Jueves de la XIII semana del Tiempo Ordinario

Mt 9, 1-8

Hemos escuchado hoy en el Evangelio el extraordinario poder de Jesús y nos quedamos sorprendidos de su manera de actuar.  Jesús es maravilloso y se dirige a lo profundo del corazón.

Nosotros, hoy, también estamos paralíticos y no podemos actuar.  Nos han paralizado el miedo, la comodidad y el egoísmo. La situación cada día es más grave y nuestra manera de responder es cada día más inoperante.  Estamos paralíticos pero buscamos las soluciones solamente en el exterior, como si el cuerpo entero de la sociedad se pudiera sostener por las apariencias y las normas externas.  Queremos la salud de nuestra patria y estamos dispuestos a pequeños sacrificios, pero no estamos dispuestos realmente a cambiar de opciones, de actitud y de valores.

Quisiéramos que Jesús nos sanara con tan solo presentarle una oración y una súplica por este enfermo que yace paralítico.  Y hoy, igual que en aquel tiempo, la palabra de Jesús va dirigida, primero, a lo más importante: “ten confianza hijo, se te perdonan tus pecados”.  Hay que despertar nuevamente la confianza y la esperanza, que no hay peor pecado que el pesimismo y la derrota.

Las palabras del Señor son para alentar nuevas esperanzas y para tener confianza en que Jesús camina a nuestro lado.  Que maravillosas palabras las que dirige Jesús al paralítico de hoy: hijo.  Y después nos hace ver Jesús que está dispuesto a reconstruir desde la raíz al hombre, para ello, hay que quitar el pecado del corazón.  El pecado que paraliza al hombre, el verdadero pecado lo vuelve ambicioso, egoísta, cruel y sanguinario.  El pecado pudre la sociedad y desbarata la fraternidad.  Por eso, antes que nada, tenemos que reconstruir al hombre desde el interior y eso sólo lo puede hacer Jesús.  Pero Jesús siempre nos ama y está dispuesto a iniciar el proceso de reconstrucción. 

Que Jesús mire el corazón de cada uno de nosotros, que limpie nuestros pecados, fortalece nuestra voluntad, ilumina nuestra inteligencia.  Solo entonces podremos ponernos de pie y sostenernos en la lucha, podremos volver a la Casa Paterna y compartir el amor de nuestro Padre con los hermanos. 

Pidamos a Jesús que no nos deje y que sane a este pueblo que se encuentra paralítico y sin esperanza.

Miércoles de la XIII semana del Tiempo ordinario

Mt 8, 28-34

Esta historia del Evangelio nos parecería estar lejana a nuestra realidad, sin embargo la verdad es que se repite frecuentemente hoy en nuestra sociedad dominada por el materialismo. Jesús sana y libera a dos hombres, dos seres humanos que sufrían a causa de unos demonios. Al hacerlo los demonios destruyen toda una piara de cerdos.

Los habitantes en lugar de agradecer el haber liberado y sanado a dos hermanos, a dos seres humanos que sufrían, se preocupan más por la perdida material de una piara de cerdos. Vale más la piara de cerdos que la salud y bienestar de dos seres humanos. Como consecuencia, la comunidad rechaza a Jesús.

Como vemos la historia se repite una y otra vez. Hoy es más importante la cantidad de producción y la eficiencia que la vida familiar, social y económica de los trabajadores; son más importantes nuestras pertenencias, que el bien social de la comunidad; es más importante el trabajo y el bienestar económico, que la vida familiar y la atención a los hijos… Preferimos lo material a lo espiritual. Y cuando Jesús, a través de la Escritura o de la Iglesia nos advierte de esto, o busca ayudarnos a liberarnos de estas esclavitudes… la respuesta es: Que tiene la Iglesia (o el mismo Jesús) que decirme sobre qué es más importante, que tiene que hacer en mis negocios, en mi medio social, en mi vida. No dejemos que nos domine lo material. Dios nos ha regalado todas las cosas materiales las cuales son buenas y son para nuestro bienestar, pero jamás deberán estar por encima de los valores como son: la vida humana, la vida familiar, y la protección del medio ambiente. Nada vale una piara de cerdos comparada con la alegría que produce el ver a un hermano sano y feliz.

