesús. Utiliza Jesús esta imagen de la serpiente ante los judíos que lo critican y cuestionan su autoridad y no aceptan su mensaje.

Hoy también estas palabras se dirigen a nosotros que sufrimos, que nos atemorizamos y que dudamos ante la ola de violencia, de corrupción que parece inundarnos.

Que estos días de cuaresma, ya tan cercanos a la semana santa, dirijamos nuestra mirada a Jesús clavado en la cruz, como signo de salvación verdadera. No solamente en una contemplación, como lo hemos puesto en lo alto de muchos de nuestros cerros y construcciones, sino con un cambio verdadero de corazón, con una conversión sincera y con un recuerdo permanente de su amor por nosotros.

Lunes de la V Semana de Cuaresma

Dan 13, 1-9. 15-17. 19-30. 33-62; Jn 8, 1-11

Susana, la esposa de Joaquín, fue acusada falsamente por dos ancianos de haber cometido adulterio.  ¡Qué angustiosa debió haber sido la situación de Susana, inocente, al ver que era condenada a muerte, mientras que los ancianos, culpables, se iban libres!  Todo parecía indicar que éstos iban a salirse con la suya, hasta que Daniel apareció.  Enfrentados con Daniel y atrapados en su mentira, ellos se condenaron a sí mismos.  De manera muy semejante, los fariseos, que deseaban acusar a Jesús de blasfemia y engaño, al quedar frente a Él, pusieron de manifiesto sus propias culpas por haberlo rechazado.  Jesús acababa de decir que Él era la luz del mundo y fue su luz penetrante la que puso al descubierto la maldad de los fariseos.

Probablemente algunas veces nos hemos sentido tentados de disgustarnos por las personas que parecen «cometer impunemente un crimen».  Quizá sentimos rencor hacia ellos o tal vez un poco de envidia.  Porque nosotros trabajamos duro, nos esforzamos, mientras que otros, que ni siquiera toman en cuenta a Dios ni a los demás fuera de ellos mismos, prosperan y todo les sale como quieren.  Podríamos pensar que, desde el punto de vista de la moral, estamos mejor que ellos; sin embargo, vemos que ellos están mucho mejor que nosotros en lo económico, lo financiero, lo social y en cualquier cosa de orden material.  Lo que le llegue a suceder a esas personas, es un asunto exclusivo de Dios.  Nosotros no debemos desearles ningún mal, puesto que, si en realidad son culpables de pecado, serán juzgados por Dios y recibirán su castigo, como sucedió con los dos viejos que acusaron a Susana.

Por lo pronto, lo que debe preocuparnos es nuestra posición delante de Dios, sin hacer comparaciones entre nosotros mismos y los demás.  Esas comparaciones no sólo pueden conducirnos a una profunda decepción, sino que yerran el blanco.  Somos lo que somos delante de Dios y no seremos juzgados en comparación con otros seres humanos como nosotros, sino a la luz de la santidad de Cristo.

San José

En el interior de este tiempo cuaresmal, celebramos hoy la fiesta de san José. Nuestra curiosidad instintiva que quisiera saber muchos detalles de su vida queda desde luego bastante decepcionada. Es muy poco lo que los evangelios nos dicen de él. La vida del carpintero de Nazaret no sobresale ni destaca por su espectacularidad, sino por su fidelidad.

José puede ser para nosotros un ejemplo. Podemos descubrir en su vida unas actitudes profundas que deberían ser también nuestras actitudes. Los textos que hemos escuchado nos dan la pista de nuestra búsqueda: José es un hombre justo. Un hombre que se deja conducir por Dios. Un hombre que responde con generosidad a su llamada.

Creo que hoy nos podríamos fijar en dos aspectos de la figura de José que pueden iluminar nuestra propia vida. En primer lugar, José es un hombre abierto al misterio de Dios, que acoge su llamada con espíritu de disponibilidad.

Cuando Dios se manifiesta, siempre cambia nuestra vida, siempre nos sorprende. Cuando Dios se hace presente en la vida de los hombres, lo que cuenta, lo que es decisivo no son nuestros preparativos, nuestros proyectos, sino la acogida que damos a su llamada. Cuando Dios se manifiesta, «todo es gracia» y por lo tanto, todo depende de la fe.

Esta fue la actitud de José. Él supo acoger el misterio de Dios que irrumpía en su vida. Confió en la Palabra de Dios.

Aceptó el riesgo que siempre supone la fe, sin verlo todo claro de una vez para siempre, asumiendo con coraje las dificultades y las oscuridades del camino que emprendía. Su confianza, su disponibilidad, su actitud de dejarse guiar por Dios lo convierte para nosotros en un modelo, un punto de referencia.

