Sábado de la XXIX Semana Ordinaria

Ef 4, 7. 11-16

Ayer oíamos las recomendaciones  de Pablo para ayudarnos a vivir en una unidad que proviene de la unidad de Dios, que es guiada por esa unidad y que a ella nos dirige como a nuestra meta.

Pero no es la unidad «uniformadora» de una serie de realidades idénticas y meramente yuxtapuestas como granos de maíz en una bodega, sino la unidad orgánica, la de una serie de realidades diferentes, que tienen cada una un trabajo que, aunque distinto, va a una sola cosa, al servicio del todo único.  Cada realidad sirve a todas las demás y recibe también de ellas un servicio.  Es una realidad orgánica hecha porque se pertenece al mismo cuerpo y porque se recibe la animación de una fuerza vital.

Pablo usa aquí su comparación favorita, la unidad del cuerpo humano.  Por esto, Pablo nos dice que cada uno debe ir caminando a una realización de perfeccionamiento en Cristo Señor, tal como escuchamos, que «lleguemos a ser hombres perfectos, que alcancemos en todas sus dimensiones, la plenitud de Cristo».

Lc 13, 1-9

La recomendación de Jesús de leer los signos de los tiempos es, hoy, puesta en práctica por El mismo.  Dos acontecimientos trágicos locales han conmovido la opinión pública: uno, una represión política; el otro, un accidente; los paisanos de Jesús, como nosotros, eran llevados a interpretar todo suceso penoso como un castigo de Dios; Jesús nos invita a interpretarlo desde la fe como un llamado a la conversión.

Jesús presenta luego en la parábola de la higuera que no daba fruto la misericordia salvífica y paciente de Dios expresada en la actitud del hortelano: «déjala todavía este año; voy a aflojar la tierra alrededor y a echarle abono para ver si da fruto», pero está también la exigencia del fruto: «no he encontrado frutos».

¿He dado al Señor el fruto que El esperaba?  ¿Cuántos años habrá dicho El «déjala todavía otro año»?

Demos buen fruto de este don de la Eucaristía de hoy.

Sábado de la XXIX Semana Ordinaria

Lc 13, 1-9

El texto de Lucas define la gran novedad del Dios de Jesús: las catástrofes, las represiones sangrientas (nosotros podríamos añadir la pandemia del covid) no son un castigo por los pecados cometidos por las víctimas, sino consecuencias terribles e inevitables de nuestra realidad aunque ciertamente no faltas de un sentido, quizá una advertencia… En todo caso no son queridas por Dios. Todo lo contrario. Para Él somos sus hijos y nos quiere con un amor incondicional y para siempre.

Jesús refiere los tristes acontecimientos vividos por los judíos para proclamar, una vez más, la necesaria Conversión hacia ese Dios que, por amor, le ha enviado para anunciar a todos la Salvación. La parábola de la higuera es bien expresiva en este sentido junto a los tres años en que no da fruto: necesita cuidados, abono… y mucha paciencia como la que muestra Jesús en su ministerio público. ¡Somos tantas veces reacios a dar frutos!

Cuando nos preguntamos por Dios en los tristes acontecimientos que nos ocurren personalmente o como comunidad humana, parece que estamos todavía en la mentalidad antigua de un Dios justiciero y vengativo. Jesús nos muestra, en su vida entregada hasta el sacrificio en la cruz, que está con todos y cada uno de nosotros en nuestros sufrimientos y perplejidades, que todo tiene un sentido…y es un sentido de esperanza y de amor.

“Sobran profetas de calamidades que sólo ven desgracias y peligros en los acontecimientos del mundo. Hay que mirar con los ojos del corazón para en el leve susurro del silencio, como el profeta Elías, vislumbrar el paso de Dios en lo que sucede cada día. «Si alguno escucha mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaremos juntos». Abrir la puerta es abrirnos a lo nuevo y diferente que, sin control nuestro, va surgiendo en una historia cambiante. San Bernardo recomendó al papa Eugenio III: «Debes examinar atentamente lo que la época espera de ti». Nueve siglos más tarde, Juan XXIII propuso como tarea permanente de la Iglesia releer los signos del tiempo para descubrir en ellos la llamada del Espíritu.”