Lunes de la Octava de Pascua

Hch 2, 14.22-23

La lectura de hoy nos ofrece un parte del discurso de san Pedro el día de Pentecostés.  La interpretación teológica que da a lo que ocurrió aquel día tiene un núcleo central que es claramente una referencia a Cristo.  El Espíritu que ha sido dado nos introduce en la perfecta inteligencia del misterio de Jesús de Nazaret: verdadero hombre y verdadero Dios, sanador y Salvador, llevado a la muerte por los hombres pero resucitado por Dios.

De ese modo, Dios ha realizado las promesas hechas a David: en Jesús resucitado se inaugura la plenitud de los tiempos.

Los apóstoles dan testimonio del cumplimiento de las profecías.

Mt 28, 8-15

El Evangelio de hoy nos presenta una opción, una opción de todos los días, una opción humana, pero que rige desde aquel día: la opción entre la alegría, la esperanza de la resurrección de Jesús, o la nostalgia del sepulcro.

Las mujeres llevan el anunci: siempre Dios comienza con las mujeres, siempre. Abren camino. No dudan: lo saben; lo han visto, lo han tocado. También han visto el sepulcro vacío. Es verdad que los discípulos no podían creerlo y dirían: “Estas mujeres quizá sean un poco fantasiosas”, no sé, tenían sus dudas. Pero ellas estaban seguras y al final siguieron ese camino hasta el día de hoy: Jesús ha resucitado, está vivo entre nosotros. Y luego está el otro: es mejor no vivir con el sepulcro vacío. Tantos problemas nos acarreará ese sepulcro vacío. Es la decisión de esconder el hecho. Como siempre: cuando no servimos a Dios, al Señor, servimos al otro dios, al dinero. Recordemos lo que dijo Jesús: hay dos señores, el Señor Dios y el señor dinero. No se puede servir a ambos. Y para salir de esa evidencia, de esa realidad, los sacerdotes y doctores de la Ley eligieron la otra senda, la que les ofrecía el dios dinero y pagaron: pagaron el silencio, el silencio de los testigos. Uno de los guardias había confesado, recién muerto Jesús: “¡Verdaderamente este hombre era hijo de Dios!”. Estos pobrecitos no comprenden, tienen miedo, porque les va la vida… y fueron a los sacerdotes y doctores de la Ley. Y les pagaron: pagaron su silencio, y eso, queridos hermanos y hermanas, no es un soborno: eso es pura corrupción, corrupción en estado puro. Si no confiesas a Jesucristo el Señor, piensa porqué: dónde está el sello de tu sepulcro, dónde está la corrupción. Es verdad que mucha gente no confiesa a Jesús porque no lo conoce, porque no se lo hemos anunciado con coherencia, y eso es culpa nuestra. Pero cuando ante la evidencia se toma ese camino, es la senda del diablo, la senda de la corrupción. ¡Se paga y te callas!

 También hoy, ante el próximo –esperemos que sea pronto– fin de esta pandemia, tenemos la misma opción: o apostamos por la vida, por la resurrección de los pueblos, o por el dios dinero: volver al sepulcro del hambre, de la esclavitud, de las guerras, de las fábricas de armas, de los niños sin educación…, allí está el sepulcro.

 Que el Señor, en nuestra vida personal o en nuestra vida social, nos ayude siempre a elegir el anuncio: el anuncio que es horizonte siempre abierto; que nos lleve a escoger el bien de la gente. Y nunca caer en el sepulcro del dios dinero.

Lunes de la Octava de Pascua

Mt 28, 8-15

Alegría! ¡Alegría! ¡Alegría!… ¡Cristo ha resucitado! Como dice el profeta: – ¡Iglesia santa, disfruta, goza, alégrate con todo el corazón! Y nos lo repite Pablo: – Alégrese siempre en el Señor. Se lo repito: ¡alégrense!…

Es esto un anuncio espléndido. Nos dice que Dios ama a la Iglesia, la nueva Jerusalén. Y los cristianos, amándonos todos los unos a los otros, sabemos comunicarnos la felicidad que cada uno lleva dentro, recibida del Dios que mora en nuestros corazones. La felicidad de Cristo vivo.