Nos podríamos fijar todavía en un segundo aspecto. El evangelio nos dice brevemente que José hizo lo que el ángel del Señor le había mandado. Su fe se transforma y se traduce en fidelidad. Ha acogido con confianza la llamada de Dios y empieza a seguir con generosidad los caminos que Dios le señala.

Acepta la misión que Dios le da y la cumple sin ruido. No se pierde en discursos. Habla el lenguaje que mejor conoce, el que en definitiva importa: el lenguaje de los hechos. Su santidad radica precisamente en esta vida anónima y entregada, de trabajo y preocupación por la familia, vivida como una respuesta fiel y generosa a la llamada de Dios.

Todos y cada uno de nosotros somos también llamados por Dios.

Tenemos cada uno un lugar y una misión irremplazables en el plan de Dios. Debemos tener un espíritu atento para saber descubrir en nuestro trabajo y en nuestra familia, en nuestros ambientes y en nuestra comunidad las llamadas que Dios nos dirige a asumir, nuestra responsabilidad y nuestros compromisos.

Debemos tener también un corazón generoso que nos haga avanzar con decisión para hacer de nuestra vida una respuesta fiel y generosa a la llamada de Dios.

Que esta eucaristía nos ayude a dar esta respuesta.

Jueves de la IV Semana de Cuaresma

Jn 5, 31-47

Es triste la que hayamos llegado a una realidad donde la palabra ya no vale, donde se requieren papeles y testigos para demostrar la propia identidad, donde primero va la duda y la sospecha, antes que la buena intención y la benevolencia.

A Jesús le pasa lo mismo: sus opositores dudan de su autoridad y de su persona y buscan hacerlo desaparecer porque su misión no encaja en su sistema de leyes, de injusticias y de engaños. Y Jesús accede a demostrar, con testigos y con obras, que tiene toda autoridad. Alude a Juan Bautista, lámpara que ardía y brillaba, como un testigo confiable, pero para quien se niega a aceptar la verdad, el testimonio de Juan no es válido, sino que causa problemas y lo desaparecen.

¿Sucede algo parecido entre nosotros? ¿Desaparecemos o ignoramos a quien se opone a nuestros caprichos e injusticias?

 Pone también como evidencia sus propias obras, “obras son amores”, pero las obras cuando se tiene la mente obcecada no bastan. ¿Cómo llegar al corazón de quien lo ha cerrado?

No parece bastar el testimonio de un Padre Dios que se manifiesta en cada una de las acciones que realiza Jesús. No son suficientes tampoco los testimonios que en profecía y adelanto ha ofrecido Moisés. ¿Cómo dar fe a las palabras de Jesús?

También nosotros en la actualidad parecería que negamos todo el testimonio y la fuerza de la palabra de Jesús. Nos decimos los sabios para descartar la sencillez de su sabiduría; nos escudamos en los bienes materiales y nuestras posesiones, para sentir seguridad y salvación; argumentamos libertades y nuevas verdades, para desfigurar la verdad eterna y la auténtica libertad.

Es tiempo de Cuaresma. Es tiempo de despojarnos de todas nuestras prevenciones y prejuicios y abrir el corazón, la mente y los ojos para descubrir la acción de Jesús en medio de nosotros. Es el único que puede darnos libertad, pero necesitamos aceptar su mensaje.

Que no nos encerremos en leyes o pretextos para ahogar su palabra. Que no demos más crédito a nuestras ambiciones e intereses que a su Palabra.

Miércoles de la IV Semana de Cuaresma

Jn 5, 17-30

Para nuestros días suena actual y consolador el mensaje que nos ofrece el profeta Isaías.  Hablando al Siervo de Yahvé, afirma Dios: “Yo te formé y te he destinado para que seas alianza del pueblo, para restaurar la tierra, para volver a ocupar los lugares destruidos, para decir a los prisioneros salgan y a los que viven en tinieblas vengan a la luz”

Si relacionamos este pasaje con las palabras que hemos escuchado en san Juan, vamos a descubrir como Jesús realiza esa misión, rompiendo esa oscuridad, restaurando al pueblo y devolviendo la luz.

Aunque se opongan sus perseguidores por hacer curaciones en sábado, aunque lo amenacen de muerte, Jesús ofrece esa posibilidad de encontrar la luz, más allá de una ley, que ciertamente buscaba dar vida, pero que se había convertido en atadura, Cristo busca dar luz y libertad a todos los esclavizados por cualquier tipo de enfermedad o cadena.

Cristo pasa por encima de convencionalismos o de críticas de los poderosos con tal de dar verdadera libertad.  Jesús es libre y da libertad.  Además busca parecerse a su Padre y realiza las mismas obras de su Padre.

