Lunes de la IV Semana Ordinaria

2 Sam 15, 13-14. 30; 16, 5-13

Se habían producido una serie de dificultades en la familia de David.  Su hijo mayor, Amnón, había sido asesinado por otro de sus hijos Absalón, en venganza de que había abusado de su hermana Tamar.

Después de un período de destierro, Absalón había sido perdonado, pero comenzó a confabularse contra su padre hasta juntar un ejército y atacar al rey.  Esta es la situación en la que se inicia nuestra lectura.

David prefiere la huida al enfrentamiento que derramaría mucha sangre.  Iba subiendo trabajosamente por el camino pedregoso del torrente Cedrón, hacia el monte de los olivos.  Se ha hecho notar que unos mil años después, Jesús también seguirá ese camino.

David es consciente de que está expiando sus pecados.  Su humildad ante el Señor es admirable, su dolor lo convierte en oración: «Tal vez el Señor se apiade de mi aflicción y las maldiciones de hoy me las convierta en bendiciones».

Mc 5, 1-20

El evangelio que acabamos de escuchar puede desconcertar a muchos.  Los psicólogos dirán que no era un endemoniado sino un «psicópata profundo».  Los ecólogos dirán: «qué gran daño al lago, ¡dos mil cerdos en putrefacción!»  y la sociedad protectora de animales y el sindicato de cuidadores de cerdos, etc., etc., todos reaccionan como los gerasenos: «aléjate de nosotros».  Nosotros leámoslo como lo que es, Evangelio-Buena Nueva: Cristo, liberador del mal en lo más radical, salvación para todos, no sólo para los de un pueblo dado; salvación en lo espiritual, en lo moral, en lo social; era un endemoniado, viviendo entre muertos, rechazado y alejado, temido.

Recordemos cómo en otra ocasión el Señor invitó a un joven a seguirlo, a ser su apóstol, y éste no aceptó; misterios de la libertad.  Ahora vemos que el curado pide a Jesús seguirlo, pero Él lo instituye «apóstol laico»: «con tu familia y los tuyos, proclama la misericordia del Señor».  Misterios de la vocación.

En esta Eucaristía estamos recibiendo la vida del mismo Señor vivificante; vayamos luego a dar un testimonio vivo y vital de Él

Sábado de la III Semana Ordinaria

2 Sam 12, 1-7. 10-17

El mismo profeta que había anunciado la permanencia de la descendencia de David, aparece hoy, de parte de Dios, para provocar su arrepentimiento.  Es muy de notar cómo no condena desde fuera, no echa en cara, sino que hace despertar la conciencia del mal con la parábola del rico que mata la única oveja del pobre.  Y una vez despertada la conciencia del mal, el profeta dice: «¡Y ese hombre eres tú!».

De la conciencia de culpabilidad se pasa a la confesión de la falta: «He pecado contra el Señor».

El bellísimo salmo del arrepentimiento, el 50 que hoy recitábamos, lleva como nota introductoria: «de David, cuando después que se hubo unido a Betsabé, vino a encontrarlo el profeta Natán».

«Por tu inmensa compasión y misericordia, Señor, apiádate de mí y olvida mis ofensas.  Lávame de todos mis delitos y purifícame de mis pecados».

«Crea en mí un corazón puro, un espíritu nuevo…»  Hagamos nuestra esta oración.

Mc 4, 35-41

Después de la narración de las cinco parábolas, hoy iniciamos la escucha de cuatro milagros que Marcos pone en el espacio de un día.

Sabemos que el lago de Genesaret, por su especial situación geográfica, las tempestades súbitas no son raras.

Tempestad… en una frágil barca… qué inseguridad… a merced de los elementos… situación incontrolable.  Por esto se comparan las situaciones difíciles, cuando todo se obscurece, cuando no se ve una salida, a una tempestad.  Las habremos experimentado… enfermedad, pobreza, incomprensión, dudas.  Tal vez entonces nuestro grito a Jesús fue como el de los discípulos: «¿No te importa que me hunda?»

La respuesta será la misma que oímos: «¿Por qué tienen tanto miedo?, ¿Qué no tienen fe?»  Nuestra oración puede ser la de aquel enfermo: «Creo Señor, pero ayuda mi fe».

Que ésta sea nuestra plegaria en la Eucaristía que hoy celebramos.

