Mt 8, 5-17
En este evangelio, Mateo nos pone ante los milagros que Jesús hace en Cafarnaún. Destacan la curación del siervo del centurión y la curación de la suegra de Pedro.
En el relato vemos dos encuentros con el Señor bien distintos. En el soldado vemos humildad, al reconocer su indignidad, vemos fe por la confianza depositada en Jesús, y caridad ya que intercede por su siervo, no pide para sí. El encuentro se produce gracias a la necesidad y a la atracción que ejerce la persona de Cristo. Ambos hechos prepararon su corazón. Con la suegra de Pedro es el mismo Dios hecho hombre el que va a curarla, la busca y, como consecuencia del milagro, de ese encuentro, se da en ella la caridad a través del servicio. Otros se quedan impasibles, se cierran al paso del Señor, por eso, quedan excluidos.
Esta palabra nos invita primero a examinar nuestra vida, ver primero si necesitamos ser curados de algo. Hemos pasado tiempos duros de desconfianza, de miedo, de enfermedad, de verdadero encierro. ¿Cuál es nuestra dolencia? No tengamos miedo a reconocerla, a vernos necesitados. Tampoco a pedir. Las enfermedades no sólo son físicas, las del alma a menudo son más crueles. Pero esta palabra nos dice que no hay enfermedad, fiebre o demonio que pueda con nosotros si estamos unidos al Señor. Él nos restablecerá, siempre está ahí esperando a que lo recibamos. Comparte todo lo que te haya pasado, no viene a juzgarte, sino a sanarte.
¿Por qué quedarnos de espectadores viendo como a otros le suceden esas cosas? ¡No dejes la vida pasar! ¡Vívela y que no se te escape!