Sábado de la XXVIII Semana Ordinaria

Lucas 12, 8-12

El mundo necesita testigos de Cristo y de su Evangelio. Necesita santos. Y el maestro que nos va guiando hacia esta meta es el Espíritu Santo. Es Él quien nos enseña cómo ser seguidores auténticos de Cristo. Nos da también la fuerza y el valor para ser heraldos del Evangelio ante los hombres.

Pero, ¿cómo aprender del Espíritu Santo? ¿Cómo escuchar su voz en nuestro interior, en un mundo lleno de ruidos? Es posible que sepamos de memoria los resultados de los últimos Juegos Olímpicos, o las novedades de la moda o la política, pero para nosotros el Espíritu Santo puede ser aún ese gran desconocido. Hay que aprender a escucharle en el silencio de nuestra alma, en la celebración de la liturgia, en la lectura atenta del Nuevo Testamento, en los escritos del Papa y de los santos.

El Espíritu Santo debe ser para nosotros un amigo, un socio con el que queramos tratar el negocio de nuestra salvación. Para ello, el alma debe recogerse, escuchar su voz y seguir con docilidad sus inspiraciones. Son inspiraciones sencillas, que exigen poco a poco una mayor entrega y fidelidad a Dios. Pero en esta exigencia encontramos también el camino de nuestra felicidad. Dios sabe perfectamente qué nos conviene, y nos lo comunica a través de su enviado, nuestro colaborador, el Espíritu Santo.

Sábado de la XXVIII Semana Ordinaria

Lc 12, 8-12

Dar testimonio de Cristo es arriesgado y lleva muchas veces al martirio, como Cristo anuncia en el evangelio, pero no hay que olvidar la otra cara de la moneda; que si Cristo nos invita a dar testimonio de Él ante los hombres es porque sabe que el mundo está deseando que alguien le anuncie la palabra.

Cristo nos habla de dar testimonio de Él ante los hombres y luego habla del martirio. Está profetizando lo que será la vida de la Iglesia durante los veinte siglos de su existencia, desde la muerte de San Esteban, hasta la última monja asesinada en China por atreverse a predicar el Evangelio. En el mundo moderno, que tanto alardea de comprensión y tolerancia, la Iglesia sigue ofreciendo a Cristo la sangre caliente y enamorada de quienes no temen morir por Él.

El siglo XX ha sido el de los millones -sí, sí, millones- de mártires, los del comunismo en Asia, Europa oriental y España; los del nazismo, o los del simple odio a Dios en la guerra cristera de México o del extremismo musulmán en África. Puede que a nosotros no se nos presente esta ocasión en nuestra vida, ni que el Señor nos pida esta muestra de amor. Pero sí nos pide el martirio que puede suponer día tras día levantarse a la primera y a la misma hora, sonreír cada jornada a esta persona que podemos llegar a no soportar, el callarnos por dentro cada vez que nos venga un juicio negativo sobre esa persona, el seguir poniendo nuestro cariño a pesar de no recibir nada a cambio, el no abandonar el trabajo estipulado por cansancio… y tantas cosas, que son pequeñas espinas que podemos ofrecer a Dios, pequeños martirios que hacen de nosotros «otros cristos» y que son manifestaciones de amor a Dios.

Conscientes de que el sufrimiento, por grande que sea es pasajero, y el haber sufrido con amor es el sello más hermoso para el alma. No podemos olvidar, que el dolor siempre tiene que estar cargado de esperanza, la cruz por la cruz es inútil, y no lleva más que a la desesperación. Jesús sufrió como nadie, pero resucitó y su sufrimiento no fue inútil, ni estático. Se produjo en un periodo de tiempo limitado, y la respuesta a ese dolor fue la resurrección, el mayor milagro que se ha dado y se dará en toda la eternidad. Por eso, nuestro dolor es efectivo y aparte de producirnos la salvación podemos arrancar del Señor grandes gracias y milagros para nosotros y para nuestros hermanos los hombres.