Santos Timoteo y Tito

Mc 4, 26-34

El amor contagia, la pasión por el Evangelio también.  Cómo es importante la relación de las personas.  Al reunirnos con personas que viven el Evangelio, fácilmente podremos también enamorarnos nosotros de la Palabra de Dios.  Al hacernos amigos de los poderosos, de los ricos y de los amantes del dinero, también empezaremos nosotros a tener esas preocupaciones y prioridades.

Jesús utiliza imágenes que para el pueblo son conocidas. Todos habían experimentado la alegría de sembrar. Sembrar es despertar la esperanza aún con los riesgos de un mal tiempo o las adversidades que pueden dañar la planta. Sembrar es querer cambiar el destino y forjar un mundo diferente. Sembrar es tener confianza en la tierra que recibe la semilla.

Si hoy nos fijamos en esta bella imagen descubriremos la gran confianza que nos tiene nuestro Padre Dios que pone en nuestro corazón su Palabra esperando con ilusión que dé fruto. No se fija en si somos buenos o malos, simplemente a todos nos da la oportunidad de recibir esa palabra, hacerla germinar y dar fruto.

Los frutos en el contexto bíblico desde el Primer Testamento, están relacionados directamente con la justicia y la actitud hacia los hermanos. No se puede decir que se recibe y asimila la palabra cuando no produce frutos de comprensión, armonía, reconocimiento y amor por el hermano.

La parábola de este día nos insiste en la necesidad de dar frutos y los obstáculos que se pueden encontrar para hacer germinar esa semilla. Son las dificultades reales del tiempo de Jesús pero también son las dificultades reales de nuestro tiempo: la superficialidad que no permite la entrada al corazón, que se queda por encimita, que aparenta solamente una postura; la inconstancia, la falta de perseverancia, la facilidad con que se cambia de ideales y se dejan los verdaderos valores que sostienen la propia decisión; las preocupaciones de la vida y el excesivo apego al dinero que ahogan y hacen estéril la palabra.

Son problemas actuales que debemos tener muy en cuenta para poder dar fruto.

Finalmente, con un aire de optimismo, nos presenta a quienes dan fruto. La alegría no se cimenta en la cantidad, sino en que se ha dado fruto.

Que hoy sea una ocasión para reflexionar cómo estamos dando fruto y cuáles son las dificultades que tenemos para recibir y hacer vida la palabra.

Pidamos al Señor, que por intercesión de San Timoteo y Tito, nosotros seamos también esos evangelizadores audaces y valientes que el Señor espera de cada uno de nosotros.

La Conversión de san Pablo

Mc 16, 15-18

Recordamos la figura de Pablo de Tarso. Una figura sin detalles precisos como sucede con todos los personajes de aquella época.

Era “ciudadano romano”, pero griego en su personalidad y cultura; se expresaba en griego con corrección y agilidad ya que era la lengua que se hablaba en Tarso.

Y era un fariseo apegado fuertemente a las tradiciones de sus mayores. Y junto a ello podemos decir que era un verdadero «buscador de la verdad». De ahí que fuera un estudioso profundo.

San Pablo es modelo, en muchos sentidos, para el cristiano.  Es el audaz apóstol que no se atemoriza ante las dificultades, es el visionario que abres las posibilidades del Evangelio hasta otras fronteras, es el servidor capaz de llorar por una comunidad o el maestro que regaña y corrige con dolor a sus discípulos. Todo parte del gran acontecimiento que ha vivido: encontrarse con Jesús.  Y su encuentro, que a muchos nos parece maravilloso y espectacular, no debió ser sencillo, sino traumático y trastornante.

Todavía cuando Pablo narra su vida, su educación y su linaje, descubrimos rastros de ese orgullo de ser judío, fariseo, educado a los pies de Gamaliel, orgulloso de su religión. No le importa derramar sangre, no le importa destruir personas.  Por encima de todo está la Ley y su religión.

Cuando cae por tierra, la visión que le produce ceguera, puede ser el descubrimiento más grande, pero le hace cambiar totalmente su vida.  Descubrir a Jesús resucitado, vivo y presente en los hermanos que antes quería matar, viene a cambiar radicalmente su percepción, su vida y sus opciones.  Es una verdadera conversión. Los relatos bíblicos nos lo cuenta en unas cuantas palabras, pero todo el proceso debe ser lento, doloroso y con mucha conciencia.