Martes de la XIII semana del tiempo ordinario

Mt 8, 23-27

En medio de este mundo en el cual falta para muchos el trabajo, y que sufren por las enfermedades, las guerras y las epidemias que nos agobian, ¿podríamos decir que nuestra fe en Cristo permanece firme?

Muchos hermanos para los cuales la vida en los últimos años se ha hecho pesada podrían estar tristes y apesadumbrados, incluso con miedo ante el incierto porvenir. Jesús nos dice hoy a todos: «no tengan miedo, hombres de poca fe».

Jesús, a pesar de todo lo que nos parece, está a nuestro alrededor, navega con nosotros. El mismo nos lo dijo: «Yo estaré con ustedes hasta la consumación de los siglos». Si los vientos se encrespan y el mar de la vida se agita, Jesús está con nosotros… Quizás duerme, pero está con nosotros.

Mientras despierta, debemos achicar el agua, y remar hacia la orilla… de una cosa estamos seguros: Jesús no permitirá que la barca en la cual vamos naufrague.

Si en tu vida la crisis ha llegado a tal punto que piensas que naufragarás, no pierdas la fe, despierta al Maestro, que Él con una voz calmará todas tus ansiedades y pondrá serenidad en tu vida.

San Pedro y San Pablo

La liturgia de hoy nos ofrece tres palabras fundamentales para la vida del apóstol: confesión, persecución, oración.

La confesión es la de Pedro en el Evangelio, cuando el Señor pregunta, ya no de manera general, sino particular. Jesús, en efecto, pregunta primero: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?»  Y de esta «encuesta» se revela de distintas maneras que la gente considera a Jesús un profeta. Es entonces cuando el Maestro dirige a sus discípulos la pregunta realmente decisiva: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» A este punto, responde sólo Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo» Esta es la confesión: reconocer que Jesús es el Mesías esperado, el Dios vivo, el Señor de nuestra vida.

Jesús nos hace también hoy a nosotros esta pregunta esencial. Es la pregunta decisiva, ante la que no valen respuestas circunstanciales porque se trata de la vida: y la pregunta sobre la vida exige una respuesta de vida. Pues de poco sirve conocer los artículos de la fe si no se confiesa a Jesús como Señor de la propia vida. Él nos mira hoy a los ojos y nos pregunta: «¿Quién soy yo para ti?». Es como si dijera: «¿Soy yo todavía el Señor de tu vida, la orientación de tu corazón, la razón de tu esperanza, tu confianza inquebrantable?».

Preguntémonos si somos cristianos de salón, de esos que comentan cómo van las cosas en la Iglesia y en el mundo, o si somos apóstoles en camino, que confiesan a Jesús con la vida porque lo llevan en el corazón. Quien confiesa a Jesús sabe que no ha de dar sólo opiniones, sino la vida; sabe que no puede creer con tibieza, sino que está llamado a «arder» por amor; sabe que en la vida no puede conformarse con «vivir al día» o acomodarse en el bienestar, sino que tiene que correr el riesgo de ir mar adentro, renovando cada día el don de sí mismo. Quien confiesa a Jesús se comporta como Pedro y Pablo: lo sigue hasta el final; no hasta un cierto punto sino hasta el final, y lo sigue en su camino, no en nuestros caminos. Su camino es el camino de la vida nueva, de la alegría y de la resurrección, el camino que pasa también por la cruz y la persecución.

