Viernes de la XXXI semana del tiempo ordinario

Lc 16, 1-8

Esta parábola podría causar un escándalo a más de uno. ¿Cómo Cristo se atreve a poner de modelo a un hombre y además no muy honrado y que a la hora de ser descubierto se pone a hacer negocios con el dinero que no es suyo?

No es que Cristo justifique la conducta del administrador, sino que pone en evidencia algo que todos nosotros conocemos y vivimos a diario. Es triste comprobar, y se podían multiplicar las historias de cómo se pone tanto entusiasmo, tanta dedicación y hasta inteligencia en las cosas del mundo, mientras nos mostramos tacaños y mezquinos para entregarnos a las cosas de Dios.

Es sorprendente como se organizan los que hacen el mal, el crimen organizado, las mafias de drogas, etc., ¿por qué no se pone igual empeño en hacer el bien?, ¿por qué esos talentos y capacidades no se usan para progresar de una manera justa y equitativa?

Es duro comprobar que en nuestro mundo se hace cruelmente cierta la afirmación de Jesús que los que pertenecen a este mundo, son más hábiles en sus negocios que los que pertenecen a la luz.

Es más fácil encontrar a un amigo que nos quiera acompañar a emborracharnos, o a irnos de fiesta, que alguien que nos quiera a acompañar a apoyar a quien necesita ayuda, a predicar la palabra de Dios o a solucionar algún problema social de nuestra comunidad.

Qué difícil es mover las voluntades para que se comprometan en serio por un cambio en nuestro mundo. Quizás una pequeña ayuda, una limosna, no sean tan difícil de obtener, pero un verdadero compromiso nos cuesta mucho.

Jesús cuando propone su Reino e invita a sus discípulos a seguirlo es muy consciente de esta tendencia de todos los humanos. Sin embargo, no disminuye para nada su propuesta y su compromiso. Corre el riesgo de quedarse solo antes que adulterar el Evangelio.

Hoy tendremos que hacer una reflexión profunda y comprobar si estamos siguiendo a Jesús o bien nos hemos acomodado a los intereses del mundo y disimulamos los compromisos.

Cristo necesitas personas dinámicas, comprometidas, listas para anunciar el Evangelio en todos los lugares y para proponer el Reino en todas las circunstancias, también cuando parece que todo está perdido, ahí se necesita más la presencia de Dios.

¿Cómo lo estamos haciendo nosotros?

Jueves de la XXXI semana del tiempo ordinario

Lc 15, 1-10

En este capítulo, san Lucas ha recogido quizás las más bellas parábolas que Jesús dijo, pues son las que nos expresan el infinito e incansable amor de Dios por nosotros sus hijos.

Dios nos ama… Tenemos que meternos esta idea no solo en la cabeza sino en el centro de nuestro corazón. Nos ama a pesar de nuestras debilidades y errores… nos ama como somos, aunque busca continuamente que salgamos de nuestra miseria.

No es un Dios que está siempre acusando sino es un Dios que está siempre salvando. ¿De dónde salió la idea de que Dios es un policía? No lo sé! Pero lo que sé es que tenemos que cambiarla pues Jesús nos ha revelado que Dios es un Dios amoroso que se alegra cuando uno de nosotros decide dejar su vida de pecado para iniciar un camino de conversión en su amor. Jesús ha venido por ti y por mí no porque somos buenos sino porque somos pecadores.

Jesucristo, una vez más, nos muestra cuál es la misión para la que se ha encarnado. No vino para ser adorado y servido por los hombres. No vino como un gran rey, como un poderoso emperador,… sino que se hizo hombre como un simple pastor, un pastor nazareno.

Se hizo pastor porque su misión es precisamente ésta: que no se pierda ninguna de sus ovejas. Jesús vino al mundo para redimir al hombre de sus pecados, para que tuviera la posibilidad de la salvación. Nosotros somos estas ovejas de las que habla la parábola, y nuestro Pastor, Jesucristo, irá en busca de cada uno de nosotros si nos desviamos de su camino.