El pasaje de Isaías termina con una de las más bellas expresiones: “¿puede acaso una madre olvidarse de su hijo, hasta dejar de enternecerse por el hijo de sus entrañas?  Aunque hubiera una madre que se olvidara, Yo nunca me olvidaré de ti.  El amor de Dios Padre es mucho más fuerte que el amor maternal, y Jesús manifiesta ese amor entrañable de Dios.

Pidamos al Señor que en este día experimentemos este amor paternal-maternal que no puede olvidarse de sus hijos y que Jesús sea para nosotros la luz que rompe las ataduras, que restaura nuestra vida y nos manifiesta la gloria de Dios Padre.

Martes de la IV Semana de Cuaresma

Jn 5, 1-3. 5-16

Tomemos el lugar del paralítico a la orilla de la piscina, esperando una y otra vez a que el agua se agite y después luchar contra todos con tal de alcanzar la salud, intentar arrastrarse una y otra vez, pero siempre alguien ha alcanzado el agua antes que nosotros.  Y así un día y otro día, una semana y otra semana, hasta tener años de intentarlo y terminar por perder toda esperanza.

Son muchas las reflexiones que podemos hacer sobre este evangelio, pero voy a acentuar dos rasgos que nos pueden inspirar este pasaje.

Mirémonos a nosotros mismos en el camino de nuestra vida y descubramos cómo a fuerza de fracasos hemos perdido el ímpetu para intentar alcanzar la salud para nosotros o para nuestra sociedad.  Nos sentimos inválidos, paralizados, sin ánimo para el trabajo solidario, para el esfuerzo, para el verdadero amor.

Tantas veces hemos fracasado por culpa nuestra o por culpa de las circunstancias, que ahora ya hemos perdido la ilusión.  Dejamos que las cosas sucedan, sin que nos causen sorpresa.  Hemos perdido la esperanza. 

Pues a nosotros que estamos desilusionados, hoy se acerca Jesús y pregunta que si queremos curarnos.  ¿Qué le respondemos?

¿Estamos dispuestos a arrastrarnos nuevamente para alcanzar las aguas de la salvación?  Sólo cuando nos reconocemos impotentes y que no tenemos a nadie, si nos ponemos en sus manos y confiamos en su amor y misericordia, empezaremos a vislumbrar la posibilidad de la salud.

También, hoy, a nosotros, Jesús nos lanza el reto: “levántate, toma tu camilla y anda”.  No podemos quedarnos sin ilusiones, tendremos que arriesgarnos a ponernos en pie e iniciar nuestro camino.  Tenemos que despertar nuestra fe y nuestra esperanza, tenemos que confiar en su palabra, y al mismo tiempo tener en cuenta a quien se ha quedado atrás, a quien no se levanta, a quien lo dejan tirado.

Junto con Jesús, despertemos a una nueva esperanza.

El hombre de la piscina, al igual que hoy en día muchos hermanos, no tienen quien les tienda una mano, quien los ayude a salir de sus problemas… quien los lleve a conocer a Jesús. ¿Te has puesto a pensar cuánta gente a tu alrededor está esperando que le tiendas la mano?

Lunes de la IV Semana de Cuaresma

Is 65, 17-21; Jn 4, 43-54

Muchas veces cuando contemplamos nuestro mundo tan sumido en la violencia y en el egoísmo nos asaltan las dudas y caemos en el pesimismo. Parecería que nada se puede hacer.

Las lecturas de este día, a pesar de ser del tiempo de cuaresma, tienen un fuerte sentido de esperanza. Isaías comienza recordándonos el Sueño de Dios: “Voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva”. Nos deben sonar estas palabras muy dulces, pero muy lejanas. Estaban dirigidas a un pueblo que había sufrido mucho, que había sido casi exterminado, pero que ahora se le invitaba a fortalecer su fe y su esperanza para iniciar la reconstrucción.

Los sufrimientos del pasado serán sólo un recuerdo, pero ahora se establecerá una nueva relación entre Dios y el pueblo. Así nacerá la armonía y por eso este anuncio de felicidad. Pero debemos poner atención, porque si es cierto que se anuncian los nuevos cielos y la nueva tierra, también implican el compromiso de unas nuevas relaciones entre los hombres y Dios que se concretizan en la fe de cada día y en el comportamiento con el hermano.

Es la misma exigencia de Cristo en su mensaje: sólo con una gran fe se pueden construir nuevas relaciones. Él no niega ni rechaza a quien le pide un favor para una persona enferma. Pero exige la fe.