Y esta es la segunda palabra, persecución. No fueron sólo Pedro y Pablo los que derramaron su sangre por Cristo, sino que desde los comienzos toda la comunidad fue perseguida, como nos lo ha recordado el libro de los Hechos de los Apóstoles. Incluso hoy en día, en varias partes del mundo, a veces en un clima de silencio —un silencio con frecuencia cómplice—, muchos cristianos son marginados, calumniados, discriminados, víctimas de una violencia incluso mortal, a menudo sin que los que podrían hacer que se respetaran sus sacrosantos derechos hagan nada para impedirlo.

Pablo siguió al Maestro ofreciendo también su propia vida. Sin la cruz no hay Cristo, pero sin la cruz no puede haber tampoco un cristiano. En efecto, «es propio de la virtud cristiana no sólo hacer el bien, sino también saber soportar los males» (Agustín, Disc. 46.13), como Jesús. Soportar el mal no es sólo tener paciencia y continuar con resignación; soportar es imitar a Jesús: es cargar el peso, cargarlo sobre los hombros por él y por los demás. Es aceptar la cruz, avanzando con confianza porque no estamos solos: el Señor crucificado y resucitado está con nosotros. Así, como Pablo, también nosotros podemos decir que estamos «atribulados en todo, mas no aplastados; apurados, mas no desesperados; perseguidos, pero no abandonados» (2 Co 4,8-9).

Soportar es saber vencer con Jesús, a la manera de Jesús, no a la manera del mundo. Por eso Pablo se considera un triunfador que está a punto de recibir la corona (cf. 2 Tm 4,8) y escribe: «He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe» (v. 7). Su comportamiento en la noble batalla fue únicamente no vivir para sí mismo, sino para Jesús y para los demás. Vivió «corriendo», es decir, sin escatimar esfuerzos, más bien consumándose.

Por amor a Jesús experimentó las pruebas, las humillaciones y los sufrimientos, que no se deben nunca buscar, sino aceptarse. Y así, en el misterio del sufrimiento ofrecido por amor, en este misterio que muchos hermanos perseguidos, pobres y enfermos encarnan también hoy, brilla el poder salvador de la cruz de Jesús.

La tercera palabra es oración. La vida del apóstol, que brota de la confesión y desemboca en el ofrecimiento, transcurre cada día en la oración. La oración es el agua indispensable que alimenta la esperanza y hace crecer la confianza. La oración nos hace sentir amados y nos permite amar. Nos hace ir adelante en los momentos más oscuros, porque enciende la luz de Dios. En la Iglesia, la oración es la que nos sostiene a todos y nos ayuda a superar las pruebas. Nos lo recuerda la primera lectura: «Mientras Pedro estaba en la cárcel bien custodiado, la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él» (Hch 12,5).

Una Iglesia que reza está protegida por el Señor y camina acompañada por él. Orar es encomendarle el camino, para que nos proteja. La oración es la fuerza que nos une y nos sostiene, es el remedio contra el aislamiento y la autosuficiencia que llevan a la muerte espiritual. Porque el Espíritu de vida no sopla si no se ora y sin oración no se abrirán las cárceles interiores que nos mantienen prisioneros.

Que los santos Apóstoles nos obtengan un corazón como el suyo, cansado y pacificado por la oración: cansado porque pide, toca e intercede, lleno de muchas personas y situaciones para encomendar; pero al mismo tiempo pacificado, porque el Espíritu trae consuelo y fortaleza cuando se ora. Qué urgente es que en la Iglesia haya maestros de oración, pero que sean ante todo hombres y mujeres de oración, que viven la oración.

Viernes de la XII semana del tiempo ordinario

Mt 8, 1-4

No hay duda que la vida de los hombres está llena de sufrimientos más o menos visibles, físicos, mentales, morales. El leproso del evangelio de hoy es una de estas miserias.