Aunque le desobedezcamos, aunque nos separemos de Él, siempre nos va a dar la oportunidad de volver a su rebaño. ¿Valoro de verdad el sacramento de la Penitencia que hace que Cristo perdone mis faltas, mis ofensas a Él? ¿Me doy cuenta de que es precisamente esto lo que es capaz de provocar más alegría en el cielo? ¿Con cuánta frecuencia acudo a la confesión para pedir perdón por mis pecados?

Miércoles de la XXXI semana del tiempo ordinario

Lc 14,25-33

En el Evangelio de san Lucas de hoy, aparece Jesús con una gran muchedumbre que lo sigue, sin embargo, bien sabe Jesús que hay de seguimientos a seguimientos. Que algunos buscan contemplar milagros, que otros esperan ver maravillas, pero qué pocos son los que lo seguirán por caminos difíciles.

Por eso hoy nos plantea tres grandes señales del verdadero discípulo: preferirlo a la familia y aún a uno mismo, cargar la cruz y renunciar a todos los bienes. Cada sentencia concluye diciendo quien no haga esto no puede ser mi discípulo, es decir, hay que tener libre el corazón.

Algunos expresan sus dudas como si este pasaje nos pusiera en conflicto entre familia y seguimiento de Jesús. Ciertamente habrá alguna ocasión en que ambas se opongan rotundamente, pero muchas veces el cumplimiento con la familia, el amor a los padres, el cuidado de los hijos, adquieren un relieve mucho más importante cuando se sigue a Jesús.

Hoy, Jesús nos quiere dejar muy bien claro que su seguimiento implica la forma de la pobreza: pobreza de bienes materiales, pobreza de afectos, pobreza de intereses, para ponerse incuestionablemente a disposición de Jesús. Hay que dejarlo todo para ponerse detrás de uno, hay que cargar la propia cruz para seguir al que dio vida desde la cruz.

En estas sentencias nos muestra Jesús la imposibilidad de servir a dos señores. Parecería que estamos perdiendo la vida, pero es la única forma de encontrarla, y aquí san Pablo en la primera lectura de este día, nos invita a no tener con nadie otra deuda que la del amor mutuo. Son palabras que expresan la radicalidad del seguimiento de Jesús, porque Él nos ha dado ese ejemplo. El que ama ha cumplido toda la ley, pues el cumplimiento de la Ley consiste en amar.

Cristo ha amado a plenitud, nos sigue amando. Si de verdad nos decimos sus discípulos tendremos que vivir amando como Él y hacerlo a plenitud. Cristo no admite medias tintas, es entrega completa.

Que hoy, cada uno de nosotros vivamos este amor y este seguimiento en cada momento, en cada acción y en cada uno de los hermanos.

Martes de la XXXI semana del tiempo ordinario

Lc 14,15-24

Hoy Jesucristo nos presenta la parábola de los invitados que rechazan acudir a la boda.

Esta parábola nos hace pensar porqué a todos nos gusta ir a una fiesta, nos gusta ser invitados. Pero en este banquete había algo que a los tres invitados, que son un ejemplo de tantos, no les gustaba

Uno dice que debe ver su campo, tiene ganas de verlo para sentirse un poco potente, la vanidad, el orgullo, el poder, y prefiere más bien aquello que quedarse sentado como uno entre tantos.

Otro ha comprado cinco bueyes, por lo tanto está concentrado en los negocios y no quiere perder tiempo con otra gente.

El último, finalmente, se excusa diciendo que es casado y no quiere llevar a la esposa a la fiesta. No quería el afecto para sí mismo: el egoísmo.

Al final, los tres tienen una preferencia por sí mismos, no por compartir una fiesta: no sabe qué es una fiesta. Siempre, hay un interés, está lo que Jesús ha explicado como el contracambio.

Si la invitación hubiera sido, por ejemplo: Vengan, que tengo dos o tres amigos negociantes que vienen de otro país, podemos hacer algo juntos, seguramente nadie se habría excusado. Pero lo que los asustaba a ellos era la gratuidad. Ser uno como los otros, allí. Precisamente el egoísmo, estar al centro de todo.

