Lunes de la III Semana del Tiempo Ordinario

Mc 3, 22-30

¿Cuál es el pretexto que yo pongo para no seguir a Jesús? Hemos escuchado muchas acusaciones en estos días en contra de su Iglesia a la que se le condena como perversa y ambiciosa, pero a veces esto parece más un pretexto para no acercarse a Jesús y justificar los propios problemas. No justifico los errores que cometemos como Iglesia, pero esto no puede servirnos de pretexto para alejarnos de Jesús. Las acusaciones que le hacen a Jesús no están lejanas en la actualidad. También a Él se le decía que era diabólico, también se le decía que tenía un espíritu inmundo… y sin embargo lo que se buscaba era justificar los propios pecados y no escuchar la buena nueva que ofrece Jesús.

Las acusaciones le sirven de ocasión a Jesús para insistir en la unidad pues la división destruye no solamente las obras malas, sino también las grandes y heroicas comunidades que buscan vivir el evangelio. Detrás de la división se encuentra el egoísmo y la ambición que mira a los otros como si fueran enemigos y no como hermanos. Pero lo que más llama mi atención en el pasaje de este día, es la afirmación que hace Jesús de que se perdonarán todos los pecados y todas las blasfemias pero que no se perdonará la blasfemia contra el Espíritu Santo.

Con frecuencia en la confesión se acercan personas agobiadas por sus pecados y dudando de la misericordia de Dios. Muchas veces, dudando, me dicen: “¿Dios me perdonará mi pecado?”. Y yo recuerdo estas palabras de Jesús y les aseguro que todo pecado tiene perdón. Ésa es la gran enseñanza que nos ha traído Jesús: manifestarnos a Dios como un padre amoroso que está esperando a que el pecador se arrepienta y se vuelva a casa. Siempre que el hombre retorna de su pecado, encuentra un Padre que lo ama, lo rescata, lo purifica y le devuelve su dignidad de Hijo.

Es más, el mismo Padre ha enviado a su Hijo a buscarnos a nosotros que somos pecadores. El gran problema es cuando nosotros no queremos aceptar ese perdón, cuando no queremos arrepentirnos y nos obstinamos en el mal camino. No se puede perdonar a quien trastoca los valores y, a sabiendas, hace confundir el mal con el bien. No se puede perdonar a quien no se quiere arrepentir. ¿Tendremos el corazón tan duro como para no aceptar la reconciliación que nos ofrece nuestro Padre?

Sábado de la II Semana del Tiempo Ordinario

Marcos 3, 20-21

Sobre el Evangelio de hoy, decimos que el bautismo es la puerta de la fe y de la vida cristiana. Jesús Resucitado dio a sus apóstoles este mandato:

«Vayan por todo el mundo y anuncien la Buena Noticia a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará». (Marcos 16,15-16)

La misión de la Iglesia es evangelizar y perdonar los pecados a través del sacramento del bautismo.

El Bautismo es en un cierto sentido el documento de identidad cristiana, su certificado de nacimiento. Es el certificado de nacimiento a la Iglesia. Todos ustedes saben el día en que nacieron. De verdad, ¿no es así? Celebran los cumpleaños, todos.

Todos celebramos el cumpleaños. Pero voy a hacerles una pregunta que hice otra vez, y que voy a repetir otra vez: ¿quién de ustedes se acuerda de la fecha de su bautismo?… ¿Quién de ustedes? Hay pocos, ¿eh? No muchos… Hay pocos, ¿eh?

Pero hagamos una cosa, hoy cuando regresen a casa, pregunten: «¿En qué día fui bautizado?» Busquen. Éste es el segundo cumpleaños. El primer cumpleaños es el cumpleaños a la vida y éste es el cumpleaños a la Iglesia: es el día del nacimiento a la Iglesia…

El Evangelio de hoy nos comenta que el bautismo está unido nuestra fe en el perdón de los pecados. El sacramento de la Penitencia o Confesión es, de hecho, como un segundo bautismo, que tiene siempre como referente el primero para consolidarlo y renovarlo.

