Dan 13, 1-9. 15-17. 19-30. 33-62; Jn 8, 1-11
Susana, la esposa de Joaquín, fue acusada falsamente por dos ancianos de haber cometido adulterio. ¡Qué angustiosa debió haber sido la situación de Susana, inocente, al ver que era condenada a muerte, mientras que los ancianos, culpables, se iban libres! Todo parecía indicar que éstos iban a salirse con la suya, hasta que Daniel apareció. Enfrentados con Daniel y atrapados en su mentira, ellos se condenaron a sí mismos. De manera muy semejante, los fariseos, que deseaban acusar a Jesús de blasfemia y engaño, al quedar frente a Él, pusieron de manifiesto sus propias culpas por haberlo rechazado. Jesús acababa de decir que Él era la luz del mundo y fue su luz penetrante la que puso al descubierto la maldad de los fariseos.
Probablemente algunas veces nos hemos sentido tentados de disgustarnos por las personas que parecen «cometer impunemente un crimen». Quizá sentimos rencor hacia ellos o tal vez un poco de envidia. Porque nosotros trabajamos duro, nos esforzamos, mientras que otros, que ni siquiera toman en cuenta a Dios ni a los demás fuera de ellos mismos, prosperan y todo les sale como quieren. Podríamos pensar que, desde el punto de vista de la moral, estamos mejor que ellos; sin embargo, vemos que ellos están mucho mejor que nosotros en lo económico, lo financiero, lo social y en cualquier cosa de orden material. Lo que le llegue a suceder a esas personas, es un asunto exclusivo de Dios. Nosotros no debemos desearles ningún mal, puesto que, si en realidad son culpables de pecado, serán juzgados por Dios y recibirán su castigo, como sucedió con los dos viejos que acusaron a Susana.
Por lo pronto, lo que debe preocuparnos es nuestra posición delante de Dios, sin hacer comparaciones entre nosotros mismos y los demás. Esas comparaciones no sólo pueden conducirnos a una profunda decepción, sino que yerran el blanco. Somos lo que somos delante de Dios y no seremos juzgados en comparación con otros seres humanos como nosotros, sino a la luz de la santidad de Cristo.