Martes de la I Semana de Adviento

Isaías 11, 1-l0

El profeta Isaías anunciaba ayer la venida del «ungido», del «vástago del Señor». Y nos convocaba a recibirle porque traería consigo la paz tan anhelada por todos.

Hoy nos ofrece la visión profética de la armonía paradisíaca que se vivirá en ese reino, garantizada por el rey mesiánico, sucesor de David.

El Mesías estará poseído por el Espíritu del Señor e iniciará una era de justicia y de paz.

El esperado Mesías inaugurará un orden nuevo, como una nueva creación, en el que se garantizará la justicia para los pobres, el derecho para todos los hombres y la paz y reconciliación en ámbito animal y humano.

El hombre recupera la ciencia de Dios que perdió «al querer ser como Dios» y, con ello se restablece la armonía en la creación.

Los que parecen enemigos naturales, vivirán amistosamente.

Lucas 10, 21-24

Jesús, en su Evangelio, encarna el Reino mesiánico anunciado por Isaías un reino de verdad y de vida, un reino de santidad y de gracia, un reino de justicia, de amor y de paz.

Sin embargo, parece que el mundo vive un reino distinto. Lo que destaca y más se manifiesta es: la mentira, la opresión, la injusticia, la desarmonía y la falta de paz. Parece que es verdad que «el hombre es un lobo para el otro hombre» y no un hermano.

Ciertamente que los gobernantes, los sabios, los prudentes, los que llamamos entendidos en cuestiones económicas, sociales o políticas, no han conseguido crear un mundo pacífico y humano en el mundo. No puede sorprendernos porque el reino anunciado por los profetas y hecho realidad por Jesús no es para «los sabios y entendidos».

Es un Reino para los sencillos, para los pobres, para los humildes, para los que buscan a Dios como base de su vida.

Cuando decidimos aceptar a Jesús como salvador, experimentamos el fruto de su presencia en nosotros tal como se dice en este pasaje del Evangelio.

Acaso siga habiendo guerras y discordias a nuestro alrededor, pero la paz y armonía nadie la podrá arrancar de nuestras vidas porque el Espíritu de Dios está en nosotros.

Este Adviento es una oportunidad que se nos brinda para acercarnos a Jesús con nuestra pobreza y sencillez de corazón y Él nos colmará con sus dones.

Lunes de la I Semana de Adviento

Isaías 2, 1-5

En el tiempo de Adviento, el mensaje que ofrece el profeta Isaías no es otro que un mensaje de esperanza.

El encuentro del pueblo con su Dios no puede realizarse sin la conversión del pueblo y el perdón de sus pecados.

Esa misión la realizará «el ungido», el «Mesías», que implantará la justicia y el derecho, condición indispensable para alcanzar un futuro pacífico abierto a la esperanza.

Por ello, el profeta invita a todo el pueblo a reunirse en el templo (en la cima del monte Sión), lugar de encuentro con Dios, en donde recibirán el oráculo de la paz que traerá el «Mesías», transformando los instrumentos de guerra en instrumentos de trabajo y de progreso.

El reino de Judá gozaba de prosperidad; pero ese bienestar había acarreado injusticias que el profeta denuncia.

Una vez purificados los pecados del pueblo quedará un «resto» de creyentes, que serán el auténtico pueblo de Dios, en el que permanecerá su ley y su Palabra.

 Mt 8, 5-11

El tiempo de Adviento que iniciamos hoy nos presenta la oportunidad para crecer en nuestra fe, la cual debe llegar a ser como la de este soldado, el cual, a pesar de no ser judío, ha podido reconocer a Jesús como Señor de la vida y de la muerte.

Lo importante de una fe como esta es que es una fe que se manifiesta con acciones y no simplemente con razonamientos. El oficial romano verdaderamente cree que Jesús es capaz de hacer lo que le está pidiendo y que lo puede hacer incluso sin acercarse al criado… «Una palabra tuya será suficiente».

Cuantas veces nosotros nos confesamos delante de los demás como personas de fe, pero en el momento de la prueba, en el momento de la dificultad no sabemos depositar en Él nuestra confianza y creer que verdaderamente Él lo puede hacer.

Busca, pues que tu vida y tus actitudes ante la vida y sobre todo ante la adversidad testifiquen a los demás la solidez de tu fe.