En este sentido, el día de nuestro bautismo es el punto de partida de un camino, de un camino hermosísimo, de un camino hacia Dios, que dura toda la vida, un camino de conversión y que continuamente se apoya en el Sacramento de la Penitencia.

Y piensen también en esto: cuando vamos a confesarnos de nuestras debilidades, de nuestros pecados, pidamos el perdón de Jesús, pero renovemos también el Bautismo con este perdón, eso es hermoso. Es como festejar en cada confesión el día del Bautismo.

Y así, la confesión no es una sesión en una cámara de tortura, es una fiesta para celebrar el día de nuestro Bautismo. La confesión es para los bautizados. Para mantener limpia esta vestidura blanca de nuestra dignidad cristiana.

Viernes de la II Semana del Tiempo Ordinario

Mc 3, 13-19

¿En qué te fijas tú para escoger a tus amigos? ¿Qué cualidades y condiciones le pondrías a una para tenerle tanta confianza para encargarle lo más importante?

Siempre sorprende la forma de actuar de Dios Padre, que es la misma forma de actuar de Jesús.

San Marco comienza la narración del evangelio de hoy de una manera solemne, haciéndonos subir al monte con Jesús.  En un monte se había hecho la primera Alianza, en un monte se había dado los mandamientos.  En la montaña se siente más la presencia de Dios.  A la montaña se va para orar en los momentos decisivos.  Y después de esta solemne introducción, San Marcos nos dice que Jesús llamó a los que Él quiso.

Curiosidad grande tendríamos de ver quiénes son los elegidos.  Empezamos a ver los nombres y encontramos representantes de todos los estilos, de todos los caracteres, de todas las tendencias, pero todos, como un día alguien dijo, de bajo perfil.

¿Por qué los llamó?  Porque Él quiso.  Quizás podríamos decir porque Él los quiso y los quiere.

Entre los doce escogidos, número más simbólico que necesario, tenemos toda la gama de personas, pero todos reconociéndose amados por Jesús.  No destruye sus familias, pero sí constituye una nueva familia.  De ahora en adelante los encontraremos a todas horas con Jesús, estando de acuerdo con Él o mirándolo con desconfianza y perplejidad; aprobando sus decisiones o teniendo miedo ante sus actuaciones.

Los ha invitado para que se quedarán con Él.  San Juan nos había dicho en días pasados que los había invitado a que vieran dónde vivía y que después pudieron estar más.  “Hemos encontrado al Mesías”

Estar con Jesús es la primera tarea de todo discípulo.  Reconocerse amado, querido, escogido por Él, sin mayor mérito que su gratuito amor.

Quizás este día podríamos repetir como un estribillo “Jesús me ha escogido porque me ama”.  Quizás podríamos a todas horas vivir en la atmósfera de su amor.  No se necesita dejar de hacer, se necesita interiorizar ese amor.

Las otras finalidades es esta lección se pueden decir que brotan espontáneamente después de saberse amado: proclamar el Evangelio y expulsar a los demonios.  Si me reconozco y experimento amado por Jesús, necesariamente tendré que manifestar ese amor; si he convivido con Él, que es el Santo de Dios, no permitiré que los demonios de la mentira, de la injusticia, de la corrupción se aniden en mi corazón o en mi familia.

Hoy me siento escogido por Dios.

Jueves de la II Semana del Tiempo Ordinario

Mc 3, 7-12

El pasaje que nos presenta hoy san Marcos nos dice que: «Una multitud lo seguía». Y nos aclara que lo seguían «porque había sanado a muchos» por lo que todos querían tocarlo.

Sin embargo, ¿cuántos de esta multitud estaban dispuestos a vivir de acuerdo con la enseñanza del Maestro, a vivir de acuerdo con el Evangelio?

Al proclamar el evangelio de hoy no puedo dejar de pensar en una pregunta ¿Por qué los jóvenes no siguen a Jesús? Y hay que hacerse otra pregunta ¿es culpa de los jóvenes o es culpa de los adultos el que los jóvenes no sigan a Jesús? O ¿ya Jesús no responde a las inquietudes de hoy?

