Lunes de la VI Semana de Pascua

Jn 15,26-16,4

Al estarnos acercándonos ya a la fiesta de Pentecostés, la liturgia nos ofrece textos y testimonios que nos ayudan a comprender, valorar y anhelar la venida del Espíritu en medio de nosotros.

La primera lectura nos presenta a Pablo trabajando arduamente, predicando la palabra, navegando; sí, hace mucho trabajo, pero quien abre el corazón de Lidia para que acepte la palabra es el Espíritu. El evangelio nos muestra la promesa de Jesús de enviarnos al Espíritu Consolador. Les anuncia a sus discípulos que sufrirán y los expulsarán de las sinagogas, que los amenazarán de muerte, pero que tienen que ser fuertes y encontrar esta fortaleza en el Espíritu Consolador.

Así con las palabras de Jesús entendemos como normal la serie de ataques y descalificaciones que sufre quien se entrega completamente al evangelio, pero lo que nos debe preocupar y cuestionar es si realmente estamos siendo fieles al Espíritu.

Nosotros, los cristianos no somos una organización social o meramente humana, que se rige por los estatutos y los estándares de aceptación.  La piedra de toque será la aceptación del Espíritu. Tendremos que abrir los corazones y dejarnos invadir por el Espíritu.

Con frecuencia queremos escudarnos en las seguridades de una estructura y quedamos anquilosados en tradiciones y costumbres que van perdiendo el verdadero sentido de seguidores de Jesús. El Concilio Vaticano II fue una fuerte llamada y una irrupción del Espíritu que sacudió desde sus cimientos a la Iglesia, pero posteriormente nos vamos otra vez acomodando y estableciendo.

Necesitamos pedir con fe y confianza ese Espíritu que venga a renovarnos y llenarnos de su impulso para ser fieles a Jesús a pesar de las críticas y las acusaciones. Si sufrimos por el Evangelio, tendremos la consolación del Espíritu que nos traerá la verdadera paz.

Sábado de la V Semana de Pascua

Juan 15, 18-21

Se ha hecho proverbial la sentencia del Señor cuando dice que «el siervo no puede ser superior a su señor».

Y si al Señor («que acaba de lavar los pies a sus discípulos») el mundo le ha odiado hasta llevarle a la cruz por «pasar haciendo el bien», a sus seguidores les sucederá lo mismo.

El mundo que vive tranquilo en su oscuridad, no puede soportar el escozor de la luz que proviene de Cristo-Jesús.

Por eso, cuando el ciego de nacimiento fue iluminado por la fe en Cristo, se le expulsó de la sinagoga porque confesó que Jesús era Hijo de Dios; y cuando los Apóstoles iluminados por la luz del Espíritu en Pentecostés, proclaman a voz en grito el mensaje de salvación, serán perseguidos porque se han salido de las normas del mundo y viven bajo la luz de Dios.

El odio existente en el mundo es la antítesis del amor expresado por el Evangelio de Jesús. El evangelio de hoy nos dice claramente lo que cada día estamos experimentando y ya lo estaba viviendo la comunidad cristiana del evangelista Juan: aquellos que vivan bajo la luz del evangelio sufrirán incomprensión y persecución de los que viven en la oscuridad de los criterios de este mundo.

El evangelio da un gran salto. Un trasvase transcendental, cultural… Pasa por vez primera de Asia a Europa. En el año 49 d.C. Pablo visita la antigua ciudad de Neápolis. Actualmente se llama Kavala. Es una populosa ciudad marinera, que recuerda a cualquiera de nuestras ciudades bañadas por la cultura y el agua del Mediterráneo.

Una pequeña iglesia ortodoxa conmemora el evento. El evangelio se abre paso, traspasa fronteras, naciones, tierra y mar, se hace universal porque el Espíritu Santo no deja de empujar a la Iglesia y porque hay también apóstoles valientes, que se atreven a dar el salto, es decir, que están atentos a escuchar la voz de los más pobres, que hoy como ayer siguen gritando al corazón: «Ven y ayúdanos».