Sábado de la XXXIV Semana Ordinaria

Lucas 21, 34-36

Las palabras del evangelio de Lucas evocan ese estado de expectación similar al que mantienen los animales en situación de caza, es decir, de conservación de la vida: suficiente tensión para no ser sorprendidos sino para sorprender y la necesaria calma para no desfallecer en la espera. Vivimos sujetos a las coordenadas del tiempo y del espacio, no somos dueños, sino deudores de la vida. No sabemos, porque no es necesario ni importante, la hora del desenlace. El desenlace será la desembocadura natural de cada paso transitado. Lo que sí resulta del todo imprescindible es vivir conscientes del origen y del horizonte. Para la lucidez y la consciencia no hay otro camino más que el de la interioridad cultivada día a día. No es casual que el epígrafe de estos versículos lo constituyan las palabras: vigilancia y oración. La vigilancia como atención sostenida, como sensata prevención; oración como silencio arrodillado, como ego que se desplaza del centro.

La apocalíptica de Jesús es una advertencia de vida, una llamada a no rebajar la dignidad que sella la existencia humana, una brújula que sostiene la dirección válida en medio del cansancio, la dispersión y el desaliento.

Estos versículos de Lucas, preceden la decisión por parte de los judíos para matar a Jesús, son umbral de su entrega. Hoy, para nosotros, son la antesala de un Adviento a estrenar. Adviento que se abre como una puerta entre lo antiguo y lo nuevo, como oportunidad para recuperar un ritmo más saludable, favorable al bien de los hermanos, atento en la escucha que nos conecta con nosotros mismos y nos permite saber quiénes somos, qué debemos ser y cómo podemos llegar a serlo. No cabe tarea más urgente.

Viernes de la XXXIV Semana Ordinaria

Lucas 21, 29-33

Nos interesan mucho los pronósticos. Ponemos atención al reporte del clima para saber si saldremos o no al campo. A los aficionados, el de la Liga de fútbol. A los empresarios, el de la Bolsa de valores. ¡Qué previsores! Nos gusta saber todo con antelación para estar preparados.  Jesucristo ya lo había constatado hace más de 2000 años, cuando no había ni telediarios, no existía el fútbol, ni mucho menos la Bolsa de Valores. Pero los hombres de entonces, ya sabían cuándo se acercaba el verano, porque veían los brotes en los árboles.

A veces nos cuesta mucho entender las parábolas del Señor porque hemos perdido el contacto con la naturaleza, porque nos hemos encerrado en fortalezas de cemento.  Muchos no sabemos cómo son los brotes de la higuera, no somos capaces de distinguir los periodos de la luna, nos hemos olvidado de las estaciones del año y pasamos indiferentes de una estación a otra.

Quizás percibimos el frío o el calor, pero pronto nos sumergimos en nuestros climas artificiales y nos olvidamos de los ciclos del tiempo.  Pero lo más triste es que hemos dejado de percibir la presencia del Señor.  Nos hemos llenado de trabajo, preocupaciones y prisas, nos hemos protegido tanto que nos quedamos encerrados en nuestras protecciones que llegan a convertirse en verdaderas cárceles.

Hemos creado en nuestro entorno un clima artificial, pero hemos caído en la trampa y nos convertimos también nosotros en artificiales.

El Reino de Dios es silencioso, crece dentro. Lo hace crecer el Espíritu Santo con nuestra disponibilidad, en nuestra tierra, que nosotros debemos preparar.

Después, también para el Reino llegará el momento de la manifestación de la fuerza, pero será sólo al final de los tiempos.

El día que hará ruido, lo hará como el rayo, chispeando, que se desliza de un lado al otro del cielo. Así será el Hijo del hombre en su día, el día que hará ruido.

Y cuando uno piensa en la perseverancia de tantos cristianos, que llevan adelante su familia, hombres, mujeres, que se ocupan de sus hijos, cuidan a los abuelos y llegan a fin de mes sólo con medio euro, pero rezan. Ahí está el Reino de Dios, escondido, en esa santidad de la vida cotidiana, esa santidad de todos los días.

Porque el Reino de Dios no está lejos de nosotros, ¡está cerca! Ésta es una de sus características: cercanía de todos los días.


Pidamos hoy, que sepamos descubrir las señales de la presencia de Dios.  Que este día, en el encuentro con cada hermano, en el rayito de luz que llega hasta nosotros, podamos percibir la inmensidad de tu amor.

Que cada momento podamos sentir tu caricia, tu presencia, tu cercanía.  No nos dejes fríos, impasibles, indiferentes.

Que hoy descubramos al Señor, que su palabra no se escurra entre nuestras preocupaciones.  No puede pasar la palabra de Jesús sin dejar sus semillas de esperanza en nuestro corazón.

Que experimentemos hoy tu presencia amable y protectora.