Mientras en el Evangelio se manifiestan las multitudes con deseos de encontrar a Jesús, vemos ahora a los jóvenes que no quieren oír hablar de valores, de religión ni tampoco de Jesús.  ¿Les ha fallado Jesús?  Creo que no.  Jesús tendría ahora respuestas muy válidas para las profundas inquietudes de los jóvenes.  Pero me parece que estamos equivocando el camino en la educación de los jóvenes.

Los niños y los jóvenes de ahora han vivido ya sumergidos en un mundo de tecnología, de imágenes, de cambios y se han acomodado ya a este estilo de vida, a tal grado que parecen fundirse con los mismos aparatos, con el móvil, la televisión y con el internet.

Es el vertiginoso cambio de escenas, de novedades, de placeres lo que satura el ambiente de los jóvenes y que no les permite detenerse a mirar qué es lo que quieren para el futuro. A veces, muchos de ellos, te dan la impresión de que son eternos niños que no asumen sus responsabilidades y solamente quieren divertirse.

El sumario que este día nos ofrece san Marcos presenta a Jesús como la fuente oculta de la salud y como el médico de la humanidad.  Nos narra el desbordante entusiasmo con que las multitudes se aglomeran en torno a Jesús que lo obligan a subirse a la barca para desde ahí, proclamar la Palabra.

No creo que Jesús les haya fallado a aquellas personas y tampoco creo que Jesús nos falle a nosotros o le falle a nuestros jóvenes.  Más bien, me da la impresión, de que estamos tan llenos de cosas que no hemos despertado ni en ellos ni en nosotros el deseo ardiente de valores que vayan más allá.  Nos hemos saturado de menudencias y hemos atrofiado el gusto por las cosas espirituales.

No podemos estar en contra del progreso ni de los maravillosos medios de comunicación para estar en contacto unos con otros.  Lo que hay que estar en contra es de la manipulación de la conciencia, de la dependencia que crea y de la superficialidad que generan.

Como padres de familia, como educadores y como maestros tenemos el gran reto de acercar a los jóvenes a Jesús para que lo toquen, para que lo experimenten, para que se enamoren de Él ¿Podremos lograrlo?

Miércoles de la II Semana del Tiempo Ordinario

Mc 3,1-6

Quizás en nuestro tiempo no tendrían mucho sentido esas palabras de Jesús ni aun cambiando a decir que el domingo se hizo para el hombre y no el hombre para el domingo. Hemos dejado a un lado estas celebraciones y nos hemos enfocado en otros ritos y celebraciones. Pero creo que las mismas palabras de Jesús tendrían mucho sentido si miramos lo que ahora nos esclaviza y quizás podríamos parodiar su reflexión diciendo: “el dinero se hizo para el hombre y no el hombre para el dinero”, o quizás también podríamos aplicarlas a otras esclavitudes modernas: “El placer se hizo para el hombre y no el hombre para el placer”. O bien, alguien me decía que para muchos el domingo es sinónimo de futbol y de alcohol… Son muchas las esclavitudes que ahora sujetan y oprimen al hombre y lo más triste es que él mismo se ha colocado esas cadenas.

La misma miopía con que veían las autoridades judías el sábado y que se convirtió de un día de descanso y de liberación en un día de opresión, lo mismo sucede en la actualidad. Revisemos nuestra vida y encontraremos nuevas esclavitudes. La política es ciertamente un bien muy necesario para el progreso y el bienestar de los pueblos, pero cuando se manipula la política y se le convierte en instrumento de opresión, pierde todo su sentido.

Los bienes materiales y la producción están dentro del plan de Dios para alimentar al hombre y otorgarle los bienes necesarios para su salud y su bienestar, pero después convertimos en un dios el comercio, la empresa y el negocio, a tal punto que acaban destrozando a las personas en aras del negocio. Y así, muchas cosas se convierten en opresión: el deporte  que debería ser descanso y convivencia, se convierte en fanatismo, causa de divisiones y abandono del hogar, de la familia y de Dios; el vino signo de alegría se apodera de las personas y las embrutece; el poder que debería ser servicio, se transforma en opresión… y cada uno de nosotros podemos revisar si lo que nos mueve o nos atrae está en función de la realización de la persona o bien si ya se ha convertido en fuente de esclavitud.

