LA NATIVIDAD DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA

Mt 1, 1-16. 18-23

Tres nacimientos celebra la Iglesia: la natividad de Juan el Bautista. Natividad de María. Natividad de Jesucristo. Juan señala, María entrega, Jesús revela y realiza el designio del Padre en favor de la humanidad. Por este motivo nos alegramos al recordar el nacimiento de la Virgen. Todas las celebraciones marianas que remiten al Misterio de la Redención, encuentra su razón de ser en la Maternidad virginal de María. Por eso festejamos su Concepción y su Nacimiento. Igualmente, como celebramos la Encarnación del Verbo y su Natividad.

Belén de Éfrata, pequeña entre las aldeas de Judá

Parece que la pequeñez, la debilidad, lo que no cuenta, adquiere protagonismo en los planes de Dios. No va a ser Jerusalén sino Belén la que se convierta en el lugar del que saldrá el jefe de Israel. María va a ensalzar a Dios porque ha mirado la humildad de su esclava. A través de lo pequeño, Dios realiza las obras grandes ordenadas a la regeneración del ser humano y de toda la creación. Jesús lo señalará en sus parábolas tratando del Reino: el grano de mostaza, un poco de levadura, la semilla sembrada en el campo. Toda la fuerza de Dios manifestada en la debilidad. De Juan el Bautista, al tiempo de su nacimiento, la gente se preguntaba: ¿qué va a ser este niño? De María, nadie se pregunta qué será esta niña, pero ella canta proféticamente: “desde ahora me felicitarán todas las generaciones porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí, su Nombre es Santo y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación.”  De Jesús dirán sus convecinos: ¿De dónde saca esta sabiduría y esos milagros? ¿No es el hijo del carpintero?

El profeta señala: “los entrega hasta el tiempo en que la madre dé a luz, y el resto de sus hermanos retornará a los hijos de Israel.” El acontecimiento de la maternidad divina de María enfoca el objetivo de la misión de Jesucristo: reunir a los hijos de Dios dispersos. Y a esta tarea son convocados todos los bautizados.

Termina este hermoso pasaje: “En pie, pastoreará con la fuerza del Señor, por el nombre glorioso del Señor, su Dios.” Bueno es recordar la figura del Buen Pastor de la que habla Jesús para reconocer en él cumplida esta profecía. Pues con la fuerza del Espíritu que descendió sobre él en el Jordán, se coloca al frente del pueblo de Dios para conducirlo a la plena posesión del Reino.

Ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo

Precede a este pasaje del Evangelio la genealogía de Jesucristo. El autor sagrado señala con ella a los ascendientes de Jesús. Desde Abrahán hasta José, el esposo de María de la cual nació Jesús, llamado Cristo.

Describe el evangelista la situación: “María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo.” La situación está enlazada con el final de la genealogía.  Si en la sucesión se prima la generación padre -hijo, al llegar a José, se hace referencia a María de la cual nace Jesús. El centro de atención pasa, del padre a la madre. Y eso tiene que ser resaltado explicando el modo de la generación humana del Verbo.

Nos encontramos ante la figura de un hombre justo: José. Le toca enfrentar una situación muy complicada. Humanamente hablando, la reacción de José, revela la lucha interior de alguien que sopesa el alcance de su determinación: denunciar a María por infidelidad o retirarse, quedando como una persona que no asume su responsabilidad. Por ser justo, es decir, un hombre bueno, determina hacer caer sobre si el juicio de sus vecinos. Protege a María, que en todo caso será vista y compadecida como abandonada. Una lección que ilumina el modo de proceder del bautizado. Ponerse en el lugar del otro.

No tengas reparo en llevarte a María, tu mujer

Dios nunca atropella al ser humano cuando desea contar con él para su plan de salvación.  Del mismo modo que Lucas nos presenta el diálogo de Gabriel con María, donde se pide el consentimiento para que la generación humana del Verbo tenga lugar, así ocurre con José, se le da una explicación y se le pide su colaboración: “José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo.”