Convertirse implica dar un cambio total a las decisiones, a los amigos, a las costumbres.  Conversión significa un cambio de mentalidad, una trasmutación de valores, un nacer nuevo por la presencia del Espíritu.  Es el pasar de las tinieblas a la Luz.  No es el cambio con nuevas promesa que nunca se cumplen.  No es el cambio externo de colores y de formas.  Es el cambio interior que nos llevará a una nueva visión.  Es dejar al hombre viejo y convertirse en un hombre nuevo. No son los propósitos fáciles, sino la verdadera transformación interior. Dejarse tocar por Jesús cambia de raíz toda nuestra vida.  En Pablo lo podemos constatar de una manera radical.

¿Cómo es nuestra conversión? ¿En qué ha cambiado nuestra vida en el encuentro con Jesús resucitado? 

San Pablo puede afirmar posteriormente “todo lo puedo en Aquel que me conforta” o bien “para mí la vida es Cristo y todo lo demás lo considero como basura”

¿Nosotros, cómo manifestamos nuestra conversión? ¿Hemos cambiado radicalmente y encontrado al Señor?

Miércoles de la III Semana Ordinaria

2 Sam 7, 4-17

Hemos escuchado uno de los textos más importantes de la Biblia: el oráculo de Natán.

El reino de David se había consolidado.  Había unidad política y paz.  David se había construido un palacio, y se proponía construir un templo para el arca.  Pero la respuesta de Dios ante la proposición de David fue negativa.  Dios había compartido con su pueblo la vida nómada y había habitado siempre en una tienda.  No le correspondía a David el construirle una casa estable, sino que sería Dios el que le daría a David una «casa», es decir, una descendencia más estable que una casa de piedra.  En esta promesa se fundará la esperanza mesiánica de Israel.

Del linaje de David, descenderá el Mesías esperado: Cristo.

Mc 4, 1-20

Hoy hemos iniciado una serie de cinco parábolas de Jesús.

La parábola del sembrador, que tal vez habría que llamar mejor la de las distintas clases de tierra, nos enfrenta a un cuestionamiento: ¿qué clase de tierra soy yo?

Oímos la explicación de Jesús: «El sembrador siembra la Palabra».   La Palabra de Dios es de por sí eficaz, pero la Palabra, como la semilla, para que germine y dé fruto, debe ser recibida.

Los distintos terrenos, la tierra dura, impenetrable, la pedregosa, la llena de maleza, y por fin la tierra buena, y aun ésta con diversas cualidades, normalmente no pueden cambiar, pero las actitudes de recepción que ellas representan sí lo pueden hacer.

¿Abrimos nuestro corazón a la Palabra?  ¿Nos dejamos invadir por  valores, preocupaciones, deseos, que no son conforme a la Palabra?  ¿Estamos dispuestos a que la Palabra produzca en nosotros cada vez más y mejores frutos?

Martes de la III Semana Ordinaria

2 Sam 6, 12-15. 17-19

La toma de Jerusalén termina la conquista de la tierra prometida y consagra el reinado de David.

Así Jerusalén llegó a ser no sólo la capital civil sino también religiosa de los hebreos.  Por esta razón, David hizo traer el arca de la alianza que, desde que la habían devuelto los filisteos, había permanecido en territorio benjaminita.  Mientras era transportada, Uzza, el hijo de Abinadab, se atrevió a tocarla y fue fulminado.

El arca fue introducida en una solemne procesión, con sacrificios, cantos y danzas.

Cuando David bailaba con todas sus fuerzas ante el arca, Mikal, su esposa -la hija de Saúl- lo vio y «lo despreció en su corazón».

David, sabiendo que había sido llamado por Dios para ser intermediario y donador de los beneficios divinos, realizó una acción sacerdotal notable: la de bendecir al pueblo de Dios y ofrecer sacrificios.

Y como Mikal increpó a David por haber bailado en público, éste la rechazó y ella nunca tuvo hijos.

Mc 3, 31-35

La traducción «parientes» de nuestra Biblia litúrgica expresa lo que el original griego «hermanos» quiere decir; en efecto, sabemos que las lenguas semitas, que no tienen palabras para nombrar lo que nosotros conocemos como primos o parientes cercanos, usan la palabra hermanos.