Aun cosas muy buenas: el estudio, la religión, o el servicio, cuando se vuelven obsesión e ideología, llegan a ser cadenas. ¿Qué nos diría Jesús? ¿Tenemos el corazón libre?

Martes de la II Semana del Tiempo Ordinario

1Sam 16,1-13; Mc 2,23-28

El Salmo 88 recuerda la elección de David como rey de Israel, después de que el Señor rechazara a Saúl por no haberle obedecido. En la Primera Lectura (1S 16,1-13) el Señor envía a Samuel a ungir rey a uno de los hijos de Jesé, el Betlemita. La unción indica la elección de Dios y se usa también hoy para consagrar a los sacerdotes y a los obispos, y también todos los cristianos en el Bautismo somos ungidos con el óleo. Dios invita a Samuel a no fijarse en el aspecto físico porque «no se trata de lo que vea el hombre. Pues el hombre mira a los ojos, más el Señor mira el corazón». Los hermanos de David combatían contra los filisteos para defender el reino de Israel, y tenían méritos, pero el Señor eligió al último de ellos. Un chico inquieto, que cuando podía iba a ver cómo luchaban sus hermanos, pero le enviaban a apacentar el rebaño. Entonces buscaron a David, que era rubio y de buena presencia, y el Señor dijo a Samuel que lo ungiera y entonces «el Espíritu del Señor vino sobre David desde aquel día en adelante».

Esto nos hace preguntarnos cómo el Señor elige a un chico normal, que quizá hacía chiquilladas, como todos los chicos, que no era especialmente piadoso, ni rezaba todos los días, y tenía siete hermanos valientes con más méritos que él. Sin embargo, fue elegido el más pequeño, el más limitado, el que no tenía ni títulos, ni nada, ni siquiera había peleado en la guerra. Lo que nos hace ver la gratuidad de la elección de Dios. Cuando Dios elige, muestra su libertad y su gratuidad. Pensemos en todos los que estamos aquí: ¿Cómo es posible que el Señor nos haya elegido? “Bueno, es que somos de una familia cristiana, de una cultura cristiana…”. No. Muchos de familia cristiana y de cultura cristiana rechazan el Señor, no quieren. ¿Cómo es que estamos aquí, elegidos por el Señor? Gratuitamente, sin ningún mérito. El Señor nos ha elegido gratuitamente. No hemos pagado nada para ser cristianos. Los sacerdotes y los obispos no hemos pagado nada para ser sacerdotes y obispos –al menos eso pienso, ¿no? Porque hay, sí, los que quieren subir en la supuesta carrera eclesiástica, que se comportan de modo simoníaco, buscando influencias para ir acá, allá… los trepas.  No, eso no es cristiano. Ser cristiano, estar bautizados, ser ordenados sacerdotes y obispos es pura gratuidad. Los dones del Señor no se compran.

La unción del Espíritu Santo es gratuita. ¿Y qué podemos hacer nosotros? Ser santos, y la santidad cristiana es conservar el don, nada más, comportándose de tal manera que el Señor sea siempre el que hace el don y yo no tenga ningún mérito. En la vida ordinaria, en las empresas, en el trabajo, muchas veces para tener un puesto más alto se habla con un funcionario, se habla con un gobernante, se habla con ese de allá: “anda, dile al jefe que me ascienda…”. No es don; eso es trepar. Ser cristianos, sacerdotes, obispos es solo un don. Y así se entiende nuestra actitud de humildad, lo que debemos hacer: sin mérito alguno. Solo debemos conservar ese don, que no se pierda. Todos somos ungidos por la elección del Señor; debemos conservar esa unción que nos ha hecho cristianos, nos ha hecho sacerdotes y obispos. Eso es la santidad. Las otras cosas no sirven. La humildad de conservar el don. ¿Cuál es el gran don de Dios? ¡El Espíritu Santo! Cuando el Señor nos eligió, nos dio el Espíritu Santo. Y eso es pura gracia, es pura gracia. Sin mérito nuestro.

