Viernes de la I Semana de Cuaresma

Mt 5, 20-26

Conocí a un joven que decía que le agradaban las reflexiones cristianas que escuchaba por la radio pero que él se había retirado de todas las prácticas religiosas y prefería, en lugar de hacer ceremonias y culto, ir a ayudar a las familias pobres o incluso participar en eventos deportivos, porque muchas veces los que más iban a misa, eran los que vivían de una forma más injusta. Entiendo su justa reclamación, aunque quizás no sea la solución a sus dificultades.

Cristo vivía esa misma experiencia. Contemplaba a los escribas y fariseos que hacían muchos ritos religiosos, que exigían mucho y que se consideraban justificados por sus propias obras.

Jesús pide a sus discípulos ir mucho más allá. Si la ley pedía ojo por ojo y diente por diente, Jesús nos enseña que  el perdón y la reconciliación son la forma de detener la violencia. Si los maestros de la ley decían que no habría que matar, Jesús dice que no hay ni siquiera que ofender y más tarde nos dirá que hay que amar a los enemigos.

Los escribas enseñaban un Dios que tenía control sobre todo, que a todo ponía normas, que exige, impone y castiga. Y así actuaban “cuidándose de Dios”. Todavía vivimos mucho de esta moral: cuidarnos de no ofender a Dios. Pero Jesús va mucho más allá y nos enseña que debemos tener una justicia mucho mayor y la prueba es lo que él mismo ofrece: su vida por todos sin condiciones. 

Jesús nos enseña a superar el odio y la violencia, y que no hay nada más triste y doloroso que un corazón amargado por el odio y por los rencores.

La justicia de Jesús va mucho más allá de la de los fariseos y de nuestra propia justicia. Es una justicia que busca al pecador, que no quiere su muerte sino que se convierta y que viva, que es capaz de perdonar.

Hoy nos invita a que revisemos nuestro corazón y si estamos sujetos a normas justicieras, a venganzas individuales y a rencores… será mejor que nos acerquemos primero a Jesús y le pidamos que nos enseñe su justicia, que nos enseñe a perdonar y nos conceda la paz interior.​

Jueves de la I Semana de Cuaresma

Mt 7, 7-12

Al leer el pasaje de este día recuerdo experimentos que se han hecho con llamadas telefónicas. Primeramente a personas desconocidas se les habla amablemente y por lo general se recibe una respuesta amable; y cuando se les habla en forma agresiva, se obtiene por lo general también, una respuesta agresiva. Lo que damos eso recibimos.

Hay quienes reniegan de Dios y miran su vida como un castigo, y por su misma actitud van sembrando nuevas piedras para el camino. Hay quien agradece a Dios, aun en medio de la dificultad, y va obteniendo nuevas gracias para continuar su camino.

La primera lectura nos recuerda el pasaje de Ester que mientras su pueblo renegaba y desfallecía porque estaba a punto de ser exterminado, ella pone toda su confianza en el Señor: “Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, ¡Bendito seas! Protégeme, porque estoy sola y no tengo más defensor que tú, Señor, y voy a jugarme la vida”. Una oración que confía en la bondad del Señor y que al mismo tiempo compromete en la lucha por la salvación de su pueblo. Más que renegar y maldecir, se pone en manos del único que puede ayudarla.

Algo parecido dice Jesús a sus discípulos en el pasaje del evangelio: “El que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que toca, se le abre”. Con la misma tónica en que hacemos nuestra oración, encontraremos la respuesta. Si nos ponemos confiados en las manos de Dios, encontraremos paz en nuestro corazón. Si lo olvidamos nos sentiremos solos. Si somos agresivos, se torna a nosotros la agresión. Como quien escupe al cielo, se llena la cara con su propio salivazo.

Cristo nos dice que hagamos nuestra oración con mayor seguridad de la que puede tener un hijo en la respuesta de su padre, porque Dios Padre sólo dará cosas buenas a sus hijos.

Que este día, en medio de nuestras luchas y batallas, podamos encontrar también nosotros sólo en Dios nuestro refugio y nuestra protección. Juntamente con Ester digamos a nuestro Padre: “Ayúdame, Señor, pues estoy desamparado… Con tu poder líbranos de nuestros enemigos. Convierte nuestro llanto en alegría y haz que nuestros sufrimientos nos obtengan vida”.

Miércoles de la I Semana de Cuaresma

Lc 11,29-32

Dicen los médicos que el primer paso para que un enfermo pueda sanar es que el enfermo lo desee, y para reconocer su deseo se debe reconocer enfermo, de otra forma no aceptará ningún remedio, ni tomará ninguna medicina.  Esto ha sido cierto para todos, pero quizás los alcohólicos anónimos han sabido sacarle más provecho, ya que en su primer paso deben reconocerse impotentes frente al alcohol y derrotados por él.  Ahí inicia su liberación.