San Andrés, Apóstol

Mt 4, 18-22

La celebración de un apóstol en la iglesia es siempre una invitación para que cada uno de nosotros recuerde que sin predicación de palabra y obra, la Buena Noticia no llegará a los corazones de todas las personas, como nos afirma el final de la primera lectura y la antífona del salmo, “Por toda la tierra se ha difundido su voz…” ¿Estamos en situación de hacerlo nuestro?

Hoy fiesta de San Andrés Apóstol, tenemos en esta primera lectura, un texto que nos presenta fuertemente dos aspectos de una misma vocación, que podemos contemplar en la figura de este apóstol: la fe que surge de la predicación-la predicación que alienta y alimenta la fe.

Para mejor entender esta carta es bueno que tengamos en cuenta su contexto. Cuando fue escrita, la persecución y la posibilidad de padecer el martirio, era real. Que una persona aceptara a Cristo y le confesara como su Señor, sabiendo que la persecución iba a llegarle, indicaba sentir que la “salvación” no era algo que la persona conseguía por propio esfuerzo sino que como nos dice San Pablo en la carta “ el mismo que es Señor, es rico para con todos los que invocan”(10,12). Invocarle, es decir que esa persona “ya ha creído”” y se debe a la misericordia de Dios por la fe en Jesucristo.

Con todo esto que fue posible en su tiempo, la carta nos deja unas preguntas que refuerzan el argumento de Pablo y que hoy se nos hacen más apremiantes. “¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? ¿Y cómo predicarán si no son enviados?” No son preguntas carentes de realidad para nuestra sociedad y para nuestra iglesia. Y por ello, no poden sernos indiferentes, a pesar de que constatemos mucha impotencia. Recemos los unos por los otros, pidiendo al Señor que sostenga la realización de nuestra vocación cristiana.

Ellos al instante, dejando las redes, le siguieron

En el evangelio de hoy, Mt nos presenta el inicio del seguimiento a Jesús, que comienza con un encuentro y en un lugar concreto. En ese encuentro se puede captar nítidamente, el llamado que “alguien “hace y la libertad de seguirlo por aquel que lo ha oído. No puede haber seguimiento de Jesús si no existe este espacio de intimidad, reconocimiento de su mensaje y descubrir que es el mismo, el que nos busca primero.

Hoy celebramos la fiesta de San Andrés Apóstol, hermano de Pedro y como él pescador en el lago de Tiberiades, lugar donde Jesús le va a encontrar junto a su hermano mayor.

Mt, cuenta la vocación de los primeros discípulos de forma escueta y directa. La sitúa en el lugar donde realizan su trabajo de cada día, allí Jesús les propone algo “casi” incomprensible. Estos hombres que conocen bien la faena que realizan a diario, saben todo de pesca y como hacerla, y he aquí que este hombre llamado Jesús les pide que abandonen todo, para ser “pescadores de hombres”. Cada vez que leo este pasaje no dejo de preguntarme: ¿Qué entenderían estos hombres?

Mt no nos explica nada, quizás por eso tiene tanta fuerza y viveza, que después de tantos siglos e innumerables reflexiones teológicas, desprende tanto cuestionamiento a nuestra vida cristiana al mismo tiempo que sostiene nuestra fe de cada día.

Quizás nos gustaría percibir alguna duda, miedos, pedir explicaciones, ciertas reticencias en la respuesta, pedir tiempo para discernir…parece que es lo propio del ser humano. Y los Apóstoles fueron seres humanos, limitados, carenciales… Gracias a Dios, los evangelios darán cuenta de todo lo que Jesús tuvo que emplearse para que Andrés y los otros llegasen a ser verdaderos discípulos y predicadores de la Buena Noticia que ellos mismos descubrieron en el camino, junto a Jesús.

Unámonos en la oración dejando que resuene en nuestro corazón, estos verbos tan bien empleados por Mt “Vio a dos hermanos… les dice: Venid conmigo…ellos al instante, dejando todo, le siguieron”

Decisión valiente, hoy muy necesaria, para nuestra vida, para nuestro mundo, para Dios. El sigue siendo “el fiel”, el compasivo, el Dios hecho humano en nuestra propia tierra. Pidámosle por esta sociedad nuestra, atravesada por tanto sufrimiento y desesperanza.

Hay un canto sugerente para esta época que a mí me anima mucho:

¡Qué no caiga la fe mi hermano, que no caiga la fe mi hermana, que no caiga la fe, que no caiga la esperanza!