David fue tomado detrás del rebaño, de entre su pueblo. Si los cristianos olvidamos al pueblo de Dios, incluso al pueblo no creyente, si los sacerdotes olvidamos a nuestro rebaño, si los obispos olvidamos esto y nos sentimos más importantes que los demás, renegamos del don de Dios. Es como decir al Espíritu Santo: “Tú vete tranquilo a la Trinidad, descansa, que yo me apaño solo”. Y eso no es cristiano. Eso no es conservar el don. Pidamos hoy al Señor, pensando en David, que nos dé la gracia de agradecer el don que nos ha dado, de ser conscientes de ese don tan grande, tan hermoso, y de conservarlo –esa gratuidad, ese don– con nuestra fidelidad.

Lunes de la II Semana del Tiempo Ordinario

Mc 2,18-22

En el Evangelio los discípulos son criticados porque no ayunaban. El Señor explica que «nadie echa un remiendo de paño sin remojar a un manto pasado; porque la pieza tira del manto (…) y deja un roto peor. Nadie echa vino nuevo en odres viejos; porque el vino revienta los odres, y se pierden el vino y los odres; a vino nuevo, odres nuevos». La novedad de la Palabra del Señor –porque la Palabra del Señor siempre es nueva– nos lleva adelante, vence siempre, es mejor que todo. Vence la idolatría, vence la soberbia y vence esa actitud de estar demasiado seguros de sí mismos, no por la Palabra del Señor sino por las ideologías que me he construido en torno a la Palabra del Señor. Hay una frase de Jesús (Mt 9,13) muy buena que explica todo esto y que viene de Dios, sacada del Antiguo Testamento: «Misericordia quiero y no sacrificio» (Os 6,6).
 
Ser un buen cristiano significa entonces ser dócil a la Palabra del Señor, escuchar lo que el Señor dice sobre la justicia, sobre la caridad, sobre el perdón, sobre la misericordia, y no ser incoherentes en la vida, usando una ideología para poder ir adelante. Es verdad que la Palabra del Señor a veces nos pone en apuros, pero también el diablo hace lo mismo, engañándonos. Ser cristiano es pues ser libres, mediante la confianza en Dios.

Sábado de la I Semana del Tiempo Ordinario

Mc 2, 13-17.

Qué fuerza de amor tuvo la mirada de Jesús para movilizar a Mateo como lo hizo; qué fuerza han de haber tenido esos ojos para levantarlo.

Sabemos que Mateo era un publicano, es decir, recaudaba impuestos de los judíos para dárselo a los romanos. Los publicanos eran mal vistos e incluso considerados pecadores, y por eso vivían apartados y despreciados por los demás. Con ellos no se podía comer, ni hablar, ni orar.

Los publicanos eran considerados traidores para el pueblo: le sacaban a su gente para dárselo a otros. Los publicanos pertenecían a esta categoría social.

Y Jesús se detuvo, no pasó de largo precipitadamente, lo miró sin prisa, lo miró con paz. Lo miró con ojos de misericordia; lo miró como nadie lo había mirado antes.

Y esa mirada abrió su corazón, lo hizo libre, lo sanó, le dio una esperanza, una nueva vida como a Zaqueo, a Bartimeo, a María Magdalena, a Pedro y también a cada uno de nosotros.

Aunque no nos atrevamos a levantar los ojos al Señor, Él siempre nos mira primero. Es nuestra historia personal; al igual que muchos otros, cada uno de nosotros puede decir: yo también soy un pecador en el que Jesús puso su mirada.

Los invito a que hoy en sus casas, o en la iglesia, estén tranquilos, solos, hagan un momento de silencio para recordar con gratitud y alegría aquellas circunstancias, aquel momento en que la mirada misericordiosa de Dios se posó en nuestra vida.