Algunos autores piensan que lo que hoy escuchamos, de alguna manera es una competencia por la primacía en la primera comunidad entre los parientes carnales de Jesús y los apóstoles y discípulos.

Jesús nos habla de un parentesco más fundamental y definitivo, el de su nueva familia: «El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre».

Lo que podría parecer un rechazo hacia el principal de sus parientes, hacia su madre, es en realidad un profundo elogio.  ¿Quién mejor que María ha cumplido la voluntad de Dios?, pues según ella mismo dijo: «Yo soy la humilde sierva del Señor, que se haga en mí según lo que me has dicho».

Lunes de la III Semana Ordinaria

2 Sam 5, 1-7. 10

Después de la muerte de Saúl, David fue extendiendo poco a poco su soberanía sobre el territorio de Israel.  Primero domina el territorio del sur, en Judá, y pone su capital en Hebrón, mientras que en el norte, en Israel, fue puesto como rey un hijo de Saúl, Isbaal.  Era inevitable una guerra entre los dos bandos.

Isbaal fue asesinado alevosamente.  En estas circunstancias está encuadrada nuestra lectura.  Oímos de la unción de David; ya es pues jefe de todo el pueblo de Dios.  David quiere una capital en un sitio intermedio y piensa en Jerusalén, que en ese tiempo era una ciudad cananea, ocupada por los Yebuseos.  Además, también piensa en ella por su situación estratégica, pues tenía la ciudadela de Sión en una roca rodeada por los barrancos del Cedrón y de la Gehena; por esto lo que oímos: «los ciegos y los cojos bastarán para rechazarte».  Sin embargo, prevalece lo que oíamos al fin del texto: «el Señor estaba con él».

Mc 3, 22-30

Hemos oído cómo Jesús reaccionó tan vivamente a lo que decían los escribas: «Lanza a los demonios con el poder del príncipe de los demonios».

Se estaba mirando la base misma de su acción salvífica.  Sus obras maravillosas eran signo del poder mismo de Dios, anuncio de la vida nueva que El traía del Padre.  Él es el Cristo, el Ungido, es decir, el pleno del Espíritu Santo que nos comunica el don divino.

Por esto, la respuesta de Jesús.  No puede subsistir un reino si está dividido.  Y no puede mantenerse una familia si tiene rupturas internas.

La blasfemia imperdonable es el no querer reconocer que en Jesús actúa el Espíritu Santo, que el Espíritu es su animador.

Está loco, fuera de sí, dicen los parientes de Jesús; está endemoniado, dicen los sabios.

Nosotros, ¿qué decimos?  Pero hay que decirlo no sólo como un enunciado intelectual, sino como decisión de vida.

Digámoslo hoy al Señor.

Sábado de la II Semana Ordinaria

2 Sam 1, 1-4. 11-12. 17. 19. 23-27

Hemos comenzado el segundo libro de Samuel.  La guerra entre David y Saúl había tenido sus alternancias, tanto que David tuvo que refugiarse en territorio de los filisteos.  David tuvo una gran victoria contra los amalecitas.  Mientras tanto, Saúl, Jonatán y el ejército de Israel pelearon contra los filisteos en Guilboa y allí fueron derrotados.

Escuchamos el bello poema de amistad dolorida que David entona en recuerdo del rey Saúl, y sobre todo de su amigo Jonatán.

Se hubiera esperado, tal vez, una reacción de alegría, los enemigos están acabados, ahora podrá reinar sobre Israel.  Pero no fue así.

La escena nos evoca el llanto de Jesús sobre su amigo Lázaro: «miren cómo lo quería», decían los que lo vieron.

La realidad salvífica de Dios se encarna en nosotros y en nuestras circunstancias, también en el dolor por la pérdida de una persona amada.

Mc 3, 20-21

Nos han aparecido las reacciones entusiastas del pueblo sencillo que busca enseñanza y salud, y las de los dirigentes que se cierran y rechazan.

Hoy encontramos la reacción de la familia de Jesús; ciertamente no la de su Madre que conservaba en su corazón el misterio de salvación, aunque siguiera teniendo tantos puntos obscuros.  ¿Era un interés real en la salud de Jesús? ¿Los avergonzaban las actitudes de Cristo y defendían el «honor» de la familia?

