Mt 2, 13-15. 19-23
La encarnación de Hijo de Dios abre un nuevo inicio en la historia universal del hombre y de la mujer. Y este nuevo inicio acaece en el seno de una familia, en Nazaret.
Jesús nació en una familia. Él podía venir espectacularmente, o como un guerrero, un emperador… No, no. Viene como un hijo de familia, en una familia. Esto es importante: mirar en el pesebre esta escena tan bella.
Dios ha elegido nacer en una familia humana, que ha formado Él mismo. La ha formado en un apartado pueblo de la periferia del Imperio Romano. No en Roma, que era la ciudad capital del Imperio, no en una gran ciudad, sino en una periferia casi invisible, o mejor dicho, más bien de mala fama.
Lo recuerdan también los Evangelios, casi como un modo de decir: «De Nazaret, ¿puede salir alguna vez algo bueno?» (Jn, 1,46).
Quizás, en muchas partes del mundo, nosotros mismos hablamos todavía así, cuando escuchamos el nombre de algún lugar periférico de una grande ciudad.
Jesús permaneció en esa periferia por más de treinta años. El evangelista Lucas resume este periodo así: «…vivía sujeto a ellos», es decir a María y José. Y uno podría decir: ¿pero este Dios que viene a salvarnos ha perdido treinta años allí, en aquella periferia de mala fama? ¡Ha perdido treinta años! Y Él ha querido esto.
El camino de Jesús estaba en esa familia. «La madre conservaba todas estas cosas en su corazón. Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia, delante de Dios y de los hombres».
Cada familia cristiana – como hicieron María y José – puede en primer lugar acoger a Jesús, escucharlo, hablar con Él, custodiarlo, protegerlo, crecer con Él; y así mejorar el mundo. Hagamos espacio en nuestro corazón y en nuestras jornadas al Señor.
Así hicieron también María y José, y no fue fácil: ¡cuántas dificultades tuvieron que superar! No era una familia fingida, no era una familia irreal.
La familia de Nazaret nos compromete a redescubrir la vocación y la misión de la familia, de toda familia.
Y como sucede en aquellos treinta años en Nazaret, así puede suceder también para nosotros: hacer que se transforme en normal el amor y no el odio; hacer que sea normal la ayuda mutua, y no la indiferencia o la enemistad.
Entonces, no es casualidad, que Nazaret signifique «Aquella que custodia», como María, que – dice el Evangelio – «… conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón»