Jueves de la II semana de Pascua

Jn 3,31-36


Es interesante el binomio que utiliza san Juan en este pasaje. Fijémonos que
dice: «El que cree, tiene vida eterna; pero el que desobedece al Hijo no la
tendrá». De manera que no basta creer, sino que es necesario obedecer. 

De lo que hay en el corazón habla la boca, es un refrán que con frecuencia escuchamos y que tiene mucha razón. 

¿De qué habla Jesús? Siempre está hablando de su Padre. Toda su actuación, su palabra, su testimonio son en relación con la voluntad de su Padre. Quién no conoce al Padre, no puede entender la forma de vivir de Jesús. La forma de vivir de Jesús es contraria a los intereses del mundo. 

Hoy decimos que el mundo necesita espiritualidad, pero después lo queremos saciar con migajas de espiritualidad, con descansos psicológicos, con terapias, pero sigue el corazón vacío. Nos hemos enfocado tanto en las cosas materiales que ya miramos muy poco al cielo. 

La primera lectura de este día podría ser un ejemplo típico de estas dos formas de vivir. Los discípulos quieren vivir conforme a la voluntad de Dios, pero para las autoridades judías parece sorprendente la actitud de quienes prefieren afrontar los peligros y las dificultades y que se atreven a decir que primero hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. 

Nosotros hemos reducido la espiritualidad a un ámbito intimista que no tendría mucho que ver con la realidad. Los apóstoles entienden que toda la realidad está impregnada de Dios, que Dios tiene primacía. Y no es que la realidad del hombre este peleada con Dios, todo lo contrario, entre más fiel es el hombre a Dios, más se realiza como persona. 

La clara e irreconciliable oposición que presenta Juan el Bautista ante los que le discuten como oposición entre Dios y el mundo no quiere decir que la parte corporal no cuenta o a duras penas se sobrelleva, sino es la vocación del hombre que es consciente que a buscar a Dios, al acercarse a Dios encuentra  la plena realización. 

Así presenta Juan el Bautista a Jesús y así se convierte en su testigo. 

Hoy, nosotros también, debemos ser testigos de la resurrección del Señor buscando la vida eterna, no en oposición a la vida diaria, sino dando el verdadero sentido a cada momento de nuestra existencia como camino de encuentro y de regreso al Padre. 

¿Cómo estamos viendo cada instante de nuestra vida? ¿Cómo ponemos la voluntad de Dios a nuestro actuar diario?

Miércoles de la II semana de Pascua

Jn 3,16-21


San Pablo en su carta a los romanos no sale del asombro en cuanto al desmedido amor de Dios, pues dice: «Por un hombre bueno alguien estaría dispuesto a dar su vida, pero Dios probó que nos ama, dando a su Hijo por nosotros que somos malos». 

¿Quién puede entender un amor como este, un amor que no reclama sino que se goza en dar, y en dar incluso lo que más ama? Esta es la locura del amor de Dios: amarnos a nosotros, pobres pecadores. 

Hay quien se aleja de la religión y de Dios porque quieren una mayor libertad. Quizás mucho culpa la hemos tenido nosotros al presentar un Dios, y al mismo Jesús, como si nos ataran y encasillaran en estructuras y mandamientos inflexibles. Pero hoy Jesús nos presenta un rostro de Dios completamente diferente: Es un Dios de amor que nos ama hasta el extremo de entregarnos a su Hijo con la finalidad de que tengamos vida y una vida plena. 

Esta página del Evangelio la deberíamos de meditar una y otra vez hasta que calara muy hondo el nuestro corazón. Dios me ama hasta el extremo. 

No viene Jesús para condenar, sino para dar vida y salvación. Dios no entrega a su Hijo al mundo para hacer justicia sino para dar amor. 

Qué equivocados estamos cuando ofrecemos nuestros dones para satisfacer a un Dios que está eternamente enojado. Si pudiéramos experimentar este grande amor que Dios nos tiene, cambiaríamos muchas de nuestras actitudes y formas de relacionarnos con Él. 