Es tan difícil escuchar la voz de Jesús, la voz de Dios, cuando uno gira alrededor de sí mismo: no tiene horizonte, porque el horizonte es él mismo.
Y detrás de esto hay otra cosa, más profunda: está el miedo de la gratuidad. Tenemos miedo de la gratuidad de Dios. Es tan grande que nos da miedo.

Esto sucede porque las experiencias de la vida, tantas veces nos han hecho sufrir, como sucede a los discípulos de Emaús que se alejan de Jerusalén, o a Tomás, que quiere tocar para creer. Cuando la oferta es tanta hasta el Santo sospecha, porque la gratuidad es demasiada. Y cuando Dios nos ofrece un banquete así, pensamos que es mejor no meterse.

La gratuidad. Obligar a aquel corazón, a aquella alma a creer que es gratuidad de Dios, que el don de Dios es gratis, que la salvación no se compra, es un gran regalo, que el amor de Dios…es el amor más grande! Ésta es la gratuidad.

Y nosotros tenemos un poco de miedo y por esto pensamos que la santidad se hace con nuestras cosas. La santidad, la salvación es gratuita.
La iglesia nos pide que no tengamos miedo de la gratuidad de Dios. Solamente, nosotros debemos abrir el corazón, de parte nuestra hacer todo lo que podemos, pero la gran fiesta la hará Él

Lunes de la XXX semana del tiempo ordinario

San Lucas 14, 12-14

¿Has descubierto alguna vez la sonrisa agradecida de quien ha recibido un regalo que no esperaba? ¿Has entregado tu vida sin esperar nada a cambio y te has encontrado al final de la jornada con el corazón lleno de paz y de gozo? Estas actitudes son muy difíciles de explicar en un mundo donde todo se ha convertido en mercancía, en servicio cobrado, en interés y búsqueda de ganancia. Cristo, el que ama sin interés, que se hace hombre sin esperar recompensa, el que te ama y me ama sin buscar nada a cambio, hoy nos dice dónde se puede encontrar la mayor felicidad.

Con las enseñanzas que hoy pone delante de nosotros queda bien claro cuál es la misión del discípulo: dar sin esperar recompensa, dar con alegría, dar pronto y en silencio.

El Papa Francisco en días pasados frente a los admirados responsables de un alberge al mismo tiempo que les agradecía, los invitaba a que nunca se olvidaran de aquellos que llegaban hasta su puerta porque son “carne de Cristo”, les decía. Somos muchas veces incapaces de dar sin esperar recompensa aún en los amores que parecerían más sinceros, aún en el amor de los esposos, cuando todo se convierte en condicionamiento: yo te doy si tú me das; aún en la familia: yo educo y cuido mis hijos para que después me ayuden en la vejez… Si así obramos podemos quedarnos con las manos vacías, porque no hemos dado generosamente ni gratuitamente.

Hay una frase, aunque se ha ido perdiendo ya un poco, que las gentes sencillas de nuestro pueblo suelen decir como muestra de agradecimiento: “Dios se lo ha de pagar”. Y así también nos dice Cristo que la recompensa se pagará cuando resuciten los justos. La generosidad y la gratuidad son partes esenciales del discípulo. Son la base del amor y, si en un momento dudáramos, Cristo llega afirmar con toda contundencia: “Dad como yo doy… amad como yo amo…” Y basta que lo contemplemos clavado en la cruz para comprender cómo es su amor por nosotros que aún éramos pecadores

¿Por qué no intentamos hoy dar algo sin esperar recompensa? ¿Por qué no hacemos feliz hoy a una persona que no nos pueda devolver nada?

CONMEMORACION DE LOS FIELES DIFUNTOS

El día siguiente a Todos los Santos hacemos memoria de los fieles difuntos. Ayer nos alegrábamos por todos aquellos que ya están en la casa del Padre, hoy la Iglesia nos invita a rezar, a rogar por todos los difuntos para que Dios los purifique y los acoja en su presencia.

Hoy, es, pues, para nosotros un día de recuerdo, de fe en la resurrección, de comunión fraterna con los difuntos, de rezar por ellos y de esperanza en que un día nos encontraremos con ellos de nuevo.

