Ef 1, 15-23
Después de haber escuchado y meditado en los dos días pasados el magnífico himno en el que se expresa nuestra inclusión en el dinamismo salvífico trinitario, hoy hemos escuchado el exordio propio de la carta.
Nos dimos cuenta cómo Pablo alaba la «fe en el Señor Jesús y el amor que demuestran a todos los hermanos». La fe como la vitalidad fundamental, necesariamente se ha de manifestar en las obras del amor.
El Espíritu de sabiduría y de revelación es un don de Dios. Por esto, Pablo lo pide junto con la iluminación de la mente, para sus destinatarios, esto lo debemos de pedir continuamente nosotros también para comprender a qué esperanza hemos sido llamados.
En muchos lugares del cristianismo primitivo se creía en muchos seres poderosos, intermediarios entre Dios y el hombre. Pablo afirma con gran fuerza el lugar único, supremo e indispensable de Cristo.
Lc 12, 8-12
El evangelio que hoy hemos escuchado igual que el de ayer parece ser una colección de dichos de Cristo recolectados y transmitidos aun antes de que se redactaran los evangelios como hoy los tenemos. «Reconocer al Señor», «negar al Señor», ¿qué significa esto para nosotros?
Tal vez no se trataría ni de un reconocimiento ni de un rechazo público y formal, sino de lo que expresaría nuestra actitud como personas y como comunidad.
Sólo una comunidad que confiese a Cristo, se ha dicho, es signo de salvación. Una comunidad que no afirma con la palabra y las obras, una comunidad que se mimetiza, que tiene miedo de aparecer como lo que es, o se pliega a las «modas» de pensamiento, a lo que la «sociedad» señala como metas, a los criterios de la publicidad, de lo que presentan sin analizar correctamente los debates de televisión, una comunidad que no se presenta unida, sino que aparece dividida, sin caridad, no está reconociendo a Cristo.
La promesa de la asistencia del Espíritu en los tiempos de contradicción y persecución no nos libera de tener una cooperación decidida con ese don de Dios.
¿Cómo nos interpela la palabra de Dios hoy?