Miércoles de la XXXIV semana del tiempo ordinario

Lc 21,12-19

Siempre he creído que ser cristiano cuando las cosas caminan bien no es problema. Lo difícil es, como dice el Señor, perseverar en los momentos difíciles.

Son los últimos días del año litúrgico y las lecturas nos van encaminando, poco a poco, a una reflexión sobre el tiempo final.

¿Qué espero yo al final de mi vida? ¿Qué epitafio me gustaría que pusieran en mi lápida? ¿Lo que estoy haciendo me está llevando a eso que espero?

A veces, me he puesto a imaginar las terribles escenas que nos cuenta el libro de Daniel, como la de hoy en la primera lectura, ya sé que son escenas de un libro apocalíptico y que tienen su propia finalidad, pero precisamente por eso tenemos que reflexionar sobre esas escenas.

En medio de un banquete, ante el asombro del Rey Baltasar y todos sus acompañantes, aparecieron los dedos de una mano que se pusieron a escribir sobre la pared del palacio. Ellos que bebían y disfrutaban profanando los vasos sagrados quedaron impresionado por la visión, pero no lograban entender las palabras.

Daniel es llamado para interpretarlas y descifrar su mensaje. Contado, pesado y dividido eran las enigmáticas palabras y claro que se referían concretamente a la situación del poderoso Rey Baltasar, pero también podemos hacer una interpretación y aplicárnosla a cada uno de nosotros.

Si nuestros días están contados, si no somos eternos, si estamos de paso, ¿Por qué no vivir con desapego y libertad frente a los bienes del mundo? ¿Por qué nos limitan tantas ambiciones?

Pesado. La balanza de Dios, tiene como gran finalidad medir nuestras obras a favor de los más necesitados. Cristo mismo nos dice que el juicio será sobre lo que hayamos hecho por Él, pero en la persona de los pequeños e insignificantes. ¿Cuánto pesarán esas obras que parecen desconocidas, hechas a favor de los que no cuentan para los ojos del mundo?

Finalmente la palabra dividido, aunque se refería de manera muy clara a las posesiones del Rey, también puede ser muy fácilmente aplicada a lo que pretendemos poseer nosotros. ¿A mano de quien van a parar nuestras posesiones cuando muramos? ¿Valieron la pena todos los sacrificios que hicimos por nuestras posesiones?

Si esta lectura nos lanza por el camino de una seria evaluación, el pasaje evangélica, por el contrario, nos anima para que nos sostengamos en la esperanza de los últimos tiempos. Aunque haya persecuciones, aunque existan traiciones, aunque parezca que estamos solos, si nos mantenemos firmes conseguiremos la vida porque el Señor camina con nosotros.

Martes de la XXXIV semana del tiempo ordinario

Lc 21,5-11

No busquemos aterrarnos mutuamente ni vivir en el miedo pensando en que el tiempo está cerca y ya se acaba la figura de este mundo con la venida del Justo Juez, Cristo. Y no es así porque El mismo nos lo acaba de decir: no se dejen engañar. Porque vendrán muchos usurpando mi nombre y diciendo: «Yo soy» y «el tiempo está cerca». ¿Quiere Cristo que vivamos atemorizados? No.

Inquietudes de todos los tiempos son las que le presentan a Jesús, inquietudes que pueden disimularse, que pueden hacerse a un lado tratando de ignorarlas, pero que siempre estarán volviendo una y otra vez con insistencia: ¿Cuándo será el fin del mundo?

Hacemos obras grandiosas y después nos enorgullecemos o nos asombramos y nos sentimos inmortales, como la Torre de Babel, nos sentimos más grandes que Dios. Pero todo esto va a pasar y al final “no quedará piedra sobre piedra”

Entre más admiramos las grandezas, más parece asómbranos la incógnita sobre el final del mundo y la desaparición de todo. Hay muchas teorías, pero ninguna parece satisfacer nuestra curiosidad.

¿Qué pensarán las generaciones venideras sobre nuestros aires de grandeza y nuestra pretensión de inmortalidad?

Ya los israelitas se asombraban de la grandeza del Templo y sabemos que muy pronto fue destruido.

Las palabras de Jesús son para prevenirnos, no para infundirnos miedo. Las palabras de Jesús son para que demos a cada cosa su verdadero valor y para que miremos el futuro. No somos eternos, somos polvo que hoy es y mañana no existe. ¿Por qué entonces tanto orgullo y tanta seguridad? Muchas veces se nos olvida que somos peregrinos y nos atamos a las cosas como si nunca las fuéramos a dejar, nos esclavizan y condicionan.