Hoy es día de recuerdo. Es muy bueno que en este día tengamos presentes a nuestros difuntos, que los visitemos en el cementerio, que ofrezcamos la misa por ellos. Pero para un cristiano, recordar a los difuntos incluye a todos los que han muerto, conocidos o no. A todos, los queremos tener presentes hoy. Aunque de una manera más especial recordamos a nuestros familiares y amigos que han dejado esta vida.

Hoy es, también, un día en el cual renovamos nuestra fe en la resurrección del Señor y en la de todos los difuntos. Al morir Cristo en la cruz nos liberó de la muerte, por ello todos los que han muerto con Cristo también resucitarán con Él.

El propio Jesucristo entregó su vida por nosotros en la cruz. Él sufrió como nadie el tormento y el dolor. Si todo se hubiera quedado en la cruz sería nuestra fe un tremendo fracaso, pero Cristo resucitó venciendo la muerte y dando sentido a nuestra vida.

Precisamente porque creemos en la vida más allá de la muerte, hoy es, también, un día de comunión con nuestros difuntos. Tenemos que sentirnos solidarios con todos los difuntos. Nuestra solidaridad con los difuntos no es meramente sentimental, sino que gracias a Jesucristo, los difuntos no han dejado de existir sino que disfrutan de una vida personal más allá de la muerte. Nuestra comunión con ellos es una comunión con unos seres bien reales y no simplemente un recuerdo bonito.

No habremos madurado bien en nuestra fe si creemos que allá en el cementerio siguen estando nuestros seres queridos. Ahí está su recuerdo, pero ellos no están, porque han sido llamados a vivir una Vida en plenitud con Dios.

El día de la Resurrección de Cristo, las mujeres fueron al sepulcro y se encontraron con un ángel que les dijo: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?” Por eso, nuestros muertos no están en el cementerio, está su recuerdo y es bueno que los recordemos sobre todo cuando muchos de ellos nos han dado tantos ejemplos de bondad y entrega, pero recordemos que ellos están viviendo ya una vida diferente, una vida en plenitud.

Hoy es también un día de esperanza. Sabemos que, después de pasar también nosotros por el paso de la muerte, podremos reencontrarnos con nuestros seres queridos y con la multitud de hermanos que disfrutan ya de la victoria de Jesucristo sobre el mal y sobre la muerte.

Cristo ha sufrido la muerte para abrirnos la puerta de la Vida para siempre. Nuestra esperanza es aún mayor porque sabemos que no sólo nos reencontraremos con nuestros difuntos, sino que también podremos ver el rostro de Jesucristo y podremos disfrutar personalmente del abrazo eterno de Dios Padre en el gozo del Espíritu Santo.

Esta esperanza cristiana nos tiene que hacer ver que la vida no se acaba con la muerte, por ello, tenemos que ser anunciadores de la esperanza de vida eterna que hay en nosotros gracias a la fe en Cristo muerto y resucitado.

Como cristianos tenemos que aceptar la muerte y creer en la vida, porque sabemos que la muerte, desde el día que Jesús murió en la cruz por amor a todos nosotros, por amor a todo el mundo, la muerte es un paso, es la puerta para entrar a vivir eternamente con Dios. No nos olvidemos, pues, que estamos de paso en esta vida, pues nuestro destino es el cielo.

A muchas personas les da miedo la muerte, porque creen que con la muerte se acaba todo. Sólo desde la fe podemos tener esperanza en la vida eterna, porque “en la vida y en la muerte somos del señor”. Dios nos ha creado para la vida, porque Él es el Dios de vivos y quiere que todos los hombres vivan y lleguen un día al cielo.

Un día nuestra hermana muerte llegará y lo importante es que ése día estemos satisfechos de haber hecho lo suficiente, de haber aprovechado los dones y talentos que el Señor nos ha concedido. Se muere como se vive, sin en nuestra vida hay amor, la muerte será un simple paso, una puerta que se abre a una vida sin fin.

Hay que estar preparados para la muerte, no hay que tener temor o miedo, por ello, hemos de vivir el presente sabiendo que la vida en este mundo tiene un final y por eso aprovechemos el presente haciendo el bien y ayudando al prójimo y cumpliendo con Dios.

No olvidemos lo que nos dice el Señor: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en Mí, no morirá para siempre, sino que tendrá la vida eterna”.