Hacemos una realidad aquello de Teresa de Jesús, cuando hablaba de sus humildes y felices conventos de Carmelitas: – Tristeza y melancolía no las quiero en casa mía.

Sencillamente, porque en el corazón del cristiano no cabe más que la alegría de sentirse salvado por un Dios que le ama. Esta alegría cristiana tiene un precio. ¿Qué debemos hacer para conquistarla, para poseerla, para que perdure en medio del Pueblo de Dios? ¿Qué debemos hacer?…
– Practicar el amor y la misericordia. Está bien claro. Es un imposible disfrutar la alegría que Dios nos ha traído al mundo si no tenemos un amor efectivo a todos, basado en la honestidad de la vida propia y en el respeto a los demás.

Como en aquellos tiempos, hoy nos pide Dios limpieza del corazón. Conciencia tranquila, porque sabemos rechazar con violencia el pecado: así, como suena, ese pecado del cual el mundo moderno ha perdido la noción. Hoy nadie quiere oír esa palabra fatídica, porque trae a la memoria un juicio posterior de Dios.

Pero el grito de la propia conciencia no lo puede acallar nadie, y la alegría es un imposible cuando la conciencia no está en paz. Si en el mundo se observase mejor la Ley de Dios, habría mucha más alegría en todos nuestros pueblos. La alegría nos haría pasar la vida como en una fiesta ininterrumpida.

Habiendo sido bautizados en el Espíritu Santo, o conservamos al Espíritu Divino dentro de nosotros, o la alegría del Cielo habrá huido de nosotros quizá para siempre…

A esta condición diríamos personal de cada uno, se añade la obligación respecto de los demás.

El Evangelio en muchas ocasiones nos recuerda a todos que la justicia y el respeto a la persona son condiciones indispensables para que haya alegría en la sociedad.

No diremos que esto no es bien actual en nuestros países. Mientras muchos vivan sumidos en una pobreza injusta, y mientras exista la violencia, venga de donde venga, resultarán inútiles todos los esfuerzos que muchos hacen para implantar la felicidad y la alegría en el pueblo.

Lunes de la Octava de Pascua

Mt 28, 8-15

El Evangelio de hoy nos presenta una opción, una opción de todos los días, una opción humana, pero que rige desde aquel día: la opción entre la alegría, la esperanza de la resurrección de Jesús, o la nostalgia del sepulcro.

Las mujeres llevan el anuncio: siempre Dios comienza con las mujeres, siempre. Abren camino. No dudan: lo saben; lo han visto, lo han tocado. También han visto el sepulcro vacío. Es verdad que los discípulos no podían creerlo y dirían: “Estas mujeres quizá sean un poco fantasiosas”, no sé, tenían sus dudas. Pero ellas estaban seguras y al final siguieron ese camino hasta el día de hoy: Jesús ha resucitado, está vivo entre nosotros. Y luego está el otro: es mejor no vivir con el sepulcro vacío. Tantos problemas nos acarreará ese sepulcro vacío. Es la decisión de esconder el hecho. Como siempre: cuando no servimos a Dios, al Señor, servimos al otro dios, al dinero. Recordemos lo que dijo Jesús: hay dos señores, el Señor Dios y el señor dinero. No se puede servir a ambos. Y para salir de esa evidencia, de esa realidad, los sacerdotes y doctores de la Ley eligieron la otra senda, la que les ofrecía el dios dinero y pagaron: pagaron el silencio, el silencio de los testigos. Uno de los guardias había confesado, recién muerto Jesús: “¡Verdaderamente este hombre era hijo de Dios!”. Estos pobrecitos no comprenden, tienen miedo, porque les va la vida… y fueron a los sacerdotes y doctores de la Ley. Y les pagaron: pagaron su silencio, y eso, queridos hermanos y hermanas, no es un soborno: eso es pura corrupción, corrupción en estado puro. Si no confiesas a Jesucristo el Señor, piensa porqué: dónde está el sello de tu sepulcro, dónde está la corrupción. Es verdad que mucha gente no confiesa a Jesús porque no lo conoce, porque no se lo hemos anunciado con coherencia, y eso es culpa nuestra. Pero cuando ante la evidencia se toma ese camino, es la senda del diablo, la senda de la corrupción. ¡Se paga y te callas!