Que no le pongamos puertas al campo de la evangelización. Nosotros somos los portadores de esa buena noticia.

Viernes de la V Semana de Pascua

Jn 15, 12-17

El amor cristiano tiene una característica muy particular: ha de ser semejante al de Cristo. Jesús en este evangelio no deja lugar a dudas de cómo ha de ser nuestro amor: «ámense… de la misma manera que yo los he amado».

Entre las notas que nos pudieran ayudar a entender y a vivir este tipo de amor, te propongo: El amor de Cristo fue un amor solidario. Dejó su trono del cielo para servirnos, para ser uno de nosotros. Renunció a su «dignidad» para ser uno más entre los humanos.

Fue un amor compasivo. Por ello no podía ver un enfermo, un hambriento, un atormentado sin que Él hiciera algo concreto por éste. No vino solo a darnos órdenes y sermones sino a aplicar su amor y caridad con los más necesitados.

Fue un amor total y envolvente. Para Jesús no había clases sociales, culturas, buenos o malos, justos o pecadores, romanos o judíos.

Los amó a todos, los envolvió a todos de manera total. Junto a Él nadie se sentía excluido.

Si verdaderamente queremos cumplir el mandamiento de Jesús nuestro amor ha de ser también: Solidario, Compasivo, Total y Envolvente.

Jueves de la V Semana de Pascua

Jn 15,9-11

Uno de los conceptos que tendríamos que cambiar en nuestra vida es el que los mandamientos que Dios nos ha dado limitan y coartan nuestra libertad.

En el pasaje que hemos leído hoy, escuchamos como Jesús dice: «Les he dicho esto para que mi alegría esté en ustedes y su alegría de plena». Es decir la alegría y la felicidad plena la podemos alcanzar solo si cumplimos los mandamientos.

Y es que los mandamientos nos previenen de las consecuencias que el pecado trae a nuestra vida, Y así por ejemplo, cuando Dios dice: «no robarás», lo que está buscando es evitar todos los daños que el robar trae para nosotros y para nuestro prójimo.

De tal manera que cuando le hacemos caso y obedecemos sus mandamientos, estamos construyendo nuestra felicidad y nuestra paz interior. De la misma manera que nuestros padres nos cuidan advirtiéndonos de los peligros (advertencias que en ocasiones se convierten en prohibiciones), y con ello nos muestran que nos aman, así Dios también, al habernos dado los Mandamientos, nos ha mostrado que nos ama.

Mostrémosle ahora que nosotros lo amamos, obedeciendo.

Miércoles de la V Semana de Pascua

Jn 15, l-8

En nuestro mundo tecnificado y autosuficiente, en donde los ordenadores y la ciencia moderna a veces nos hacen creer que somos autosuficiente, las palabras del evangelio de hoy nos recuerdan una de las verdades que jamás debemos de olvidar: «Sin Jesús no podemos hacer nada».

El Evangelio de hoy nos invita a permanecer unidos a Jesús, mientras que el mundo nos invita a un cambio frenético, a una carrera loca, nuevas y más fuertes emociones, Jesús nos invita a permanecer con Él en su amor, en su fidelidad.

Permanecer en Jesús no es quedarse indiferente ante las situaciones de injusticia o de dolor, sino todo lo contrario, es comprometerse en serio y con decisión en la lucha por un mundo mejor.

Permanecer no quiere decir inmovilidad, sino todo lo contrario, es un dinamismo que surge del interior y que no se queda en agitaciones externas, sino que es una fuente que mana desde lo más profundo del yo porque está animada por el Espíritu de Jesús.

Permanecer es estar cerca de Jesús y conocer sus pensamientos, sus opciones y sus criterios.

