Todos los Santos

Mt 5, 1-12a

Hoy es el día de Todos los Santos. Hoy la Iglesia recuerda a todos los hombres y mujeres buenos y justos, con nombres y rostros conocidos o desconocidos, que pasaron por la vida dejando una huella de bondad, en muchas ocasiones, casi sin hacer notar su presencia; entre ellos podemos recordar a  nuestros santos cercanos, a algún familiar, algún amigo, de los que sólo cada uno de nosotros conoce su heroísmo. Ellos con su vida, de la que hemos sido testigos, nos han dado las mejores lecciones por su forma de vivir y de creer, tal vez en la convivencia familiar, o en otros entornos de la vida.

A través de los siglos, en la Iglesia ha habido muchas personas que se han esforzado por vivir los valores del evangelio. Desde el principio, a todos los cristianos se les llamaba santos, pero en las comunidades cristianas pronto se empezó a mirar con admiración y con un respeto especial a las personas que habían vivido con intensidad su vida cristiana. En las comunidades cristianas, esas personas eran ejemplo, los héroes, los modelos a seguir.

Luego, con el pasar de los siglos, ha habido tanta gente buena en la Iglesia de Dios que no era posible incluirlos a todos en una lista, ni siquiera recordar sus nombres. Por eso, la Iglesia instituyó la fiesta de Todos los Santos para dar gracias a Dios por tantas personas buenas y para recordarnos a todos nuestra vinculación con ellas.

La 1ª lectura del Apocalipsis habla de una muchedumbre inmensa, que nadie podía contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas. Dice que vienen de la gran tribulación. Es decir: no vienen de una vida cómoda, sin esfuerzos, sin luchas. Son personas que abrazaron en sus vidas el evangelio de Jesús y contribuyeron a cambiar nuestro mundo, cada uno desde su sitio y con los dones que Dios les dio.

A algunas de esas personas las hemos conocido y hemos llegado a saber sus nombres y algo de su historia. Son los santos, canonizados o reconocidos oficialmente como tales. Pero a otros muchos no los hemos conocido ni hemos llegado a saber sus nombres. Son para nosotros santos anónimos que pasaron su vida haciendo el bien y que, gracias a ellos, nuestro mundo funciona un poco mejor.

Jesús, en el evangelio, nos dice algunos detalles de sus vidas. Son pobres porque no pusieron las riquezas como lo principal de sus vidas. Son sufridos porque fueron personas capaces de aguantar mucho y de sufrir malos ratos sin echarse para atrás.

Son hombres y mujeres que tienen hambre y sed de justicia porque tuvieron hambre y sed de hacer las cosas bien y reflejaron en sus vidas la bondad de Dios. Son misericordiosos, compasivos, capaces de disculpar y perdonar a todos, pero, sobre todo, capaces de compadecerse de los más despreciados del mundo. Son limpios de corazón, transparentes como los niños, sin malas intenciones, diciendo siempre la verdad con sus palabras y con sus vidas. Y dice Jesús que les llamarán “hijos de Dios” porque trabajaron por la paz.

Son esas personas que contagiaron paz, que daba gusto estar con ellas, que infundían ánimos y esperanza. Recordamos que la paz de Dios nace de las cosas bien hechas. Pero esas personas, igual que Jesús, también sufrieron el rechazo y la oposición de otras gentes. También en eso reprodujeron en sus vidas los rasgos de Jesús. Cada santo es una obra hermosa de Dios, un regalo maravilloso de Dios para nuestro mundo.

Todas esas personas recibieron en sus almas la bondad y la santidad de

Dios y han hecho más humano y más habitable nuestro mundo.

Ser cristiano, no es buscar el sufrimiento por sí mismo, es buscar la verdadera felicidad por el camino señalado por Jesús, como lo hicieron esos santos cercanos a nuestra vida y que nos demuestran que es posible. Una felicidad que comienza aquí, aunque alcanza su plenitud en el encuentro final con Dios.

Recordemos, pues, hoy, hermanos a esas personas que vivieron las bienaventuranzas.  Esas bienaventuranzas las encarnan hombres y mujeres de nuestros días, esos que se sientan junto a nosotros: hombres y mujeres que han sabido vivir contentos con lo poco que tenían y aún han sabido compartir.

Hombres y mujeres que han llevado con paciente alegría la locura senil del padre, la enfermedad del hermano soltero, la larga edad de una tía. Los que lloran resignadamente la muerte prematura del esposo o del hijo. Los que por defender una causa justa han sido arrollados por la maquinaria de una injusta justicia humana. Hombres y mujeres en cuyos labios siempre ha habido una disculpa para los errores de los demás. Hombres y mujeres que han llevado la paz y la reconciliación a su alrededor. Los que han dado su vida por defender al que vive oprimido en unas circunstancias injustas.

Hoy es un día de alegría porque muchos hermanos nuestros han llegado a la meta del encuentro con el Padre. Y son personas normales, que se santificaron en el día a día, son padres y madres de familia que, a pesar de las dificultades, confiaron siempre en el Señor y transmitieron a sus hijos el don de la fe.

Este día también es nuestra fiesta, si estamos haciendo nuestro mundo más humano y más habitable. Podemos sentirnos miembros de esa familia inmensa de santos en la que Dios también nos regala a nosotros sus rasgos más hermosos.

