Martes de la XXXI Semana del Tiempo Ordinario

Lc 14, 15-24

La gratitud es una flor exótica que cada día resulta más difícil encontrar. Hoy Jesucristo nos presenta la parábola de los invitados que rechazan acudir a la boda.

¿Quién está en el camino?  ¿Dónde encontramos a los parados, a los malhechores, a los inválidos y ciegos?  Ciertamente quienes están en el camino no tienen las mejores recomendaciones y son vistos con desconfianza.  Por el contrario se trata de invitar con riguroso pase a quienes son importantes porque nos dan algún beneficio o simplemente nos conviene tener esa clase de relaciones.

La mesa del banquete está lista para todos estos personajes considerados honorables y justos, deseables, pero no se dignan participar en la mesa que ofrece el Señor.  ¿Por qué?  Jesús nos deja entrever que están muy ocupados y no en la construcción del Reino, sino en sus intereses muy personales, comprensibles y suficientes para una justificación razonable, pero no para abandonar la mesa del Reino. Ni bueyes, ni matrimonio son razones suficientes para dejar a un lado la mesa del Reino.

Cuando se sobreponen los intereses materiales a las propuestas del Reino, algo anda mal.  Claro que se podría con un terreno nuevo participar en la construcción del Reino, un bien puesto al servicio y disposición de la comunidad, sería muy útil, pero si el terreno nos aleja de los hermanos y pone barreras para compartir la mesa, algo anda mal.

No se diga de los bueyes, instrumentos indispensables para el trabajo del campo, pero cuando a causa de los instrumentos del trabajo, nos alejamos de aquellos que también los necesitan y no colaboramos al bien común, en lugar de construir, destruimos, les quitamos su verdadero sentido.

La familia, los nuevos esposos, no hay nada más digno y razonable que nos ayude a construir una sociedad digna, pero cuando la familia nos encierra, nos obstaculiza y nos pone barreras, no podemos decir que estamos construyendo comunidad.

Es muy común poner por encima de los bienes comunes y a veces hasta de la propia dignidad de las otras personas el bien de la familia o de un grupo que consideramos familia, y así se comenten injusticias, se crean monopolios, se rehúyen los compromisos de nuestra comunidad.  Pretextos no faltan.

Y la invitación de Jesús a compartir una mesa común sigue en pie.  Quizás los que no tienen nada que perder se animan a construirla, quizás los que tienen el corazón limpio sean los que más se entusiasmen. 

Al final los pobres son los verdaderos sujetos de salvación y de liberación integral.  Son los anunciadores creíbles del Evangelio.

Fieles Difuntos

Conmemoramos hoy a los fieles difuntos. Hoy es un día de recuerdo especial para nuestros familiares y amigos, que se han ido en el último viaje, son fechas que tienen un colorido especial: de añoranza y esperanza, de tristeza y alegría… Viajes a los pueblos de origen, visitas a los cementerios, adorno de las tumbas de los familiares, compra de flores, etc.

Son días de un recuerdo especial para los seres que nos han sido muy queridos y que han partido de entre nosotros. Ya no están en la casa, pero de alguna manera los queremos retener por medio de símbolos que expresan amor, como son las flores y la oración. Son las dos formas que mejor expresan nuestro cariño, como humanos, y nuestro deseo, como cristianos, de que vivan junto a Dios y sean felices para siempre.

Pero los cristianos, en este día, no nos podemos quedar sólo con el símbolo de las flores, por muy bonitas que sean. Los creyentes tenemos que dar un paso más y unirnos a nuestros seres queridos a través de la oración.

La muerte de nuestros seres queridos es una realidad que nos va sorprendiendo a lo largo de la vida: poco a poco vamos diciendo adiós, llenos de dolor, a quienes más hemos querido: padres, familiares, amigos… Y vivimos con la más grande de las certezas, aunque no queramos recordarla: cada uno de nosotros también dejaremos esta vida.