Muchas veces hemos equivocado el sentido de las palabras de Jesús y nos hemos escudado en ella para no asumir nuestras responsabilidades y quedarnos anquilosados en estructuras, en posturas e intransigencias. Nada más falso. Así como la vid se extiende con nuevos retoños y cada día tiene nuevos brotes, quién permanece unido a Jesús cada día tendrá nuevas ilusiones, nuevos planes y nuevas opciones para llevar vida, pero siempre unidos a Jesús, a la savia de Jesús que sostiene, que hace crecer y amina y nos lleva por caminos nuevos e insospechados.

Por eso debemos pedirle a Jesús que nos ayude a dar frutos. Nos atemoriza que los frutos que damos no sean los que Jesús espera, que nuestros frutos solo queden en apariencia, en follaje, o todavía peor, que se vuelvan frutos amargos, frutos de hipocresía, de orgullo, de injusticia y falsedad.

Pidámosle al Señor que nos conceda este día permanecer unidos a Él. Hay muchas cosas que nos invitan a separarnos y alejarnos de Él, principalmente nuestro egoísmo y nuestras propias inclinaciones, pero también las falsas promesas de felicidad de un mundo que me seduce con sus luces y que me invita a alejarme de Ti y a separarme de mis hermanos.

Señor Jesús concédenos permanecer unidos a Ti, junto a Ti, siempre contigo.

Martes de la V Semana de Pascua

Jn 14,27-31

El Señor, antes de irse, saluda a los suyos y les da el don de la paz, la paz del Señor: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo». No se trata de la paz universal, esa paz sin guerras que todos queremos que haya siempre, sino de la paz del corazón, la paz del alma, la paz que cada uno tiene dentro. Y el Señor la da, pero subraya: «no como la da el mundo». ¿Cómo da el mundo la paz y cómo la da el Señor? ¿Son paces distintas? Sí. El mundo te da “paz interior”, estamos hablando de la paz de tu vida, de ese vivir con el “corazón en paz”. Te da la paz interior como posesión tuya, como algo que es tuyo y te aísla de los demás, te mantiene en ti, es una adquisición tuya: ¡tengo paz! Y tú, sin darte cuenta, te encierras en esa paz, una paz para ti, para uno, para cada uno; es una paz solitaria, es una paz que te deja tranquilo, incluso feliz. Y en esa tranquilidad, en esa felicidad te amodorra un poco, te anestesia y te hace quedarte contigo mismo en una cierta tranquilidad. Es un poco egoísta: la paz para mí, encerrada en mí. Así la da el mundo. Es una paz costosa porque debes cambiar continuamente los “instrumentos de paz”: cuando te entusiasma una cosa, te da paz una cosa, luego se acaba y debes encontrar otra… Es costosa porque es provisional y estéril.

En cambio, la paz que da Jesús es otra cosa. Es una paz que te pone en movimiento: no te aísla, te pone en movimiento, te hacer ir a los demás, crea comunidad, crea comunicación. La del mundo es costosa, la de Jesús es gratuita, es gratis; es un don del Señor: la paz del Señor. Es fecunda, te lleva siempre adelante. Un ejemplo del Evangelio que a mí me hace pensar cómo es la paz del mundo, es aquel señor que tenía los graneros llenos y la cosecha de aquel año parecía ser buenísima y pensó: “Pues tendré que construir otros almacenes, otros graneros para poner esto y luego estaré tranquilo… Es mi tranquilidad, con eso puedo vivir tranquilo”. “Necio, dice Dios, esta noche morirás”. Es una paz inmanente, que no te abre la puerta al más allá. En cambio, la paz del Señor es abierta, adonde Él fue, está abierta al Cielo, está abierta al Paraíso. Es una paz fecunda que se abre y lleva también a otros contigo al Paraíso.