Aunque los hombres se afanen por buscar las riquezas y finjan vivir en un mundo inmortal, los signos de la muerte que cada hombre lleva en sí mismo son inevitables. Los encontramos en cada paso de nuestra vida. Drogas, matrimonios deshechos, suicidios, abusos, enfermedades y un sin fin de desgracias que hasta el hombre más famoso, más rico, más sabio y más sano conoce personalmente. Para muchas personas muchas de estas realidades son hechos de cada día. Sin embargo, ellas mismas saben que a pesar de ello se debe ir adelante en la vida lo mejor posible.


Por eso, Jesús pone en sus manos este elenco de desdichas y lo transforma en gracias y en bendiciones. Realiza milagros para que veamos que es capaz de darnos una vida que no sólo es sufrimiento sino que también hay consuelos físicos y morales que, son más profundos porque tocan el alma misma. Para esto ha venido a esta vida, para traernos un reino de amor y unión.

 
Basta que nosotros usemos correctamente nuestra libertad para que se realicen todas las gracias que Cristo quiere darnos. Basta confiar en Él, en su palabra que nos habla del Padre misericordioso e interesado por nuestra felicidad.

Este es uno de los ejemplos de lo que significa reconocer realmente quien es Jesús. El leproso de nuestro pasaje, sabe con certeza que Jesús «puede» curarlo.

Si bien no podemos decir que ya hubiera reconocido que Él era Dios, ha visto en Él la presencia poderosa de Dios; por ello le dice: «Si tú quieres». Es importante entonces que nosotros de cuando en cuando nos repreguntemos ¿cuál es la imagen que nos hemos formado de Jesús? ¿Es para nosotros verdaderamente Dios; el Dios verdadero para el que nada es imposible?

La respuesta es importante pues, si verdaderamente consideramos a Jesús, al que proclamamos como nuestro Señor, verdaderamente Dios, entonces su palabra tiene poder, sus promesas se realizan, su presencia es verdadera todos los días junto a nosotros, su cuerpo y su sangre están presentes en todos los altares, etc… Si lo reconocemos como verdadero Dios, nuestro trato con Él estará basado en la confianza amorosa, pues sabremos que «si Él quiere», todo cuanto nos parece necesario, nos será dado, para testimonio de su amor entre nosotros.

Pongamos nuestras necesidades ante Él diciendo con humildad: «Señor, si tú quieres…».

Jueves de la XII semana del tiempo ordinario

Mt 7, 21-29

Cuando construimos una casa que no tienes buenos cimientos, que no tiene solidez, viene una borrasca y la destruye.  Una casa construida sobre arena se la lleva el viento y el agua. 

También todos somos conscientes que en nuestra vida seguimos construyendo sobre arena, en prisa, en lo aparente y no somos capaces de cimentar nuestra vida en Cristo, que es nuestra roca.  Así cualquier pequeña dificultad nos hace derrumbarnos, no estamos centrados en Cristo sino en nosotros mismos. Una enfermedad, una tentación, la ambición nos puede hacer caer.

Para hacer una casa fuerte y consistente, se requieren planos, se necesita un arquitecto, poner fuertes cimientos y que los albañiles se dedican a hacer bien su tarea. 

Para construir la propia vida, se requieren también todos esos elementos, pero sobre todo estar bien cimentados en Cristo, que es nuestra Roca.

Hoy parecemos más bien veletas que nos dirigimos a donde nos lleve el viento y que nos hace cambiar de rumbo a cualquier brisa y que nos derrumba el más leve soplo.  No tenemos cimientos.  ¿Qué hay en nuestro corazón para sostenerlo en las dificultades?  Jesús habla claramente a quien quiere ser su discípulo y afirma que “no todo el que diga Señor, Señor, entrará en el Reino de los cielos, sino aquel que cumpla la voluntad de mi Padre”

Es fácil la palabra, es fácil decir que sí, es difícil comprometernos.  Por eso es que somos tan contradictorios en nuestra religión y en nuestras amistades.  Parecería que somos todos muy religiosos, la mayoría bautizados, pero no llevamos nuestras creencias hasta sus últimas consecuencias. 