Necesitamos recuperar nuestro sentido y nuestra actitud de peregrinos en esta vida, saber que esta vida pasa, y prepararnos para la futura morada.

Las palabras de Jesús hoy tienen que despertarnos de nuestro letargo y espabilarnos de nuestro sueño. Es cierto, no sabemos ni el día ni la hora, pero también es muy cierto que el final llegará y que tendremos que estar preparados.

Si hoy fuera para nosotros el último día, ¿cómo lo viviríamos?, ¿Qué cambiaríamos si supiéramos que hoy sería nuestro último día?

¿Qué le decimos a Jesús si hoy fuera nuestro último día?

Lunes de la XXXIV semana del tiempo ordinario

San Lucas 21,1-4

Hay hechos y palabras de Jesús que dan por sí mismos una profunda enseñanza. El pequeño pasaje que nos presenta San Lucas tiene un objetivo especial. Jesús enseña al pueblo en el Templo y observa cómo la gente echa su ofrenda en la alcancía de las donaciones. El ruido y las actitudes de los grandes donativos seguramente llamaban la atención de las personas. A la mirada atenta y compasiva de Jesús llaman más la atención las dos moneditas de muy escaso valor que no hacen ruido, pero que hablan de un corazón muy grande.

La llamada de atención a sus discípulos y la alabanza a esta pobre viuda no necesitan muchas explicaciones, pero sí necesitan ser muy tomadas en cuenta para nuestra vida y los valores que la sostienen.

Cuando la fe supera la ambición, cuando logra “abrir” los bolsillos para compartir lo poco que tenemos, podemos estar seguros que es una verdadera fe; si no, es muy dudoso que sea verdadera. Pero si se da solamente para quedar bien, para tranquilizar la conciencia o bien para condicionar servicios y actitudes, es manipulación de lo más sagrado.

Cristo invierte el orden establecido y hace elogio de aquella pobre viuda que sin tener amparo ni protección queda en manos de Padre Dios, en cambio cuestiona la grandeza y generosidad de los donativos, dados con otras finalidades. Pero esta actitud no es solamente en la limosna dada al templo, es también actitud que observamos en la vida: hay quien va dando retazos de vida, lo que le sobra o viviendo a medias, y hay quien entrega todo a plenitud, sin importar si es mucho o poco, pero lo da todo: en la familia, en la pareja, en la amistad y en la entrega al Reino de Dios.

Hay quien va dando como a probaditas y con miedo al verdadero compromiso y hay quien entrega el corazón abiertamente.

Hoy nos podemos dejar cuestionar por estas dos pequeñas monedas que son un reclamo a nuestra sociedad que se acostumbra a vivir de vaciedades y que no entrega lo verdaderamente importante, que nos lanza a lo espectacular y ostentoso, pero que desprecia lo sencillo y lo humilde donde muchas veces hay más amor y comprensión.

¿Qué le decimos hoy a Jesús? ¿Vivimos nuestra vida con entusiasmo y con alegría aún en medio de las dificultades propias de nuestra existencia? ¿Nos cansamos de dar y esperamos recompensas?

Que hoy sea un día que vivas a plenitud siguiendo el ejemplo de esa pobre viuda que da todo lo que tiene.

Viernes de la XXXIII semana del tiempo ordinario

1Mac 4,36-37.52-59; Lc 19,45-48

Las lecturas de este día nos ofrecen dos actitudes muy diferentes frente al Templo.

La primera lectura tomada del primer libro de los Macabeos expresa la gran alegría de un pueblo que mira en el Templo la presencia de Dios que escucha, anima y fortalece a los hermanos. Después de haber sufrido tanta destrucción y opresión de sus enemigos, ahora Judas con el resto de Israel, puede nuevamente adorar y hacer oración al Dios que los ha sostenido en la prueba.

Por otra parte el evangelio de san Lucas nos presenta una gran crítica a la profanación del culto ofrecido en el Templo.

Jesús ya está en Jerusalén. Es la última etapa de su vida. Y lo primero que hace es “purificar el templo”, echando de él todo aquello que lo profanaba.En continuidad con los profetas que lucharon para que el culto del Templo de Jerusalén no fuera una práctica desencarnada, vacía, hueca, nos ofrece una valiosa reflexión sobre el verdadero culto.