Miércoles de la XXXIV Semana Ordinaria

Lc 21,12-19

No es fácil ser cristiano, serlo como lo esencial de nuestro ser. Es una apuesta, que exige un compromiso serio, constancia, perseverancia como nos dice el texto evangélico. No es fácil, porque el ámbito social en que nos movemos, y también nuestras pulsiones interiores más rudimentarias, se oponen a ello. Incluso las personas que más se hayan comprometido con nuestra vida pueden oponerse a nuestro proyecto cristiano. Y, sin embargo, nada merece más la pena que la fidelidad a nuestra condición de cristiano. Da tanto sentido a nuestro vivir, que hasta nos podemos olvidar del premio que se nos promete. Lo que cuesta esa fidelidad, la perseverancia de la que habla el texto, da valor a nuestra fidelidad al proyecto cristiano.

 Sea esto dicho desde la debilidad. Desde quien es consciente de que la plenitud del ser no es de este mundo, ni la de ser cristiano. Siempre nos acompaña lo que llamamos pecado. Pero junto a él la esperanza de la misericordia de Dios.

Vamos a empezar el adviento, tiempo de ansiar que se haga presente quien, nace a la vida en medio de dificultades; ello ha de ser estímulo para mantengamos la perseverancia ante las dificultades para vivir como cristiano.

Martes de la XXXIV Semana Ordinaria

Lc 21,5-11

Al final del año litúrgico San Lucas nos presenta un panorama de destrucción que está acorde con los signos de los tiempos en que vivimos y que se han vivido a lo largo de los siglos: catástrofes naturales como terremotos, volcanes que despiertan, inundaciones, tsunamis, pandemias, y otras provocadas por el propio hombre, como guerras, etc. En la actualidad por todos los acontecimientos acaecidos nos hace pensar que, tal vez, nos encontremos ante un cambio de ciclo.

La destrucción del templo de Jerusalén es la imagen que sirve para introducir el discurso sobre el final de los tiempos. El maravilloso templo, orgullo de todos los judíos por su belleza y por lo que representaba, caminaba hacia su final.

Entonces, la relación del hombre con Dios no será ya a través de signos, sino cara a cara, en perfecta comunicación de vida. Podemos imaginar la inquietud que estas palabras produjeron en los oyentes. La pregunta brota necesariamente: Señor ¿cuándo va a suceder esto?

San Lucas vive en una comunidad que tiene la sensación de que el fin de los tiempos se está retrasando demasiado; por eso le interesa dejar bien claro que el final no vendrá enseguida, no se trata de algo inminente. Los oyentes de Jesús estaban ansiosos por saber cuáles signos debían esperar cuando viniera este fin. Pero el momento en que un evento tal va a suceder, es un secreto de Dios Padre.

Aunque la salvación y el Reino de Dios ya están actuando, todavía es tiempo de vivir en la espera de su consumación definitiva.

Es fácil que en algunas circunstancias y en momentos de prueba haya personas aterrorizadas y desesperadas que buscan algo o a alguien para que les muestre el camino, pero para los cristianos el único camino, verdad y vida a seguir es Jesús y no hace falta buscar nada más. Confiemos siempre en Él que no nos defraudará. ¡Ojalá que este camino lo anduviese toda la humanidad!

¿Cuándo estás desesperado/a en quién confías?

¿Cuál es para ti el verdadero camino a seguir?

Lunes de la XXXIV Semana Ordinaria

Lc 21,1-4

Este breve relato de la viuda cierra una serie de controversias de Jesús con los ortodoxos judíos. Jesús está en el templo de Jerusalén y observa cómo la gente echa monedas en el arca preparada para recoger las ofrendas. Él a través de la mirada se encuentra con dos tipos de personajes que el evangelista presenta de forma antitética. Unos que echan sus donativos, suponemos ricos puesto que echan de lo que les sobra y una viuda pobre, penichros dice el texto griego, por tanto, casi indigente, que echa en el arca dos leptas, dos moneditas de cobre.

Jesús presenta el contraste de dos modelos de compartir: los ricos que dan mucho y la viuda pobre que da muy poco; pero el acento no la pone el Señor tanto en la cantidad sino en la calidad; no tiene en cuenta el volumen del dinero donado, sino la identidad y la situación de quien lo dona, la persona que hay detrás. Mientras los primeros dan del extra que no necesitan puesto que sus necesidades están bien cubiertas, la viuda da generosamente de lo que necesita para su subsistencia. Jesús pone como modelo ejemplar a esta persona marginada por ser mujer, además viuda y encima pobre. Ella es la que ha echado más que todos.

Una vez más, Jesús nos presenta una de sus paradojas evangélicas, curiosamente los que han echado más, han dado menos; y la que menos ha echado, es la que ha dado más; porque en realidad ha dado parte de sí misma, de lo que le correspondía para su propia vida. Y es que Dios no mira las apariencias, sino que mira el corazón (1 Sm 16,7).

