Sábado de la XXVIII Semana Ordinaria

Ef 1, 15-23

Después de haber escuchado y meditado en los dos días pasados el magnífico himno en el que se expresa nuestra inclusión en el dinamismo salvífico trinitario, hoy hemos escuchado el exordio propio de la carta.

Nos dimos cuenta cómo Pablo alaba la «fe en el Señor Jesús y el amor que demuestran a todos los hermanos».  La fe como la vitalidad fundamental, necesariamente se ha de manifestar en las obras del amor.

El Espíritu de sabiduría y de revelación es un don de Dios.  Por esto, Pablo lo pide junto con la iluminación de la mente, para sus destinatarios, esto lo debemos de pedir continuamente nosotros también para comprender a qué esperanza hemos sido llamados.

En muchos lugares del cristianismo primitivo se creía en muchos seres poderosos, intermediarios entre Dios y el hombre.  Pablo afirma con gran fuerza el lugar único, supremo e indispensable de Cristo.

Lc 12, 8-12

El evangelio que hoy hemos escuchado igual que el de ayer parece ser una colección de dichos de Cristo recolectados y transmitidos aun antes de que se redactaran los evangelios como hoy los tenemos.  «Reconocer al Señor», «negar al Señor», ¿qué significa esto para nosotros?

Tal vez no se trataría ni de un reconocimiento ni de un rechazo público y formal, sino de lo que expresaría nuestra actitud como personas y como comunidad.

Sólo una comunidad que confiese a Cristo, se ha dicho, es signo de salvación.  Una comunidad que no afirma con la palabra y las obras, una comunidad que se mimetiza, que tiene miedo de aparecer como lo que es, o se pliega a las «modas»  de pensamiento, a lo que la «sociedad» señala como metas, a los criterios de la publicidad, de lo que presentan sin analizar correctamente los debates de televisión, una comunidad que no se presenta unida, sino que aparece dividida, sin caridad, no está reconociendo a Cristo.

La promesa de la asistencia del Espíritu en los tiempos de contradicción y persecución no nos libera de tener una cooperación decidida con ese don de Dios.

¿Cómo nos interpela la palabra de Dios hoy?

Sábado de la XXVIII Semana Ordinaria

Lucas 12, 8-12

El mundo necesita testigos de Cristo y de su Evangelio. Necesita santos. Y el maestro que nos va guiando hacia esta meta es el Espíritu Santo. Es Él quien nos enseña cómo ser seguidores auténticos de Cristo. Nos da también la fuerza y el valor para ser heraldos del Evangelio ante los hombres.

Pero, ¿cómo aprender del Espíritu Santo? ¿Cómo escuchar su voz en nuestro interior, en un mundo lleno de ruidos? Es posible que sepamos de memoria los resultados de los últimos Juegos Olímpicos, o las novedades de la moda o la política, pero para nosotros el Espíritu Santo puede ser aún ese gran desconocido. Hay que aprender a escucharle en el silencio de nuestra alma, en la celebración de la liturgia, en la lectura atenta del Nuevo Testamento, en los escritos del Papa y de los santos.

El Espíritu Santo debe ser para nosotros un amigo, un socio con el que queramos tratar el negocio de nuestra salvación. Para ello, el alma debe recogerse, escuchar su voz y seguir con docilidad sus inspiraciones. Son inspiraciones sencillas, que exigen poco a poco una mayor entrega y fidelidad a Dios. Pero en esta exigencia encontramos también el camino de nuestra felicidad. Dios sabe perfectamente qué nos conviene, y nos lo comunica a través de su enviado, nuestro colaborador, el Espíritu Santo.

Sábado de la XXVIII Semana Ordinaria

Lc 12, 8-12

Dar testimonio de Cristo es arriesgado y lleva muchas veces al martirio, como Cristo anuncia en el evangelio, pero no hay que olvidar la otra cara de la moneda; que si Cristo nos invita a dar testimonio de Él ante los hombres es porque sabe que el mundo está deseando que alguien le anuncie la palabra.

Cristo nos habla de dar testimonio de Él ante los hombres y luego habla del martirio. Está profetizando lo que será la vida de la Iglesia durante los veinte siglos de su existencia, desde la muerte de San Esteban, hasta la última monja asesinada en China por atreverse a predicar el Evangelio. En el mundo moderno, que tanto alardea de comprensión y tolerancia, la Iglesia sigue ofreciendo a Cristo la sangre caliente y enamorada de quienes no temen morir por Él.

El siglo XX ha sido el de los millones -sí, sí, millones- de mártires, los del comunismo en Asia, Europa oriental y España; los del nazismo, o los del simple odio a Dios en la guerra cristera de México o del extremismo musulmán en África. Puede que a nosotros no se nos presente esta ocasión en nuestra vida, ni que el Señor nos pida esta muestra de amor. Pero sí nos pide el martirio que puede suponer día tras día levantarse a la primera y a la misma hora, sonreír cada jornada a esta persona que podemos llegar a no soportar, el callarnos por dentro cada vez que nos venga un juicio negativo sobre esa persona, el seguir poniendo nuestro cariño a pesar de no recibir nada a cambio, el no abandonar el trabajo estipulado por cansancio… y tantas cosas, que son pequeñas espinas que podemos ofrecer a Dios, pequeños martirios que hacen de nosotros «otros cristos» y que son manifestaciones de amor a Dios.

Conscientes de que el sufrimiento, por grande que sea es pasajero, y el haber sufrido con amor es el sello más hermoso para el alma. No podemos olvidar, que el dolor siempre tiene que estar cargado de esperanza, la cruz por la cruz es inútil, y no lleva más que a la desesperación. Jesús sufrió como nadie, pero resucitó y su sufrimiento no fue inútil, ni estático. Se produjo en un periodo de tiempo limitado, y la respuesta a ese dolor fue la resurrección, el mayor milagro que se ha dado y se dará en toda la eternidad. Por eso, nuestro dolor es efectivo y aparte de producirnos la salvación podemos arrancar del Señor grandes gracias y milagros para nosotros y para nuestros hermanos los hombres.