Sábado de la XXIX Semana Ordinaria

Lucas 13, 1-9

Hoy Cristo desenmascara una preocupación presente en muchos hombres de nuestro tiempo. Y es la preocupación de pensar que los sufrimientos de la vida tienen que ver con la amistad o enemistad con Dios. Cuando todo va bien y no hay grandes angustias o desconsuelos creemos que estamos en paz y amistad con Dios. Y puede ser que realmente no suframos grandes ahogos y a la vez estemos con Dios pero Cristo nos muestra que no es así la forma de verlo.

¿Acaso los miles de personas que murieron en el atentado de Nueva York padecieron de esa forma porque eran más pecadores que nosotros? Por supuesto que no, pues Dios no es un legislador injusto que castiga a quienes pecan. Mejor es preocuparnos por nuestra propia conversión y dejar de juzgar a los demás por lo que les pasa en la vida.

Que si este vecino se fue a la banca rota su negocio porque no daba limosna o el otro se le dividió la familia porque no iba a misa o el de más allá se le murió un hijo porque decía blasfemias.

Dejemos de calcular cómo están los demás ante Dios e interesémonos más por nuestra propia conversión. Los acontecimientos dolorosos de la vida no son la clave para ver la relación de Dios con nuestro prójimo.

Dios puede permitir una gran cantidad de sufrimientos en una familia para hacerles crecer en la fe y confianza con Él, pero no por eso quiere decir que Dios está contra ellos. Por ello, dirijamos hacia Dios nuestra vida y preocupémonos más por nuestra propia conversión.

Sábado de la XXIX Semana Ordinaria

Lc 13, 1-9

El texto de Lucas define la gran novedad del Dios de Jesús: las catástrofes, las represiones sangrientas (nosotros podríamos añadir la pandemia del covid) no son un castigo por los pecados cometidos por las víctimas, sino consecuencias terribles e inevitables de nuestra realidad aunque ciertamente no faltas de un sentido, quizá una advertencia… En todo caso no son queridas por Dios. Todo lo contrario. Para Él somos sus hijos y nos quiere con un amor incondicional y para siempre.

Jesús refiere los tristes acontecimientos vividos por los judíos para proclamar, una vez más, la necesaria Conversión hacia ese Dios que, por amor, le ha enviado para anunciar a todos la Salvación. La parábola de la higuera es bien expresiva en este sentido junto a los tres años en que no da fruto: necesita cuidados, abono… y mucha paciencia como la que muestra Jesús en su ministerio público. ¡Somos tantas veces reacios a dar frutos!

Cuando nos preguntamos por Dios en los tristes acontecimientos que nos ocurren personalmente o como comunidad humana, parece que estamos todavía en la mentalidad antigua de un Dios justiciero y vengativo. Jesús nos muestra, en su vida entregada hasta el sacrificio en la cruz, que está con todos y cada uno de nosotros en nuestros sufrimientos y perplejidades, que todo tiene un sentido…y es un sentido de esperanza y de amor.

“Sobran profetas de calamidades que sólo ven desgracias y peligros en los acontecimientos del mundo. Hay que mirar con los ojos del corazón para en el leve susurro del silencio, como el profeta Elías, vislumbrar el paso de Dios en lo que sucede cada día. «Si alguno escucha mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaremos juntos». Abrir la puerta es abrirnos a lo nuevo y diferente que, sin control nuestro, va surgiendo en una historia cambiante. San Bernardo recomendó al papa Eugenio III: «Debes examinar atentamente lo que la época espera de ti». Nueve siglos más tarde, Juan XXIII propuso como tarea permanente de la Iglesia releer los signos del tiempo para descubrir en ellos la llamada del Espíritu.”