Miércoles de la IX Semana Ordinaria

2 Tim 1, 1-3. 6-12

Pablo está encarcelado por segunda vez en Roma, mira ya cercana su muerte por Cristo.  Y tiene que dejar, ante todo, las instrucciones y recomendaciones llenas de doctrina, pero también muchos datos personales.  Por eso San Pablo escribe esta carta a su discípulo Timoteo.

San Pablo nos recomienda: «reavivémonos», efectivamente, este don vivo de Dios, su propia vida en nosotros, hay que reavivarlo continuamente, lo mismo que una planta viva pide que se le ponga en un buen terreno y en un clima apropiado, que se le alimente adecuadamente, que se la defienda de todo lo que atente contra esa vida.

La vida nueva del Señor resucitado es nuestra vida, nuestra fuerza, nuestra esperanza.

Pablo aparece ante nosotros como un modelo de fe en Cristo » estoy seguro de que él, con su poder, cuidará hasta el último día lo que me ha encomendado».

Mc 12, 18-27

Hoy oímos la pregunta-trampa que los saduceos ponen a Jesús.  Los saduceos son el grupo sacerdotal conservador, muy ligados al poder político, en oposición a los fariseos.  Como nos dijo el evangelio, los saduceos no aceptaban la resurrección ni los ángeles ni la inmortalidad del alma.

La respuesta de Jesús es doble.  La vida eterna es una participación de la vida inmortal de Dios, más allá de la necesidad de matrimonio y reproducción.  Y la repuesta a los saduceos que les habla de cómo se presenta Dios en la Ley de Moisés, como Dios de vivos.  Por eso, quien lo ama no puede morir para siempre. 

Y nosotros, ¿creemos en la resurrección y en la vida eterna?

Miércoles de la IX Semana Ordinaria

Mc 12, 18-27

Los saduceos del tiempo de Jesús no creían en la resurrección y la ridiculizaban, como en esta ocasión, en que argumentan a partir de la llamada ley del levirato (una ley que prescribía a los hermanos del difunto, que había muerto sin hijos, casarse con su viuda para suscitar descendientes a su hermano). Jesús responde, en primer lugar, afirmando que la resurrección no puede enjuiciarse como si se tratara de una prolongación de la vida presente. Es algo totalmente distinto, es otro mundo y no se puede razonar aplicando los criterios de aquí. Los bienaventurados “serán como ángeles”, en el sentido de que su vida estará centrada ante todo en la alabanza y en el servicio de Dios.

En segundo lugar, Jesús evoca al Dios de los patriarcas, Abrahán, Isaac y Jacob, de los que hablan los libros del Pentateuco (los únicos libros que aceptan los saduceos). Da a entender, de esa manera, que Dios, que los eligió, sigue siendo fiel a ellos y la muerte no podrá poner término a esa fidelidad. Esta realidad debiera mover a sus interlocutores a reconocer que ese Dios, poderoso y dueño de la vida, quiere que todos vivan para siempre.

Para nosotros, este razonamiento de Jesús contiene dos sabias advertencias: una, que no podemos entender la resurrección con nuestras categorías terrenas y limitadas, sino que hemos de aceptarla como un misterio de fe (y a la luz del conjunto de la Escritura); otra, que, si creemos en el poder de Dios y en su permanente obrar a favor de la vida, no podemos extrañarnos de que nos haya creado y destinado para vivir siempre con él.

Preguntémonos sinceramente: ¿Cómo entendemos nosotros eso de “vivir para siempre”? ¿Creemos de verdad que Dios cuida ahora de nosotros y nos concederá después vivir para siempre?