Solemnidad de Todos los Santos

Es un gesto humano y elogiable alegrarse por el éxito de los demás y celebrarlo. Esto es lo que hacemos cuando un deportista o nuestro equipo favorito ha conseguido una victoria. Entonces salimos a la calle aclamándolos y hacemos fiesta para celebrar esa victoria, porque nos sentimos solidarios con los éxitos y los fracasos de los demás.

Esto es lo que celebramos hoy, festividad de Todos los Santos. Recordamos con alegría a los que han conseguido el éxito definitivo. Los Santos que hoy celebramos son personas de nuestra familia, de nuestro pueblo; gente del mundo entero, personas como nosotros, que con esfuerzo, amor y fe, consiguieron alcanzar el cielo.

Estas personas han vivido y han hecho realidad el proyecto de vida que Dios tiene para cada uno de nosotros. No fueron personas privilegiadas ni les resultó fácil seguir y hacer la voluntad de Dios día a día, ya que tuvieron que superar muchos obstáculos que se cruzaban en su camino. Pero tenían un reto diario: hacer el bien y no dejarse tentar por el mal ni por las trampas de este mundo. Gracias a esta fidelidad a Dios, al terminar sus vidas han recibido su recompensa: estar para siempre con Dios.

Hoy celebramos, pues, a esa multitud de hermanos nuestros que participan ya de la felicidad de Dios, esa felicidad que todos buscamos mientras vivimos peregrinos en este mundo.

¿Qué ha sido lo que han hecho estos hombres y mujeres para ser santos? ¿Cómo han vivido para alcanzar la santidad?

Los Santos son esas personas que han buscado a Dios con el corazón sincero, que se han dejado encontrar por Dios, que Dios ha sido el sentido de sus vidas. Son personas que han seguido firme, valiente y decididamente a Jesucristo y han vivido heroicamente las virtudes cristianas de la fe, la esperanza y la caridad. Son personas hechas de barro como nosotros, pero que han comprendido y han vivido el amor de Dios y se han mantenido firmes en ese amor a Dios.

Los Santo, son personas que supieron reconocerse pecadores, pero siempre pidieron perdón a Dios y confiaron en la misericordia de Dios; fueron personas que se alimentaron continuamente de la Palabra de Dios y del Pan de Vida, Cuerpo y Sangre de Cristo; fueron personas que transmitieron con fidelidad el Evangelio a todas las personas.

Los Santos, al igual que nosotros, han sufrido tribulaciones, dificultades, pero no perdieron la alegría del corazón y tuvieron puesta siempre su esperanza en Dios y en hacer la voluntad de Dios Padre.

Todos estos hombres y mujeres que hoy celebramos tenían un único deseo: ver a Dios cara a cara. Por ello, durante toda su vida se alimentaron de la oración y de los sacramentos, vivieron y practicaron la caridad hacia el prójimo. Y todo esto es algo que nosotros también podemos hacer y vivir.

Los Santos que hoy celebramos fueron felices porque durante toda su vida se esforzaron por vivir en Gracia de Dios, por imitar cada día más y más a Jesucristo, nuestro Señor que es el verdadero modelo de santidad para todos nosotros.

Por su número y porque han demostrado que es posible vivir según el Evangelio de Jesús, los Santos son dignos de que hoy celebremos su fiesta y que nos alegremos porque ellos son el mejor fruto de la Iglesia.

Hoy, podemos estar seguros de una cosa y es que a lo largo de todos estos siglos de historia de la Iglesia ha habido muchas personas buenas que han tomado y vivido en serio su fe, que han vivido en serio el Evangelio. Todas estas personas deben ser para nosotros un estímulo y una garantía de que sí es posible vivir el estilo de vida que Cristo nos propone, que sí es posible vivir auténticamente como cristianos. Ser cristiano no es un nombre, no es haber sido bautizados. Es vivir todo un estilo de vida. Es vivir al estilo de Jesucristo. Jesucristo es el Camino, la Verdad y la Vida.

Los Santos no han sido ángeles y héroes de otro planeta, son personas que han vivido en nuestro mundo, en tiempos tan difíciles o más que los nuestros pero se han mantenido fieles a Dios.