Cuando miramos la vida como si fuera un logro nuestro, cuando nos atribuimos los logros y los triunfos, cuándo pareciera que estamos compitiendo con Dios, estamos muy equivocados, porque Dios está de nuestro lado y camina con nosotros. Para eso ha enviado a su Hijo y creyendo en Él alcanzaremos vida eterna. 

Hay muchas formas en que vamos limitando la vida y coartando la libertad porque nos hemos vuelto egoístas y ambiciosos y queremos todos los bienes sólo para nosotros y no somos capaces de comprender nuestros límites de tiempo y de historia. 

Jesús viene a caminar en nuestra historia y a abrir el horizonte. Cuando creemos en Él, cuando amamos como Él, cuando nos dejamos llevar de su presencia, podremos vivir de manera plena. 

Muchas veces he pensado que el hombre camina en la oscuridad por su propio gusto, cuándo podríamos caminar en la luz de Jesús, pero a veces tenemos miedo a la transparencia, a la luz y a la verdad. 

Este día podemos colocarnos frente a Jesús y decirle que gracias porque se ha hecho rostro del amor del Padre, porque se ha hecho caricia para cada uno de nosotros, y porque lejos de condenarnos, viene a ofrecernos salvación.

Martes de la II semana de Pascua

Jn 3, 7-15

Si contemplamos la escena que nos presenta hoy la narración de los hechos de los apóstoles, en la primera lectura, podremos comprender mejor las expresiones que dejan atónito, no solo a Nicodemo sino también a todos nosotros. 

No podían imaginar los israelitas que el cumplimiento de la ley, alcanzara su plenitud en la vida presentada como ideal en los Hechos de los Apóstoles: Vivían con un solo corazón y una sola alma. El amor a Dios hecho fraternidad resume la práctica de todos los mandamientos. 

El dar testimonio de la resurrección, no con palabras, sino con los signos que todos podían contemplar, era el mejor anuncio del Reino de Dios. Y detrás de todo esto como motor y fuente el Espíritu Santo. 

Podrían parecernos muy abstractas las palabras que hoy nos ofrece el Evangelio, pero si tomamos en cuenta que el viento es uno de los signos de la presencia del Espíritu, estaremos en camino de comprenderlo mejor. 

El que nace del Espíritu, es una persona libre, sin ataduras que rompe los esquemas, que abre caminos. 

La contraposición entre cielo y tierra es muy clara. Hay personas inteligentísimas, sin más, que tienen sus objetivos puestos en las cosas del mundo. Jesús propone otros valores; propone otra forma de vivir. Solo mediante el viento, el Espíritu Santo, que no proviene de la tierra sino del cielo, podremos construir un mundo nuevo. 

Cuando nos mueven intereses económicos, materiales, mezquinos podemos tener una gran unión, pero no tendremos un solo corazón. Cuando nos mueve el Espíritu lograra que tengamos un solo corazón y una sola alma. 

Es necesario revisar como hemos abierto el corazón al Espíritu y si estamos dispuestos a dejarnos mover por su fuerza, o si nosotros lo queremos manipular. 

Hoy, busquemos un momento de silencio para sentir la brisa del viento y dejarme invadir por la presencia del Espíritu. 

¿Estoy viviendo de acuerdo a lo que quiere Jesús? ¿Mis valores son mezquinos, egoístas? 

Que el Espíritu Santo venga y nos llene de su fuerza, de su sabiduría.

Lunes de la II semana de Pascua

Jn 3, 1-8

¿Nacer de lo alto? Pero, ¿Qué significa esta pregunta y afirmación de Cristo? ¿Acaso un espíritu puede engendrar algo? Efectivamente. Da a luz a un nuevo ser pero como hijo de Dios. Como dice el catecismo en el número 782 “nacer de lo alto significa ser miembro de este cuerpo no por el nacimiento físico, sino por el “nacimiento de arriba”, “del agua y del Espíritu”, es decir, por la fe en Cristo y el Bautismo”. 