El hecho de que Jesús expulse del Templo a los vendedores de ovejas y palomas es una fuerte crítica a este culto que ha olvidado que el Templo es un lugar de encuentro con Dios, no un pretexto para el comercio o para el abuso de los pobres que quieren dar su ofrenda al Templo.

Así, Cristo nos sitúa en el verdadero sentido del Templo. Tendremos que reflexionar cada uno de nosotros. Tenemos, a veces, poco tiempo para ir a los Templos y muchas veces lo hacemos de manera irreflexiva, quizás por pura costumbre.

Ojalá que cada día busquemos más hacer esa oración personal y nuestro culto vaya a lo más profundo del corazón.

El respeto al Templo nos llevará también al respeto de cada una de las personas que son Templos del Espíritu Santo. Es triste descubrir que cada vez es más frecuente la trata de menores, la prostitución, el desprecio a los débiles y a los pobres. Que hay quienes devalúan y denigran a las personas, olvidándose que somos hijos de Dios e imagen y semejanza suya.

Este día la Palabra de Dios nos lleve a esta reflexión de respeto tanta de nuestras iglesias, nuestros templos que deben ser casas de oración, como al respeto de nuestro propio cuerpo y al de nuestros hermanos que son Templos vivos del Espíritu Santo.

¿No podemos visitar una Iglesia y hacer un momento de oración? ¿No podremos revisar si en nuestros templos no se da la comercialización?, y claro, como algo muy importante, también tendremos que revisar si tratamos a cada hermano como Templos de Dios.

Hoy, vive tú como Templo vivo de Dios que está en ti.

Jueves de la XXXIII semana del tiempo ordinario

Lc 19,41-44

Jesús también lloraba, igual que tú. Tenía sentimientos, se alegraba con las buenas noticias de sus discípulos y se entristecía con la muerte de su amigo Lázaro. Igual que nosotros. Por eso conoce perfectamente el corazón humano, pues Él pasó por los mismos estados de ánimo que experimentamos nosotros.

Pocas escenas tan conmovedoras como el evangelio de hoy que acabamos de escuchar. Muchos artistas se han basado en esta narración para presentarnos a Jesús contemplando la ciudad. De verdad que es impresionante contemplar a Jesús llorando ante la ciudad escogida por Dios, la que había sido anunciada por los profetas, la que lleva en su nombre mismo su misión: la paz. Ahora sometida a un imperio pagano, saqueada por la ambición de sus dirigentes y muy lejana de Dios.

“Si conocieras lo que puede conducirte a la paz”. No son las armas ni la riqueza, no son los puestos públicos ni las alianzas con los poderosos, ni siquiera serán las costosas ofrendas y sacrificios que a diario se presentan en el Templo.

Jerusalén ha desviado su misión y ha olvidado su verdadero camino, pretende ser grande sostenida por la fuerza y por las tropas imperiales, pero ha descuidado el mandamiento de Dios, ha olvidado a sus pequeños, ha caminado por otros caminos y esto sin darse cuenta, quedando oculto a sus ojos.

En el ambiente de injusticia y violencia que estamos padeciendo, con frecuencia nos preguntamos cuál será el camino para la paz y pretendemos que con nuevos enfrentamientos y guerras, con vallas que nos protejan, con nuevas alarmas podemos escapar y encontrar la paz, pero me da la impresión que nos pasa como a Jerusalén, queda oculto a nuestros ojos lo verdaderamente importante.

Podemos incrementar nuevas penas para los secuestradores y delincuentes y ellos se burlarán y manipularan las leyes; podremos imponer nuevas medidas restrictivas y los salteadores encontraran la manera de violarlas.

Mientras no se cambie el corazón, no encontraremos el camino de la paz. La paz no se puede encontrar lejos de Dios, sólo quien tiene a Dios en su corazón, sólo quien vive plenamente su amor encuentra la paz. Todos los otros camino, tarde o temprano, acabarán en injusticias, en violencia y en dificultades. No puede ni las armas, ni el dinero, ni las apariencias darnos la verdadera paz.

Jerusalén ha dado la espalda a Dios y a Jesús su enviado y pronto encontrará las consecuencias a sus propios actos porque no aprovechó la oportunidad que Dios le daba.