En estos días de noviembre, mucha gente visita los cementerios, lleva flores a las tumbas, recuerda a sus muertos con cariño y, si es creyente, reza por ellos. Tenemos conciencia de que nuestros familiares difuntos han ocupado un lugar importante en nuestra vida y muchas de las cosas que usamos aún están cargadas de su recuerdo y su presencia. Es que está todavía muy vivo el recuerdo y el cariño. Muchas cosas nos siguen vinculando a nuestros familiares difuntos. Para nosotros no están muertos del todo.

Pero, además, los cristianos sabemos por la fe que nuestros muertos viven en el Dios de la vida. Y por eso hacemos oración por ellos. En las tumbas de los cementerios queda lo que llamamos los “restos mortales”. Tendríamos que recordarle a mucha gente con poca fe que nuestros muertos no están en los cementerios, sino que allí están sólo sus restos mortales, seguramente restos cargados de significado para nosotros, pero sólo restos.

Además, por la fe estamos convencidos de que la muerte no es algo definitivo ni para siempre. No es dejar de existir para caer en la nada. La muerte es el paso a una nueva forma de vivir con el Señor. Sabemos que nuestros muertos están en las manos de Dios. Ése es su sitio y su premio, su fiesta y su descanso. Esto nos proporciona una gran confianza y aminora en los creyentes la amargura de la separación que produce la muerte.

Para los primeros cristianos la muerte era como entrar en un sueño del que nos despertaríamos en las manos de Dios. Cementerio significa “dormitorio”, sitio de descanso y de espera hasta “despertar” para la vida.

En las oraciones de la misa aún hablamos de nuestros difuntos como de los que “duermen ya el sueño de la paz” o de los que “durmieron con la esperanza de la resurrección” o de los que “se durmieron en el Señor”. Sabemos que al final de esta historia nuestra nos espera Dios, nuestro Padre, que prepara para nosotros una fiesta hermosa, un gran banquete, un paraíso o una casa grande donde todos tenemos sitio a su lado.

Jesús nos dice: “Que no tiemble vuestro corazón; creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias; si no fuera así; ¿os habría dicho que voy a prepararos sitio? Cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estéis también vosotros.”

Con estas palabras Jesús nos quiere decir que Él no se va a separar de nosotros para siempre.  Viviremos juntos, porque en la casa de Dios Padre hay sitio para todos.

Cuando Jesús hablaba de la otra vida siempre la comparaba con cosas hermosas.  Decía que era como una fiesta, como un banquete o como un paraíso.  Por eso, nosotros, pensamos que nuestra vida es como un caminar hacia la vida, hacia el descanso y la alegría con Dios.

Nosotros no debemos desesperarnos como los que no tiene fe, como los hombres sin esperanza. 

Por eso nos va bien, hoy, aquí, recordar a nuestros difuntos. Recordarlos, hacer que revivan en nuestro interior, volver a sentir lo que han significado para nosotros. Aunque sea doloroso, nos va bien mantener este recuerdo. No debemos olvidarlos, no debemos perder esa parte importante de nuestra vida que son nuestros familiares y amigos difuntos. Y también nos va bien convertir este recuerdo en oración.

Celebremos hoy que nuestros difuntos ya saborean el amor inmenso de Dios y a esta fiesta también estamos llamados nosotros a participar un día.

Sábado de la XXX Semana del Tiempo Ordinario

Lc 14, 1.7-11

La humildad es una ley del Reino de los Cielos, una virtud que Cristo predica a lo largo de todo el Evangelio. En este pasaje de San Lucas, Cristo nos invita a dejar de pensar en nosotros mismos para poder pensar en los demás.

¿Por qué? Los que se ensalzan a sí mismos sólo piensan en sus propios intereses y en que la gente se fije en ellos y hablen de ellos. Eso se llama egoísmo, un fruto del pecado capital de la soberbia. Y un alma soberbia nunca entrará en el Reino de Dios, porque el soberbio no puede unirse a Dios.

¿Cuál es la motivación que da Jesús para la vivencia de la humildad? El amor a los demás, al prójimo. La razón es que yo, al dejar de ocupar los primeros puestos, o ceder el querer ser el más importante, estoy dejando el lugar de importancia a mi hermano o hermana.

Se trata de un acto de caridad oculta, que sólo Dios ve y, ciertamente, será recompensado con creces. Esta es la actitud que Cristo nos invita a vivir hoy. A dejar a mis hermanos los mejores puestos por amor a ellos y a Dios.

Cristo mismo nos dio el ejemplo, cuando lavó los pies a los discípulos, siendo que los discípulos eran los que debían lavar los pies a Cristo.

Podemos vivir hoy la virtud de la humildad, dejando de pensar en nosotros mismos y dando nuestra preferencia al prójimo.

Viernes de la XXX Semana del Tiempo Ordinario

Lc 14, 1-6

Jesús en este Evangelio nos enseña con su ejemplo que hay algo más fuerte que el legalismo, y es precisamente el mandato de la caridad. Entre los judíos, el día sábado era un día del todo consagrado al Señor. No era lícito hacer actividad alguna. De ningún tipo. Hasta estaban indicados los pasos que se les permitía caminar. Los fariseos se gloriaban que cumplían la ley en toda su extensión. Y castigaban y denunciaban a las autoridades a todo aquel que violaba una de estas reglas más pequeñas. Eso no es malo. Incluso Cristo dice alguna vez a sus seguidores que hagan lo que los fariseos dicen. Sin embargo, es preferible la misericordia con los demás que el cumplimiento frío de un precepto.


Muchos se preguntan si deben hacer esto o aquello, porque ambas cosas están mandadas. ¿Debo estudiar en este tiempo o tengo que hacer lo que ahora me piden mis padres? ¿Cuál es mi obligación?

No es fácil discernir, porque muchas veces entran en juego nuestros sentimientos y a veces nos inclinamos por la opción equivocada. Para evitar esta situación, Cristo nos ha dejado un criterio muy claro: ante todo, la caridad.

Bajo esta luz todo queda iluminado. Ya no hay conflicto entre curar o descansar en sábado, porque el bien del hombre está por delante del precepto.

Jueves de la XXX Semana del Tiempo Ordinario

Lc 13, 31-35

Este pasaje está situado en la última subida de Cristo hacia Jerusalén. Sabe que va allí para morir de la manera más horrible. Sin embargo va decidido y declara que debe seguir adelante hoy, mañana y pasado porque no cabe que un profeta muera fuera de Jerusalén, es decir, tiene interés en llegar a tiempo a la cita que tiene con la muerte, en la que dará gloria a su padre y nos mostrará su amor. Ante esta premura no le importan los poderes políticos (Herodes que lo amenaza de muerte) ni sociales (los fariseos que le invitan a irse de sus dominios)

En otro pasaje del Evangelio se nos dirá que en este su último viaje «iba delante de los discípulos». No tiene miedo, sino premura. Sabe que la voluntad de Dios es, a fin de cuentas, lo único que nos cuenta en esta vida, y sabe que muchos cristianos a lo largo de la historias sabrán renunciar a muchas cosas, incluso a su vida misma, por cumplir fielmente la voluntad de Dios.

Jesús está loco, porque es el amor. Por eso todo amor que se precie ha de llevar una dosis de locura e incomprensión. Locura porque lo que se hace no tiene sentido desde el punto de vista humano, parece ir en contra de lo natural y de lo que es razonable. Incomprensión porque no sólo va a estar teñido de un color que las personas que no entiendan, sino que provocará sorpresa por lo desconocido que es y desatará todo tipo de opiniones desde las risas y tachaduras de tontos hasta las más incisivas y violentas. Jesús con su vida provoca, ha llegado la hora de preguntarse qué pasa con nuestra vida, que reacción provocamos en los demás, ojalá que la respuesta no sea indiferencia.