Creo que nos ayudará pensar un poco: ¿cuál es mi paz, dónde encuentro yo paz? ¿En las cosas, en el bienestar, en los viajes, en las posesiones, en tantas cosas, o encuentro la paz como don del Señor? ¿Debo pagar la paz o la recibo gratis del Señor? ¿Cómo es mi paz? ¿Cuándo me falta algo me enfado? Esa no es la paz del Señor. Esa es una de las pruebas. ¿Estoy tranquilo en mi paz, “me duermo”? No es del Señor. ¿Estoy en paz y quiero comunicarla a los demás y llevar algo adelante? ¡Esa es la paz del Señor! También en los momentos malos, difíciles, ¿permanece en mí esa paz? Es del Señor. Y la paz del Señor es fecunda también para mí porque está llena de esperanza, es decir, mira al Cielo. La paz, la que nos da Jesús, es una paz para ahora y para el futuro. Es comenzar a vivir el Cielo, con la fecundidad del Cielo. No es anestesia. La otra sí: tú te anestesias con las cosas del mundo y cuando la dosis de esa anestesia se acaba, te tomas otra y otra y otra… Esta es una paz definitiva, fecunda y contagiosa. No es narcisista, porque siempre mira al Señor. La otra mira a ti, es un poco narcisista.

Que el Señor nos dé esa paz llena de esperanza, que nos hace fecundos, nos hace comunicativos con los demás, que crea comunidad y que siempre mira a la definitiva paz del Paraíso.

Lunes de la V Semana de Pascua

Jn 14,21-26

El pasaje del Evangelio de hoy es la despedida de Jesús en la Última Cena. El Señor acaba con estos versículos: «Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho». Es la promesa del Espíritu Santo; el Espíritu Santo que habita en nosotros y que el Padre y el Hijo envían. “El Padre enviará en mi nombre”, dice Jesús, para acompañarnos en la vida. Y lo llamamos Paráclito. Ese es el oficio del Espíritu Santo. En griego, el Paráclito es el que sostiene, acompaña para no caer, te mantiene firme, está cerca de ti para apoyarte. Y el Señor nos ha prometido ese apoyo, que es Dios como Él: el Espíritu Santo.

¿Qué hace el Espíritu Santo en nosotros? Lo dice el Señor: «Os enseñará todo y os recordará todo lo que os he dicho». Enseñar y recordar. Ese es el oficio del Espíritu Santo. Enseñar: nos enseña el misterio de la fe, nos enseña a entrar en el misterio, a captar un poco más el misterio. Nos enseña la doctrina de Jesús y nos enseña cómo desarrollar nuestra fe sin equivocarnos, porque la doctrina crece, pero siempre en la misma dirección: crece en la comprensión. Y el Espíritu nos ayuda a crecer en la comprensión de la fe, a entenderla más, a penetrar lo que dice la fe. La fe no es estática; la doctrina no es estática: crece. Crece como crecen los árboles, siempre iguales, pero más grandes, con fruto, pero siempre igual, en la misma dirección. Y el Espíritu Santo evita que la doctrina se equivoque, evita que se frene, sin crecer en nosotros. Nos enseñará las cosas que Jesús nos enseñó, desarrollará en nosotros la comprensión de lo que Jesús nos enseñó, hará crecer en nosotros, hasta la madurez, la doctrina del Señor.

Y la otra cosa que dice Jesús que hace el Espíritu Santo es recordar: «Os recordará todo lo que os he dicho». El Espíritu Santo es como la memoria, nos despierta: “Acuérdate de esto, acuérdate de aquello”; nos mantiene despiertos, siempre atentos a las cosas del Señor, y nos hace recordar también nuestra vida: “Piensa en aquel momento, piensa cuando encontraste al Señor, o piensa cuando dejaste al Señor”. Una vez oí decir que una persona rezaba ante el Señor así: “Señor, yo soy el mismo que de niño, de chaval, tenía aquellos sueños. Luego fui por caminos equivocados. Ahora tú me has llamado. Pero soy el mismo”. Es la memoria del Espíritu Santo en tu vida: te lleva a la memoria de la salvación, a la memoria de lo que enseñó Jesús, y a la memoria de tu vida. Y esto me ha hecho pensar –lo que decía ese señor– en un bonito modo de rezar, mirando al Señor: “Soy el mismo. He caminado tanto, he errado mucho, pero soy el mismo y tú me amas”. La memoria del camino de la vida.