El Papa Francisco insiste en que pongamos a Cristo como la roca, hay que obrar y no tanto hablar.  No se puede comulgar y vivir una vida de pecado, de egoísmo, de desprecio a los demás y sin embargo muchos hacemos eso.  Tenemos que reconocer que estamos a merced del pecado porque nuestra espiritualidad queda, a veces, en sentimentalismos, más que en compromisos y acciones.

Es triste que amparándonos en imágenes o en aparentes actos de alabanza a Dios, justifiquemos injusticias, violaciones y asesinatos.

San Juan

Juan el Bautista tiene un lugar especial dentro de la liturgia de la Iglesia.  Juan el Bautista es el único santo de quien celebramos su nacimiento.  Normalmente de los demás santos recordamos el día de su muerte o nacimiento para el cielo.

San Juan Bautista es el precursor del Señor y es el mayor de los nacidos de mujer.  Juan es el hombre del desierto, el buscador de los planes de Dios, el que grita la conversión y la urgencia de un cambio de vida porque se acerca el Salvador de los hombres.

Juan Bautista se presenta como el elegido por Dios para mostrar a los hombres a Cristo, que es el que quita el pecado del mundo.  Juan el Bautista pone a Dios en el centro de su vida, y para no crear confusión o crear falsas esperanzas en sus seguidores, afirma con firmeza desde el primer momento de su predicación que él no es el importante, sino un simple instrumento en las manos de Dios.  Por eso Juan el Bautista dirá que él no se considera digno ni de desatar la correa de sus sandalias.

El Evangelio de hoy nos decía que la gente se preguntaba: “¿Qué va a ser de este niño?”  El mismo Juan el Bautista da respuesta a esta pregunta: “Yo no soy quien pensáis vosotros” En más de una ocasión hemos oído esta misma respuesta, en algunas personas, pero dicha en sentido contrario, cargada de prepotencia como diciendo: ¿no sabéis quién soy yo?  ¿No sabéis con quien estáis hablando?

San Juan pronuncia esta frase aclarando que él no es importante.  Él sólo es un precursor.  Uno que prepara el camino para otro.  Uno que llega antes que el otro.

Cada quien tiene una misión en la vida y nadie es más importante que otro.  Los papás lo son no para ellos mismos, sino para vuestros hijos; los maestros, no son maestros para ellos sino para los alumnos; los sacerdotes, no lo somos para nosotros mismos, sino para los feligreses; los políticos, los alcaldes, los diputados, no son elegidos para ellos, sino para el bien del pueblo.  Cuando queremos pasar en nuestra vida de precursores a protagonistas nuestra misión suele convertirse en fracaso, porque hemos equivocado nuestra misión.

La figura de Juan Bautista es, según como se mire, contradictoria.  Por una parte, es grande y extraordinaria, pero al mismo tiempo, se presenta humilde y totalmente subordinado a Jesús.

Al igual que Juan el Bautista, cada uno de nosotros, ha sido llamado por Dios, y hemos de tomar conciencia de la grandeza de nuestra vocación.  Cada uno de nosotros también ha sido amado, llamado y elegido desde el seno materno para vivir como hijo de Dios y para proclamar las maravillas de Dios a favor de la humanidad hasta los últimos confines de la tierra.

Como seguidores de Jesús, tenemos que tomar conciencia de que hemos sido llamados por Dios y así no cesaremos nunca de dar gracias a Dios por el don de ser sus hijos, ni caeremos en el orgullo de pensar que el fruto de nuestro apostolado, o el fruto de lo que hacemos depende de nuestras obras, sino que depende de Dios.  Al sabernos llamados por Dios, no dejaremos que el desánimo se apodere de nosotros cuando lo que estemos haciendo no dé el fruto que esperábamos o el resultado previsto.  Lo importante es vivir en Dios, permanecer en su amor y dejar que el Espíritu Santo transforme nuestro corazón y nuestra mente según los criterios del Señor.