Nos encontramos no solo con un hombre bueno, sino con un verdadero creyente. Un hombre que sabe escuchar, que atiende lo que se le dice y responde asumiendo la misión de acompañar el Hijo de Dios en su proceso de madurez humana y también en su comportamiento como creyente.

En un hogar creyente Jesús crece en estatura, sabiduría y gracia, ante Dios y los hombres. María y José son eso, creyentes a carta cabal. Puestos en las manos de Dios y confiando en El para llevar a feliz término la misión encomendada.

Celebrar la natividad de la Virgen María nos sitúa ante la figura de la Madre del Señor, para aprender a estar disponibles para acoger y aceptar lo que Dios tiene reservado a cada uno, asumiendo con todas las consecuencias, la colaboración con la obra de la salvación.

¿Qué significado tiene en nuestra vida la figura de María, la Madre del Señor y de la Iglesia?

Miércoles de la XXIII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 6, 20-26

San Lucas, en el Capítulo 6, nos presenta las Bienaventuranzas, en concreto son cuatro, que contrapone con otras cuatro malaventuranzas.

Llama la atención la primera donde proclama la alegría del pobre, porque los que no tienen nada, serán herederos del Reino de Dios. La pobreza está más extendida, y la invisibilidad social aún es mayor.

La primera bienaventuranza proclama que serán los herederos del Reino de Dios. La primera mirada del proyecto de Salvación propuesto por Dios por medio de Jesucristo es hacia ellos, los pobres.

El anuncio de la felicidad para los que lloran, de la saciedad para los que tienen hambre muestran también la irrupción del Reino de Dios, que con la presencia de Jesús de Nazaret se hace posible. Se llora cuando el corazón se encuentra quebrado por el dolor, aunque también se llora por la emoción que nos suscitan acontecimientos importantes que llenan nuestro corazón de alegría, o nos recuerdan lo que hemos amado. La bienaventuranza se centra en los que tienen el corazón quebrado por el dolor y el sufrimiento, los necesitados del consuelo de Dios. Un corazón quebrado, necesita de curación, de sanación, de una mano creadora llena de amor para que ese corazón vuelva a latir con amor esperanzado.

Las malaventuranzas, no es ningún deseo de que, a las personas ricas, alegres, y saciadas les suceda el mal. Se les proclama malaventurados porque ellos son protagonistas de su propia desdicha. Han preferido las riquezas, la hartura y la superficialidad alejándose de Dios. Ellos son los protagonistas y hacedores de su propia condena. Hay que hacer notar que no se condenan a todos los que tienen riquezas, fundamentalmente se mira a la persona, y a la manera en que su corazón se adhiere a lo material, haciendo de la riqueza el único fundamento de su vida, sólo miran a sus esfuerzos y a lo que pueden comprar. Esos son autores de su propia desdicha.

Nuestra oración se eleva hoy por los más desfavorecidos, por los faltos de ilusión, por los que no tienen para comer, por los que tienen el corazón quebrado por el sufrimiento y el dolor… para que Dios se haga presente en sus vidas y les procure una situación más digna de vida.

Martes de la XXIII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 6, 12-19

¿Qué haces tú cuándo tienes que tomar una decisión importante? Algunos toman las decisiones a la ligera y motivados muchas veces por las circunstancias y el estado de ánimo.

Jesús es consciente de que su Evangelio está llegando a las multitudes, pero que se necesita profundizar y enraizar, y para ello se requiere no solo la predicación multitudinaria, si no la enseñanza cercana y el envío específico. Y para preparar ese momento, Jesús pasa la noche en silencio, en la montaña y en oración.

La oposición llega desde Jerusalén, los escribas y fariseos han iniciado sus críticas y acusaciones y esto puede llevar al fracaso. Pero Jesús toma una decisión: Escoger a 12 y enviarlos, (que eso significa Apóstol), en lugar de Jesús y con sus poderes.

Después de esta importante preparación, san Lucas nos ofrece los nombres. Es curioso que el primer nombre sea Simón, pero con su nuevo nombre: Pedro, porque la misión requiere de un hombre fuerte que resista a los embates y ahí está Pedro. Sí, Pedro el espontáneo y atrevido, el que cae y se levanta, como señal de una iglesia que será pecadora pero que puede alcanzar la firmeza en Cristo.

