Jueves de la XIII semana del tiempo ordinario

Mt 9,1-8

Señor Jesús, hoy hemos escuchado tu admirable poder y nos quedamos sorprendidos de tu forma de actuar. Eres maravilloso y te diriges a lo profundo del corazón. Nosotros también hoy estamos paralíticos y no podemos actuar. Nos han paralizado el miedo, la comodidad y el egoísmo. Las situaciones cada día son más graves y nuestra forma de responder es cada día más inoperante.

Estamos paralíticos, pero buscamos las soluciones solamente en el exterior. Como si el cuerpo entero de la sociedad se pudiera sostener por las apariencias y las normas externas.

Queremos la salud de nuestra patria y estamos dispuestos a pequeños sacrificios, pero no estamos dispuestos a cambiar realmente de opciones, de actitud y de valores. Quisiéramos que nos sanaras con tan sólo presentarte una oración y una súplica por este enfermo que yace paralítico. Y hoy, igual que en aquel tiempo, tu palabra va dirigida primero a lo más importante: “Ten confianza, hijo. Se te perdonan tus pecados”.

Sí, despertar nuevamente la confianza y la esperanza, que no hay peor pecado que el pesimismo y la derrota. Tus palabras son para alentar nuevas esperanzas y a tener confianza en que tú caminas a nuestro lado.

Dulce palabra la que diriges al paralítico de hoy: “Hijo”. Y después nos haces ver que estás dispuesto a reconstruir desde la raíz al hombre.

Hay que quitar el pecado del corazón. El pecado paraliza al hombre. El verdadero pecado lo vuelve ambicioso, egoísta, cruel y sanguinario. El pecado pudre las sociedades y desbarata la fraternidad. Por eso antes que nada tenemos que reconstruir al hombre desde el interior y sólo tú puedes hacerlo. Pero tú siempre nos amas y siempre estás dispuesto a iniciar el proceso de reconstrucción. Mira el corazón de cada uno de nosotros. Limpia nuestros pecados, purifica nuestras intenciones, fortalece nuestra voluntad e ilumina nuestra inteligencia. Sólo entonces podremos ponernos de pie y sostenernos en la lucha. Sólo entonces podremos volver a la casa paterna y compartir el amor de nuestro Padre con los hermanos.

No nos dejes caer en la falsedad de creer que se puede construir desde el exterior. Sólo tú puedes perdonar los pecados.  Señor, Jesús, sana a este pueblo que se encuentra paralítico y sin esperanza. Renueva el ánimo y el deseo de levantarse y de volver a casa, a la casa del Padre.

 

Santo Tomás Apóstol

Cuando imaginamos el grupo de los apóstoles y contemplamos a cada uno de ellos con su personalidad y con su muy diferente carácter, podemos imaginar lo humano que es Jesús para aceptar a cada uno como es y para hacerlo sentir especial y amado por él. Hay algunos que destacan más a través de las narraciones de los Evangelios por muy diferentes aspectos. Tomás es uno de los más citados y conocidos sobre todo por San Juan que se empeña en presentarnos diferentes facetas de este discípulo tan especial, que se hace más cercano a cada uno de nosotros.  Ya en el anuncio de la subida de Jesús a Jerusalén expresaba sus temores, pero a pesar de ello está dispuesto a seguirlo y dice con cierta ironía: “Vayamos pues y muramos con él”(Jn 11,16). Cuando Jesús en la última cena abre el corazón a sus discípulos y les anuncia su partida, es Tomás quien reclama que no entiende ni a dónde va, mucho menos va a saber el camino (Jn 14, 1-6). Éste es Tomás, un poco sarcástico y siempre muy humano. El pasaje que hoy hemos leído y que con frecuencia citamos cuando dudamos de algo: “Yo como Santo Tomás, hasta no ver no creer”, nos ayuda a captar de un modo más cercano todo lo que debió ser para aquellos asustados discípulos, la resurrección del Señor. El camino de Tomás es el largo itinerario que va desde la humana desconfianza, hasta la plena confesión del arrodillado que humildemente exclama: “¡Señor mío y Dios mío!”.  Ese es nuestro mismo camino, desde la humanidad, desde lo cotidiano, desde lo muy concreto, descubrir la presencia de Jesús en medio de nosotros. Ese Jesús capaz de recordarnos que Él es el camino, la verdad y la vida. Ese Jesús que es cierto que habla de la cruz, pero como un camino de salvación. Ese Jesús que es capaz de invitarnos a tocar sus llagas, a mirar sus heridas, para descubrir la verdad de su misión. Hoy junto con Tomás también nosotros tengamos un encuentro con Jesús. Mostrémonos tan humanos como somos, pero dejémonos conducir por su camino para que también nosotros lo descubramos como nuestro Dios y nuestro Señor.

