Job 19, 21-27
Una de las experiencias más deprimentes de la vida humana es el sentirse totalmente solo. Me refiero a esa situación en que parece que nadie nos comprende no se preocupa de nosotros. Tres amigos fueron a ver a Job en medio de sufrimientos, pero en lugar de consolarlo, intentaron culparlo de un grave pecado que le había acarreado la ira de Dios. Entonces Job les gritó desesperado: «¿Por qué me persiguen ustedes como si fueran dioses y me acosan sin descanso?»
Desde el fondo de su desesperación, Job correspondió a una gracia de Dios y se elevó a un supremo acto de fe. A pesar de todo lo que le había sucedido y de las acusaciones de sus amigos, fijó su fe en la bondad de Dios y exclamó: «Yo sé que mi defensor está vivo». Confió en que Dios, como juez sabio y justo, declararía su inocencia.
En medio de todos estos sufrimientos, Job no gozaba de una visión clara de Dios. Era como un ciego que, sin ver, toca a alguien presente en una habitación. Tenía la seguridad de que un día vería a Dios, superando su ceguera, y llegó a creer que Dios no lo había abandonado ni siquiera un instante.
Lc 10, 1-12
Jesús envió a sus discípulos a predicar en su nombre. Aunque estaban separados de El en el lugar, El seguía acompañándolos. No estaban solos.
Estas palabras de Jesús en el evangelio no fueron dirigidas solo a los discípulos, sino que también son dirigidas a nosotros.
Tal vez antes del Concilio pensábamos que los «operarios» de la mies eran solamente los ministros ordenados. Hoy, esto es inaceptable porque, si bien el ministerio de los obispos, presbíteros y diáconos es insustituible, sabemos que todos los bautizados que forman parte del cuerpo de Cristo que es la Iglesia están implicados, cada uno a su modo, en este ministerio de promover el crecimiento del pueblo de Dios y de hacerlo profundizar en la fe.
Oímos también las condiciones de sencillez y despojo que este ministerio requiere.