La actitud del funcionario real debe ser la actitud de todo discípulo: confiar plenamente en la palabra y actuar conforme a ella. Así se inicia una forma de salvación que nos coloca más allá de nuestras fronteras y nos lanza a construir ese cielo nuevo y esa tierra nueva.

Es cierto que Jesús cura a distancia, pero también es cierto que se han requerido la sensibilidad de un padre para pedir por su hijo, el riesgo de aparecer suplicando a un nazareno, él que era poderoso, y después confiar ciegamente en una palabra sin ningún signo externo que le confirmara su petición.

Nosotros también debemos darnos cuenta de la enfermedad que tiene nuestro pueblo, suplicar insistente y humildemente, y actuar conforme a la palabra que nos da Jesús. Sí podemos construir un cielo nuevo y una tierra nueva con su presencia y con su palabra.

Sábado de la III Semana de Cuaresma

Os 6, 1-6; Lc 18, 9-14

Había una vez un joven perfectamente consciente de su baja estatura.  Había determinado buscar solamente a las muchachas más bajitas que él, de modo que pudiera hacerse la ilusión de que era alto.  Este mismo auto-engaño, sólo que en un campo mucho más serio, era uno de los problemas del fariseo, protagonista del evangelio de hoy.  Su oración, lejos de ser una humilde y sincera aceptación de sus debilidades, era una forma de auto-elogio, porque estaba tomando un punto equivocado de comparación.  Más bien que compararse con una gente que se suponía codiciosa, deshonesta y adúltera, debía haberse comparado con Dios, que es la perfección absoluta.

Es probable que ahora mismo, aquí, en la Misa, algunos de nosotros pensemos que somos mejores que otras personas que no respetan ni la religión ni la moral.  Sin embargo, al iniciar cada Misa, se nos pide que recordemos nuestros pecados y que digamos sinceramente: «Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador».  Sin duda alguna, todos nosotros somos pecadores en comparación con la bondad de Dios.  Y es Dios el que debía de ser nuestro punto de comparación, puesto que Jesús dijo: «Sean perfectos, como el Padre celestial es perfecto».

Estar delante de Dios con una actitud humilde, con una aceptación sincera de nuestra imperfección, es la clave de la verdadera oración.  Advirtamos que la «oración» del fariseo era una mezcla de orgullo y autocomplacencia.  No le pedía nada a Dios, pero tampoco le daba nada.  El publicano, en cambio, pedía misericordia, y fue él quien salió del templo justificado.  Si queremos que nuestra oración sea efectiva, debemos comenzar pidiéndole a Dios misericordia.

Viernes de la III Semana de Cuaresma

Mc 12, 28-34

Cuando el profeta Oseas sugiere al pueblo de Israel su conversión, le pide que ya no llamen dioses a las obras de sus manos.  Y si revisamos un poco la historia, nos encontramos que Israel había puesto su confianza más en el poder de Asiria, en su ejército y en sus propias fuerzas que en el Señor.  No se refiere, pues,  literalmente a otros dioses, sino que hay cosas que están ocupando el lugar de Dios.

Actualmente muchos pueblos se definen a sí mismos como religiosos, no idólatras, pero en su diario actuar confían más en su poder, en su dinero y en miles de pequeñeces que llenan su corazón.

El hombre moderno se ha aficionado a tantas comodidades, a tantas dependencias que se ha convertido en verdaderos dioses, con sus ritos, con sus defensores y sus sacerdotes.  Basta mirar los nuevos espectáculos, los deportes, los negocios y la política.  No podemos decir que no ocupa verdaderamente el corazón de la persona.

Después también encontramos las ambiciones y anhelos personales o de grupo, se adueñan del corazón y tiranizan toda su vida.

El evangelio de este día quiere que retomemos el fin esencial del hombre: amar a Dios y amar al prójimo.  Alguien decía que deberíamos decir más que amar a Dios, el dejarse amar por Dios, permitirse experimentar el amor de Dios.  Y es verdad, porque quien se sabe amado por Dios, se siente en las manos de Dios, buscará espontáneamente responder con el mismo amor y también procurará manifestar en la práctica este amor dándolo a sus  hermanos que son así mismo amados de Dios.

No es tanto un mandamiento sino una experiencia.  Cada día que nace, cada instante que vivimos, cada belleza y aún cada fracaso lo podremos vivir como una manifestación del amor de Dios.  Entonces nuestro corazón encontrará la verdadera paz y podrá ponerse a disposición para servir a los hermanos.  Si el corazón se llena de ambición nunca encontrará la paz y verá en cada hermano un opositor y se defenderá de él o lo utilizará como peldaño.

Pidamos al Señor que podamos experimentar en cada instante el gran amor que Dios Padre nos regala.