El Espíritu Santo nos guía en esa memoria; nos guía para discernir qué debo hacer ahora, cuál es la senda correcta y cuál la equivocada, incluso en las pequeñas decisiones. Si pedimos luz al Espíritu Santo, nos ayudará a discernir para tomar buenas decisiones, las pequeñas de cada día y las más grandes. Nos acompaña, nos sostiene en el discernimiento. El Espíritu nos enseñará todo: hace crecer la fe, nos introduce en el misterio… El Espíritu nos recordará todo: nos recuerda la fe, nos recuerda nuestra vida, y el Espíritu, en esa enseñanza, en ese recuerdo, nos enseña a discernir las decisiones que debamos tomar. A eso, los Evangelios le dan un nombre al Espíritu Santo: sí, Paráclito, porque te sostiene, y otro nombre más bonito: es el Don de Dios. El Espíritu es el Don de Dios. El Espíritu es precisamente Don. “No os dejaré solos, os enviaré un Paráclito que os sostendrá y os ayudará a ir adelante, a recordar, a discernir y a crecer”. El Don de Dios es el Espíritu Santo.

Que el Señor nos ayude a proteger este Don que Él nos dio en el Bautismo y que todos llevamos dentro.

San Matías, Apóstol

Jn 15, 9-17

“¿En qué se fijan primero los hombres para acercarse a una mujer?”, preguntó la conductora del programa a todo su auditorio. Las respuestas fueron llegando con las más diversas opiniones. Quién opina  que en los ojos, en el cuerpo, en el rostro, en las formas, etc. E igualmente se hizo la pregunta sobre qué llama más la atención a las mujeres para acercarse a un hombre…

Me quedé yo pensando ¿En qué se fija Jesús para amarnos? En el caso de Matías, el apóstol que hoy celebramos, podríamos aducir que se le han exigido ciertas condiciones para ocupar el puesto de apóstol: que sea testigo de la Resurrección, que haya acompañado desde el principio… pero todo se resuelve a suertes, como para indicar que la misión es un regalo. Y también tendremos que reconocer que ya para entonces Matías había sido llamado y escogido de muchas formas.

Hoy me detengo a pensar que Jesús nos ama por pura generosidad y nos lo dice claramente: “No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os ha elegido y os ha destinado para que vayáis y deis fruto”.  Jesús nos elige y nos ama, sin que haya ningún merecimiento de nuestra parte, y nos destina para que vayamos a dar fruto. La misión del Apóstol es como una prolongación de la misión de Jesús y debe tener las mismas dificultades y los mismos resultados.

Cuando parecía que la traición de Judas dejaría incompleto el número simbólico de los doce, es elegido un nuevo Apóstol. Las dificultades y los problemas no son suficientes para detener el camino de la palabra. Los discípulos no se encierran recelosos en su círculo, se abren a nuevos ministerios y a nuevas personas. Como nosotros también ahora deberíamos tener un espíritu abierto y participativo para asumir la misión de Jesús y hacer partícipes a todos los hermanos de esta misma tarea.

Ser amigo de Jesús es un privilegio, no nos vuelve en esclavos y no nos acorrala o limita, sino por el contrario: nos da a conocer todo lo que hay en su corazón, nos hace participar de su amor y nos concede su amistad.

Gracias Señor por escogerme como amigo, por aceptarme como soy y por continuar en tu amistad a pesar de mis limitaciones.

Viernes de la IV Semana de Pascua

Jn 14, 1-6

Este diálogo de Jesús con los discípulos tiene lugar en la mesa, durante la cena. Jesús está triste; todos lo están: Jesús dijo que sería traicionado por uno de ellos y todos notan que algo malo va a pasar. Jesús empieza a consolar a los suyos: porque uno de los oficios, “de las tareas” del Señor es consolar. El Señor consuela a sus discípulos, y aquí vemos el modo de consolar de Jesús. Nosotros tenemos muchos modos de consolar, desde los más auténticos y cercanos, a los más formales, como los mensajes  de pésame: “Profundamente apenado por…”. ¡No consuela a nadie, es una farsa, es el consuelo de la formalidad! Pero, ¿cómo consuela el Señor? Esto es importante saberlo, para que nosotros, cuando en la vida pasemos por momentos de tristeza, aprendamos a ver cuál es el auténtico consuelo del Señor.

