Jueves de la XXVI Semana Ordinaria

Job 19, 21-27

Una de las experiencias más deprimentes de la vida humana es el sentirse totalmente solo.  Me refiero a esa situación en que parece que nadie nos comprende no se preocupa de nosotros.  Tres amigos fueron a ver a Job en medio de sufrimientos, pero en lugar de consolarlo, intentaron culparlo de un grave pecado que le había acarreado la ira de Dios.  Entonces Job les gritó desesperado: «¿Por qué me persiguen ustedes como si fueran dioses y me acosan sin descanso?»

Desde el fondo de su desesperación, Job correspondió a una gracia de Dios y se elevó a un supremo acto de fe.  A pesar de todo lo que le había sucedido y de las acusaciones de sus amigos, fijó su fe en la bondad de Dios y exclamó: «Yo sé que mi defensor está vivo».  Confió en que Dios, como juez sabio y justo, declararía su inocencia.

En medio de todos estos sufrimientos, Job no gozaba de una visión clara de Dios.  Era como un ciego que, sin ver, toca a alguien presente en una habitación.  Tenía la seguridad de que un día vería a Dios, superando su ceguera, y llegó a creer que Dios no lo había abandonado ni siquiera un instante.

Lc 10, 1-12

Jesús envió a sus discípulos a predicar en su nombre.  Aunque estaban separados de El en el lugar, El seguía acompañándolos.  No estaban solos.

Estas palabras de Jesús en el evangelio no fueron dirigidas solo a los discípulos, sino que también son dirigidas a nosotros.

Tal vez antes del Concilio pensábamos que los «operarios» de la mies eran solamente los ministros ordenados.  Hoy, esto es inaceptable porque, si bien el ministerio de los obispos, presbíteros y diáconos es insustituible, sabemos que todos los bautizados que forman parte del cuerpo de Cristo que es la Iglesia están implicados, cada uno a su modo, en este ministerio de promover el crecimiento del pueblo de Dios y de hacerlo profundizar en la fe.

Oímos también las condiciones de sencillez y despojo que este ministerio requiere.

Jueves de la XXVI Semana Ordinaria

Lc 10,1-12

Jesús no es un misionero aislado, no quiere realizar solo su misión, sino que involucra a sus discípulos. Además de los Doce apóstoles, llama a otros Setenta y Dos, y los envía a las aldeas, de dos en dos, a anunciar que el Reino de Dios está cerca. Esto es muy bonito.

Jesús no quiere obrar solo, ha venido a traer al mundo el amor de Dios y quiere difundirlo con el estilo de la comunión, con el estilo de la fraternidad. Por eso forma inmediatamente una comunidad de discípulos, que es una comunidad misionera. Inmediatamente los entrena a la misión, a ir.

Pero atención: la finalidad no es socializar, pasar el tiempo juntos, no, la finalidad es anunciar el Reino de Dios, y esto es urgente, también hoy es urgente, no hay tiempo que perder en charlas, no es necesario esperar el consenso de todos, es necesario ir y anunciar.

A todos se lleva la paz de Cristo, y si no la reciben, se va hacia adelante. A los enfermos se les lleva la curación, porque Dios quiere curar al hombre de todo mal.

Cuántos misioneros hacen esto. Siembran vida, salud, consuelo en las periferias del mundo. Qué bonito es esto. No vivir para sí mismo, no vivir para sí misma. Sino vivir para ir a hacer el bien…

¿Quiénes son estos Setenta y Dos discípulos que Jesús envía? ¿Qué representan? Si los Doce son los Apóstoles, y por tanto representan también a los Obispos, sus sucesores, estos setenta y dos pueden representar a los demás ministros ordenados, a los presbíteros y diáconos; pero en sentido más amplio podemos pensar en los otros ministros en la Iglesia, en los catequistas, en los fieles laicos que se empeñan en las misiones parroquiales, en quien trabaja con los enfermos, con las diversas formas de necesidad y de marginación; pero siempre como misioneros del Evangelio, con la urgencia del Reino que está cerca.

Todos deben ser misioneros. Todos pueden sentir esa llamada de Jesús e ir hacia adelante a anunciar el Reino.

Dice el Evangelio que estos Setenta y Dos volvieron de su misión llenos de alegría, porque habían experimentado el poder del Nombre de Cristo contra el mal. Jesús lo confirma: a estos discípulos Él les da la fuerza de derrotar al maligno. Pero añade: «No se alegren de que los espíritus se les sometan; alégrense de que sus nombres estén escritos en los cielos».

No debemos vanagloriarnos como si fuéramos nosotros los protagonistas: protagonista es uno solo, es el Señor, protagonista es la gracia del Señor. Él es el único protagonista. Y nuestra alegría es sólo ésta: ser sus discípulos, ser sus amigos.