El Señor no se cansa de llamarnos a vivir en su amor. ¿No será ya tiempo de aceptar su invitación y entregarle totalmente nuestra vida

Santos Simón y Judas

Hoy celebramos a dos compañeros del Señor, miembros del círculo inmediato de los Doce y enviados por el Señor (esto es lo que quiere decir apóstol) a llevar a todo el mundo la Buena Nueva de la salvación.

A San Simón y San Judas Tadeo se les celebra la fiesta en un mismo día porque según una antigua tradición los dos iban siempre juntos predicando la Palabra de Dios por todas partes. Ambos fueron llamados por Jesús para formar parte del grupo de sus 12 preferidos o apóstoles. Ambos recibieron el Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego el día de Pentecostés y presenciaron los milagros de Jesús en Galilea y Judea y oyeron sus famosos sermones muchas veces; lo vieron ya resucitado y hablaron con Él después de su santa muerte y resurrección y presenciaron su gloriosa ascensión al cielo.

Con frecuencia nos hemos quedado con la idea de san Judas, solamente como un santo milagroso que resuelve todos los problemas y corremos el riesgo de no penetrar en lo realmente importante de su vida.

Igualmente les pasaba a los discípulos y a las multitudes que seguían a Jesús, querían milagros, resurrecciones, obras prodigiosas y descuidaban el mensaje esencial del Evangelio.

Hoy las lecturas nos invitan a reconocer la dignidad de los apóstoles y su gran misión en la transmisión del Evangelio.

San Pablo en su carta a los Efesios, insiste sobre la importancia de constituir una nueva familia, la gran familia de Dios, edificada sobre Jesús que es la piedra angular en el cimiento de los apóstoles.

Para san Pablo es importante que todos los pueblos reconozcan a Jesús como su Salvador y que se unan como una sola familia.  Nadie debe sentirse como extranjero o como advenedizo.  Esta misión la recibieron de un modo muy especial los apóstoles de Jesús.

San Lucas nos recuerda el camino que siguieron: hombres sencillos con una familia, con un trabajo, son llamados primero a convivir con Cristo, se les pide que primero sean discípulos, es decir que primero se conviertan en seguidores y conocedores de Jesús, que aceptan su vida y su doctrina, que comprenden su sueño de formar una sola familia, que experimentan en su propio corazón el amor que Jesús les tiene.

Después serán enviados a proclamar, a manifestar este amor, pero si no lo han vivido en su corazón, ¿Qué proclamarán?

En esta fiesta de san Judas y San Simón, también nosotros queremos convertirnos primeramente en discípulos que aceptamos en mensaje del Señor y espontáneamente cuando nuestro corazón este lleno de su amor, podremos también convertirnos en mensajeros que hablemos de lo que hay en lo profundo de nuestro corazón: el Evangelio.

Martes de la XXX Semana del Tiempo Ordinario

Lc 13, 18-21

Este pasaje nos llena de esperanza pues nos instruye sobre una realidad muy importante del Reino y es el hecho de que éste se realiza de manera, podríamos decir oculta, pero que con el tiempo llega a ser «como un gran árbol».

En muchos países se vive la fe en grandes dificultades porque los cristianos son minoría, y vistos con desprecio y hasta con burla.  En la “católica Europa” se ha desencadenado una actitud crítica y cuestionante ante todo lo que huela a jerarquía, autoritarismo y dogmas.

¿Cómo podemos ahora vivir nuestra fe? y ¿cómo podemos anunciarla, si parecería que debemos escondernos a vivirla en el silencio y en la oscuridad?