Y en este pasaje del Evangelio vemos que el Señor consuela siempre con la cercanía, la verdad y la esperanza. Son los tres rasgos del consuelo del Señor. Cercanía, nunca distantes: ¡estoy aquí! Qué bonitas palabras: “Aquí estoy. Estoy aquí con vosotros”. Y muchas veces en silencio, pero sabemos que está: Él siempre está. Esa cercanía que es el estilo de Dios, también en la Encarnación: hacerse cercano a nosotros. El Señor consuela con cercanía. Y no usa palabras vacías, es más, prefiere el silencio. La fuerza de la cercanía, de la presencia. ¡Habla poco, pero está cerca!

Un segundo rasgo del modo de consolar de Jesús es la verdad: Jesús es verdadero. No dice cosas formales que son mentiras: “No, estate tranquilo, todo pasará, no sucederá nada, pasará, las cosas pasan…”. No. Dice la verdad. No esconde la verdad. Porque Él mismo en este pasaje dice: “Yo soy la verdad”. Y la verdad es: “Yo me voy”, o sea: “Moriré”. Estamos ante la muerte. Esa es la verdad. Y lo dice sencillamente e incluso con mansedumbre, sin herir: estamos ante la muerte. No esconde la verdad.

Y este es el tercer rasgo: Jesús consuela con esperanza. Sí, es un momento malo. Pero «no se turbe vuestro corazón. Confiad en mí». Os digo una cosa, dice Jesús: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas. Voy a prepararos un lugar». Él va delante a abrir las puertas de aquel lugar por las que todos pasaremos, así lo espero: «volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estéis también vosotros». El Señor vuelve cada vez que alguno de nosotros está en camino de irse de este mundo. “Vendré y os llevaré”: la esperanza. Vendrá, nos tomará de la mano y nos llevará. No dice: “No, no sufriréis: no pasa nada…”. No. Dice la verdad: “Estoy aquí, esa es la verdad: es un momento malo, de peligro, de muerte. Pero no se turbe vuestro corazón, estad en paz, esa paz que es la base de todo consuelo, porque yo vendré y, de la mano, os llevaré a donde yo esté”.

No es fácil dejarse consolar por el Señor. Muchas veces, en los momentos malos, nos enfadamos con el Señor y no le dejamos que venga y nos hable así, con esa dulzura, con esa cercanía, con esa mansedumbre, con esa verdad y con esa esperanza.

Pidamos la gracia de aprender a dejarnos consolar por el Señor. El consuelo del Señor es verdadero, no engaña. No es anestesia, no. Sino que es cercano, es verdadero y nos abre las puertas de la esperanza.

Jueves de la IV Semana de Pascua

Jn 13, 16-20

Cuando Pablo es invitado a hablar en la sinagoga de Antioquía para explicar esa nueva doctrina, es decir, para anunciar a Jesús, para proclamar a Jesús, empieza hablando de la historia de la salvación. Se levantó y dijo: «El Dios de este pueblo, Israel, eligió a nuestros padres y multiplicó al pueblo cuando vivían como forasteros en Egipto», y contó toda la historia de la salvación. Lo mismo hizo Esteban antes del martirio y también Pablo, en otra ocasión. Lo mismo hace el autor de la Carta a los Hebreos, cuando narra la historia de Abraham y de “todos nuestros padres”. Lo mismo hemos cantado nosotros hoy: «Cantaré eternamente las misericordias del Señor, anunciaré tu fidelidad por todas las edades». Hemos cantado la historia de David: «Encontré a David, mi siervo». Lo mismo hacen Mateo y Lucas: cuando comienzan a hablar de Jesús, parten de la genealogía de Jesús.

