Miércoles de la XXVII Semana Ordinaria

Jon. 4, 1-11.

El camino que nos lleva a la perfección puede causarnos demasiados problemas; pues, por desgracia, a veces no entendemos sino a base de grandes golpes que nos sientan a reflexionar sobre lo que en realidad es Dios y lo que nos imaginamos, equivocadamente de Él. A veces no quisiéramos dejar actuar a Dios; más aún: quisiéramos un dios a la medida de nuestros intereses, de nuestros pensamientos, de nuestros egoísmos religiosos para manipularlo a nuestro antojo. Pero Dios se escapa de cualquier trampa que le tendamos y nos manifiesta que, así como Él ama a todos sin distinción, así hemos de amarnos unos y otros.

¡Qué alegría tan grande hay en el cielo por un sólo pecador que se convierte! Pero el hermano mayor siempre se enoja porque el hermano menor retorna a casa, derrotado por sus anhelos equivocados, sin darse cuenta que también él ha sido derrotado por sus imaginaciones equivocadas acerca de aquellos que son amados de Dios. A veces nos entristecemos más porque desaparece aquello que nos daba seguridad, como el dinero y los bienes materiales, que porque muchos, lejos del Señor, viven al borde de perderse para siempre. Jesucristo nos ha enviado a salvar todo lo que se había perdido; no podemos, por eso, condenar a nadie sino buscar a quienes desbalagaron en una noche de tinieblas y oscuridad; y buscarles hasta encontrarles, no para despreciarlos, no para condenarlos, no para hacerlos volver a golpes y amenazas al redil, sino cargarlos amorosamente sobre nuestros hombros, haciendo nuestras sus miserias y tristezas para que recuperen la paz y la alegría y puedan, así, volver a Dios.

Lucas 11, 1-4

En el mundo del deporte, además de las habilidades personales, un excelente entrenador juega un papel decisivo. Es parte de nuestra naturaleza el tener que aprender y recibir de otros. Puede parecer una limitación pero es, al mismo tiempo, un signo de la grandeza y de la maravilla del hombre.

En el Evangelio de hoy, los discípulos le piden a Jesús: “Señor, enséñanos a orar…”. La oración es el gran deporte, la gran disciplina del cristiano. Y lo diría el mismo Jesús en el huerto de Getsemaní: “Vigilen y oren para que no caigan en tentación”. Él es nuestro mejor entrenador.

Hoy, nos ofrece la oración más perfecta, la más antigua y la mejor: el Padre Nuestro. En ella, encontramos los elementos que deben caracterizar toda oración de un auténtico cristiano. Se trata de una oración dirigida a una persona: Padre; en ella, alabamos a Dios y anhelamos la llegada de su Reino; pedimos por nuestras necesidades espirituales y temporales; pedimos perdón por nuestros pecados y ofrecemos el nuestro a quienes nos han ofendido; y, finalmente, pedimos las gracias necesarias para permanecer fieles a su voluntad. Todo ello, rezado con humildad y con un profundo espíritu de gratitud.

Miércoles de la XXVII Semana Ordinaria

Lc 11, 1-4

Esta oración, a pesar de parecer tan simple es la oración más perfecta que existe. Sobre todo porque nos revela que Dios es un Padre y que se comporta como tal. Por ello nos podemos acercar con toda confianza sabiendo que no fallará.

Jesús nos da inmediatamente un consejo en la oración, a saber, «no derrochar palabras, no hacer rumor», «el rumor de carácter mundano, los rumores de la vanidad«. Y advirtió que la «oración no es una cosa mágica, no se hace magia con la oración».

Alguien me dice que cuando uno va a ver a un brujo éste le dice tantas palabras para curarlo. Pero ese es un pagano. A nosotros, Jesús nos enseña que no debemos ir a Él con tantas palabras, porque Él sabe todo. La primera palabra es «Padre», ésta es la clave de la oración. Sin decir, sin sentir esta palabra no se puede rezar.

¿A quién rezo? ¿A Dios Omnipotente? Demasiado lejano. Ah, esto yo no lo siento. Ni siquiera Jesús lo sentía. ¿A quién rezo? ¿Al Dios cósmico? Un poco habitual, en estos días, ¿no?… rezar al Dios cósmico, ¿no? Esta modalidad politeísta que llega con esta cultura «Light»… Tú debes rezar al Padre.

Padre es una palabra fuerte. Tú debes rezar al que te ha generado, al que te ha dado la vida. No a todos: a todos es demasiado anónimo. A ti. A mí. Y también al que te acompaña en tu camino: al que conoce toda tu vida. Todo: aquel que es bueno, aquel que no es tan bueno. Conoce todo.

Si nosotros no comenzamos la oración con esta palabra, no dicha por los labios, sino dicha de corazón, no podemos rezar en cristiano.

Padre es una palabra fuerte pero abre las puertas. En el momento del sacrificio Isaac se da cuenta de que algo no iba, porque faltaba la ovejita, pero se fía de su padre y su preocupación la dejó en el corazón de su padre. «Padre», es la palabra que ha pensado decir aquel hijo que se fue con la herencia y después quería volver a su casa.

Y aquel padre lo ve llegar y sale corriendo a su encuentro, se le tira al cuello, para caer sobre él con amor. Padre, he pecado: es ésta la clave de toda oración, sentirse amados por un Padre.

Todos estos afanes, todas estas preocupaciones que nosotros podemos tener, dejémoselos al Padre: Él sabe de qué cosa tenemos necesidad

De este modo se explica el hecho de Jesús, después de habernos enseñado el Padrenuestro, subraye que si nosotros no perdonamos a los demás, ni siquiera el Padre perdonará nuestras culpas.

Es tan difícil perdonar a los demás, es verdaderamente difícil, porque nosotros siempre tenemos ese pesar dentro. Pensemos: «Me la hiciste, espera un poco… para volver a darle el favor que me había hecho»…

No se pude rezar con enemigos en el corazón, con hermanos y enemigos en el corazón: no se puede rezar. Esto es difícil: sí, es difícil, no es fácil…

Pero Jesús nos ha prometido al Espíritu Santo: es Él quien nos enseña, desde dentro, del corazón, como decir «Padre» y como decir «Nuestro»

Pidamos hoy al Espíritu Santo que nos enseñe a decir «Padre» y a decir «Nuestro», haciendo la paz con todos nuestros enemigos.