Es tiempo de crisis, pero también es un tiempo de oportunidad para descubrir qué es lo más importante y qué es lo que nos lleva a la paz. Que no perdamos el camino y que no erremos los métodos.

Jesús sigue a nuestro lado, esperando nuestra respuesta.

Miércoles de la XXXIII semana del tiempo ordinario

Lc 19,11-28 

El señor de la parábola es Jesús, los servidores somos nosotros y los talentos son el patrimonio que el Señor nos confía. ´El patrimonio de su Palabra, la Eucaristía, la fe en el Padre celestial, su perdón… en resumen, tantas cosas, sus bienes más preciosos. ¡No solamente para guardarlo, sino para que crezca!

Si en el lenguaje común la palabra «talento» indica una capacidad individual sobresaliente, en la parábola, los talentos son los dones del Señor. El agujero excavado en el terreno por el «servidor malo y perezoso» indica el temor del riesgo que bloquea la creatividad y la fecundidad del amor… 

Es más cómodo no hacer nada y luego buscar una buena excusa de porque no hemos hecho nada. Sin embargo para Jesús esto no funciona. Nos ha dado a cada uno ciertas capacidades para la construcción del Reino (especialmente la gracia, que es a lo que parece referirse aquí Jesús) y debemos ponerlas a trabajar. Esto puede no ser muy sencillo, incluso puede involucrar riesgos… sin embargo hay que correrlos. Yo estoy seguro que si el último siervo le hubiera dicho: «señor, puse a trabajar tu dinero, pero me fue mal y no solo lo perdí sino que ahora debes…» El Señor lo hubiera amado, y hubiera cubierto hasta la deuda. 

Las manos se nos dieron para trabajar, para abrazar, para orar; no para tenerlas metidas en los bolsillos. Hombre, sé hombre de verdad. La inteligencia se nos dio para dejarnos sorprender por la verdad de las cosas; para conocerlas ordenadamente en su belleza propia y en su vinculación con el manantial de todo ser y vida, que es Dios; no para destruir la vida con malévolo ingenio. Hombre, no te empobrezcas solo. La voluntad se nos dio para que actuáramos con libertad responsable, apeteciendo el bien, no siendo esclavos de pasiones. Libre, de tus errores.

La memoria se nos dio para que recordáramos con gratitud la mano creadora, el deber a cumplir, la caridad a llenar, el hambre a saciar… ¡Hombre!, que al final de tus días tengas tus manos, tu corazón y tu mente llenos de vida, amor, verdad  y paz. No dudemos en poner a trabajar nuestras capacidades para construir un Reino en donde haya más paz, más justicia y más amor. Dios está con nosotros para hacer la parte difícil. ¡Animo!

Jesús no nos pide que guardemos su gracia en una caja fuerte… Quiere que la usemos en beneficio de los demás. Todos los bienes que hemos recibido son para darlos a los demás, y así crecen…

Martes de la XXXIII semana del tiempo ordinario

2 Mac 6, 18-31; Lucas 19, 1-10

Al hablar de educación, pronto se presentan los nubarrones que se abaten sobre la juventud y la niñez en este campo. Es fácil encontrar las deficiencias y asumir posturas críticas frente a este grave problema, pero pronto también podemos encontrar aportaciones que pueden llevar esperanza en este difícil campo.

Las lecturas de este día resumen algunas de esas propuestas, diría yo, casi como presupuesto.

La primera lectura tomada del libro de los Macabeos nos presenta a Eleazar, un judío anciano, maestro de la Ley, a quien ofrecían en atención a su edad y su porte, la oportunidad de simular comer carne de cerdo como renegando de su fe. Pero él, lejos de la simulación, se levanta con toda dignidad y afirma: “enviadme al sepulcro, pues no es digno de mi edad el este engaño, si muero ahora como un valiente me mostraré digno de mis años y dejaré a los jóvenes un gran ejemplo para que aprendan a aceptar una muerte noble por amor a nuestra santa y venerable Ley.

La honestidad, el valor para mostrar la verdad y el ejemplo serán importantísimos a la hora de educar. No se puede educar enseñando una cosa y haciendo otra. No se admiten arreglos a la hora del peligro.

El ejemplo de Eleazar será un reto para todos los padres de familia, para todos los sacerdotes y catequistas, para todos los maestros y educadores. Se educa con el ejemplo más que con palabras.