¿A qué grupo pertenezco yo? ¿A los que dan su tiempo, sus talentos, sus bienes de lo que le sobra o a los que dan de lo que son, de lo que les configura, en definitiva, de los que “se” dan? Dice López Aranguren que “buscamos la felicidad en los bienes externos, en las riquezas; el consumismo es la forma actual del summum bonum. Pero el consumidor nunca está satisfecho, es insaciable, y, por tanto, no feliz. La felicidad consiste en el desprendimiento”. ¡Ojalá nosotros seamos de los felices!

Sábado de la XXXIII Semana Ordinaria

Lc 20, 27-40

El Evangelio de hoy nos presenta una cuestión teológica muy discutida en tiempos de Jesús, la cuestión sobre la fe en la resurrección. Los saduceos, la negaban, mientras que los fariseos la afirmaban. Hay que tener presente que estos dos grupos eran los más relevantes en la sociedad judía del tiempo de Jesús. Unos, los saduceos, eran los más poderosos; los otros, los fariseos, eran los más religiosos y “perfectos» en el cumplimiento de la Ley. Pero el pueblo sencillo quedaba al margen de estas disputas teológicas que a ellos les decían muy poco.

Sin embargo hay que resaltar un concepto que aparece en esta lectura y que sí tiene una gran relevancia espiritual.

“Moisés nos dejó escrito: «Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer pero sin hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano». Aparece aquí la figura del Goel, el redentor. Era esa persona encargada de proteger y cuidar de una viuda y sus derechos. Era el encargado de dar descendencia a su hermano o pariente y proteger su prole si ya la tenía. Era también el vengador de sangre, encargado de vengar una injusticia si alguien había asesinado a alguien o cometido algún fraude, o engañado a un indefenso.

Hermanos, este goel, este redentor, nosotros lo identificamos con Jesucristo, que ha saldado la deuda contraída por nuestros pecados, él ha salido fiador por nosotros. Ha roto el documento que nos condenaba clavándolo en la cruz. Y mediante su acción redentora nos devuelve la capacidad de ser hijos de Dios, de estar vivos siempre frente a Él, sin temor, con plena confianza. Nos ha devuelto la confianza en la resurrección, nuestra vida tiene sentido, porque sabemos bien adónde va, por eso el cristiano es el que no tiene miedo a la muerte ya que ésta es sólo el paso definitivo al encuentro pleno y total con quien sabemos nos ama. Es ésta una gran alegría, una buena noticia, que nos anima en este final del año litúrgico y renueva nuestra esperanza de cara al futuro.

Viernes de la XXXIII Semana Ordinaria

Lc 19,45-48

Jesús, el atrevido, el osado, que entra en el atrio del templo, comienza con diatribas, palabras, insultos y gestos contra los cambistas, a expulsar a mercaderes, que lo han convertido en una “cueva de ladrones”. Los pobres, compradores expectantes de aquel gesto profético, debieron quedar perplejos y en su interior le aplaudirían porque nadie hasta entonces, desde los profetas, se había atrevido a tal acción denunciadora. No era extraño que los sacerdotes buscasen cómo deshacerse de Jesús y acabar con Él de una vez por todas. Pero el pueblo sencillo estaba pendiente de Él, escuchándolo.

Sí, es cierto, otros profetas habían hecho antes tal denuncia provocativa que a las autoridades sacaba de quicio. Convertir el templo en cueva de ladrones cuando debía ser “casa del Padre” es una tentación que no deja de hacerse realidad en muchos lugares actuales. A veces parece más un espacio circense que un lugar de oración, recogimiento y acción de gracias. Templo y temple personal van muy unidos.

“Tu cuerpo es templo de la naturaleza y del espíritu divino. Consérvalo sano; respétalo; estúdialo, concédele sus derechos”. ¡Cuánto maltrato, cuánta muerte, de los templos vivos de Dios se produce cada día en los demás, de una y mil formas!

Curiosamente vemos a Jesús  yendo muchas veces al Templo, en él predica y ora, pero nunca le vemos ofreciendo sacrificios ni ofrendas. Él bien sabía que cada uno somos Templos vivos de Dios, que de vez en cuando necesita reparación, limpieza interior, espacio para la acogida del Dios Padre y de los demás. Él se sabe a sí mismo como Templo vivo de Dios, que un día, por este y otros muchos gestos, destruirán y que su Padre Dios restaurará, resucitará.  

Pero la tentación sigue ahí. Convertir los templos, el nuestro propio también, en lugar de negocio, regresando así a los rituales del Antiguo Testamento. Debemos esforzarnos por luchar, hasta superarla, tal tentación.