Martes de la XIII semana del tiempo ordinario

¿No nos ha acontecido alguna vez que hemos gritado al Señor que dónde se esconde pues solamente vemos tempestades y oscuridad? ¿No hemos tenido la tentación de pensar que el Señor está dormido y no hace caso a los graves peligros que amenazan a sus seguidores? Es curioso. Apenas ha manifestado a quienes pretenden seguirlo todos los riesgos que implica el ir tras sus pasos, cuando aparecen las tempestades. Y lo más triste es que Jesús está dormido. Su tranquilidad contrasta con los azotes que recibe la barca y con los temores que agobian a sus discípulos. Me parece que la tempestad del evangelio tiene un simbolismo muy cercano en nuestros días por las situaciones que amenazan a los discípulos de Jesús, a tal grado que muchos se preguntan si todavía sigue en la barca Jesús, si está dormido o si será mejor abandonar también la empresa. Dos actitudes muy bellas se nos ofrecen como respuesta. Primeramente, la oración angustiosa elevada, gritada, por sus discípulos. Parecería inútil gritar a quien está junto a ellos en el mismo peligro; sin embargo, es la señal de ponerse en sus manos: “Sálvanos, que perecemos”. Es reconocer la impotencia y la debilidad frente a las tormentas y confiarse al poder y al amor de Jesús. Sólo cuando se reconoce la propia inutilidad se está en posibilidades de abandonarse en manos de Dios. La respuesta por parte de Jesús también tiene una relación con las angustias y las dificultades presentes: ¿por qué tienen miedo, hombres de poca fe? Son las dos características del hombre actual: el miedo y la falta de fe. ¿Una, consecuencia de la otra? ¿Una, primero que la otra? Son las realidades que al hombre moderno, que tanto se ufana de sus seguridades, más le atormentan. Miedo al futuro, miedo a los peligros, miedo a los otros, miedo al sufrimiento. Y quizás en la raíz de todos estos miedos esté la falta de fe. De una verdadera fe que es entrega y compromiso, que es donación plena de la vida, y seguridad en quien hemos confiado. Que este día también nosotros estemos dispuestos a afrontar las tempestades, no confiados en nuestras propias fuerzas ni con nuestros propios métodos, sino confiando en el amor y la cercanía de Jesús.

Sagrado Corazón de Jesús

Sagrado corazón de Jesús

Acabamos de escuchar, hermanos, la proclamación de la Palabra de Dios, que ilumina a nuestra celebración y, a su vez, la hemos escuchado desde la perspectiva de nuestra celebración, que le da como un sello o como un enmarcamiento especial a la Palabra.

En definitiva estamos celebrando en la solemnidad del Sagrado Corazón, lo sabemos, el amor infinito de Dios, «Dios es amor», amor expresado en Cristo: «tanto amó Dios al mundo que le dio a su propio Hijo», y amor representado gráficamente en su Corazón. 

Prácticamente todas las culturas humanas miran el corazón humano no simplemente en su materialidad como un órgano, músculo que bombea la sangre, sino que con el corazón expresan lo más radical, lo más íntimo, lo más vital del hombre y de toda otra realidad. Con el corazón concretamente se expresa gráficamente el amor. Casi no hay canción de amor en que no aparezca la palabra «corazón», y el dibujo simplificado de un corazón inmediatamente nos comunica la idea del amor.

Así pues, la imagen del Corazón de Jesús nos está diciendo «Amor»: en el amor del Padre que lo envió, el propio amor de Cristo, el de quien «habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo», y también, cómo no, expresa el amor del Espíritu Santo, que es el amor sustancial en la Trinidad, que «hace» y unge a Cristo, que «fue hecho hombre por obra del Espíritu Santo»; «el Espíritu Santo está sobre mí porque me ha ungido». Lo oíamos en la segunda lectura: «Dios ha difundido su amor en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que Él mismo nos ha dado» y más adelante: «la prueba de que Dios nos ama está en que Cristo murió por nosotros cuando aún éramos pecadores». 

La primera lectura, como profética, y la lectura evangélica, como cumplimiento de esa profecía, nos presenta otra imagen del amor, imagen muy apreciada por todas las generaciones cristianas: El Buen Pastor. 