En qué conflictos doctrinales se metería Cristo con los judíos de ese tiempo pues decir que era necesario nacer de lo alto significaba introducir nuevas doctrinas difíciles de interpretar y que además venían dichas por el “hijo del carpintero”. Qué gran ejemplo de Cristo en enseñarnos cómo se transmite su palabra dada por su Padre. Deja de lado los conocimientos eruditos de los judíos y les predica la verdadera doctrina de la salvación. El bautismo que les abrirá las puertas del Reino de Cristo y les hará verdaderos hijos de Dios. 


Nosotros como bautizados hemos recibido esta gracia de Dios. Ya somos sus hijos merecedores de su herencia, del cielo y sobre todo de su amor. Ahora como hijo de Dios debemos hacer honor a nuestro nombre cuidando el gran tesoro de la gracia. No podemos derrochar la magnífica herencia que se nos tiene preparada por un placer terrenal pasajero. Podemos conservar el nombre de hijos de Dios manteniendo limpia nuestra vida de gracia, que significa amistad con Cristo. ¿Cómo trataríamos a un amigo que tanto queremos y estimamos? De la misma forma hay que tratar a Cristo, como un amigo que quiere corresponder a su amistad. 

Jesús, dice a Nicodemo, que hay dos maneras de vivir la vida humana: o movido por los impulsos naturales del hombre (vida de acuerdo a la carne), o movido por la gracia de Dios, por la acción del Espíritu (Vida en el Espíritu). Para san Pablo esta será la gran novedad del cristianismo. El hombre ahora puede enfrentar la vida, que es en sí difícil pues está marcada por el pecado (personal y social), con la fuerza divina. Mientras el hombre no «renace» a esta vida, continua sujeto, dirá san Pablo; Esclavo, de sus pasiones y busca resolver sus problemas con sus propias fuerzas. El «renacido», es una nueva criatura en Cristo. Su manera de pensar, de actuar de dirigir su vida, está ahora marcada por la presencia del poder de Dios, el cual se manifiesta en amor. Ciertamente al ser bautizados, esta nueva vida se ha hecho una realidad en nosotros, pero es necesario que como toda vida: crezca, se desarrolle y dé fruto. Abramos nuestro corazón a la acción del Espíritu. Hagámonos conscientes, que la muerte no reina más en nosotros y dejemos que El Espíritu Santo crezca y conduzca nuestra vida.

Viernes de la Octava de Pascua

Jn 21, 1-14

Es una equivocada creencia que a Jesús solo se le puede encontrar en los templos, o en los momentos de mucha intimidad dentro de la oración. 

Jesús, Carpintero, hombre de trabajo y de fatiga, se hace presente en nuestros mismos lugares de trabajo. Aunque su presencia escapa a nuestra vista, su acción creadora, está siempre lista para atendernos, y ayudarnos en nuestras labores diarias, para que a pesar de que nuestros esfuerzos no hayan rendido el fruto esperado, Él hará lo que para nosotros no fue posible. 

La gran novedad de encontrarnos con Cristo resucitado, viene a cambiar todas las expectativas que tenía nuestra vida. Pedro vuelve a sus ocupaciones cotidianas y no está mal que lo haga, pero Jesús le pide que lo haga de un modo nuevo. Toda una noche y no ha pescado nada. Es natural que haya desaliento para quien no logra sus objetivos. Pero Jesús propone que lo haga de nuevo, pero ahora en su nombre y a su estilo. 

Al amanecer se aparece Jesús y aunque ellos no lo reconocen, da nuevas posibilidades ante el fracaso. Echar las redes en su nombre es abrir nuevas posibilidades a la esperanza, es negarse a sufrir el fracaso como fin, es que de levantar nuevas ilusiones en nuestra manera de actuar. Jesús resucitado es quien nos ofrece estas nuevas posibilidades. 

Ciertamente volveremos a nuestras actividades diarias, pero con la nueva fortaleza del Resucitado. 

Juan lo reconoce, no solamente por la pesca milagrosa sino porque el amor le hace descubrir al maestro y lo comunica. 