Los demás nombres parecerían nombres ordinarios, sencillos y comunes, porque desde ahí se construye el Reino, no desde los sabios y entendidos. Sorprende el último nombre en la lista, Judas Iscariote.

San Lucas que escribe muchos años después de todos los acontecimientos, nos hace la aclaración que sería el traidor. Así entre los doce se encuentra una roca firme y un traidor.

Jesús a todos ama y a todos envía. Ahora algunos se empeñan en resaltar las deficiencias de la Iglesia, pero es que no hemos entendido que la grandeza no es de la Iglesia sino de Jesús, que la importancia radica en la vivencia del Evangelio y que el Evangelio siempre será presentado por hombres débiles y sencillos, capaces de errores y equivocaciones.

No podemos justificar las caídas, pero no por eso podemos dejar de seguir proclamando que el Evangelio de Jesús nos da vida plena.

Ahora todos los cristianos tenemos que ser los nuevos apóstoles, que tengamos la conciencia de poseer un mensaje nuevo y alegre que comunicar a los demás. Lo importante no es el mensajero sino el mensaje que ofrecemos. Es una misión que debemos cumplir reconociéndonos vasos frágiles, con medios bastante limitados, pero con una fuerza y una alegría que se desborda.

Hoy seríamos nosotros, todos, los nuevos apóstoles.

Lunes de la XXIII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 6, 6-11

Una de las actitudes que Jesús rechaza con más fuerza es la hipocresía. Es la actitud de la gente que quiere aparentar que son buenos y rectos, para luego manifestar lo contrario de lo que aparentan. Esta es la actitud de los escribas en este Evangelio. Jesús llama al hombre enfermo para hacer una obra buena en él. Los escribas quieren acusarle por curar en sábado, lo que estaba prohibido por la Ley de Moisés.

El texto evangélico refuerza la llamada a ser fermento de gracia con la curación de un hombre en sábado, en la sinagoga. “Voy a haceros una pregunta: ¿está permitido en sábado hacer el bien o hacer el mal?”. Y hace una pregunta aún más radical: “¿salvar una vida o dejarla perder?”. La confrontación con los fariseos y maestros de la ley es manifiesta. Dejemos que Jesús también nos mire, nos ilumine en las motivaciones e intereses que rigen nuestras decisiones y actuar de cada día. Dejemos resonar estas preguntas dentro de cada uno y que surja con sinceridad nuestra respuesta, quizás demasiado tibia y dudosa. El hombre del milagro no había pedido nada. Simplemente estaba allí, como habrá estado tantos sábados de su vida. Jesús hace este milagro en la sinagoga con el objetivo de que sea una enseñanza para todos. Allí, en el lugar donde se meditaba la Palabra, Él quiere que aparezca el cuestionamiento: la Palabra de Dios no fue dada para dejarnos paralizados, sino para traernos vida y salud.

Esta fue la razón por la cual Jesús siempre vivió en torno al amor y la compasión por sus prójimos. Además todo ser humano debe ser consciente de la necesidad de la gracia de Dios en su vida, pues es la única forma de liberarse de toda atadura, a la enfermedad o al pecado, y así la luz de la gracia resplandecerá en él y en todos los que le rodean. En suma, es la forma como cada persona se convierte en apóstol de la misericordia para los demás. ¡Jesús, en Ti confío!

Que en este día nos sigamos dejando interpelar por su mensaje, pues hoy, el Evangelio nos pone en camino, nos reta a hacer el bien, sin reparar en las dificultades o peligros que nos pueda acarrear.

¿Te sientes urgido por las palabras de Jesús? ¿Cómo te comprometes en tu servicio a los demás para que sean conscientes del amor y de la misericordia de Dios?