La respuesta la tenemos en la misma actitud de Cristo y en sus enseñanzas.  Muy a pesar de que los evangelios, con frecuencia se hable de multitudes, del éxito de los milagros, podemos intuir que aquella nueva doctrina que desenmascaraba las injusticias, que critica las leyes rígidas y las intransigencias, que ponía al descubierto las hipocresías, no tendría ni tantos seguidores, ni un camino tan lleno de éxitos y de tranquilidad.  Pero a Jesús lo que le importa es la vida interior aunque parezca insignificante y pequeña.

A Jesús lo que le preocupa es su mensaje de amor, aunque se vaya sembrado en lo pequeño, entre espinas y dificultades.  Lo ejemplos que utiliza brotan de la vida diaria, tan despreciada por los poderosos.  Pero ahí en lo pequeño, en la oscuridad de la semilla escondida, en la plantita que brota pequeña y débil, en la levadura que se pierde en toda la masa, encuentra Jesús la mejor comparación para describirnos su Reino.  No es de mucho ruido, pero sí de mucha profundidad; no es de alardes sino de servicio, que se pierda en medio de toda la masa, que requiere de una constante entrega de un día sí y otro también. El Reino de Jesús exige la donación para poder dar fruto.

A nosotros nos gustan más los éxitos rimbombantes y los platillos sonoros.  A Jesús le gusta el silencio, la entrega, la donación.

Se construye más colocado un granito más a la edificación que haciendo el ruido estrepitoso de la destrucción.  Y esto a los jóvenes los emociona y los reta y nos lo exigen.

No tengamos miedo de seguir el ejemplo de Jesús.  Construyamos siempre en el anonimato, en el servicio, siempre con Jesús.

Lunes de la XXX Semana del Tiempo Ordinario

Lc 13, 10-17

El pecado introdujo el mal en el mundo, pero no por eso hemos de culpar a la mujer del Evangelio de un pecado personal.  No sabemos la clase de enfermedad que la afligía ni mucho menos la causa: el hecho es que estaba encorvada.  Eso es lo único que el Evangelio nos dice: no podía enderezarse y erguirse en la postura característica del ser humano, que lo diferencia de los animales.

Jesús curó a la mujer en sábado, que es el día en que Dios descansó del trabajo de la creación. Aun cuando el jefe de la sinagoga puso objeciones, el día era el adecuado.  Dios había creado buenas las cosas, y Jesús mostró que había venido a curar las heridas que se había infringido a la creación.

Por medio del perdón de nuestros pecados, Jesús nos ha enderezado y nos ha comunicado la capacidad de erguirnos con un valor y dignidad personal.  Por eso Él espera con razón que vivamos de acuerdo con esa dignidad.  Esto es lo que san Pablo quiso decir, cuando escribió: “Vivan amando como Cristo, que nos amó y entregó por nosotros”. 

Vida de pecado contradice a vida de amor.  El pecado es no sólo una ofensa contra Dios, sino una cachetada a nuestra propia dignidad.  El pecado nos envilece y nos encorva.  Y en esa postura, nos convertimos en autistas, incapaces de levantar nuestros ojos hacia el cielo y hacia nuestros hermanos.

La mujer del Evangelio sufría una tremenda enfermedad, pero nosotros podemos quizá ser responsables de una enfermedad todavía peor, el pecado, que es el único mal, sea grande o pequeño. 

Oremos en esta misa y en todos los días de nuestra vida para que nos veamos libres del pecado y seamos capaces de mantenernos firmes ante Dios, conscientes de la dignidad que Él nos ha dado.

Sábado de la XXX Semana del Tiempo Ordinario

Lc 13, 1-9

El evangelio de hoy urge la conversión antes de que se agote la paciencia de Dios. La desgracia no es castigo de un Dios vengativo, sino ocasión y aviso para la conversión.

Igualmente la parábola de la higuera estéril que consigue un año de plazo para dar fruto antes de ser talada es una invitación a la conversión sin querer apurar la paciencia de Dios.