Está endemoniado, está loco, pensaban.

La relación con Jesús no la marca el parentesco de la sangre, sino la cercanía de la fe y la aceptación.

¿Cuál es la reacción de muchos papás y parientes cuando uno de la familia se siente llamado al seguimiento del Señor?

Que todos los que participamos en esta liturgia nos acerquemos a Jesús y a los hermanos en la fe, y no desde la mera sensibilidad o, tal vez, desde el egoísmo.

Viernes de la II Semana Ordinaria

1 Sam 24, 3-21

La tensión entre Saúl y David se va haciendo cada vez más grave, Saúl intenta varias veces matar a David; no valió la intercesión de Jonatán.  David tiene que huir y pronto se le reúnen en torno algunos familiares y gente descontenta y comienza una guerra de guerrillas, con momentos muy difíciles para David y su gente.

David hubiera podido matar a Saúl, él lo perseguía y quería su muerte.  En una época de violencias y de costumbres brutales contrasta la reacción de David, fruto no ciertamente de debilidad; la razón que da es: «Dios me libre de levantar la mano contra el rey, porque es el ungido del Señor».

Va apareciendo el mandato: «Sean misericordiosos como su Padre del cielo es  misericordioso».

Mc 3, 13-19

Hemos oído en el Evangelio algo importantísimo, la elección y constitución de «los doce».

«Llamó a los que quiso».  Dios es el que llama, ¿con qué criterio?  Desde luego ninguno humano.  Recordemos que entre los «escogidos» está el que será el traidor.  Al llamado libre de Dios siempre debe corresponder la repuesta libre del hombre.

Oímos una frase que es todo un programa: «Los llamó para que estuvieran con El, para mandarlos a predicar y a lanzar los demonios».

Nosotros también hemos sido llamados; la vocación cristiana, en su multiplicidad de expresiones, es un reclamo a una respuesta generosa y sostenida.

Llamados a vivir con Él.  Somos llamados a comunicar su vida, y a hacerlo en la doble vertiente ya advertida otras veces: el testimonio de la palabra y el de la acción.

Nosotros hemos sido llamados a la misa y hemos respondido a su llamada; por eso estamos aquí.

Aquí recibimos su vida por su Palabra y su Sacramento.

De aquí tenemos que salir a expandir el Evangelio, la Buena Nueva del Reino.

Jueves de la II Semana Ordinaria

1 Sam 18, 6-9; 19, 1-7

Hoy hemos mirado una realidad humana muy negativa: la envidia, y una realidad muy positiva: la amistad.

La victoria de David sobre Goliat, sus siguientes victorias, el éxito de su popularidad, los cantos elogiosos de las jóvenes, desatan el rencor de Saúl, rencor que va hasta el intento de matarlo.  Llegó a atacarlo con una lanza.  Lo envidiaba pero le convenían sus servicios.  Lo honró hasta darle por esposa a su hija Mikol,  pero lo vio cada vez más como un temible rival.  La amistad de Jonatán, hijo de Saúl, y David aparece con notas muy marcadas en la Santa Escritura: «lo amaba como a sí mismo»,  dice.

Los razonamientos de Jonatán son muy claros: «David no te ha hecho nada, te ha ayudado».

La historia de la salvación se va realizando de cosas luminosas y obscuras, malas y buenas, pequeñas y grandiosas.

Mc 3, 7-12

Contrasta el entusiasmo por el seguimiento y la apertura a Jesús de parte del pueblo y la cerrazón y el rechazo de la clase dirigente.

Hoy nos presenta el evangelista Marcos la amplitud de orígenes de los que quieren acercarse al Señor.  Esto es una mirada a la apertura de la salvación, a la universalidad del llamado.  Lo único que se pide es fe, buena voluntad.  La salvación ya no está más circunscrita a una región, a una raza, a una categoría.  Cuántas veces en los Evangelios nos aparecen los no judíos; recordemos al centurión romano, a los considerados «malos”; recordemos a los samaritanos, a los publicanos y pecadores, más cercanos al mensaje de Cristo y a su salvación que los considerados «buenos» y religiosos: los fariseos y lo escribas.

¿Estamos fundados más en nuestra pertenencia a tal grupo, a tal movimiento, al tal estatuto, o a la verdadera fe, humildad, a la auténtica caridad?