Para ser santo, tampoco necesitamos hacer milagros, lo que necesitamos es vivir la Bienaventuranzas que proclamó Jesucristo; vivir la humildad, la apertura a Dios, la pureza de corazón, la actitud de misericordia, trabajar por la paz. Viviendo así podremos nosotros también llegar un día a ser santos. No olvidemos que el Señor nos llama a todos a ser santos: “Ses Santos, como vuestro Padre celestial es santo”, nos dice el Señor.

Esto es lo que celebramos hoy: al contemplar el ejemplo de los santos, despertar en nosotros el gran deseo de ser como los santos, felices por vivir cerca de Dios, en su luz, en la gran familia de los amigos de Dios. Todos estamos llamados a vivir cerca de Dios, a vivir en su familia. A esto somos llamados todos los cristianos.

Los Santos son para nosotros amigos y modelos de vida. Invoquémoslos para que nos ayuden a imitarlos y esforcémonos por responder con generosidad, como ellos lo hicieron, a la llamada a la santidad.

Jueves de la XXX semana del tiempo ordinario

Rom. 8, 31-35. 37-39; Lc. 13, 31-35

En encuestas recientes, aparece con frecuencia que uno de los sentimientos más comunes que tienen el hombre y mujer actual es el temor. Se teme a perder el trabajo, se teme a la violencia, se teme a la enfermedad. Nos va agarrando como una psicosis del temor que nos paraliza y condiciona. En cambio, las dos lecturas de este día nos animan a una gran seguridad.

San Pablo consuela a los Romanos asegurándoles que si Dios está a nuestro favor quién puede estar en contra nuestra. Si Dios nos ha otorgado a su propio Hijo, ¿quién nos podrá condenar? “¿Qué cosa podrá apartarnos del amor con que nos ama Cristo? ¿Las tribulaciones? ¿Las angustias? ¿La persecución? ¿El hambre? ¿La desnudez? ¿El peligro? ¿La espada? En todo esto salimos más que victoriosos, gracias a aquel que nos ha amado” Es una gran seguridad el sabernos amados incondicionalmente por Jesús.

Por otra parte, también el pasaje de San Lucas nos da una gran lección. A Jesús tratan de evitarle que vaya a Jerusalén porque Herodes quiere matarlo, sin embargo, Jesús manifiesta una gran seguridad para con toda libertad seguir actuando a pesar de las amenazas: “seguiré expulsando demonios, haciendo curaciones… terminaré mi obra… tengo que seguir mi camino”. Es la respuesta firme de Jesús. Él no tenía miedo a las amenazas ni lo paralizaban los temores. A pesar de la respuesta ingrata de Jerusalén quiere entregar su vida. Lucha valientemente contra el mal.

Además, utiliza una comparación que a nosotros nos parecería un poco contradictoria: se compara a una gallina que cuida sus pollitos bajo sus alas. La gallina con frecuencia ha sido puesta como símbolo de cobardía, pero ningún animal más valiente y decidido que una gallina para defender sus pollitos. Así se manifiesta también Jesús hablando de Jerusalén, pero con una referencia a cada uno de nosotros. Nos protege y nos defiende bajo sus alas, solamente nos pide que nos dejemos acurrucar y proteger.

Grandes enseñanzas para este día: sabernos amados por Dios, protegidos por las “alas” de Jesús y seguir su ejemplo de valentía y decisión para enfrentar los peligros. Cristo está con nosotros. No nos quedemos lejos de la protección y cuidados de Jesús. No merezcamos también nosotros el reproche doloroso de quien tanto nos ama.

Miércoles de la XXX semana del tiempo ordinario

San Lucas 13, 22-30

Los humanos siempre nos estamos preocupando por cosas secundarias. La pregunta que le hacen al Señor, nos puede parecer muy interesante: ¿Es verdad que son pocos los que se salvan? Quizás también nosotros estemos interesados en saber el número de los que entran en el Reino de Dios.

