Viernes de la XIII Semana Ordinaria

Mt 9, 9-13

Cuando Jesús llama a Mateo para que se una a su discipulado es consciente de llamar a alguien de mala fama, no querido, despreciado, un vendido a la causa económica de un imperio como el de Roma. Lo llama por su nombre. Pero no sólo a él. Es una llamada común: una llamada a encontrarse entre los pecadores; los que tienen necesidad de Dios, de verdad, de amor, y de consuelo; en definitiva, una necesidad de quedar sano de cuanto dolor le ha llevado a vivir perdido y sin rumbo en esta vida.

Jesús llama fundamentalmente a este tipo de personas, porque son los que carecen de amor y necesitan de una transformación profunda de interior. Necesitan tocar fondo, y poner fin a su modo de vida. Necesitan otra orientación, necesitan a personas que les hablen de una manera nueva de Dios y de la vida. Hay quienes nos ayudan a percibir la vida con otro sentido y procuran nuevas experiencias, donde el cambio personal se hace posible.

Muchas veces decimos de manera muy consciente que nadie nos podrá cambiar, ya la personalidad está forjada, sin embargo, siempre surgen los inconvenientes donde los demás nos increpan, nos interpelan o nos corrigen porque no aceptan nuestro modo de ser. Porque no siempre actuamos bien.

En otras ocasiones, siempre cargamos excesivamente las espaldas de las personas con exigencias morales que ni siquiera nosotros somos capaces de cumplir. Esto también requiere una transformación.

De ahí que Jesús nos sitúe en la misericordia. Todos tenemos alguna miseria. Todos tenemos alguna necesidad de comprensión y de consuelo ante la desesperación. Por eso, la misión de Jesús es clara: llamar a los pecadores, a las almas necesitadas de consuelo y orientación para alcanzar una visión más positiva de Dios, y una experiencia de fe donde la ternura esté presente en lugar de la valoración exigente de la moral.

Oremos por cuantos sienten la llamada de Jesús en su vida, para que no tengan miedo a sus miserias, las encaren con valentía y se dejen consolar por la ternura de Dios.

Jueves de la XIII Semana Ordinaria

Mt 9,1-8

 Aunque la rutina pueda adormecernos, en cuanto nos despertamos, seguimos cayendo en la cuenta de las maravillas que el Señor ha hecho y sigue haciendo con nosotros. Quizás su principal maravilla hacia nosotros sea su amor. Que el Hijo de Dios nos ame y nos siga amando es realmente algo grande y capaz de entusiasmar a cualquiera. Pero posiblemente debemos colocar a la misma altura otra de sus maravillas, la maravilla de su perdón, que esté dispuesto a perdonarnos siempre. Que siempre que lo necesitemos, Jesús salga a nuestro encuentro y nos diga a cada uno de nosotros lo mismo que al paralitico y pecador del evangelio de hoy: “¡Ánimo, hijo!, tus pecados están perdonados”. Y ante su perdón nuestro corazón se llena de una paz que nada ni nadie nos puede dar.

Aprovechemos un día más, apoyándonos en este evangelio, para dar gracias al Señor por las maravillas de su amor y su perdón. Y ya sabemos que “amor con amor se paga” y “perdón con perdón se paga”. La misma moneda que Jesús nos regala: su amor, su perdón, se la hemos de ofrecer a todos y cada uno de nuestros hermanos.

Miércoles de la XIII Semana Ordinaria

Mt 8,28-34

El relato de la curación del endemoniado de Gerasa resulta muy pintoresco para nosotros. Probablemente se quiere subrayar el poder de Jesús sobre los demonios, que aparece también en otras varias escenas de los evangelios. Los demonios se conciben como ‘espíritus inmundos’ o malignos y parece que su influjo sobre los seres humanos se impone a éstos, sobre todo mediante la enfermedad. Sin embargo, Jesús puede con ellos, y no es porque “el príncipe de los demonios” le transmita ese poder, como piensan algunos de su entorno, sino porque reside en él el poder mismo de Dios para el bien.

También sorprende el conocimiento que tienen los demonios de la identidad divina de Jesús. Si tenemos en cuenta que estos ‘espíritus’ son criaturas intermedias entre Dios y los hombres, ese conocimiento es coherente con su carácter sobrehumano. Pero es importante no olvidar que, en cualquier caso, están sometidos a la soberanía de Jesús sobre ellos y su victoria sobre las fuerzas del mal es signo de la llegada del reino que él predica. Hay que tenerlo en cuenta también cuando hablamos de las tentaciones que creemos nos vienen del demonio: influyen fuertemente sobre nosotros, pero siempre pueden ser vencidas recurriendo a Jesús, el Señor.