Después de mirarlo con misericordia, el Señor le dijo a Mateo: «Sígueme». Y Mateo se levantó y lo siguió. Después de la mirada, la palabra. Tras el amor, la misión. Mateo ya no es el mismo; interiormente ha cambiado.

El encuentro con Jesús, con su amor misericordioso, transformó a Mateo. Y allá atrás queda el banco de los impuestos, el dinero, su exclusión. Antes él esperaba sentado para recaudar, para sacarle a otros, ahora con Jesús tiene que levantarse para dar, para entregar, para entregarse a los demás. Jesús lo miró y Mateo encontró la alegría en el servicio.

La mirada de Jesús genera una actividad misionera, de servicio, de entrega. Sus conciudadanos son aquellos q los que Él sirve. Su amor cura nuestras miopías y nos estimula a mirar más allá, a no quedarnos en las apariencias o en lo políticamente correcto.

Jesús va delante, nos precede, abre el camino y nos invita a seguirlo. Nos invita a ir lentamente superando nuestros preconceptos, nuestras resistencias al cambio de los demás e incluso de nosotros mismos.

Dios nos desafía día a día con una pregunta: ¿Crees? ¿Crees que es posible que un recaudador se transforme en servidor? ¿Crees que es posible que un traidor se vuelva un amigo? ¿Crees que es posible que el hijo de un carpintero sea el Hijo de Dios?

Su mirada transforma nuestras miradas, su corazón transforma nuestro corazón. Dios es Padre que busca la salvación de todos sus hijos.

Dejémonos mirar por el Señor en la oración, la Eucaristía, en la Confesión, en nuestros hermanos, especialmente en aquellos que se sienten dejados, más solos. Y aprendamos a mirar como Él nos mira…

Viernes de la I Semana del Tiempo Ordinario

Mc 2, 1-12

El Evangelio de Marcos presenta un episodio de curación realizada por Jesús a un paralítico. Jesús está en Cafarnaúm y la muchedumbre se agolpa a su alrededor. A través de una apertura hecha en el techo de la casa, algunos le llevan a un hombre en una camilla. Esperan que Jesús cure al paralítico, pero Él descoloca a todos diciéndole: “Hijo, tus pecados te son perdonados”. Solo después le ordenará levantarse, tomar la camilla y volver a casa. Con sus palabras, Jesús nos permite ir a lo esencial. Él es un hombre de Dios: curaba, pero no era un curandero, enseñaba pero era más que un maestro y, ante la escena que se le presenta, va a lo esencial: mira al paralítico y le dice: “tus pecados te son perdonados”. La curación física es un don, la salud física es un don que debemos cuidar. Pero el Señor nos enseña que también la salud del corazón, la salud espiritual debemos cuidarla.

Jesús va a lo esencial también con la mujer pecadora, cuando ante su llanto le dice: “Tus pecados quedan perdonados” (Lc 7,48). Los demás se escandalizan cuando Jesús va a lo esencial; se escandalizan, porque ahí está la profecía, ahí está la fuerza. Del mismo modo, “Ve y no peques más” (Jn 5,14), dice Jesús al hombre de la piscina que nunca llega a tiempo para meterse en el agua y ser curado. Y a la Samaritana, que le hace tantas preguntas –ella hacía un poco la parte de la teóloga–, Jesús le pregunta por su marido. Va a lo esencial de la vida, y lo esencial es tu trato con Dios. Y muchas veces olvidamos esto, como si tuviésemos miedo de ir justo allí donde está el encuentro con el Señor, con Dios.

Nos preocupamos tanto por nuestra salud física, nos damos consejos sobre médicos y medicinas, y es algo bueno, pero ¿pensamos en la salud del corazón? Estas palabras de Jesús quizá nos ayuden: “Hijo, tus pecados te son perdonados”. ¿Estamos acostumbrados a pensar en esa medicina del perdón de nuestros pecados, de nuestros errores? Preguntémonos: ¿Tengo que pedir perdón a Dios de algo? “Sí, sí, sí, en general, todos somos pecadores”, y así la cosa se diluye y pierde fuerza, esa fuerza de profecía que Jesús tiene cuando va a lo esencial. Y hoy Jesús a cada uno nos dice: “Yo quiero perdonarte los pecados”.