Con qué detalladas expresiones el profeta Ezequiel nos hace presente las distintas acciones amorosas del Pastor: «Iré a buscar mis ovejas y velaré por ellas», «las sacaré… las congregaré, las traeré… las apacentaré, «buscaré a la oveja perdida… curaré la herida… robusteceré a la débil… a la sana la cuidaré». 

Todo esto se realiza históricamente y se concretiza en Cristo Señor, y hoy Él mismo nos lo recordó en la parábola de las 100 ovejas. La palabra «alegría» apareció por tres veces. ¡Y cómo no! ¡Es la fiesta del Amor!

Pero no sólo tiene que ser la fiesta del amor que se contempla y se admira: tiene que ser la fiesta del amor que se agradece, la fiesta del amor que quiere corresponder al llamado, es la fiesta del amor que quiere ser misericordiosamente un reflejo del amor de Dios en Cristo. 

La imagen gráfica de su Corazón nos habla de su amor maravilloso. Que nos hable también de nuestras faltas de correspondencia para corregirlas; de nuestras tibiezas, para encenderlas; de nuestros egoísmos, para irlos destruyendo. Nos habla del amor del Buen Pastor para invitarnos a que, con Él, tratemos de ser, cada uno según su vocación, buenos pastores.

Jueves de la XII semana del tiempo ordinario

Mt 7, 21-29 

Jesús concluye esta gran catequesis sobre la vida cristiana con la invitación a vivirla. No se trata de ser «escuchadores» de la palabra de Dios, sino actores, de ponerla en práctica.  

El hacer milagros, sanar personas, expulsar demonios no es un signo de pertenencia a Jesús. Estos signos pueden ser hechos también por obra del maligno.  

Por ello no basta decir: Señor, Señor, sino vivir de acuerdo al evangelio. Quien se dedica solo a «escuchar» la palabra de Dios y no hace un verdadero esfuerzo por vivirla termina con una vida destrozada.  

En cambio, quien toma el camino angosto y la puerta estrecha que conducen a la vida, encontrará que su vida se construye en la paz y la armonía interior.  

El Evangelio no es una filosofía, sino la proposición concreta de Jesús a adoptar un estilo de vida cimentado en el amor, una vida que es capaz de resistir todos los embates de la vida y permanecer en pie, una vida que no se deja vencer por las crisis (cualquiera que estas sean) sino que la supera y en ello manifiesta la solidez de su fe y su amor al Resucitado.

Miércoles de la XII semana del tiempo ordinario

 

Mt 7, 15-20

La acusación que nos hace la sociedad a los seguidores de Jesús es que no vivimos lo que predicamos. Es una doctrina muy hermosa, presenta ideales que movería multitudes en la construcción de un mundo nuevo, se predica muy hermoso, pero en la práctica no se ven los frutos. Es una historia antigua y que se renueva constantemente.

Con dos imágenes igualmente impactantes, Cristo pretende sacudir la conciencia de sus discípulos y prevenirlos de caer en esta dicotomía: el disfraz y los frutos.

La imagen más bella y apreciada que conocían los israelitas era la del profeta, era quien hablaba en nombre de Dios, el que estaba cercano a las necesidades del pueblo, el que urgía a discernir los caminos de la verdad y de la justicia. Sin embargo, también esta imagen se puede utilizar como un disfraz de lobo que busca no tanto decir la Palabra de Dios, sino la propia palabra. Apariencia de profeta, que no busca el bien de los necesitados, sino su propio provecho. Utilizando el disfraz de profeta, cuando no es más que un lobo rapaz.

Jesús condena esta actitud y previene a sus discípulos para no caer en ella y también para no ser víctima de estos falsos profetas.

La otra imagen que nos ofrece es la de los frutos, con una insistencia machacona que hasta siete veces aparece en este pasaje la palabra fruto. Y aquí es donde nos debemos detener nosotros sus discípulos.

Ya en el documento de Aparecida, cuando insistía tanto en la congruencia, nos presentaba esa incompatibilidad de países de mayoría cristiana y sin embargo de una injusticia insultante, de unas estructuras de corrupción y de mentiras y de unas diferencias abismales en la posesión de los bienes.

¿Qué frutos estamos dando nosotros? ¿Ha fallado la palabra de Dios? Parece que nos hemos conformado con la apariencia de palabra de Dios y nos hemos quedado con el barniz de cristianos sin vivir a profundidad el Evangelio, sin asumir sus consecuencias.

Cuando se utiliza el evangelio para el provecho de unos cuantos, no se puede dar buenos frutos. Cuando se escuda en el Evangelio para nuestros propios intereses aparecen la corrupción y la injusticia.

