Lunes de la XXXIII Semana Ordinaria

Apoc 1, 1-4; 2, 1-5

Al término de nuestro año litúrgico, leeremos por dos semanas, páginas escogidas de un libro muy especial, el Apocalipsis.  «Apocalipsis» quiere decir revelación.  Es un libro escrito para fortalecer en la fe y para animar a los cristianos en una época muy difícil de persecución.  El autor presenta una gran cantidad de visiones, imágenes, números simbólicos, alusiones veladas a personajes y a hechos históricos contemporáneos, realidades todas muy difíciles de interpretar; por esto, algunas sectas especialmente fundamentalistas lo aprovechan mucho para sus fines anticatólicos, pero de todos modos es muy claro el contenido general: la destrucción de todos los enemigos del cristianismo y la victoria final de Cristo y de su Iglesia.

Este libro debe haber sido escrito a fines del reinado de Diocleciano (90-96).

Después de la narración de una primera visión, Juan se hace transmisor de una serie de mensajes a siete comunidades cristianas de Asia Menor.  Hoy oímos la dirigida al «ángel» de Éfeso.  La situación de este «ángel» ¿no refleja en algo nuestra propia actitud personal o comunitaria?

Lc 18, 35-43

Jesús va subiendo hacia Jerusalén, hacia su Pascua.  Ya está muy cerca, unos 20 Km.

Si leyéramos en nuestros Evangelios los versículos anteriores al texto proclamado, hoy veríamos cómo Jesús anuncia a los apóstoles: «Miren, vamos a Jerusalén, y se van a cumplir en el Hijo del hombre todas las cosas que fueron escritas por los profetas»; les habla de encarcelamientos, burlas, insultos, azotes… muerte.  «Ellos no entendieron nada», y el evangelista, dos veces más, dice lo mismo.  ¡Estaban ciegos!  Tal vez el evangelista pone el milagro de la vista dada a un ciego para enseñarles que Cristo es el que da la luz, no sólo la biológica, por así decir, sino también desde el punto de vista salvífico de Dios.

¿Cuáles son las condiciones?  Que hagamos lo que hizo el ciego, que con fe acudamos al Señor: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!», que perseveremos en este clamor como él: «lo regañaba para que se callara, pero él se puso a gritar más fuerte».

Que le expongamos al Señor nuestra ceguera: «Señor, que vea».

Y el Señor nos dirá: «Recobra la vista, tu fe te ha curado».  Y bendeciremos y alabaremos a Dios.

Lunes de la XXXIII Semana Ordinaria

Lc 18, 35-43

El texto es magistral en los distintos planos en los que describe la escena. Hay un primer plano amplio, es el camino de entrada a la ciudad de Jericó. Por allí pasa Jesús, quienes van con él y la gente que se va acercando. Y, en una orilla de ese camino, está un hombre ciego que será el que identifique que aquel “Jesús Nazareno” que les dicen que pasa es “Jesús, hijo de David”. Sabe que es el mesías esperado y le grita implorando su compasión.  Jesús se sabe reconocido y se para.

Y viene un segundo plano, corto, cercano, de tú a tú, con Jesús y el hombre. “¿Qué quieres que haga por ti?”. “Señor, que vea otra vez”. “Recobra la vista, tu fe te ha curado”. Es precioso e impresionante a la vez. El ciego le reconoce como el Señor, ve quién es Jesús. Y Jesús se acerca a él con un respeto inmenso y esa pregunta que parece hacernos a todos: “¿Qué quieres que haga por ti?”. Nos puede llevar toda la vida descubrir la respuesta, pero es la invitación del evangelio que hoy nos hace. ¿Qué es para mí hoy “ver otra vez”? Estamos de vuelta de tantas cosas, deseos, ilusiones, ideales frustrados… ¿Estoy dispuesto a “ver otra vez”, a volver a ilusionarme, comprometerme, entregarme…con esa ingenuidad en la mirada y limpieza de corazón, con generosidad?

Termina el relato con un plano amplio, “Y todo el pueblo, al ver esto, alababa a Dios”. Con nuestra vida testimoniamos aquello en lo que creemos. El encuentro con Jesús nos transforma y los demás son testigos de ello. No es algo privado y personal, repercute, tiene efectos. Todo contagia y tiene una repercusión, también la fe. Descubrir a Jesús y confesarle, dejar que me transforme y seguirle, provoca, más allá de la extrañeza, la alabanza y el reconocimiento de los otros hacia Dios.

Lunes de la XXXIII Semana Ordinaria

Lc 18, 35-43

Cada vez que Jesús llegaba a una población se armaba un gran revuelo. Mucha gente tenía un deseo de conocerle por lo que habían oído de Él y otros lo hacían por mera curiosidad. Al acercarse a Jericó se encuentra un ciego que pedía limosna. Se sorprende al escuchar tanto ruido y se interesa por lo que pasa. Alguien le dice: «Jesús, el de Nazaret, está pasando por ahí», y el ciego comienza a gritar: «Hijo de David, ten compasión de mí». Con esto consiguió que algunos se molestaran con sus gritos e intentaron que se callara. Pero insistía más. Jesús se detiene y ordena que le traigan al ciego. Le pregunta: ¿Qué quieres que haga por ti? «Señor, que vea», respondió. La reacción de Jesús es inmediata: «Recobra la vista, tu fe te ha salvado». El ciego logra por su fe lo que Cristo ofrece por su caridad.


Cuánto nos enseña el Señor en un solo hecho. En este pasaje se muestra una persona que busca la solución a su problema físico. Solución que pasa por la fe. Este hombre probablemente nunca había visto al Señor; habría oído mucho sobre Él. Esto le bastó para creer que Jesús era hijo de David y también para saber que Jesucristo tenía un corazón tan grande que siempre se compadecía de aquellos que sufrían. Cristo nunca coarta la libertad, sino que respeta profundamente a cada ser humano. «¿Qué quieres que haga por ti?» El ciego responde sencillamente con lo que tenía dentro del corazón: «Señor haz que vea», y Jesús se compadece de inmediato. Lo hermoso del pasaje y lo que nos puede ayudar a reflexionar más es la actitud del ciego una vez que deja de serlo, y es que «sigue a Jesús glorificando a Dios». Qué maravilla de actitud, no sólo buscar a Jesús por conveniencia o por curiosidad, sino buscarlo para tener un encuentro personal con Él.