Sábado. Feria del Tiempo de Navidad

Mt 4, 12-17. 23-25

San Mateo nos presenta el inicio de la predicación de Jesús, el primer anuncio de su evangelio, de la buena noticia que nos trae. Jesús no empieza predicando el amor, el perdón, la limpieza de corazón… Empieza anunciándonos la llegada del reino de Dios. Es su gran mensaje para toda la humanidad. Jesús proclama la buena noticia de la llegada de un nuevo orden, de una nueva sociedad, de una nueva forma de vivir. Dios no solamente nos ha creado y nos ha dejado a nuestra suerte. Quiere tener unas relaciones muy íntimas con todos nosotros. Nos anuncia que está dispuesto a ser lo que es: nuestro Dios, nuestro Dueño, nuestro Señor… nuestro Rey. Nos pide que dejemos que él sea nuestro Rey, el que rija, el que dirija nuestra vida y que rechacemos a todos los falsos dioses que se acerca a nosotros… Pero no es un Rey despótico, sino que es un Rey Padre que nos ama entrañablemente y nos hace hermanos de todos los seres humanos.  

El Reino de Dios ya empieza en esta tierra. Forman parte de él los que dejan que Dios sea su Rey… pero el Reino de Dios llegará a la plenitud en el cielo, cuando Dios y solo Dios sea el Rey de todos, cuando “Dios sea todo en todos”.

Epifanía del Señor

Continuamos celebrando hoy el Misterio de la Navidad, que no consiste solamente en el hecho del nacimiento del Hijo de Dios en el Portal de Belén. El misterio de la Navidad consiste en la proclamación de que Dios ha venido hasta nosotros para ofrecernos a todos la salvación.

Hoy estamos celebrando la solemnidad de la Epifanía del Señor. Epifanía significa manifestación: es la fiesta de la manifestación de Dios a todos los hombres.

Fijémonos en el hecho de que Dios no quiso manifestarse solamente al Pueblo de Israel. Dios quiso manifestarse también a toda la humanidad y lo hizo a través de esas personas venidas de países lejanos para adorar al Señor.

La Epifanía nos recuerda que todos hemos sido llamados a compartir la vida divina. Nos muestra cómo Dios ama a toda la humanidad, sea de la nación que sea. Dios no desprecia a ningún ser humano. Todos hemos sido llamados a ser hijos en el Hijo único del Padre.

Los Magos han visto surgir una estrella muy especial y han interpretado ese signo como el anuncio del nacimiento de Aquel que había de venir a salvar a la humanidad. No se quedan quietos con el saber que ha nacido el redentor de la humanidad, sino que se ponen en camino para ir a adorarlo.

Con la llegada de los Magos de Oriente a los pies de Jesús, la salvación adquiere una dimensión universal. De esta manera se muestra claramente que Cristo ha venido hasta nosotros para ofrecernos a todos la salvación. Pero necesitamos acercarnos a Él y adorarlo, o sea, reconocer que Él es nuestro único Señor y salvador.

Nosotros los cristianos necesitamos recuperar hoy el sentido de la adoración, necesitamos descubrir el sentido profundo que tiene el hecho de adorar a Dios. Adorar quiere decir reconocer la infinita grandeza de Dios y nuestra realidad de criaturas.

Adorar significa ponernos en las manos del Señor para que Él haga de cada uno de nosotros lo que sea su voluntad. Adorar significa servir a Dios con todo lo que nosotros somos y tenemos. Adorar significa reconocer que sin Dios no podemos hacer nada.

Este sentido de adoración es lo que debe impregnar toda nuestra vida cristiana. El amor a Dios es el que nos lleva a la adoración. La adoración se muestra de una manera concreta en nuestra manera de comportarnos en la Iglesia y fuera de ella. En nuestra actitud en la oración. En nuestra manera de recibir los sacramentos. A veces pareciera como que no nos damos cuenta ni somos conscientes de que estamos en la presencia del mismo Dios.

Los magos vinieron de Oriente para adorar al Mesías. Valdría la pena que nos preguntáramos cada uno de nosotros a quién adoramos, a quién o a qué damos culto y reverencia, ante quién o ante qué somos capaces de postrarnos por tierra.

Los Magos le ofrecieron oro porque era rey, incienso porque era hijo de Dios y mirra porque, como hombre que era, le iba hacer falta unos treinta años más tarde. ¿Qué le ofrecemos nosotros al Señor?