¿Qué hay detrás de Jesús? Hay una historia, una historia de gracia, una historia de elección, una historia de promesa. El Señor eligió a Abraham y caminó con su pueblo. Hay una historia de Dios con su pueblo. Y por eso, cuando a Pablo le piden que explique el porqué de la fe en Jesucristo, no comienza por Jesucristo: empieza por la historia. El cristianismo es una doctrina, sí, pero no solo. No son solo las cosas que creemos, sino una historia que lleva esa doctrina que es la promesa de Dios, la alianza de Dios: ser elegidos por Dios. El cristianismo no es solo una ética: sí, tiene principios morales, pero no se es cristiano solo con una visión ética. Es más. El cristianismo no es una élite de gente escogida en función de la verdad; es ese sentido elitista que luego se abre paso en la Iglesia, por ejemplo cuando se dice: “Yo soy de esa institución, yo pertenezco a este movimiento que es mejor que el tuyo o el otro”; eso es un sentido elitista. No, el cristianismo no es eso: el cristianismo es pertenencia a un pueblo, a un pueblo elegido por Dios gratuitamente. Si no tenemos conciencia de pertenecer a un pueblo seremos cristianos ideológicos, con una doctrina pequeñita de afirmación de la verdad, con una ética, con una moral –que está bien– o, considerándonos una élite: nos sentimos parte de un grupo escogido por Dios –los cristianos–, y los otros irán al infierno o, si se salvan, es por la misericordia de Dios, pero son los descartados. Si no tenemos conciencia de pertenecer a un pueblo, no somos verdaderos cristianos.

Por eso Pablo explica a Jesús desde el comienzo, a partir de la pertenencia a un pueblo. Muchas veces, muchas, caemos en esas parcialidades, sean dogmáticas, morales o elitistas. El sentido de élite es el que nos hace tanto daño y nos hace perder el sentido de pertenencia al santo pueblo fiel de Dios, que Dios eligió en Abraham y dio la gran promesa, Jesús, y lo hizo caminar con esperanza, e hizo alianza con él. Es tener la conciencia de pueblo.

Cuenta la historia, como lo hace Pablo aquí, transmitiendo la historia de nuestra salvación. Y en esa historia del pueblo de Dios, hasta llegar a Jesucristo, ha habido santos, pecadores y mucha gente común, buena, con virtudes y pecados, como todos. La famosa muchedumbre que seguía a Jesús tenía olfato de pertenencia a un pueblo. Uno que se llame cristiano y no tenga ese olfato no es un verdadero cristiano, porque se siente justificado sin el pueblo. Es un poco particular y se siente justificado sin el pueblo. Pertenencia a un pueblo, tener memoria del pueblo de Dios. Y eso lo enseña Pablo, Esteban, otra vez Pablo, los apóstoles… Y el consejo del autor de la Carta a los Hebreos: “Acordaos de vuestros ancestros”, es decir, de los que nos han precedido en este camino de salvación.

Si alguno me preguntase: ¿Cuál es la desviación más peligrosa de los cristianos hoy y siempre? ¿Cuál sería para usted la desviación más peligrosa de los cristianos?, yo diría sin dudar: la falta de memoria de pertenencia a un pueblo. Cuando eso falta vienen los dogmatismos, los moralismos, los eticismos, los movimientos elitistas. Falta el pueblo. Un pueblo siempre pecador, todos lo somos, pero que no se equivoca en general, que tiene el olfato de ser pueblo elegido, que camina tras una promesa y que ha hecho una alianza que él quizá no cumple, pero la conoce.

Pedir al Señor esa conciencia de pueblo, que la Virgen hermosamente cantó en su Magníficat, que Zacarías cantó tan bellamente en su Benedictus, cánticos que rezamos todos los días, por la mañana y por la tarde. Conciencia de pueblo: somos el santo pueblo fiel de Dios que, como dice el Concilio Vaticano I, y luego el II, en su totalidad tiene el olfato de la fe y es infalible en ese modo de creer.