Los contemporáneos de Jesús, al menos muchos de ellos, como nos lo muestra hoy el pasaje evangélico, se acercan a Jesús pero llenos de sí mismo y no necesitados de doctor; piden señales pero no están dispuestos a aceptarlas.  Así no se puede establecer una relación verdadera con Jesús.  Por eso son las acusaciones fuertes de Jesús, recordándoles que Nínive, la ciudad despreciada por el profeta Jonás, de la que no se esperaba su conversión, a la que se le predicó más por presión que por convencimiento, reconoció su pecado, hizo penitencia y oración y se arrepintieron de su mala conducta.

Un profeta enviado a la fuerza, que duda de su propia misión y sin embargo obtiene contra sus propios deseos la conversión de toda la ciudad.  Y ahora aquí hay un profeta que ofrece el Reino de Dios pero poniendo de condición la conversión, que ofrece salvación, que se entrega voluntariamente para la vida de todos y es despreciado.

Todos vemos como tristemente el número de católicos disminuye, y si eso es grave, es mucho más grave que muchos se declaren sin religión, sin Dios, sin creencias.  Esto podría ser un reclamo a quienes de alguna forma representamos a la religión, pero también podría evidenciar una tendencia a ponernos a nosotros mismos como único centro y destino de todas las cosas.  No reconocernos necesitados de Dios.

Hoy dejemos nuestras protecciones y nuestras excusas y reconozcámonos necesitados de Dios.  Acerquémonos a su presencia que sana, y que da vida.  Oremos en silencio y escuchemos sus palabras de amor.  Hoy simplemente dejémonos amar por Dios; rompamos nuestro corazón de indiferencia y permitamos que nos hiera el amor de Jesús.

Martes de la I Semana de Cuaresma

Mt. 6, 7-15

Una mamá me comentaba con tristeza que había perdido toda comunicación con su hijo.  Se sentaban a la mesa y todo era un pesado silencio.  Respuestas de monosílabos, explicaciones cortas y evasivas.  Toda relación se había perdido.

Se preguntaba la mamá: ¿no sentirá que me duele en el corazón su silencio? ¿No sabrá cuanto lo amo?

Cristo nos habla de Dios, no como el ser lejano que merece toda nuestra honra, pero que no parecería familiar.  Cristo habla de Dios como el papá o la mamá que se acerca a sus hijos, que le gusta escucharlos, que le podemos contar todas nuestras pequeñeces, aunque a nosotros nos parezcan los más grandes problemas.

En estos días de cuaresma, la invitación es a hacer oración, no tanto a hacer oraciones llenando la cuaresma de prácticas piadosas, pero evitamos a hablar de lo que tenemos en el corazón.  Jesús pone el dedo en la llaga y nos ofrece el Padrenuestro como modelo de oración.  No se puede recitar de una manera individualista, como si Dios fuera sólo Padre mío o me lo apropiara para mis intereses.

El Padrenuestro se recita en comunidad, para sentir que es Padrenuestro, de todos, de los presentes y de los ausentes, de los lejanos y cercanos.

El egocentrismo ha entrado también en nuestra oración y pido a Dios conforme a mis caprichos individualistas y a veces hasta me disgusto porque no me concede mis peticiones.

Hoy, la oración del Padrenuestros nos propone un camino que está lejos de evadir los compromisos con la comunidad y que al contrario nos hace solidarios con todos los hombres.  Rompe la ambición egoísta de mi pan, para ponernos en la búsqueda del pan de todos.   Vas más allá de mis justificaciones individualistas y mis justificaciones personales, para invitarme a la reconciliación y al perdón en comunidad.

En silencio, lentamente, más con el corazón que con los labios, unidos a Jesús, recitemos hoy, una y otra vez el Padrenuestro y dejemos que el Señor cumpla en nosotros su voluntad.

Cátedra de San Pedro

En la fiesta de la cátedra de San Pedro, celebramos la fe en Cristo, el Hijo de Dios; La fe, que fundamenta nuestra vida, sostenida por la cadena de testigos que nos han precedido, y que nos une como familia, como Iglesia; la que surge a partir de una llamada personal del Señor a seguirle; recordamos en este día a aquellos primeros seguidores a los que Jesús llamó, acercándose a sus vidas en medio de sus tareas cotidianas como hoy continúa acercándose a las nuestras. Entre esos seguidores de la primera hora recordamos hoy a Simón, hermano de Andrés. Simón, este pescador rudo, impulsivo, contradictorio, en el que nos podemos sentir identificados muchos de nosotros. Dispuesto a todo por Cristo y que en el momento que las cosas se pusieron difíciles le traicionó y le abandonó; pero que fue capaz, al encontrarse con su mirada amorosa, de dejarse perdonar y lavar por Él, de aprender a colocarse detrás de Él y a permitir que Otro marcara el rumbo de su vida. En ese camino lento de maduración en la fe, desde la conciencia humilde de su debilidad pudo decir desde lo hondo del corazón al Señor “Tú lo sabes todo, tú sabes que te amo”y recibir de Él un nuevo nombre “Ahora yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia”

La imagen de la roca, de la “piedra” nos evoca aquello que es firme, estable y por lo tanto sobre lo que podemos apoyarnos porque es sólido y resistente. La imagen de “la piedra angular” de un edificio, añade a la idea de solidez, otra diferente: la de ser “base o fundamento de algo”.