Esta actitud generosa, nos dice el Evangelio, recibe una gran recompensa. La primera de ellas es regresar a su tierra por otro camino. Un camino nuevo. Una vida nueva. Encontraron un nuevo sentido para su vida. Ellos se convierten en portadores de un mensaje de esperanza para todos los pueblos.

No tengamos miedo de que Cristo venga a cambiar algunas o todas las cosas de nuestra vida. Si lo hace es para nuestro bien. Cristo quiere siempre lo mejor para nosotros. Démosle el mejor de nuestros dones que es nuestro corazón y Él nos enriquecerá con la plenitud de su gracia.

Cuando nosotros, como los Magos, nos encontramos de verdad con Jesús y lo reconocemos como nuestro Dios y nuestro Señor, nos convertimos en estrellas para guiar a otros hasta Jesús.

La estrella que los Magos de Oriente descubrieron les animó a dejar su casa, su tierra, sus ocupaciones y a ponerse en camino. Es cierto que la señal no siempre aparecía muy clara; incluso hubo momentos en los que desaparecía. Pero los fue guiando hasta el encuentro con Jesús.

Hoy, como siempre, en medio de una multitud de señales y de seducciones, los cristianos estamos llamados a convertirnos en una estrella, en una señal de la salvación universal que Dios viene a traernos.

¿Qué señales damos hoy? ¿Nuestra vida anima a los demás a seguir a Cristo? ¿Nuestra manera de comportarnos muestra a los demás el verdadero camino que hemos de seguir?

Pidamos hoy a Jesús que nos conceda la gracia de saber adorarlo de todo corazón, de dejarlo entrar en nuestra vida para que Él, a través de nosotros se manifieste a tantas personas que andan por la vida en medio de la desorientación y del desánimo.

Jueves de la Feria después de Navidad

Jn 1, 43-51

Jesús se nos presenta en la lectura de hoy como el pastor que va recogiendo ramadanes que ayuden en la tarea de dirigir el rebaño que se va a ir formando a su alrededor. En aquellos momentos de inicio de la predicación elige hermanos ayudantes que van a estar dispuestos a seguirle, con adhesiones y abandonos, porque son seres humanos sometidos a la debilidad de todo el género humano, pero que cuando sean bautizados con el Espíritu Santo, se entregarán a la misión sin dudarlo ni un solo momento. Ellos entregaron sus vidas al servicio de la Palabra.

Hoy somos nosotros los llamados al auxilio del Pastor. Somos nosotros, tu y yo, los que recibimos la llamada de Jesús. Una llamada sonora, que escuchamos fuerte y clara en nuestros oídos, pero a la que, es posible, cerremos el camino a nuestros corazones y se pierda en el desierto de nuestras vidas.

Tal vez si recibiéramos la llamada desde un Mesías como el que inicialmente esperaban los apóstoles, un mesías rey poderoso, le seguiríamos con entusiasmo. Pero ese no es el que nos llama. Ese no es el que nos invita a seguirle, sino el otro, el verdadero Hijo de Dios, que nos pide solidaridad con los hermanos, socorro del que lo necesita, amor para el que carece de él. Y, claro, esto no es atractivo. Corremos detrás de honores y prebendas, pero huimos de todo aquello que nos exija “rascarnos el bolsillo”. Nuestros beneficios están bien; el sacrificar tan solo algún capricho por el hermano ya no nos gusta tanto.

Esta noche podremos ver los ojos ilusionados de los niños que nos rodean esperando la noche santa en la que tres reyes venidos de oriente nos va dejar alguna cosa en los zapatos. Mañana seguiremos viendo la ilusión de ver mordisqueados los agasajos que dejamos para ellos en la mesa. Pero no veremos las caras de desilusión de tantos miles de niños cuyos zapatos seguirán vacios, puede que sin tener zapatos, porque los Reyes Magos, NOSOTROS, sus ayudantes, nos hemos dormido y hemos olvidado visitar sus casas.

Ojalá la Epifanía de Dios se haga presente en nuestros corazones y sepamos corresponder con justicia y generosidad a sus mandatos: “Dadles vosotros de comer”.

Que los días navideños que pronto se acaban nos muevan a ser altruistas y nos dirijan a los demás. Deja, dejemos, de mirar el ombligo y miremos a los prójimos que nos necesitan.