Sábado de la XXII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 6, 1-5

En este capítulo de Lucas Jesús adoctrina a sus discípulos en la voluntad de Dios. Si la Ley ha servido hasta ahora para una religiosidad del temor, llega el momento de entender que la nueva creación requiere también un nuevo entendimiento de lo que Dios quiere de nosotros. Este pequeño incidente de los apóstoles al atravesar un campo de trigo, donde recogen unas espigas y entresacan los granos para comerlos, sirve a un grupo de fariseos para criticar a Jesús. ¿Es que no te das cuenta de lo que hacen tus amigos en contra de las normas? ¿Es que no cuidas que se respete el sábado y la ley de Moisés? Resuena la acusación que al final condenó a Jesús: éste dice estar por encima de la ley de Dios. Y Jesús les replica incontestablemente: ¿No habéis leído lo que hizo David cuando él y sus hombres sintieron hambre? Tomó los panes sagrados del Templo y comió él y les dio a sus compañeros. Se saltó la norma sacerdotal en nombre de su autoridad regia.

Una transgresión muy superior a desgranar unas espigas. Pues ahora hay alguien superior a David, el Hijo del Hombre, que es Señor del sábado. Jesús deja claro el cambio de paradigmas que está sucediendo. Hay que cambiar la mentalidad ante la salvación y el posicionamiento de Dios con su Pueblo. Hay que superar la noción de alianza porque Dios ha cumplido su palabra. Nos ha enviado la salvación, la restauración del orden original. Somos creaturas amadas de Dios, se ha establecido una forma nueva de relación amorosa, somos hijos, y Dios es nuestro Padre. Ya no es el innombrable, sino a quien llamamos Padre. Ya no es el justiciero, sino el misericordioso que espera nuestra conversión. Ya no es el Dios lejano, escondido, que habla desde la nube, sino quien nos envía su espíritu para que conviva con nosotros. Es hora de anunciar y alegrarnos por esta gracia que Dios ha querido para nosotros: Jesús, el Amor, está por encima de la Ley. El amor nos ha salvado.

Dios nos envía a pregonar este mensaje con la palabra y el ejemplo: somos hijos de Dios y hermanos en la misma salvación.

Viernes de la XXII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 5, 33-39

Esta parábola llena de significado nos presenta por un lado el hecho de que el cristiano, una vez que ha decidido vivir de acuerdo al evangelio no puede ya tener los mismos patrones de vida, pues en muchas ocasiones estos serán incompatibles con el mensaje de Jesús.

La forma de enseñar de Jesús podría parecer desconcertante para sus seguidores, acostumbrados a sus maestros que citan la Ley y buscan el cumplimiento de todo. El modo de hablar de Jesús, que se dirige más al corazón, que utiliza el lenguaje de los sencillos, que retoma los dichos populares y les da nuevo significado va quedando metido en el corazón de los sencillos.

Escribas y fariseos desde el inicio de la predicación de Jesús buscan cuestionarlo y lo hacen con la ley en la mano, con las instituciones y tradiciones que guarda el pueblo celosamente.

La pregunta que nos describe San Lucas es muy especial porque las acusaciones son en torno a la oración y al ayuno. Si en algo se especializa San Lucas es en presentarnos a Jesús como el gran orante que buscan los momentos de silencio, intimidad y soledad para estar con Dios su Padre. Cada paso de Jesús, está precedido por un momento especial de oración. ¿Qué ha fallado entonces para que así lo acusen los escribas?

El ayuno y la oración son importantes para Jesús, pero no para esclavizar sino para dar vida, pero tienen que tener una interioridad y una espiritualidad importante.

Jesús retoma un dicho que quizás ya fuera popular, para sostener su enseñanza: “vino nuevo en odres nuevos”

El Reino de Dios solo puede entrar en un corazón nuevo dispuesto a obedecer a Dios desde lo profundo. Cuando hay una ausencia de Dios y el corazón está seco, no tiene sentido llenarse de ritos y oraciones para suplantar la soledad que sentimos.

La presencia de Jesús como el esposo, retoma una figura largamente querida en el Antiguo Testamento. Jesús es la personificación del amor conyugal que Dios Padre siente por su pueblo. Si verdaderamente se acoge esta palabra de amor dirigida al pueblo, el ayuno y la oración tendrán un sentido muy diferente.