El hombre de hoy vive falto de sentido en su vida, vive adormecido por la cultura del consumo y del bienestar material.  Hay tantos seres humanos insatisfechos porque necesitan a Dios y no lo encuentran donde lo buscan.  Hay tanto que aún no han tomado conciencia de que son hijos de Dios.  Por ello, los que tenemos la suerte y la dicha de conocer al Señor, tenemos el compromiso de ofrecer a todo hombre el amor de Dios y la luz que hemos recibido de Dios para que sea conocido en todas partes.

Pero esta misión no podremos hacerla si no somos testigos auténticos, como lo fue Juan el Bautista.  Lo que decimos con la palabra, lo tenemos que hacer vida.  No podemos pedir a los demás que se amen, si nosotros no nos amamos; no podemos invitar a otros a que sirvan, si nosotros no servimos al prójimo y a nuestra Iglesia; no podemos pedir a otros que escuchen al Señor, si nosotros no escuchamos la voz del Señor, o estamos siempre tan ocupados en tantas cosas que no encontramos tiempo para meditar la Palabra de Dios.

Pidamos que la celebración de la memoria de san Juan Bautista nos ayude a seguir, algo más, su ejemplo y aprendamos a ser humildes y cumplidores fieles de nuestra misión en el mundo.

Martes de la XII semana del tiempo ordinario

Mt 7, 6; 12-14

¿Qué quiere decir Jesús? ¿Cuál es la puerta por la que debemos entrar? ¿Y por qué Jesús habla de una puerta estrecha?

La imagen de la puerta vuelve varias veces en el Evangelio y se remonta a la de la casa, a la del hogar doméstico, donde encontramos seguridad, amor y calor.

Jesús nos dice que hay una puerta que nos hace entrar en la familia de Dios, en el calor de la casa de Dios, de la comunión con Él. Y esa puerta es el mismo Jesús. Él es la puerta. Él es el pasaje para la salvación. Él nos conduce al Padre.

Y la puerta que es Jesús jamás está cerrada, esta puerta jamás está cerrada. Está abierta siempre y a todos sin distinción, sin exclusiones, sin privilegios.

Porque saben, Jesús no excluye a nadie. Alguno quizá podrá decir: «pero, yo estoy excluido, porque soy un gran pecador. He hecho cosas feas. He hecho tantas en la vida…» No, no estás excluido.

Precisamente por esto eres el preferido. Porque Jesús prefiere al pecador. Siempre, para perdonarlo, para amarlo. Jesús te está esperando para abrazarte, para perdonarte. No tengas miedo. Él te espera. Anímate, ten coraje para entrar por su puerta.

Todos somos invitamos a pasar esta puerta, a atravesar la puerta de la fe, a entrar en su vida, y a hacerlo entrar en nuestra vida, para que Él la transforme, la renueve, le de alegría plena y duradera.

En la actualidad pasamos ante tantas puertas que invitan a entrar prometiendo una felicidad que después, nos damos cuenta de que duran un instante. Que se agota en sí misma y que no tiene futuro.

Pero yo os pregunto: ¿Por cuál puerta queremos entrar? Y ¿a quién queremos hacer entrar por la puerta de nuestra vida?

Quisiera decir con fuerza: no tengamos miedo de atravesar la puerta de la fe en Jesús, de dejarlo entrar cada vez más en nuestra vida, de salir de nuestros egoísmos, de nuestras cerrazones, de nuestras indiferencias hacia los demás. Porque Jesús ilumina nuestra vida con una luz que no se apaga jamás.

A la Virgen María, Puerta del Cielo, le pedimos que nos ayude a pasar la puerta de la fe, a dejar que su Hijo transforme nuestra existencia como ha transformado la suya para llevar a todos la alegría del Evangelio

Lunes de la XII semana del tiempo ordinario

Mt 7, 1-5

Con este ejemplo, Jesús nos enseña cómo se ha de hacer y en que consiste la «corrección fraterna».