La espontánea y atrevida acción de Pedro nos hace imaginar todo lo que significa la presencia de Jesús. Un gesto familiar y de amistad nos ofrece Jesús al presentar el fuego encendido, al ofrecer el pescado y el pan. Este es Jesús, el que desde lo cotidiano nos hace vivir una nueva forma, dando esperanza, restaurando la ilusión ofreciendo el pan y el pescado. 

Al encontrarnos hoy con Cristo resucitado también nosotros despertemos ilusión para retomar con mayor ahínco los trabajos diarios dándoles un nuevo sentido y también nosotros seguir su ejemplo de ofrecer una hoguera que no se apague para quién se siente solo y abandonado; un pan y un pescado para quien sufre el hambre y el abandono.

Miércoles de la Octava de Pascua

Lc 24, 13-35

Lucas, en este pasaje, sintetiza lo que ya desde el principio de su evangelio ha venido diciendo: Dios se ha acercado a nosotros, nos ha salido al camino haciéndose uno de nosotros. 

Sentirnos acompañados por Jesús, sentarnos a su mesa a compartir su pan es la más bella experiencia de Resurrección. 

El evangelio de los caminantes de Emaús, tan sumergidos en la tristeza y en el fracaso, pudiera ser el de cualquiera de nosotros que hemos pasado por frustraciones y tropiezos. Jesús se acerca, se involucra con los caminantes, los cuestiona y acopla su paso a los de los desconsolados; escucha con atención y comparte la pena, pero no solo comparte, ofrecer respuestas y proporciona luces. 

Ya en esos momentos comienza a arder el corazón de los que estaban tan fríos, pero la culminación llega manifestar su necesidad, al reconocer la oscuridad que se avecina y pedir que se quede con ellos: » quédate con nosotros porque ya es tarde y pronto va a anochecer». Y a la petición hecha por temor hay una respuesta que supera toda la imaginación. No solo se queda por un momento, sino que Hecho pan se ofrece para hacer partido y repartido. 

No solo vence la oscuridad, sino que enciende el fuego y la luz en los corazones que ahora se sienten capaces de retomar el camino que habían desandado por el fracaso. 

El partir el pan, el acoger la palabra, el sentarse a la mesa ha transformado el corazón de aquellos dos hombres que se sentían desahuciados. ¿Porque no hacer nosotros la misma petición? 

Jesús también a nosotros nos da compañía, nos da su palabra que ilumina, tiene puesta la mesa y el pan que compartirá. 

¿Nos acercamos a Jesús?

Martes de la Octava de Pascua

Jn 20, 11-18

En los últimos años la Iglesia ha insistido continuamente en la importantísima función que tienen los laicos dentro del proyecto salvífico de Dios como anunciadores y testigos de la resurrección de Cristo, como nos lo muestra hoy el evangelio. 

Muy significativa la narración que nos presenta san Juan de este encuentro de María Magdalena con Jesús resucitado. María magdalena, cómo muchos de nosotros, permanece en el llanto y la tristeza, sin imaginarse que Jesús pudiese resucitar. Todo lo da por perdido y ahora nada tiene sentido de aquel bello sueño deformar un mundo nuevo, diferente. Sin embargo, se queda junto al sepulcro, no huye, no abandona, aunque esté sumergida en el dolor y en el desconsuelo. 

En su tristeza no es capaz de reconocer los grandes prodigios que se están realizando junto a su alrededor; los ángeles en el sepulcro no le causa ninguna sorpresa y solo mira en una dirección: Cristo muerto y ya nada tiene sentido. Sus reclamos y frustraciones no cesan al acercarse a Jesús, también para Él es la pregunta y la acusación velada: “ si tú te lo llevaste…” le han quitado a su maestro y ella se aferra a su soledad, a la ausencia. No es capaz de reconocer al mismo Jesús. 