Los hermanos protestantes con frecuencia aducen cifras donde sólo caben ellos y descartan a todos los que no son de su congregación. Con tan sólo pertenecer a su grupo, ofrecen la vida eterna, pero Jesús va mucho más allá. No responde números, como si estuviéramos buscando un promedio para no salir reprobados. Cristo pide y exige coherencia en la vida.

A veces damos la impresión de ser cristianos esperando la última tablita que nos alcance la salvación, cuando toda nuestra vida hemos vivido alejados del Señor. No basta hablar, no basta estar cerca, no basta ponerse vestidos, hay que vivir conforme al evangelio. No se trata de hacer lo mínimo, se trata de una entrega completa. No se trata sólo de decir “Señor, Señor,” sino de responder con fidelidad al Señor y a su proyecto.

Quizás nos hemos detenido muchas veces en buscar elementos que nos aseguren una salvación, pero nos hemos olvidado de lo que es más importante del Evangelio: participar del plan de Salvación que Dios ofrece a todos los hombres.

Más que preguntarnos cuántos se salvan, deberíamos preguntarnos qué estamos haciendo nosotros para que este sueño de Jesús alcance a todos los hombres y mujeres de todos los pueblos y naciones. No es que vayamos a conquistar a otros, es que queremos hacerles partícipes de la riqueza y de la alegría que nos ha dado el Señor Jesús al habitar en medio de nosotros.

Las palabras de Jesús son muy claras: “Todos vosotros que hacéis el mal no podréis participar del Reino de los Cielos” Que no merezcamos esta condena de Jesús, sino que escuchemos sus palabras. “Venid, benditos de mi Padre”.

Jesús exhorta a sus interlocutores para que se esfuercen en tomar conciencia de las exigencias que implica seguirlo: capacidad de transformar la vida mediante el arrepentimiento y la reconciliación, total fidelidad a Él y a su proyecto, y optar por la puerta estrecha, por el camino de la salvación del ser humano. No basta realmente beber y comer ocasionalmente con Jesús; hay que compartir su vida y destino, cuyo símbolo es la comunión de la mesa con los humildes y sencillos.

Martes de la XXX semana del tiempo ordinario

Lc 13,18-21

Hay momentos en que a quienes están trabajando por el Reino les llegan aires de duda y preocupación al contemplar un mundo que vive y lucha muy lejos de los valores del Reino de Jesús. Se tiene la sensación de que es muy poco lo que se puede hacer y el estar luchando siempre contra corriente puede cansar.

El mundo con sus grandes maquinarias, con su consumismo, con el despilfarro, con sus propuestas hedonistas y sus actitudes conquistadoras, parece ahogar la propuesta del Reino. No son pocos los que dicen: “¿para qué seguir luchando si el mal parece triunfar?” Para todos ellos y para nosotros que tenemos la tentación de la duda y el cansancio parece pronunciar estas dos pequeñas parábolas Jesús: una semilla de mostaza que se llega a convertir en un arbusto grande donde los pájaros anidan; una pequeña levadura que mezclada con tres medidas de harina termina por fermentar toda la masa.

Si leemos desde nuestra realidad estas dos parábolas, serán ya una lección de humildad y de esperanza. Jesús insiste no en la cantidad, sino en una calidad que hace crecer y fermentar. Pero la condición es que se trate verdaderamente de una semilla evangélica, de un fermento evangélico. No nos habla de las grandes organizaciones, ni del poder o de la fuerza, sino de lo pequeño vivido a plenitud que lleva a fermentar toda la masa.

La semilla y la levadura trabajan en la oscuridad, en lo desconocido, pero siempre trabajan. Así los cristianos deben siempre trabajar, deshacerse por el Reino, no importando los reconocimientos ni los premios, no importando el ruido ni los estruendos. El bien no hace ruido, pero trabaja y produce felicidad.

El reino es esa diminuta semilla que Dios ha sembrado en el corazón y que permite al ser humano alzarse por encima de sus mezquindades y egoísmos; y que supera los condicionamientos sociales y culturales que pueden reducirlo a lo peor de sí mismo. El reino es esa semilla que tiene el poder de transformar nuestras vidas, anónimas y alienadas, en experiencias de amor y alegría.

Que tu trabajo, callado y escondido de este día, tenga ese sabor de Reino, de esperanza y de amor.