La primera cosa que debemos entender es que nosotros estamos llenos de defectos, muchas veces más grandes que nuestros propios hermanos (tenemos una viga en el ojo).

Esto nos ha de hacer humildes y no juzgar a los demás por sus debilidades e imperfecciones (cualesquiera que estas sean) pensando que nosotros somos mejores.

Sin embargo, esto no quiere decir que no los podamos ayudar, o que primero debemos resolver nuestros propios problemas antes de poder empezar a ayudar a nuestros hermanos; significa, que la ayuda ha de ser hecha, primero, sabiendo que no podemos ver bien (es decir que nuestro juicio puede estar viciado por nuestro propio pecado) y segundo que la ayuda debe ser hecha con mucha caridad (pensemos en lo delicado que debemos de ser para ayudar a una persona a sacar una basurita del ojo… una de las partes más sensibles y delicadas de nuestro cuerpo).

Estos son los dos elementos que debemos de tener en cuenta cuando verdaderamente queremos ayudar a nuestros hermanos a ser mejores, a superar sus imperfecciones, sus faltas.

Para resolver nuestros problemas y superar nuestras debilidades necesitamos de la ayuda de los demás… sin embargo esta ha de ser dada con mucha caridad, prudencia, paciencia y delicadeza, pues en esto nos reconocerán verdaderamente como hermanos.

Sagrado Corazón de Jesús

Hoy es un día muy especial para experimentar el amor.  Hoy celebramos la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús.

¿Por qué celebramos precisamente el corazón de Jesús y no otra parte de la persona de Jesús? Celebramos el corazón de Jesús porque en él vemos y contemplamos la expresión del amor inmenso que Dios nos tiene. 

Para un ser humano, el corazón es el lugar en donde están las fuerzas vitales.  Decirle a alguien: “Te amo con todo mi corazón”, es como decirle: “Te amo con lo esencial mío, te amo con todo mi ser”.  Decirle a alguien “corazón”, es decirle: “Eres algo esencial e importante para mí”.

Hablar del corazón de Cristo es una forma de decir que Dios es amor.  Es decir que lo esencial de Dios no es otra cosa que el amor. 

Dios es un papá que nos ama gratuitamente, que con mimos y caricias nos ayuda a dar los primeros pasos en el amor.  Dios nos lleva en brazos, cuida de nosotros y nos atrae hacia Él con los lazos del cariño, con cadenas de amor.  Dios es para nosotros como un padre que estrecha a sus hijos y se inclina hacia nosotros para darnos de comer.

A veces nos encontramos desilusionados, confundidos y nos sentimos solos, por ello tenemos que hacer una pausa en nuestra vida y experimentemos ese amor incondicional de Dios, sintamos y digamos: Dios me ama, me ama gratuitamente, me ama sin condiciones.

¿Somos capaces de sentir el amor de Dios? 

San Pablo busca la manera de sumergirnos en ese amor y nos dice que arraigados y cimentados en el amor podremos comprender la anchura y la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo y experimentar ese amor que sobrepasa todo conocimiento humano, para que quedemos colmados con la misma plenitud de Dios.

El amor de Dios nos circunda por todas partes.  Seamos capaces de descubrir ese amor.  Dejémonos acariciar por Dios.  Todo este amor se hace rostro amoroso, se hace caricia concreta, se hace ojos amables y mano que levanta, en Jesús.

Y san Juan nos presenta a Jesús amando hasta el extremo, dando la vida hasta el último suspiro, lo da todo por amor.

En su simbología nos hace recordar la lanza que hace brotar sangre y agua del corazón que tanto ha amado a los hombres.

Contemplemos a Jesús dando la vida por nosotros, amándonos a más no poder, haciéndonos sus amigos, compadeciéndose de nosotros.

Día del Sagrado Corazón de Jesús, día para experimentar ese extraordinario amor. Déjate amar por Jesús.