No es la oración para llenar el vacío, es la oración que dialoga con el Amor que se hace presente en nuestro corazón. No es el ayuno para satisfacer el egoísmo y acallar la pasión, es la saciedad gozosa que produce el verdadero alimento que nos hace despreciar las migajas materialistas.

Cristo no está en contra de la oración o del ayuno, Cristo les da el verdadero significado a esa oración y a ese ayuno.

¿Cómo vivimos nosotros esa presencia de Dios en nuestras vidas? ¿Cómo brota la oración en nuestro corazón? Que sea por amor.

Jueves de la XXII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 5,1-11

El Evangelio de hoy tiene una enorme riqueza en cuanto a lo que Jesús va transmitiendo sobre quién es Él y sobre quiénes son los que le siguen. Aparece un personaje del que siempre aprendemos mucho, Pedro.

La gente se acerca a Jesús para “oír la palabra de Dios”, y él se sienta en la barca de Simón para enseñarles. Jesús es el mesías, el Hijo de Dios, sus palabras traen salvación. E implica a otros en su misión. Esos otros son pescadores, que experimentan la fatiga del trabajo y el fracaso. “Soy un pecador” dirá Pedro, abrumado por lo que va descubriendo de Jesús y lo que implica seguirle, que le supera. Ya lo decía Gregorio Magno, papa y doctor de la Iglesia, al hablar de sí como “siervo de los siervos de Dios”.

Hay en todo ello un referente, que aporta mucha luz, incluso cuando la misión nos abruma o parece algo imposible: “Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos recogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes”. La abundancia fue tal que aún los desconcertó más.  La autoridad de Pedro no está en su propio poder o eficacia, la misión que se les encomienda a los discípulos no depende de su destreza o capacidad. La misión y el seguimiento implican dejarse llevar por la Palabra de Jesús, y poner todo lo que eres a su servicio.

“No temas, desde ahora serás pescador de hombres”. Hay todo un proceso en el seguimiento hasta llegar a ese momento en que verdaderamente dejas todo. Y no es un momento único, es una exigencia siempre renovada de desprendimiento y libertad, de descubrirse “nada” y pecador, y de poner toda la confianza en el Señor.  Eso proceso supone caminar en la fe, descubrir que ese “maestro” que nos fascina con su Palabra, es el “Señor” que nos llama y envía.

Miércoles de la XXII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 4, 38-44

Mientras leo y medito el Evangelio de Lucas puedo decir como el endemoniado “Sé quién eres: el santo de Dios”. Un endemoniado es quien vive en contra de sí mismo y en contra de Dios. Se retuerce entre sus pensamientos de dolor y sufrimiento, renuncia a la bondad de Dios y teme por la aniquilación.

En el evangelio de hoy la gente se pregunta sobre los signos de Jesús, sobre su autoridad ante la curación del endemoniado, y en el ambiente había una pregunta latente: “¿qué tiene su palabra?”

Quizás, suene un poco pretensioso responder a esta pregunta, pero la única respuesta que encuentro es que el contenido de su palabra es Dios. Enteramente Dios. Su palabra tiene el dinamismo del creador, su palabra tiene el contenido de la misericordia. Su palabra tiene el poder de sanación. Su palabra tiene el contenido del amor y del perdón. Su palabra reintegra la dignidad a los hombres. Su palabra restituye la dignidad de la adúltera. Su palabra actúa como bálsamo ante el pecado de la traición.

Es curioso el encuentro de Jesús con Pedro una vez resucitado. Jesús pregunta reiteradas veces si le ama. Tan sólo esa pregunta, es una muestra para restituir un corazón apesadumbrado por la traición. Una pregunta que restituyera el amor.

La palabra de Jesús, tiene poder de recreación. Recrea cuanto se ha quebrado. Cuando es mayor el peso de la culpa que la gracia que nos viene de Dios, algo no va bien en nuestra fe. El perdón de Dios no puede dejarnos anclados en la culpa; al contrario, ha de restituir nuestra dignidad, y alzarnos en pie dando gracias a Dios por ello.