La solución no es abandonar a Cristo y a su Evangelio como si no fueran capaces de transformar la sociedad. La solución es tomar en serio el Evangelio, vivirlo en profundidad y adoptar una actitud de conversión, de renovación y un serio compromiso que nos lleve a vivir con coherencia nuestra fe.

Dejémonos hoy cuestionar por este Evangelio. ¿Qué te dice Jesús?

 

Martes de la XII semana del tiempo ordinario

Mt 7, 6. 12-14

¿Qué quiere decir Jesús con la puerta estrecha? ¿Cuál es la puerta por la que debemos entrar? ¿Y por qué Jesús habla de una puerta estrecha?

La imagen de la puerta aparece varias veces en el Evangelio y se remonta a la de la casa, a la del hogar doméstico, donde encontramos seguridad, amor y calor.

Jesús nos dice que hay una puerta que nos hace entrar en la familia de Dios, en el calor de la casa de Dios, de la comunión con Él. Y esa puerta es el mismo Jesús. Él es la puerta. Él es el pasaje para la salvación. Él nos conduce al Padre.

Y la puerta que es Jesús jamás está cerrada, esta puerta jamás está cerrada. Está abierta siempre y a todos sin distinción, sin exclusiones, sin privilegios.

Porque Jesús no excluye a nadie. Alguno quizá pueda decir: «pero Padre, yo estoy excluido, porque soy un gran pecador. He hecho cosas feas. He hecho tantas cosas malas en la vida» No, no estás excluido.

Precisamente por esto eres el preferido. Porque Jesús prefiere al pecador. Siempre, para perdonarlo, para amarlo. Jesús te está esperando para abrazarte, para perdonarte. No tengas miedo. Él te espera. Anímate, ten coraje para entrar por su puerta.

Todos somos invitamos a pasar esta puerta, a atravesar la puerta de la fe, a entrar en su vida, y a hacerlo entrar en nuestra vida, para que Él la transforme, la renueve, le de alegría plena y duradera.

En la actualidad pasamos ante tantas puertas que invitan a entrar prometiendo una felicidad que después, nos damos cuenta que duran un instante. Que se agota en sí misma y que no tiene futuro.

Tenemos que preguntarnos: ¿Por cuál puerta queremos entrar? Y ¿a quién queremos hacer entrar por la puerta de nuestra vida?

No tengamos miedo de atravesar la puerta de la fe en Jesús, de dejarlo entrar cada vez más en nuestra vida, de salir de nuestros egoísmos, de nuestras cerrazones, de nuestras indiferencias hacia los demás. Porque Jesús ilumina nuestra vida con una luz que no se apaga jamás.

A la Virgen María, Puerta del Cielo, le pedimos que nos ayude a pasar la puerta de la fe, a dejar que su Hijo transforme nuestra existencia como ha transformado la suya para llevar a todos la alegría del Evangelio.

Viernes de la XI semana del tiempo ordinario

Mt 6, 19-23 

En este pasaje evangélico, Jesús quiere enseñarnos la manera de cómo debemos actuar en este mundo para ganarnos el cielo, que es con obras que produzcan buen fruto y también purificando nuestro corazón para amarle a Él en vez del mundo y sus placeres.

Las cosas que hagamos en esta tierra deben estar hechas según Dios, siguiendo sus designios y quereres. No es lo mismo hacer una gran obra de caridad o un muy buen servicio a alguien con el mero objeto de aparecer como el hombre más caritativo o servicial ante los demás, a realizar estos mismos actos con la intención de ser visto sólo por Dios sin querer recibir alabanzas o elogios de parte de los hombres sino con la actitud de darle gloria y agradarle con esas acciones.

La pureza de intención es necesaria para que nuestras obras tengan valor ante los ojos de Dios. Y Él nos dará nuestro justo pago por esas buenas acciones. Nada de lo que hagamos quedará sin recompensa. Sea bueno o malo. Y esa recompensa la recibiremos sea aquí en la tierra o en el cielo.

Para obrar así se requiere que nuestro corazón esté atento a las oportunidades que se nos presentan. Es verdad lo que Cristo dice acerca del corazón. Por ejemplo, está el testimonio de muchos santos que pusieron todo su corazón en los bienes del cielo y obraron de acuerdo a ello. Porque el cielo y Dios era su tesoro. Y así ganaron la eterna compañía de Dios porque toda su persona y su corazón estaban fijos en el cielo.

Purifiquemos, pues, nuestro corazón para que Cristo sea nuestro único tesoro por el cual lo demos todo.