Miércoles de la Feria después de Navidad

Jn 1, 35-42

El texto del evangelio nos narra la vocación de los primeros discípulos en el cuarto evangelio que se despega de la narración sinóptica. La escena comienza con Juan Bautista acompañado de dos de sus discípulos, uno de ellos Andrés, hermano de Pedro, del otro no sabemos su nombre. El Bautista al ver a Jesús, lo señala ante sus discípulos como el Cordero de Dios. Lo está identificando, así como el siervo de Yahvé (Is 42,1-4; 53,1-9) que quita el pecado del mundo, como el cordero pascual, símbolo de la liberación con su sangre de la décima plaga y de la salida de Egipto de la esclavitud (Ex 12, 1-14).

Juan se convierte así en mediador entre sus discípulos y Jesús. Él les ayudará a que reconozcan al Nazareno en medio de sus búsquedas, y con ello provocará el deseo de los discípulos de ir con Él: ¿Maestro, dónde vives? La respuesta de Jesús no es teórica: Él les invita a realizar la experiencia personal y a recorrer su propio camino: ¡Venid y veréis!

Jesús también nos dice a nosotros hoy estas palabras: ¡Venid y veréis! ¿A qué lugares acudimos para vivir la experiencia del encuentro con Él?

En el relato de vocación vemos cómo en las llamadas a los primeros discípulos aparecen mediadores, Juan Bautista, Andrés. Ellos ayudan a identificar la voz de Dios, a descubrir la identidad de Jesús. En muchas ocasiones nosotros también necesitamos la mediación de los hermanos para distinguir la voz de Dios o de Jesús en medio de los ruidos de nuestro mundo, y poder así escuchar sus llamadas. En los diferentes momentos de nuestra vida nos encontramos con hermanos “señaladores” o “indicadores” de Jesús o del Padre, que por nosotros mismos no reconoceríamos. Pero también nosotros podemos ser mediadores para llevar hasta Dios a otros hermanos, para que lo reconozcan presente en su historia o para que descubran el bien que su presencia puede hacer a sus vidas. Lo que hemos recibido gratis, hemos de darlo gratis (Mt 10, 8b). ¿Qué medios utilizamos para descubrir a Dios activo y presente en nuestro mundo? ¿Cómo podemos ser mediadores para llevar a otros a su encuentro?

Martes de la Feria después de Navidad

Jn 1, 29-34

Hay una fábula que dice que los huevos de un águila fueron a dar a un gallinero.  Empollados por una gallina nacieron las pequeñas águilas creyéndose polluelos.  Caminaron, se alimentaron y trataron de cantar como las propias gallinas.  El día que con espanto vieron a un águila volar por las alturas, solamente suspiraron y continuaron su vida como gallinas, olvidándose que estaban llamadas a surcar los espacios.

Las lecturas de este día quisieran que nosotros cristianos dejáramos de vivir acorralados, con miedo y con vida de gallina.  Las lecturas nos recuerdan nuestro origen, nuestro linaje y nuestra misión.

La primera carta de san Juan no se cansa de repetirnos que hemos nacido de Dios, que no solamente nos llamamos hijos de Dios, sino que en verdad lo somos, aunque el mundo no lo reconoce porque tampoco lo ha reconocido a Él.  Y san Juan aún nos lleva más lejos al afirmar: “ahora somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado como seremos al fin, cuando Él se manifieste, vamos a ser semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es”

Así san Juan nos lanza a dejar el corral de gallinas, a recordar nuestra dignidad de águilas y abrir nuestras alas con los riegos de la aventura y lanzarnos a surcar los espacios.

Desde las alturas el mundo se ve diferente, desde nuestra dignidad de hijos de Dios, el mundo aparece distinto.  Si seguimos pegados al suelo, con la cabeza agachada, con la mirada clavada en tierra, no descubriremos nuestra verdadera identidad y nuestra verdadera dignidad.

En el mismo evangelio san Juan nos presenta a Jesús y su personalidad.  La descubre en el bautismo en el río Jordán, cuando desde los cielos abiertos, Juan el Bautista ve posarse al Espíritu sobre Jesús y da testimonio de que Éste es el Hijo de Dios.

Jesús, Hijo de Dios, viene a hacernos partícipes de la misma dignidad.  Hoy reconociéndonos hijos de Dios, levantemos nuestra mirada, emprendamos nuevos vuelos y vivamos nuestro día como valentía, dignidad y amor de acuerdo a nuestro linaje.

Recuerda: eres valioso, eres hijo de Dios.  Vive siempre, en todo momento, en toda circunstancia como hijo de Dios.