 Quizá alguno no encuentre pecados para confesarse porque le falta la conciencia de los pecados, de pecados concretos, de las enfermedades del alma que deben ser curadas, y la medicina para curar es el perdón. Es algo sencillo, que Jesús nos enseña cuando va a lo esencial. Lo esencial es la salud, toda: del cuerpo y del alma. Cuidemos bien la del cuerpo, pero también la del alma. Y vayamos a aquel Médico que puede curarnos, que puede perdonar los pecados. Jesús vino para esto, ¡dio la vida para esto!

Jueves de la I Semana del Tiempo Ordinario

Mc 1,40-45


La lepra es una enfermedad contagiosa y despiadada, que desfigura a la persona, y que era símbolo de impureza: el leproso tenía que estar fuera de los centros habitados y advertir de su presencia a los pasantes. Estaba marginado de las comunidades civil y religiosa. Era como un muerto ambulante.

El episodio de la curación del leproso se desarrolla en tres breves pasajes:

  1. La invocación del enfermo,
  2. La respuesta de Jesús,
  3. Las consecuencias de la curación prodigiosa.

El leproso suplica a Jesús de rodillas y le dice: «si quieres, puedes limpiarme». Ante esta oración humilde y confiada, Jesús reacciona con una actitud profunda de su alma: la compasión, y compasión es una palabra muy profunda: compasión significa «padecer-con-el otro».

El corazón de Cristo manifiesta la compasión paterna de Dios por aquel hombre, acercándose a él y tocándolo. Este detalle es muy importante. «Jesús extendió la mano y lo tocó… y en seguida la lepra desapareció y quedó purificado»

La misericordia de Dios supera toda barrera y la mano de Jesús toca al leproso. Él no se coloca a una distancia de seguridad y no actúa por poder, sino que se expone directamente al contagio de nuestro mal; y así precisamente nuestro mal se convierte en el punto del contacto.

Él, Jesús, toma de nosotros nuestra humanidad enferma y nosotros tomamos de Él su humanidad sana y sanadora.

Esto ocurre cada vez que recibimos con fe un Sacramento: el Señor Jesús nos toca y nos dona su gracia. En este caso pensamos especialmente en el Sacramento de la Reconciliación, que nos cura de la lepra del pecado.

Una vez más el Evangelio nos muestra qué cosa hace Dios frente a nuestro mal: Dios no viene a dar una lección sobre el dolor; tampoco viene a eliminar del mundo el sufrimiento y la muerte; viene más bien a cargar sobre sí el peso de nuestra condición humana, a llevarlo hasta el fondo, para librarnos de manera radical y definitiva.

Así Cristo combate los males y los sufrimientos del mundo: haciéndose cargo de ellos y venciéndolos con la fuerza de la misericordia de Dios.

Hoy, a nosotros, el Evangelio de la curación del leproso nos dice que, si queremos ser verdaderos discípulos de Jesús, estamos llamados a convertirnos, unidos a Él, en instrumentos de su amor misericordioso, superando todo tipo de marginación.

Para ser imitadores de Cristo frente a un pobre o a un enfermo, no debemos tener miedo de mirarlo a los ojos y de acercarnos con ternura y compasión, y de tocarlo y de abrazarlo.

Yo os pregunto: ustedes, cuando ayudáis a los demás, ¿los miráis a los ojos? ¿Los acogéis sin miedo de tocarlos? ¿Los acogéis con ternura?

Pensad en esto: ¿cómo ayudáis, a la distancia o con ternura, con cercanía? Si el mal es contagioso, también lo es el bien. Por lo tanto, es necesario que abunde en nosotros, cada vez más, el bien. Dejémonos contagiar por el bien y ¡contagiemos el bien!