El texto del Evangelio que acabamos de escuchar, también nos recuerda hoy otra aportación que se escuchó frente a quienes miran con pesimismo el campo educativo.

Jesús siempre está dispuesto a buscar, a aventurarse, a arriesgarse aun en los campos más difíciles. ¿Quién pensaría que tendría éxito al hacerse invitar por un pecador reconocido?, y Zaqueo, el publicano, rico y pecador da la gran sorpresa convirtiéndose y manifestando su cambio en lo que parecería más difícil el devolver y compartir sus bienes. Zaqueo no solo escucha la Palabra sino que la deja que actúe en su corazón.

En la educación no podemos dar por perdidos ni espacios ni personas. A todos los lugares tienen que llegar nuestras propuestas. Tenemos a nuestro favor la misma misión de Jesús que no se cierra a nadie sino que afirma: “el Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido”

No tengamos temor de amar a Dios. Zaqueo nos enseña que nuestro Dios es el Dios de la misericordia que nos invita a dejarlo entrar en nuestra casa. Abrámosle las puertas.

Viernes de la XXXII semana del tiempo ordinario

Lc 17,26-37

En el final de este discurso sobre el fin del mundo, Jesús insiste en el hecho de que será algo inesperado, algo que sucederá de un momento a otro sin que nadie haya sido avisado.

Hay quien al contemplar los grandes desastres mundiales, se atreven a profetizar que ya está cercano el fin del mundo. Hay a quienes esto no les importa en lo más mínimo y llevan una vida como si nunca se fuera a acabar el mundo, o como si pensaran que nosotros somos eternos.

Me gusta la forma en que san Lucas nos hace reflexionar sobre los tiempos finales, todo parece que sigue su mismo ritmo de siempre.

Cuando nosotros hemos tenido un gran acontecimiento: la muerte de un ser querido, un accidente, una enfermedad difícil, nos parece ilógico que el mundo continúe su ritmo rutinario y que todo siga igual.

Al salir nosotros de la funeraria, todas las personas siguen con sus prisas, con sus afanes de compra, con sus insultos espontáneos, con sus pasos nerviosos. Y a nosotros nos parece como si el mundo se hubiese detenido en el momento de nuestra desgracia y ya no lo podemos mirar igual.

Cristo nos llama la atención y pide que nos fijemos en estas pequeñas cosas de todos los días, porque son las cosas verdaderamente importantes y cada instante lo tendremos que llenar de sentido y de amor.

El diluvio, la destrucción de Sodoma y Gomorra sucedieron cuando todos sus habitantes estaban tan tranquilos sin imaginar lo que pudiera suceder.

Hoy Jesús nos invita a que miremos detrás de todos los acontecimientos la presencia de Dios y podamos estar prevenidos, como si se quisiera unir a esa advertencia, el libro de la Sabiduría nos muestra la gran admiración que causa la insensatez de los hombres que no son capaces de descubrir la presencia de Dios. Insensatos todos los hombres que no han conocido a Dios y no han sido capaces de descubrir aquel que Es, a través de sus obras.

Llama la atención que se puede admirar la perfección de las criaturas y no se sea capaz de descubrir al creador.

Quizás ahora, a nosotros nos pasa igual, influenciados por la técnica y la ciencia no somos capaces de percibir el espíritu y el amor de Dios que a cada día y en cada momento se hacen presente, y así en la rutina y el descuido van transcurriendo nuestros días sin pensar en el momento final. Tan rápido se pasa la vida que pronto tendremos que darle cuenta sobre el sentido que le hemos dado y los frutos que estamos consiguiendo.

En la vida diaria tendremos que descubrir la presencia de Dios y estar preparados para el momento final.

Jueves de la XXXII semana del tiempo ordinario

Lucas 17, 20-25

El Reino de Dios ya está entre nosotros, aunque no completamente. Está entre nosotros porque Jesús ya ha venido a la tierra y nos ha dejado su presencia. Pero todavía falta algo. Es necesario que el Reino llegue al corazón de cada hombre. Sólo entonces podremos decir que ya ha llegado en toda su plenitud.

Una de las preocupaciones más grandes que tuvieron que enfrentar las primeras comunidades fue el retraso de la segunda venida del Señor. Es decir, se esperaba que llegara muy pronto la segunda venida del Hijo del Hombre, esto hacía relativamente más fácil el entusiasmo en el seguimiento y en la perseverancia, ya que pensaban que ya estaba por acercarse el último día. Pero cuando ese día se demora, cuando pasan y pasan los años, se corre el riesgo de ir abandonando poco a poco el fervor primero.

