Viernes de la XXVII Semana Ordinaria

Gál 3, 7-14

Pablo parte de un principio que va a desarrollar más todavía en su carta a los Romanos: «Abraham creyó en Dios y esto se le tomó en cuenta como justicia», es decir, su fe lo santificó.

Abraham era el antepasado ideal, el prototipo del pueblo de Dios.  La fe que él tuvo es  lo que hace su grandeza.  Sus descendientes verdaderos no son tanto los de su linaje como pueblo determinado, sino los que siguen a Abraham en su fe comprometida que le mereció escuchar la buena noticia: «por ti serán bendecidas todas las naciones».  Pablo usa el mismo argumento que hemos oído otras veces en el evangelio: «Dios podría hacer que esas piedras fueran hijos de Abraham ( Jn 8, 39).

Pablo presenta una visión amplia que luego desarrollará también en la carta a los romanos: todos los hombres pueden llegar a ser hijos de Abraham por la fe, no por la ley.

La ley, que sólo es luz y no fuerza, que no da el poder de actuarla, es principio de maldición.

La nueva ley evangélica es fuerza y luz por el don del Espíritu Santo que Cristo resucitado nos da.

Lc 11, 15-26

Jesús ha ido expresando su misión salvífica no sólo con su doctrina, sino también con sus milagros.  El cura los males en todas sus manifestaciones; entre éstas, reviste especial importancia la sanción en profundidad del interior mismo del hombre, realidad que se expresa en las expulsiones del espíritu del mal.  Por eso Jesús reacciona tan fuertemente ante la opinión de algunos que decían que El expulsaba a los demonios con el poder de Satanás, pues minaba de base su propia misión.  Por esto la respuesta doble del Señor, una lógica: «todo reino dividido….» y la otra personal: «¿y con el poder de quién los arroja sus hijos?»

Lucas hace notar que si el demonio es fuerte, mucho más lo es Jesús.

Por esto en forma un tanto velada se habla de una opción clara y determinante: por Él o contra Él.

Hagamos cada día más radical y profunda nuestra opción por el Señor.

Viernes de la XXVII Semana Ordinaria

Lc 11, 15-26

Jesús acaba de expulsar a un demonio. Ante este hecho hay tres reacciones: la de corazón limpio; que reconoce la acción de Dios por medio de Jesús y “se quedó admirada; a los que no les convencen del todo: quieren “una señal apocalíptica, aniquiladora de los enemigos de Israel; por último los que admiten lo evidente, la eficacia de sus exorcismos, pero afirman que “echa los demonios con el poder del jefe de los demonios” para confundir a la gente.

Este relato recoge el momento más duro de la polémica de Jesús con la autoridad religiosa de su pueblo. El afán de desprestigiar a Jesús les lleva al extremo de acusarle de expulsar los malos espíritus por pura magia. No se dan cuenta de que no tiene sentido acusar a Satanás, haciéndose la guerra. Por otra parte olvidan que los discípulos, que hacen lo mismo que Jesús, son personas que pertenecen al pueblo y no tiene sentido acusarles de magos.

Jesús rebate con toda lógica: “¿Satanás va a combatir contra Satanás? Yo echo los demonios con el dedo de Dios. El que no está conmigo, está contra mí”. El confirma: “Todo lo puedo en aquél me conforta”. Con la fe y disponibilidad ante el Espíritu, “donde haya odio haremos brotar el amor; donde haya tristeza, la alegría; donde haya guerra, la paz”.

Viernes de la XXVII Semana Ordinaria

Lc 11, 15-26

El camino de seguir a Jesús no es un camino fácil. Encontramos obstáculos interiores y exteriores que buscan apartarnos de Jesús. El gran obstáculo exterior, según el evangelio de hoy, es el demonio, cuya misión principal es seducirnos, apartarnos de Jesús y obligarnos a caminar por el camino que él nos traza. El demonio es insistente, no se cansa en querer adueñarse de nuestra casa, de nuestro corazón, una y mil veces. Y aunque le hayamos expulsado de nuestro corazón no deja de insistir: “Volveré a la casa de donde salí”, y, si le dejamos, entrará.

Una de las tareas de Jesús es expulsar al demonio de los que están poseídos por él. Busca convencernos de que su camino es mucho mejor que el que nos ofrece el demonio para vivir nuestra vida con alegría, sentido y esperanza. Es el camino del Reino de Dios. “Si yo echo los demonios con el dedo de Dios, entonces es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros”. Jesús nos pide que dejemos que Dios, nuestro Padre, el que es el Amor, sea nuestro Rey, el que rija y dirija todos nuestros pasos por su propio camino, que es el camino del amor.