TODOS LOS SANTOS

Hoy celebramos la fiesta de Todos los Santos.  En este día la Iglesia recuerda a todos los hombres y mujeres buenos y justos, conocidos o desconocidos que han pasado por este mundo haciendo el bien.

Entre estos santos que hoy celebramos, puede que haya algún familiar, algún amigo que hayamos conocido.  Ellos nos han dado las mejores lecciones de cómo vivir en familia, cómo vivir la amistad, cómo vivir en sociedad.  Seguro que todos podemos recordar a alguna persona que ha vivido en santidad.  Todos podemos recordar a alguien que ha sido un ejemplo de vida, un santo, es decir, un hombre o mujer que ha sido un verdadero regalo, que Dios puso junto a nosotros y que nos enseñaron tantas cosas buenas.

Nosotros conocemos a algunos Santos, a nuestros patronos, los patronos de nuestros pueblos.  Conocemos otros Santos, que la Iglesia ha querido canonizar y están en los altares.  Conocemos también a otros santos más cercanos, que han vivido junto a nosotros y que es posible que aún los lloremos cuando pensamos en ellos: familiares, amigos, vecinos que han dejado un gran vacío en nuestras vidas.

Estos hombres y mujeres vivieron una vida de bondad, de fe, nos ayudaron a creer en Dios, a confiar en Dios.  Muchos de ellos han vivido una vida oculta, callados, sin darse a conocer, pero han vivido una vida santa.  Estos son los santos que hoy celebramos en esta fiesta de Todos los Santos.

Entre ellos no hay distinción de razas, ni de pueblos, ni de clases sociales, han nacido y vivido en todos los pueblos de la tierra. 

Algunos de estos santos han trabajado en la vida social, política, sindical, comprometidos y trabajando por  la justicia y la paz de sus pueblos, de sus gentes; otros han vivido lejos de la tierra en que nacieron, en tierras de misión queriendo ayudar a vivir, a enseñar la verdad; otros han vivido aquí cerca, con una vida callada, quizás sus acciones de misericordia no llamaban demasiado la atención, visitaban a ancianos en su soledad, les hacían pequeños favores, los visitaban; en una palabra, hacían el bien a todos aquellos que los necesitaban.

Hoy, todos estos hombres y mujeres viven con Dios, llenos de gozo y de alegría y desde el cielo nos acompañan en nuestra vida.  Podemos sentir su presencia cerca, muy cerca de nosotros porque no se han ido de nuestro lado.

Al celebrar esta fiesta de Todos los Santos, Dios nos llama a todos a ser santos, a que la santidad sea la meta de nuestra vida.  Sin embargo, nos damos cuenta que para muchas personas la meta de su vida no es buscar la santidad.  Para muchos la meta de su vida es tener un buen trabajo, tener una familia, viajar, tener un buen coche, tener muchos amigos, tener una buena posición social, ser inteligente, etc.  Y todo esto es legítimo, está bien, siempre y claro está que para obtener estas cosas no tengamos que sacrificar a otros ni tengamos que dejar de ser honrados.  Tener muchas cosas no nos da siempre la felicidad, sobre todo cuando descubrimos que otros no tienen ni lo mínimo para sobrevivir.  Nuestra máxima aspiración en la vida debe ser buscar la santidad.

Y ¿cómo podemos ser santos?  El Evangelio nos propone el camino de las bienaventuranzas para llegar a ser santos. Las bienaventuranzas son, a la vez que el motivo de santidad de todos los santos, el camino de la santidad para todos nosotros.

Dichosos los pobres de espíritu, los que son sencillos y humildes; los que, por no tener, es más fácil que confíen en Dios que los que tienen, que confían en sus bienes. Se puede ser más feliz viviendo la pobreza de espíritu que estando esclavo del espíritu de riqueza, que estando pendiente del tener, el poder y el gozar.

Dichosos los sufridos, los que tienen capacidad de aguante ante las adversidades y no responden con violencia a los contratiempos de la vida y de la convivencia. Se puede ser más feliz controlando la violencia que todos llevamos dentro que teniendo agresividad. Se puede ser más feliz renunciando a los propios derechos, por amor, que estando continuamente reclamando los derechos que uno tiene.

Dichosos los que lloran. Dichosos los que afrontan con entereza el dolor y las lágrimas, porque después de llorar con todas las ganas podrán reír con todas las ganas. Se puede ser más feliz asumiendo el dolor y las lágrimas que huyendo de él.

Dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia, dichosos los que quieren que la voluntad de Dios se cumpla; la justicia es lo que se ajusta a la voluntad de Dios. Se puede llegar a la plenitud de la felicidad cumpliendo la voluntad de Dios, porque su voluntad es nuestra felicidad, más que si nos dedicamos a cumplir nuestra caprichosa voluntad.

Dichosos los misericordiosos.  Se puede ser más feliz siendo comprensivo, siempre, con los pecados y las miserias de los demás que “llevando cuentas del mal”, porque el amor no lleva cuentas del mal, olvida las ofensas.

Dichosos los que trabajan por la paz. Se puede ser más feliz viviendo reconciliados con Dios, con uno mismo y con los demás, que viviendo enemistados y divididos.

Este es el camino de la santidad, el camino que millones de personas como nosotros han recorrido y están recorriendo, con dificultades, pero con fe y confianza en la ayuda del Señor.