Lunes de la Feria después de Navidad

Jn 1, 19-28

Hay una pregunta crucial que todos alguna vez nos hemos hecho: “¿Qué dices de ti mismo?”. Contestar a esta pregunta nos enfrenta con nuestra realidad más honda y exige de nosotros un ejercicio de humildad y sinceridad auténticas. Porque todos vivimos esclavos de la imagen, la autoimagen y la imagen que los demás se hacen de nosotros. En esta era de la globalización, nos hemos creado necesidades que nos sitúan en la superficialidad y la banalidad, que no nos permiten profundizar y discernir qué es lo que en la vida cotidiana me ayuda a dar la mejor versión de mí mismo.

Juan Bautista nos muestra hoy el camino para alcanzar esa conciencia sobre uno mismo que no nos aleje de lo que en verdad somos, sino que nos permita conectar con nuestro yo más profundo para potenciar los talentos que Dios nos ha dado y para integrar los límites y debilidades que toda vida humana lleva consigo.

Tres veces contesta Juan Bautista “No lo soy”, a los que ya creían en él como Mesías o el Profeta que Dios enviaría delante de Él. “Yo soy la voz”, una voz que nos invita a la conversión y a pasar del “otro lado del Jordán” a la tierra prometida. Por eso él sabe situarse en el lugar correcto, a los pies del que viene a abrir un camino de liberación y sanación para todos nosotros.

Si estás en la otra orilla, y te sientes alejado, desesperanzado, triste, abatido, solo, hundido, descartado, ¡no temas!, esta buena noticia es para ti. Reconoce quién eres, reconoce Quién habita dentro de ti y ponte en camino para cruzar el Jordán de tu vida y pasar a la tierra prometida de la vida eterna, la vida plena, que goza de todo lo bueno, bello y verdadero que hay en el mundo y que es para ti.

VII DÍA DE LA INFRAOCTAVA DE NAVIDAD

Jn 1, 1-18

Rico, muy rico en verdades sublimes este conocido prólogo del evangelio de San Juan. Destaquemos algunas de ellas. La primera y principal, de la que parten las demás, es que la Palabra, Jesús, ha venido hasta nuestra tierra. Todo un Dios que viene hasta nosotros y nos ofrece lo que más necesita nuestra persona. “En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres”. Vida y luz, una luz que disipa nuestras tinieblas. Lo pasamos mal cuando no vemos claro, cuando las oscuridades prevalecen sobre las claridades. Dios nos ha dotado a los hombres de libertad y usando de ella podemos cometer el enorme error de rechazar a Jesús y la vida y la luz que nos brinda. Pero a cuantos le reciben, y nosotros queremos recibirle “les da el poder de ser hijos de Dios, si creen en su nombre”.  Enorme el amor que Jesús nos tiene que le lleva a hacernos hijos de Dios. Dios para nosotros no es en primer lugar el Omnipotente, el Altísimo, sino nuestro Padre, el que nos ama y cuida de nosotros, y al que podemos dirigirnos sin temor, sin miedo porque es nuestro Padre. Toda la vida es distinta y mejor si Dios es nuestro Padre entrañable.

LA SAGRADA FAMILIA: JESÚS, MARÍA Y JOSÉ

Mt 2, 13-15. 19-23

La encarnación de Hijo de Dios abre un nuevo inicio en la historia universal del hombre y de la mujer. Y este nuevo inicio acaece en el seno de una familia, en Nazaret.

Jesús nació en una familia. Él podía venir espectacularmente, o como un guerrero, un emperador… No, no. Viene como un hijo de familia, en una familia. Esto es importante: mirar en el pesebre esta escena tan bella.

Dios ha elegido nacer en una familia humana, que ha formado Él mismo. La ha formado en un apartado pueblo de la periferia del Imperio Romano. No en Roma, que era la ciudad capital del Imperio, no en una gran ciudad, sino en una periferia casi invisible, o mejor dicho, más bien de mala fama.

Lo recuerdan también los Evangelios, casi como un modo de decir: «De Nazaret, ¿puede salir alguna vez algo bueno?» (Jn, 1,46).

Quizás, en muchas partes del mundo, nosotros mismos hablamos todavía así, cuando escuchamos el nombre de algún lugar periférico de una grande ciudad.

Jesús permaneció en esa periferia por más de treinta años. El evangelista Lucas resume este periodo así: «…vivía sujeto a ellos», es decir a María y José. Y uno podría decir: ¿pero este Dios que viene a salvarnos ha perdido treinta años allí, en aquella periferia de mala fama? ¡Ha perdido treinta años! Y Él ha querido esto.

El camino de Jesús estaba en esa familia. «La madre conservaba todas estas cosas en su corazón. Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia, delante de Dios y de los hombres».