San Lucas escribe para dar firmeza y seguridad a los discípulos que están viviendo estos problemas y por eso recuerda con mucho acierto las palabras de Jesús que anuncia la venida del Hijo del Hombre, pero que no da una fecha precisa.

El Reino de Dios en cierta forma ya ha llegado al hacerse presente Jesús y manifestarse cumpliendo su misión de llevar el Evangelio, de sanar, de dar luz y vida, de acercar la Buena Nueva a los pobres. Pero por otra parte, es una espera de esa llegada definitiva, una espera que debe fortalecerse y volverse activa. No es una espera que inutiliza y hace indiferentes a los discípulos, sino una espera que anima el corazón, a pesar del tiempo que se tarde.

Jesús previene a sus discípulos contra las afirmaciones de quienes se dicen iluminados y predicen hora y día. Nos asegura que el Reino de Dios no llega aparatosamente sino que llega en el silencio y en la normalidad. Cuando todo parece estar más tranquilo puede llegar el Reino de Dios.

En años anteriores hubo algunos grupos que llegaron a afirmar que se acerca ya el fin del mundo. Para quienes somos seguidores de Jesús vale más su palabra que nos asegura que nadie sabe ni el día ni la hora.

Y aun así, hay grupos y personas que siguen poniendo fechas, pero nadie sabe ni el día ni la hora. Pero eso no quiere decir que dejemos de estar preparados, muy al contrario, nos invita a una constante vigilancia y a una ferviente oración.

Queremos que hoy se haga presente en medio de nosotros el Reino de Dios, pero tendremos que seguir trabajando para hacerlo realidad en medio de nosotros.

¿Estamos haciendo realidad este Reino en los lugares donde nosotros estamos y vivimos?

Miércoles de la XXXII semana del tiempo ordinario

Lc 17,11-19

Me parece que una de las cosas que se han ido perdiendo en nuestros días es el valor de la gratitud. Solo piensa ¿cuántas veces al día dices «gracias»?

Vivimos en un mundo tan mecánico que se nos olvida que detrás de la mayoría de los dones o beneficios que recibimos está alguna persona a la que seguramente le haría mucho bien recibir un «gracias».

Dios es nuestra fuerza. Pienso en los diez leprosos del Evangelio curados por Jesús: salen a su encuentro, se detienen a lo lejos y le dicen a gritos: «Jesús, maestro, ten compasión de nosotros».  

Ellos Están enfermos, necesitados de amor y de fuerza, y buscan a alguien que los cure. Y Jesús responde liberándolos a todos de su enfermedad.

Aquí, llama la atención, sin embargo, que solamente uno regrese alabando a Dios a grandes gritos y dando gracias. Jesús mismo lo indica: diez han dado gritos para alcanzar la curación y uno solo ha vuelto a dar gracias a Dios a gritos y reconocer que en Él está nuestra fuerza. Saber agradecer, dar gloria a Dios por lo que hace por nosotros.

Miremos a María: después de la Anunciación, lo primero que hace es un gesto de caridad hacia su anciana pariente Isabel; y las primeras palabras que pronuncia son: «Proclama mi alma la grandeza del Señor», o sea, un cántico de alabanza y de acción de gracias a Dios no sólo por lo que ha hecho en Ella, sino por lo que ha hecho en toda la historia de salvación. Todo es don suyo.

Si nosotros podemos entender que todo es don de Dios, ¡cuánta felicidad hay en nuestro corazón! Todo es don suyo ¡Él es nuestra fuerza! ¡Decir gracias es tan fácil, y sin embargo tan difícil!

¿Cuántas veces nos decimos gracias en la familia? Es una de las palabras claves de la convivencia. «Permiso», «disculpa», «gracias»: si en una familia se dicen estas tres palabras, la familia va adelante. «Permiso», «perdóname», «gracias».

¿Cuántas veces decimos «gracias» en familia? ¿Cuántas veces damos las gracias a quien nos ayuda, se acerca a nosotros, nos acompaña en la vida?

Muchas veces damos todo por sentado. Y así hacemos también con Dios. Es fácil dirigirse al Señor para pedirle algo, pero ir a agradecerle: «Uy, no me dan ganas».