Ciertamente, la resurrección de Jesús no es un simple volver a la vida y tener el mismo cuerpo. La resurrección implica una nueva vida, diferente, plena, como nos lo muestran las narraciones en las que se aparece a sus discípulos. 

María Magdalena es capaz de reconocer a Jesús solo cuando escucha su voz pronunciando su nombre y entonces todo se transforma en alegría y felicidad; todo es plenitud y confianza. Adiós a los temores, adiós a la ceguera, adiós al fracaso. Se sabe amada, pronunciada por Jesús que ha resucitado y le encomienda una nueva misión. 

Esta experiencia de vida es la que hoy nos ofrece Jesús: No está muerto sino que está al lado nuestro, en nuestros aparentes fracasos, en nuestros desalientos, en su aparente ausencia. 

Cristo está con nosotros y también pronuncia nuestro nombre de una forma única y especial, porque su amor por cada uno de nosotros es irrepetible. 

Experimentemos hoy este encuentro con Jesús, que seamos capaces de descubrirlo a pesar de las apariencias en que se presente, cómo la sencillez de un jardinero, el dolor de un fracaso o la sonrisa de un niño. 

Cristo está vivo y te habla por tu nombre. ¿No te llena de ilusión y vida nueva?

Lunes de la Octava de Pascua

Alegría! ¡Alegría! ¡Alegría!… ¡Cristo ha resucitado! Como dice el profeta:
– ¡Iglesia santa, disfruta, goza, alégrate con todo el corazón! Y nos lo repite Pablo: – Alégrense siempre en el Señor. Se lo repito: ¡alégrense!… 


Es esto un anuncio espléndido. Nos dice que Dios ama a la Iglesia, la nueva Jerusalén. Y los cristianos, amándonos todos los unos a los otros, sabemos comunicarnos la felicidad que cada uno lleva dentro, recibida del Dios que mora en nuestros corazones. La felicidad de Cristo vivo. 


Hacemos una realidad aquello de Teresa de Jesús, cuando hablaba de sus humildes y felices conventos de Carmelitas: – Tristeza y melancolía no las quiero en casa mía. 


Sencillamente, porque en el corazón del cristiano no cabe más que la alegría de sentirse salvado por un Dios que le ama. Esta alegría cristiana tiene un precio. ¿Qué debemos hacer para conquistarla, para poseerla, para que perdure en medio del Pueblo de Dios? ¿Qué debemos hacer?…
– Practicar el amor y la misericordia. Está bien claro. Es un imposible disfrutar la alegría que Dios nos ha traído al mundo si no tenemos un amor efectivo a todos, basado en la honestidad de la vida propia y en el respeto a los demás. 


Como en aquellos tiempos, hoy nos pide Dios limpieza del corazón. Conciencia tranquila, porque sabemos rechazar con violencia el pecado: así, como suena, ese pecado del cual el mundo moderno ha perdido la noción. Hoy nadie quiere oír esa palabra fatídica, porque trae a la memoria un juicio posterior de Dios. 


Pero el grito de la propia conciencia no lo puede acallar nadie, y la alegría es un imposible cuando la conciencia no está en paz. Si en el mundo se observase mejor la Ley de Dios, habría mucha más alegría en todos nuestros pueblos. La alegría nos haría pasar la vida como en una fiesta ininterrumpida. 


Habiendo sido bautizados en el Espíritu Santo, o conservamos al Espíritu Divino dentro de nosotros, o la alegría del Cielo habrá huido de nosotros quizá para siempre… 

A esta condición diríamos personal de cada uno, se añade la obligación respecto de los demás. 


El Evangelio en muchas ocasiones nos recuerda a todos que la justicia y el respeto a la persona son condiciones indispensables para que haya alegría en la sociedad. 


No diremos que esto no es bien actual en nuestros países. Mientras muchos vivan sumidos en una pobreza injusta, y mientras exista la violencia, venga de donde venga, resultarán inútiles todos los esfuerzos que muchos hacen para implantar la felicidad y la alegría en el pueblo. 