Cada familia cristiana – como hicieron María y José – puede en primer lugar acoger a Jesús, escucharlo, hablar con Él, custodiarlo, protegerlo, crecer con Él; y así mejorar el mundo. Hagamos espacio en nuestro corazón y en nuestras jornadas al Señor.

Así hicieron también María y José, y no fue fácil: ¡cuántas dificultades tuvieron que superar! No era una familia fingida, no era una familia irreal.

La familia de Nazaret nos compromete a redescubrir la vocación y la misión de la familia, de toda familia.

Y como sucede en aquellos treinta años en Nazaret, así puede suceder también para nosotros: hacer que se transforme en normal el amor y no el odio; hacer que sea normal la ayuda mutua, y no la indiferencia o la enemistad.

Entonces, no es casualidad, que Nazaret signifique «Aquella que custodia», como María, que – dice el Evangelio – «… conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón»

V DÍA DE LA INFRAOCTAVA DE NAVIDAD

Lc 2, 22-35

Lucas, en este relato final de la infancia de Jesús, nos habla del cumplimiento de la promesa, del final de la profecía. José y María, cumpliendo las tradiciones religiosas de Israel, presentan al niño para su consagración a Dios. Reconocen el don de Dios y agradecen su benevolencia con ellos por el hijo recibido. Ponen su vida y su familia en las manos de Dios. Y, en ese contexto, Lucas nos presenta ese encuentro culminante de Simeón con la sagrada familia. Se ve cumplida la promesa para un hombre de Dios, lleno del Espíritu que proclamará el significado definitivo de la vida de Jesús. Dios ha sido fiel a su palabra. Ha realizado su esperanza y ha colmado el sentido de su vida. Por eso reza a Dios: “Ahora Señor puedes dejar a tu siervo ir en paz”.

Con ese himno que nos transmite Lucas de profunda serenidad, pone Simeón su vida en manos de Dios. Ha visto llegar al enviado, es testigo del Salvador de Israel, la luz que Dios hace brillar para todas las naciones. Pero como siempre, hay un claroscuro, el anuncio tiene que ser recibido, el enviado debe ser aceptado. Jesús será puesto para que muchos caigan y se levanten, será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Tenemos por tanto presente el sentido que el niño Dios interpela en nuestras vidas. La navidad nos trae ese mensaje de salvación y cercanía de Dios, a la vez que la llamada al seguimiento, a creer en la promesa, a percibir el misterio de Dios presente en ese misterio oculto del niño salvador. Un misterio que nos suscita una apuesta confiada por el Dios que cumple su promesa. Una esperanza empeñada en la aceptación del Salvador que Dios nos envía. Un seguimiento incondicional para hacer brillar el amor infinito que Dios nos muestra con la misión de su Hijo. Y así como María proclama la grandeza de Dios en la humillación de su sierva, también nosotros recibimos al niño Dios en el despojo de nuestra prepotencia para ponernos al servicio del Señor.

Que seamos capaces de llevar la paz y la alegría a los corazones de nuestros hermanos.

Los Santos Inocentes

Mt 2, 13-18
El evangelio de hoy nos muestra como la ambición de poder convierte al ser humano en un verdadero monstruo. El ego, la autorreferencialidad, el capricho… petrifican el corazón.

Muchos son los dramas humanos… situaciones provocadas por la ambición y el poder. Parece que estas realidades ya no nos hieren. Ante el exceso de información y la repetición de las tragedias, desenvolvemos una coraza de protección que nos puede llevar a la indiferencia y a cerrar los ojos ante el dolor de tantas personas, víctimas inocentes que no consiguen salir por sí mismas de las situaciones de explotación, malos tratos, humillaciones.

La escucha de la Palabra de Dios nos ayuda a ver las situaciones donde la vida está amenazada. Cuando percibimos lo que ocurre a nuestro alrededor, quienes son los débiles y escuchamos los clamores y llantos silenciados, el Señor nos lleva a respuestas astutas, audaces y comunitarias. Incluso a veces es necesaria la huida, para que después se pueda retomar la vida: “Huye a Egipto y quédate allí hasta que yo te avise, porque…”

La biblia nos revela constantemente que Dios está al lado de los pequeños, de los excluidos, de aquellos a quienes se les niega el derecho de ser, de tener oportunidades. Hoy la Palabra nos provoca y cuestiona: ¿De qué lado estoy? ¿De qué lado quiero estar? La fe nos urge, nos lanza… no para ser salvadores o héroes, sino para que, con sencillez y constancia, nos comprometamos con el Reino de Dios.