Jueves de la XI semana del tiempo ordinario

Mt 6, 7-15

La enseñanza de Jesús no podía ser más simple y contundente: Orar, más que palabras es establecer y profundizar una relación con nuestro Papá.

Hay una necesidad imperiosa para el hombre de comunicarse con Dios a pesar de los muchos ruidos de que se busca llenar los vacíos, ocupando a todas horas nuestros sentidos, en el fondo descubrimos ese deseo de hablar con Dios.

Quizás, a veces, reducimos la oración del Padrenuestro a las palabras aprendidas desde niños y las repetimos mecánicamente. Hoy, Jesús, nos invita a acercarnos a Dios con la actitud del hijo que se acerca a su padre.

El Padrenuestro es la más bella oración, brota del corazón de Jesús. Esto mismo le enseña a sus discípulos, pero primeramente insiste en que para hacer oración no se necesita de muchas palabras.

Padre, Papá Abbá, es un término al mismo tiempo de cercanía, de confianza y de respeto. Es así como nos anima Jesús a que iniciemos nuestra oración, poniéndonos en manos de quien sabemos que nos ama. Esta es la premisa, para hacer oración hay que sentirse en un ambiente de amor y confiarse a las manos de Papá Dios. Lo demás brotará fácilmente.

Padre, Abbá, es la primera palabra que un niño le dirige a su papá para expresarle reconocimiento y amor. Pero al decir nuestro, nos abrimos a la fraternidad, no somos egoístas, no acaparamos a nuestro Dios, sino que nos sabemos hermanos, compartiendo un mismo Padre que nos ama a todos por igual.

Las peticiones de esta bella oración, cada una en sí misma nos lleva a profundizar en la providencia del Reino y nuestra participación. La oración brota del interior de cada persona y no necesita multiplicarse indefinidamente para ser escuchada. Es buscar la voluntad del Padre, es hacer presente su Reino y la santificación de su nombre.

Las primeras peticiones están dirigidas a la alabanza y presencia del Señor en medio de nosotros. La segunda parte está dirigida a la procuración del bienestar, liberación y protección de las personas. Pero unas y otras se implican mutuamente.

No puede haber verdadera santificación del nombre de Dios sino hay verdadera satisfacción del hambre de los hermanos. No puede haber presencia del Reino sino nos hemos liberado de nuestros males, injusticias, ambición y poder.

Oremos confiadamente con esta oración que el Señor nos enseñó.

Miércoles de la XI semana del tiempo ordinario

Mt 6, 1-6. 16-18 

Unos de los peligros que nos ofrece la sociedad moderna es la superficialidad. Las relaciones se han vuelto tan rápidas, tan distantes y tan ocasionales que dan la oportunidad de aparecer como lo que uno no es. No es raro que en los datos que se ofrecen a través del internet se cambie la personalidad, las fechas y hasta el nombre.

Se vive de ilusión y de fantasía, se teme aparecer como realmente es uno. Esto se da sobre todo en el mundo de los jóvenes y a través de las redes del internet, pero también se da en todos los ámbitos. Hemos hecho de la vida una apariencia.

Jesús, hoy, nos invita a buscar lo que es valioso y a que miremos en lo profundo de nuestro corazón. No importa nuestra apariencia, ni de los antiguos fariseos que ostentaban falsedades ni de los modernos personajes huecos que no aparecen como lo que son. Lo importante es lo que Dios ve: el interior de cada persona.

¿Qué hay en tu interior? Quizás frente a los demás luzcas como una persona de éxito y lleno de felicidad, pero ¿eso es lo que hay en tu corazón?

Para los fariseos, era la apariencia de la bondad, del ayuno y de la oración. Hoy, quizás esos valores quedan atrás, pero no ha quedado atrás la hipocresía y el querer manifestarse como lo que no se es.

San Pablo le recuerda a los Corintios que para poder dar algo se necesita sembrar, que el que siembra poco, cosecha poco. Y este ejemplo que parecería sólo del campo, tiene su actualidad en medio de nosotros, también hoy hay quien sólo es hoja y no tiene fruto; también hoy hay quien hace ruido y no tiene sustancia. Pero san Pablo añade algo importante: la alegría verdadera.

¿Cómo están tan contentos los jóvenes comunicándose con personas que ni conocen y viven a kilómetros de distancia? En cambio son fríos y calculadores con su propia familia y con quienes están cerca. Es que es más fácil aparentar.

San Pablo insiste en que debemos dar, y dar con alegría y prontitud y de buena gana. Que esta alegría y generosidad sean el distintivo del discípulo de Jesús y dejemos a un lado las apariencias.