Conversión continua a Dios. Es obvio que la conversión es siempre del pecado, el cambio de nuestras actitudes, cuando no concuerdan con el mensaje de Jesús. Pero el pecado en abstracto no es palpable; lo que cuenta es el agente de pecado, es decir, la persona, nosotros.

Según esto, lo primero que debemos cambiar es nuestra manera de pensar y sentir, para asimilar los criterios de Jesús y su estilo de conducta, tal como lo expresó en todo el conjunto de su vida y doctrina. Así convertiremos el corazón al desprendimiento y la fraternidad, la paz y la concordia, la misericordia y el amor, la limpieza de corazón y la alegría, la generosidad y la esperanza.

Cambiar por dentro nos cuesta mucho porque estamos muy a gusto instalados en nuestra mezquindad y en la hojarasca inútil de nuestra higuera, frondosa quizá, pero estéril; con todas las soluciones en la mano, pero sin aplicar ninguna para renovarnos y mejorar el ambiente en que nos movemos. Pues no se trata de que cambien los demás; somos nosotros, cada uno, los llamados a reforma. Y no basta tranquilizarnos con la crítica y la denuncia de la culpabilidad ajena.

De un corazón convertido a los valores del reino de Dios y del evangelio brotarán lógicamente los frutos visibles de una conversión que toca la realidad de la vida. Y no olvidemos que una auténtica conversión es un proceso continuo; no es un dato instantáneo, puntual y de una vez por todas, sino que requiere un crecimiento ininterrumpido y ascendente. Para eso contamos con la ayuda del Señor.

Viernes de la XXIX Semana del Tiempo Ordinario

Lc 12, 54-59

El gran reto del Concilio Vaticano II fue abrirse a un mundo del cual la Iglesia estaba cada vez más lejana y que ya no correspondía a las necesidades sus estructuras y sus pensamientos.  Se exigió discernir los tiempos y nos abría a los gozos y esperanzas, las tristezas y las angustias de todos los hombres de nuestros tiempos, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren y nos pedía que fuera a la vez compartido por los discípulos de Jesús como propios, pues no hay nada verdaderamente humano que no encuentre eco en el corazón de Dios.

El discípulo es testigo y expositor de la fe en Cristo Jesús y debe dialogar con toda la familia humana en solidaridad, respeto y amor.

Han pasado 50 años y ahora en el Sínodo de los jóvenes se vuelven a escuchar no sólo las palabras del Concilio, sino las palabras mismas de Jesús: discernir.

¿Por qué no interpretan entonces los signos del tiempo presente?, nos dice Jesús.  Para dar respuesta a esta inquietante pregunta deberemos estar bien afianzados en nuestra fe, firmes en la verdad que nos ofrece Jesús, pero también con una capacidad de simpatía y empatía con el mundo en el que vivimos y no comportarnos como agresivos y distantes del ambiente que nos rodea.

El discípulo de Jesús siempre estará dispuesto al diálogo, sin temor a nada de lo que es humano, pues precisamente el Hijo del Hombre vino a hacerse uno de ellos para llevar a plenitud a todos los hombres y a todo hombre y de un modo especial en el mundo de los jóvenes.

Tenemos que abrirnos a los nuevos escenarios para llevar el evangelio.  No podemos ser testigos de Jesús viviendo sólo de tradiciones y oscuridades, sino tendremos que ser una comunidad que se deje interpelar cada día por la Palabra de Diosa, en escucha en silencio profundo y que se abre a los afanes diarios de todos los hombres.

Quizás uno de los más grandes testimonios que podemos ofrecer es el que nos propone hoy San Pablo: “un solo Cuerpo, un solo Señor; una sola fe, un solo bautismo” La unidad entre todos los miembros de la Iglesia, la unidad con todos los hombres y mujeres, sin guerras, sin discriminaciones, sin fundamentalismo, para vivir bajo el amor de un solo Padre que reina sobre todos y que actúa a través de todos.  Este será nuestro mejor testimonio, como ahora lo exigen los jóvenes.