2 Re 11, 1-4. 9-18. 20
San Juan nos dice que «el Verbo se hizo carne» y vamos a ver que entre los predecesores de Cristo, en su árbol genealógico, hay personas que no son ejemplares o no son consideradas buenas personas.
En esta realidad concretísima de nuestra historia, con sus luces y sus sombras, con sus elementos positivos y negativos, con su bien y su mal, es donde se va tejiendo la historia de la salvación desde Dios.
Oímos cómo, providencialmente, la descendencia de David se conserva en Joás.
Oímos acerca de la muerte de Atalía, que para quedarse con el poder, había mandado matar a todos sus nietos.
Y oímos también una más de las renovaciones de la alianza con el Señor. Él nunca la debilitó ni menos la negó, pero el pueblo sí se alejaba y la rompía. El sacerdote Yehoyadá renovó la alianza entre el Señor, el rey del pueblo, con cual ellos serían el pueblo del Señor.
Nosotros somos del pueblo nuevo de la nueva y definitiva alianza. Personalmente, ¿somos fieles a ella?
Mt 6, 19-23
Jesús hoy nos ha hablado de nuevo de una realidad muy determinante en nuestra vida cristiana: la conciencia de la jerarquía de valores. Hay valores supremos, intermedios y menores, pero el problema está en que, su apariencia y su atractivo están en orden inverso; los bienes menores son más aparentes, brillantes y atractivos, los bienes supremos son más íntimos, más callados, más difíciles de ver.
Por esto, el Señor nos pone dos comparaciones de esta conciencia de jerarquía de valores: el corazón y los ojos.
El corazón, el afecto, es el motor de direccionalidad. Jesús nos presenta lo caduco y perecedero de los bienes naturales pues sólo son medio, instrumento ¡con cuánta facilidad los hacemos finalidad y meta! ¡Hay tesoros superiores!
Los ojos son el criterio, el juicio, la valoración inteligente, no solo teórica sino práctica.
A la luz de la Palabra, con la fuerza del Sacramento, evaluemos nuestros criterios de valores ¿dónde está nuestro corazón?, ¿nuestros ojos son luminosos?