La curación del endemoniado sucede en territorio pagano. Es una manera de dar a entender que el reino de Dios y su predicación se abre a todos los hombres, no sólo a los hijos de Israel. En cuanto a la reacción de los gerasenos, que piden a Jesús que abandone su tierra, esa actitud es un reconocimiento del poder divino de Jesús, que provoca, a la vez, admiración y miedo.

¿Qué pensamos nosotros de los ‘demonios’ y qué actitud adoptamos frente a las tentaciones? ¿Y cómo combatimos nosotros el mal que vemos en el mundo?

Martes de la XIII Semana Ordinaria

Mt 8, 23-27

¿No nos ha acontecido alguna vez que hemos gritado al Señor que dónde se esconde pues solamente vemos tempestades y oscuridad? ¿No hemos tenido la tentación de pensar que el Señor está dormido y no hace caso a los graves peligros que amenazan a sus seguidores? Es curioso. Apenas ha manifestado a quienes pretenden seguirlo todos los riesgos que implica el ir tras sus pasos, cuando aparecen las tempestades. Y lo más triste es que Jesús está dormido.

Su tranquilidad contrasta con los azotes que recibe la barca y con los temores que agobian a sus discípulos. Me parece que la tempestad del evangelio tiene un simbolismo muy cercano en nuestros días por las situaciones que amenazan a los discípulos de Jesús, a tal grado que muchos se preguntan si todavía sigue en la barca Jesús, si está dormido o si será mejor abandonar también la empresa.

Dos actitudes muy bellas se nos ofrecen como respuesta. Primeramente, la oración angustiosa elevada, gritada, por sus discípulos. Parecería inútil gritar a quien está junto a ellos en el mismo peligro; sin embargo, es la señal de ponerse en sus manos: “Sálvanos, que perecemos”. Es reconocer la impotencia y la debilidad frente a las tormentas y confiarse al poder y al amor de Jesús.

Sólo cuando se reconoce la propia inutilidad se está en posibilidades de abandonarse en manos de Dios. La respuesta por parte de Jesús también tiene una relación con las angustias y las dificultades presentes: ¿por qué tienen miedo, hombres de poca fe?

Son las dos características del hombre actual: el miedo y la falta de fe. ¿Una, consecuencia de la otra? ¿Una, primero que la otra? Son las realidades que al hombre moderno, que tanto se ufana de sus seguridades, más le atormentan. Miedo al futuro, miedo a los peligros, miedo a los otros, miedo al sufrimiento. Y quizás en la raíz de todos estos miedos esté la falta de fe. De una verdadera fe que es entrega y compromiso, que es donación plena de la vida, y seguridad en quien hemos confiado.

Que este día también nosotros estemos dispuestos a afrontar las tempestades, no confiados en nuestras propias fuerzas ni con nuestros propios métodos, sino confiando en el amor y la cercanía de Jesús.

Santo Tomás, Apóstol

Jn 20, 24-29

Bien podríamos decir que Pablo fue siempre un “subversivo” del Espíritu. Anduvo los caminos de la vida con la convicción profunda de que más allá de la fe siempre queda la presencia. La presencia de Jesús, que para Pablo tuvo una fuerza incontenible.

 La experiencia de Pablo con Jesús de Nazaret tiene una peculiaridad fundamental en la proclamación de evangelio. En el camino de Damasco Pablo no se encontró con el rostro del Resucitado sino con el rostro de la humanidad en la cual se había encarnado el Resucitado, -“soy Jesús al que tú persigues”- y desde entonces para el apóstol de las “gentes”, la discriminación por razones sociales o culturales no entraron en el código de su predicación, de lo contrario nunca hubiera franqueado la puerta del judaísmo.

En esta fe encarnada radica el sentido profundo de su vida: “os vais integrando en la construcción para ser morada de Dios, por el Espíritu”, y la autoridad para proclamar que, “nadie es extranjero ni forastero, sino ciudadano de los santos y miembro de la familia de Dios”. En esta fiesta de santo Tomás, el apóstol pragmático, que desafió la fe de los apóstoles sería bueno preguntarnos hasta dónde llega nuestra “subversión espiritual”, es decir, ¿hemos visto el rostro de la humanidad en la cual se ha encarnado el Resucitado?