Martes de la XXII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 4, 31-37

El evangelio vuelve a recordarnos la admiración de las gentes de Cafarnaúm ante el milagro que han contemplado. Jesús está comenzando su ministerio público.

El evangelio de hoy incide en un aspecto fundamental de Jesús: su bondad. El milagro, expulsar un demonio, no debe llevarnos a la discusión de cuál podía ser la enfermedad-posesión de aquel hombre. Lo que nos importa es ver que Jesús, además de hablar del Reino, siempre tiene gestos de cercanía y misericordia con aquellos que sufren el mal en sus vidas.

Una vez más la sanación de ese hombre enfermo significa liberación; devolver la libertad a quien padece una limitación que le impide vivir como desearía. Y ahí está Jesús para volver a poner las cosas en su sitio. Aquí comienza la batalla de Jesús contra el mal.

¿Cómo reacciona la gente? Ante un prodigio como es esta curación, surge en su auditorio el asombro, la admiración. No es para menos. Contemplar la liberación de un hombre, es motivo de alegría para todos. A la alegría, se une la sorpresa, la admiración y el asombro.

¿Qué nos dice a nosotros hoy esta escena de Cafarnaúm? También hemos de admirar a este buen Jesús que enseña y cura. Que trae esperanza a cuantos vivimos envueltos en incertidumbres y desesperanzas. Pero hay un segundo motivo para nosotros y que hemos de sopesar. Somos seguidores suyos y nuestra labor no debe ser otra que continuar su misma labor. Nos corresponde hablar de Él, de su persona, de su divinidad, de sus milagros. También se espera de nosotros “curar” a los necesitados en sus múltiples formas.

Creer en Jesús es continuar su labor. Él habla hoy a través de sus seguidores. Cura por la acción de los que nos decimos sus fieles. Nada debe apartarnos de ese camino. Él nos acompaña y su gracia está con nosotros para apoyar nuestra debilidad. Confiemos en Él y transmitamos con entusiasmo nuestra fe, haciendo el bien como expresión de nuestra creencia.

Martirio de San Juan Bautista

Mc 6, 17-29

Una vez más, el hombre justo y santo, es condenado por un poder corrompido, dominado por los placeres y dado a la buena vida.

San Juan está afeando a Herodes su conducta, pues está conviviendo con la esposa de su hermano. Un caso claro de incesto adúltero que se perdona socialmente al poderoso, incluso se aplaude su adulterio, pero que condena a la lapidación inmisericorde a la mujer o al hombre sorprendido en adulterio, siempre que no sean lo suficientemente poderosos. Es lo más sencillo: mientras cambiar de vida y hacer lo correcto cuesta, matar al mensajero es sencillo, más “barato” que una conversión.

Juan sabe que contrariar al poderoso Herodes puede traerle problemas, pero no puede dejarlo de lado. Es necesario censurar el mal y buscar la conversión del pecador, y esto es lo que hace Juan, y lo que terminará causando su muerte.

Herodes respeta a Juan. Sabe que es un hombre justo y bueno, pero se deja dominar por los deseos de Herodías. La triste historia de una danza, puede que maravillosa, una promesa poco pensada y un juramento, dan lugar a la muerte de Juan.

Con alguna frecuencia asistimos en nuestros tiempos, también en nuestra Iglesia, a condenas de hombres, tal vez proféticos, que nos descubren nuestras contradicciones y a los que, en aras de una seguridad y fidelidad a la “tradición” son condenados al silencio, a la muerte religiosa. Grandes teólogos han sufrido la incomprensión de alguna poderosa autoridad o congregación, y han sido sometidos al silencio, incluso a excomunión. Las prisiones que sufrieron San Juan de la Cruz, los juicios a Santo Tomás de Aquino, a Fray Luis de León, Galileo y a tantos personajes a los que la historia ha terminado dando la razón, nos recuerdan que, por desgracia, muchas Herodías siguen interviniendo en la historia de la Iglesia y muchos Juanes siguen pereciendo. Reconocemos que son hombres y mujeres justos y santos, pero condenamos a la muerte sus ideas.