Vigilia Pascual

¡Aleluya, hermanos! Es lo que los ángeles han anunciado a las mujeres que habían acudido temerosas al sepulcro de Jesús. Es la gran noticia que nosotros escuchamos en esta noche santa de Pascua: Cristo ha pasado a través de la muerte a una nueva existencia, definitiva, y vive para siempre.

Éste es el motivo por el que hoy nos hemos reunido aquí, de noche, y nos gozamos por la presencia del Señor Resucitado en medio de nosotros. Aunque no le veamos. Si los judíos se alegran, al celebrar la Pascua, de su liberación de la esclavitud y de su paso a la nueva vida en la tierra prometida, nosotros, los cristianos, nunca nos cansamos de celebrar que en medio de la oscuridad de la noche, Cristo Jesús fue liberado de la muerte y lleno del Espíritu de Dios, el Espíritu de la Vida.

“No temáis”, les dice el ángel a las mujeres.  Y después Jesús se lo vuelve a repetir: “No tengáis miedo”.  Es éste uno de los grandes mensajes de esta noche.   Este es el gran mensaje de Pascua, hoy: “No tengáis miedo”.

“Transcurrido el sábado, al amanecer del primer día de la semana, María Magdalena se dirige al sepulcro”.  Los hombres, los apóstoles, no están.  Se han quedado en casa, con las puertas bien cerradas, esperando con una secreta esperanza algo que, en el fondo de su corazón, están convencidos de que ha de suceder.   Algo que ni se atreven a formular, que ni se atreven a decirse unos a otros, pero que esperan, que creen. Y, no obstante, no van al sepulcro. Van las mujeres. Querían demasiado a Jesús, no podían quedarse en casa quietas, sin hacer nada. Van al sepulcro desconcertadas, atemorizadas, pero también con la secreta y extraña esperanza.

Y, allá en el sepulcro, todo es novedad, todo se transforma, cambia el mundo entero.   Y ellas experimentan el mundo renovado que empieza entonces.   Porque Jesús, el crucificado no ha quedado aprisionado por las cadenas de la muerte, la piedra del sepulcro no ha podido retener la fuerza infinita de amor que se manifestó en la cruz.   

Aquel camino fiel de Jesús, aquella entrega constante de su vida hacia los pobres, aquel combate contra todo mal que ahogara al hombre, aquel amor ¿cómo podría haber quedado encerrado, muerto ahí por siempre?  No, no quedó encerrado. La fuerza del amor de Jesús, la fuerza del amor de Dios, vence a la muerte y cambia el mundo.   Y por eso el ángel puede decir, y Jesús puede repetir después: “No tengáis miedo”.

El miedo es pensar que el mal y la muerte pueden vencer al amor, a la fraternidad, a la justicia, a la generosidad.   El miedo es pensar que Jesús ha fracasado. El miedo es no ser capaces de creer que Jesús ha resucitado y que, con su resurrección, podemos caminar en paz su mismo camino.

El miedo es no creer que, ocurra lo que ocurra, y aunque a veces no lo parezca, el amor vence siempre.

Esta es, hermanos nuestra fe.   Esta es la fe que expresábamos cuando, al empezar la celebración de esta noche santa, veníamos hacia aquí, hacia la Iglesia, guiados en medio de la noche, por la claridad de Jesucristo vivo.   Esta es la fe que se nos ha proclamado en las lecturas que acabamos de escuchar: la fe que empieza a encenderse con las primeras luces de la creación, la fe de Abraham, la fe del pueblo liberado de la esclavitud por el Dios que ama, la fe de los profetas, la fe del apóstol Pablo.   Esta es la fe que fue proclamada en nuestro bautismo.

Esta es la fe, que cada domingo, cuando celebramos la Eucaristía, recordamos y reafirmamos.   La fe de la confianza, la fe contra el miedo, la fe que nos dice que sí, que el camino de Jesucristo es nuestro camino, el único camino de vida.

