Lucas 21, 34-36
Las palabras del evangelio de Lucas evocan ese estado de expectación similar al que mantienen los animales en situación de caza, es decir, de conservación de la vida: suficiente tensión para no ser sorprendidos sino para sorprender y la necesaria calma para no desfallecer en la espera. Vivimos sujetos a las coordenadas del tiempo y del espacio, no somos dueños, sino deudores de la vida. No sabemos, porque no es necesario ni importante, la hora del desenlace. El desenlace será la desembocadura natural de cada paso transitado. Lo que sí resulta del todo imprescindible es vivir conscientes del origen y del horizonte. Para la lucidez y la consciencia no hay otro camino más que el de la interioridad cultivada día a día. No es casual que el epígrafe de estos versículos lo constituyan las palabras: vigilancia y oración. La vigilancia como atención sostenida, como sensata prevención; oración como silencio arrodillado, como ego que se desplaza del centro.
La apocalíptica de Jesús es una advertencia de vida, una llamada a no rebajar la dignidad que sella la existencia humana, una brújula que sostiene la dirección válida en medio del cansancio, la dispersión y el desaliento.
Estos versículos de Lucas, preceden la decisión por parte de los judíos para matar a Jesús, son umbral de su entrega. Hoy, para nosotros, son la antesala de un Adviento a estrenar. Adviento que se abre como una puerta entre lo antiguo y lo nuevo, como oportunidad para recuperar un ritmo más saludable, favorable al bien de los hermanos, atento en la escucha que nos conecta con nosotros mismos y nos permite saber quiénes somos, qué debemos ser y cómo podemos llegar a serlo. No cabe tarea más urgente.