Miércoles de la XXIX Semana Ordinaria

Rm 6,12-18

Tanto en este capítulo como en el siguiente, Pablo nos invita a reflexionar sobre lo que él llama «el misterio de la iniquidad» y que está en relación a la fuerza que opera en nuestro corazón y que nos lleva a hacer lo que no queremos, es decir la fuerza del pecado. En este pasaje lleno de contenido, nos invita a no dejar que nos domine esta fuerza, que no nos domine el pecado, y sobre todo, que no nos haga sus esclavos. Recordemos que el pecado se vale de la tentación para arrastrarnos hacia él.

Es en este momento, cuando debemos retirarnos, cuando debemos hacer consciente nuestra decisión de ser santos y de seguir en fidelidad al Señor. Pablo sabe que no es cosa fácil, y por ello nos invita a ponernos al servicio del Señor, para que él mismo sea quien nos ayude a vencer la tentación.

Es cierto que en nuestra condición fragmentada por el pecado original es fácil que la tentación en un momento determinado nos domine y pequemos, pero lo que debemos evitar, y es el centro del pasaje de hoy, es que el pecado se adueñe de nuestros sentidos y pasiones y nos convierta en sus esclavos. Dios nos ha hecho libres, por Jesucristo, y contamos con la asistencia continua del Espíritu. Por ello no regresemos a una vida de pecado.

Lc 12,39-48

Dios ha puesto en nuestras manos muchos bienes materiales, humanos, espirituales. Nos ha dado la gracia, la vida; nos ha encomendado el cuidado de nuestros amigos y hermanos para que los ayudemos a llegar a la santidad; ha puesto a algunos de nosotros como administradores de bienes y nos ha encargado la promoción de nuestros subordinados.

Todos, cada uno según sus carismas y el llamado propio, hemos sido constituidos en administradores de los bienes del Señor, por ello valdría la pena hoy revisar ¿cómo hemos administrado nuestros bienes materiales? Para quien está casado ¿cómo ha dirigido su casa, la esposa(o) y a los hijos? Para quien tiene responsabilidades con subordinados ¿cómo los ha tratado y ayudado en su promoción integral? No se te olvide lo que hoy dice el Señor que «a quien mucho se le confió, mucho se le exigirá».

Miércoles de la XXIX Semana Ordinaria

Lc 12, 39-48

El mundo de la confianza no es idílico. La confianza se desarrolla en el ámbito del encuentro interpersonal. En este encuentro, por medio del diálogo, se puede entregar las llaves de la vida. Sin embargo, la confianza es frágil, se puede romper por muchos motivos.

Jesús escoge este ámbito de diálogo interpersonal, y habla en parábolas en el Evangelio de Lucas, avisando del ladrón que visita de noche nuestra casa, y expresa que, si el amo de la casa supiera la hora de su venida, no le dejaría abrir un boquete. De alguna manera, la ruptura de la confianza viene a ser como la experiencia de sentirse robado en la existencia. Nos roban las palabras, nos roban los sentimientos, nos roban la vida, la dignidad, los derechos… Nadie sabe cuándo y por qué razones va a ocurrir. Sólo vivimos con dolor y decepción el hecho de que las personas no estén a la altura de la confianza, y se reciba traición en lugar de lealtad.

Pero no podemos vivir la existencia bajo el temor a que nos roben. La confianza lleva adherido de manera intrínseca el hecho de la exigencia. Al que mucho se le confío, más se le exigirá. Son palabras dirigidas al apóstol Pedro, a quién Jesús, le confía la Iglesia. De ahí que la exigencia para Pedro sea mayor.

Cuando nos abrimos al mundo de la fe descubrimos que Dios confía en nosotros, en nuestra libertad, en nuestra respuesta libre y sincera que ha de ser acompañada por el amor. Él nos amó primero (Jn 3,16), pero esa oferta requiere un nivel de confianza y exigencia que no puede quedar en la indiferencia o en el olvido. Pablo VI, en la Ecclesiam Suam (75), dice que: “No se ejerció presión física sobre nadie para que aceptara el diálogo de salvación; lejos de ahí. Fue un llamado de amor. Es cierto que imponía una obligación seria a aquellos a quienes se dirigía, pero los dejaba libres para responder o rechazar”.

El rechazo de la fe, es como la ruptura con el amor, con la bondad requerida, con la claridad que expresa, y con el perdón que brinda; es la no aceptación de esa obligación seria que requiere el mundo de la confianza.

Oremos para que estemos a la altura de la confianza que Dios deposita en nosotros, para que dicha confianza se haga extensiva con las personas que amamos, y respondamos sinceramente a las exigencias que toda lealtad imprime a la vida de fe y de fraternidad.