La roca y la mano

Por paradójico que parezca existe una conexión profunda entre estos dos términos. Situémonos en el libro del Éxodo, Moisés anhela ver el rostro de Dios y este le responde: “hay un lugar junto a mí, te colocarás sobre la roca y al pasar mi gloria, te pondré en una hendidura de la peña y te cubriré con mi mano” (Ex 33,21-22). La mano de Dios cubre ante Moisés el misterio y lo introduce en la hendidura de la roca, es decir lo asocia a su “proyecto de salvación”. En el éxodo Moisés es mero espectador del misterio.

Si damos un paso y nos colocamos frente al pragmático Tomás descubrimos que la mano de Jesús le desvela el misterio e introduce a Tomás en la realidad de su “proyecto de Salvación”. Aquí el apóstol ya no es un mero espectador sino un instrumento de Salvación: “trae tu dedo, trae tu mano y métela en mi costado”, toca mis llagas y entra en la hendidura de mi misterio. Es como si dijera, entra en esa herida y descubre ese rostro que te estaba velado, el rostro de tu propia verdad, el rostro de la humanidad que ahora es mi “morada” y desde ahora será la tuya.

Es la experiencia contemplativa de la fe. En la hendidura de esa llaga (símbolo del amor hasta el extremo) encontramos nuestras propias heridas y las heridas de la humanidad. Para Tomás el camino comenzaba ahora.

Es significativo que el evangelio hace notar que “no estaba con ellos” cuando llegó Jesús; un triste dato para quienes tenemos como programa ser discípulos del Resucitado. Alejarse de la comunidad o no realizar el camino juntos/as destruye nuestra identidad y nos aleja de la luz de la fe. Desde ahí entendemos que el evangelista vuelva a insistir: “a los 8 días estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos”. La palabra clave, dentro, no junto a ellos sino dentro, en el corazón de la comunidad, de la familia, donde se percibe el latir de Dios y donde los ojos de la fe se abren tan nítidamente que podemos percibir su rostro en todos: extranjeros, forasteros, heridos, no heridos. “Dichosos   los que crean sin haber visto”.

Al igual que en Pablo de Tarso, la experiencia contemplativa de Tomás con el Resucitado le transformó en un “subversivo del Espíritu”, “Señor mío y Dios mío”. ¿Somos de los que permanecemos dentro de la comunidad tocando y sanando heridas y devolviendo dignidad y belleza a la humanidad?

Sábado de la XII Semana Ordinaria

Mt 8, 5-17

En este evangelio, Mateo nos pone ante los milagros que Jesús hace en Cafarnaún. Destacan la curación del siervo del centurión y la curación de la suegra de Pedro.

En el relato vemos dos encuentros con el Señor bien distintos. En el soldado vemos humildad, al reconocer su indignidad, vemos fe por la confianza depositada en Jesús, y caridad ya que intercede por su siervo, no pide para sí. El encuentro se produce gracias a la necesidad y a la atracción que ejerce la persona de Cristo. Ambos hechos prepararon su corazón. Con la suegra de Pedro es el mismo Dios hecho hombre el que va a curarla, la busca y, como consecuencia del milagro, de ese encuentro, se da en ella la caridad a través del servicio. Otros se quedan impasibles, se cierran al paso del Señor, por eso, quedan excluidos.

Esta palabra nos invita primero a examinar nuestra vida, ver primero si necesitamos ser curados de algo. Hemos pasado tiempos duros de desconfianza, de miedo, de enfermedad, de verdadero encierro. ¿Cuál es nuestra dolencia? No tengamos miedo a reconocerla, a vernos necesitados. Tampoco a pedir. Las enfermedades no sólo son físicas, las del alma a menudo son más crueles. Pero esta palabra nos dice que no hay enfermedad, fiebre o demonio que pueda con nosotros si estamos unidos al Señor. Él nos restablecerá, siempre está ahí esperando a que lo recibamos. Comparte todo lo que te haya pasado, no viene a juzgarte, sino a sanarte.

¿Por qué quedarnos de espectadores viendo como a otros le suceden esas cosas? ¡No dejes la vida pasar! ¡Vívela y que no se te escape!