Jesús, hoy, esta noche santa de Pascua, nos dice a cada uno de nosotros: “¡No tengáis miedo!” Id con los vuestros, a vuestro trabajo, a vuestras casas, a vuestros pueblos, ahí donde se construye vuestra vida, ahí donde sois felices y ahí donde sufrir.   Ahí me veréis porque Cristo ha resucitado.

Viernes Santo

Viernes Santo es un día de silencio, de dolor, de acompañamiento.

La liturgia del Viernes santo es muy especial: es el único día del año en que la Iglesia no celebra la eucaristía, y sólo en la parte final de la celebración se distribuye la comunión. Podemos decir que si habitualmente la parte central de la eucaristía es la consagración, hoy lo va a ser la presentación y la adoración de la cruz.

Hoy, Viernes Santo, podríamos preguntarnos: ¿Por qué?, ¿Cómo es posible que un hombre inocente termine despreciado de esta manera? Un hombre que había vivido de una manera sencilla, que era amigo de todos, que estaba siempre junto a los enfermos y débiles… Pero, eso sí, nunca había retrocedido cuando se trataba de defender la verdad y la justicia, la causa del Reino. Nunca hizo concesiones ante el amor apasionado por Dios y por los hombres, aunque sus enemigos invocaran leyes religiosas. Nada le apartaría del amor de Dios.

Los Sumos Sacerdotes y sus servidores gritaron: “¡Crucifícalo, crucifícalo!” “Nosotros tenemos una ley, y según esa ley tienen que morir, porque se ha declarado Hijo de Dios”. ¿Cuál es esta ley? ¿No será acaso la ley que imponen los fuertes? ¿No es la ley que defiende los intereses de los poderosos? “Conviene que muera un solo hombre por el pueblo”, dijo Caifás, y podemos añadir nosotros, antes que el pueblo descubra la hipocresía de muchas palabras y gestos que dicen defender la paz, el bien, el orden y la cultura y que, en cambio, es sólo la defensa de unos privilegios o el afán de dominio sobre los demás.

“Tomaron a Jesús, y Él, cargando con la cruz, salió al sitio llamado “de la Calavera”…” ¿Cómo es posible? Bendecía a los niños, decía que era necesario poner la otra mejilla, perdonar setenta veces siete, compartir “los panes y los peces” fraternalmente…

Dentro de unos momentos haremos la adoración de este árbol que es la cruz. Árbol inmenso que une el cielo y la tierra. Árbol que tiene sus raíces en nuestro mundo, en esta tierra a veces reseca y pedregosa, a veces empapada de agua fecunda. Cristo es el árbol que da cobijo y arraiga en tantas personas que son capaces de darlo todo por los demás, sea en servicios humildes a la familia, en el trabajo, en responsabilidades sociales o profesionales, sea como mártires en países en los que los derechos humanos están muy lejos de ser respetados. Un árbol inmenso que lleva en su tronco las marcas de tantos sufrimientos, tantas humillaciones a la dignidad humana. Un árbol, no obstante, que tiene la fuerza de la vida en su interior. Que se eleva gozoso tocando con sus hojas el sol de la esperanza.

La cruz de los cristianos, la cruz de Jesús, es una cruz que nos conduce a la gloria, que ya es un signo de victoria porque sabemos que el amor de Dios que da vida, está ya presente en esta cruz. Porque sabemos que la corona de espinas que le colocaron los soldados, expresaba la profunda verdad del amor de Dios, la verdad del supremo valor de la vida humana y de toda la naturaleza.

Estamos llamados a identificarnos con Jesús. He aquí el misterio profundo del Viernes Santo: la contemplación y la adoración del Hombre-Dios crucificado que lo ha dado todo y se ha humillado hasta el extremo, para que nosotros nos demos cuenta del fango del pecado que hay en nosotros y en nuestro mundo y, con Él, nos levantemos para ser fieles a la Vida. 

Viernes Santo es un día para acompañar a Jesús y sentir su presencia. Acerquémonos a María, a Magdalena y a Juan, y juntos permanezcamos en respetuoso silencio junto a la cruz de Jesús. Contemplemos, callemos y manifestemos nuestro amor.