También hoy, ante el próximo –esperemos que sea pronto– fin de esta pandemia, tenemos la misma opción: o apostamos por la vida, por la resurrección de los pueblos, o por el dios dinero: volver al sepulcro del hambre, de la esclavitud, de las guerras, de las fábricas de armas, de los niños sin educación…, allí está el sepulcro.

Que el Señor, en nuestra vida personal o en nuestra vida social, nos ayude siempre a elegir el anuncio: el anuncio que es horizonte siempre abierto; que nos lleve a escoger el bien de la gente. Y nunca caer en el sepulcro del dios dinero.

Lunes de la Octava de Pascua

¡Alegría! ¡Alegría! ¡Alegría!… ¡Cristo ha resucitado! Como dice el profeta:
– ¡Iglesia santa, disfruta, goza, alégrate con todo el corazón! Y nos lo repite Pablo: – Alégrese siempre en el Señor. Se lo repito: ¡alégrense!…

Es esto un anuncio espléndido. Nos dice que Dios ama a la Iglesia, la nueva Jerusalén. Y los cristianos, amándonos todos los unos a los otros, sabemos comunicarnos la felicidad que cada uno lleva dentro, recibida del Dios que mora en nuestros corazones. La felicidad de Cristo vivo.

Hacemos una realidad aquello de Teresa de Jesús, cuando hablaba de sus humildes y felices conventos de Carmelitas: – Tristeza y melancolía no las quiero en casa mía.

Sencillamente, porque en el corazón del cristiano no cabe más que la alegría de sentirse salvado por un Dios que le ama. Esta alegría cristiana tiene un precio. ¿Qué debemos hacer para conquistarla, para poseerla, para que perdure en medio del Pueblo de Dios? ¿Qué debemos hacer?… – Practicar el amor y la misericordia. Está bien claro. Es un imposible disfrutar la alegría que Dios nos ha traído al mundo si no tenemos un amor efectivo a todos, basado en la honestidad de la vida propia y en el respeto a los demás.

Como en aquellos tiempos, hoy nos pide Dios limpieza del corazón. Conciencia tranquila, porque sabemos rechazar con violencia el pecado: así, como suena, ese pecado del cual el mundo moderno ha perdido la noción. Hoy nadie quiere oír esa palabra fatídica, porque trae a la memoria un juicio posterior de Dios.

Pero el grito de la propia conciencia no lo puede acallar nadie, y la alegría es un imposible cuando la conciencia no está en paz. Si en el mundo se observase mejor la Ley de Dios, habría mucha más alegría en todos nuestros pueblos. La alegría nos haría pasar la vida como en una fiesta ininterrumpida.

Habiendo sido bautizados en el Espíritu Santo, o conservamos al Espíritu Divino dentro de nosotros, o la alegría del Cielo habrá huido de nosotros quizá para siempre…

A esta condición diríamos personal de cada uno, se añade la obligación respecto de los demás.

El Evangelio en muchas ocasiones nos recuerda a todos que la justicia y el respeto a la persona son condiciones indispensables para que haya alegría en la sociedad.

No diremos que esto no es bien actual en nuestros países. Mientras muchos vivan sumidos en una pobreza injusta, y mientras exista la violencia, venga de donde venga, resultarán inútiles todos los esfuerzos que muchos hacen para implantar la felicidad y la alegría en el pueblo.