Utilizando ambas imágenes hemos comparado la Iglesia como un edificio construido a partir de la piedra angular que es Cristo. Él es quien lo sostiene, a partir de quien se forma toda la estructura, quien lo da unidad, solidez.

En esta fiesta de hoy, agradezcamos la fe recibida y sintámonos Iglesia, unidos a tantos hombres y mujeres que han vivido y siguen viviendo la aventura de la fe.

Sábado después de Ceniza

Is 58, 9-14; Lc 5, 27-32

Supongamos que no te sientes bien y vas a ver al médico; tras un examen, dictamina que padeces una diabetes avanzada.  Te receta un dieta muy estricta.  Tendrás que dejar de comer tus condimentados platillos favoritos y no podrás beber lo que tanto te gusta.  Supongo que obedecerás al pie de la letra lo que el doctor te ha ordenado, porque sería una verdadera tontería pasar por alto el diagnóstico del médico y fingir que no estás enfermo.  Ni el mejor médico del mundo podría ayudarte, a no ser que estuvieras dispuesto a admitir que estás enfermo y que necesitas la atención médica.

En el evangelio de hoy, los escribas y fariseos se nos presentan como personas insensatas.  Ellos se creían muy buenos a su propios ojos, pero no lo eran a los ojos de Dios.  Cuando Jesús les dijo que «los sanos no necesitan del médico», hablaba con sentido irónico, porque quería decir precisamente lo contrario, ya que los fariseos y los escribas no tenían absolutamente nada de sanos.  Estaban gravemente enfermos, atacados por el mal del egoísmo y el orgullo.  Era necesario someterlos a una rigurosa dieta espiritual, como la que receta la primera lectura de hoy.  Era necesario que se abstuvieran de imponer sus propios gustos y criterios y de buscar su propio interés.  Pero ni siquiera Jesús podía curarlos, porque de ninguna manera querían admitir que estaban enfermos.

Jesús es nuestro médico espiritual.  Tiene la habilidad y los medios para curarnos del pecado, a condición de que sigamos sus consejos y obedezcamos sus mandamientos.  Ante todo, debemos ser suficientemente humildes y sinceros para aceptar su diagnóstico.  En la Misa de hoy, antes de la comunión, admitimos que estamos espiritualmente enfermos y que necesitamos su ayuda.  Le decimos: «Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme».  Esa humilde súplica es el primer paso en el camino de la completa recuperación de la enfermedad que nos produce el pecado.

Viernes después de Ceniza

Mt 9, 14-15

Nos extraña la reacción de Jesús que parece negar la validez del ayuno. ¿Realmente eso es lo que pretende? De ninguna manera. Si leemos el texto de Isaías que nos propone la liturgia de este día, tendremos una respuesta al sentido verdadero del ayuno.

Cuando se entiende el sentido del amor de Dios que con frecuencia se ha comparado al novio enamorado que se acerca y busca impaciente a la novia, entonces tiene un verdadero sentido el ayuno: preparación para ese encuentro, dolor por la ausencia del amado. Pero el amor de la novia no puede ser solamente espiritual, tiene que ser concreto, en obras. El amor a Dios se manifiesta en el amor al prójimo.

El reclamo que a través de Isaías hace a su pueblo es fortísimo porque se camina con el corazón dividido: por una parte se hacen ayunos y ofrendas, y por otra se destruye al hermano. Nos lo dice muy claro: “El ayuno que yo quiero de ti es éste: Que rompas las cadenas injustas y levantes los yugos opresores; que liberes a los oprimidos y rompas todos los yugos; que compartas tu pan con el hambriento y abras tu casa al pobre sin techo; que vistas al desnudo y no des tu espalda a tu propio hermano” Los viernes de cuaresma estamos invitados de una forma especial a una mortificación que nos ayude en la conversión y que manifieste nuestro arrepentimiento. La abstinencia y el ayuno ese sentido tienen.

Pero muchas veces hemos convertido los viernes de cuaresma en una ocasión para disfrutar de comidas diferentes pero más lujosas y exquisitas que de ordinario. Entonces estamos cayendo en la misma actitud que condena el profeta Isaías. Hacemos la apariencia de un culto, pero continuamos con nuestras injusticias. Pretendemos cumplir el precepto de no comer carne pero no ha significado ningún acercamiento ni ningún cambio en nuestra relación con el prójimo.

La abstinencia debería significar mortificación pero también una conversión concreta que se manifiesta en compartir lo poco o mucho que tenemos con nuestro hermano necesitado. Ah, pero primero quitar toda injusticia porque si comparto lo que he ganado injustamente solamente estoy acallando mi conciencia.

¿Qué actitudes concretas podemos hoy tener hacia nuestros hermanos que manifiesten un verdadero cambio?

Padre Dios, Padre Bueno, que al sentir tu misericordia, podamos asumir un verdadero cambio en nuestro corazón que se manifieste en nuestra relación con el hermano.

Jueves después de Ceniza

Lc 9, 22-25

Con la ceniza en la frente y con el recuerdo de las palabras: “Arrepiéntete y cree en Evangelio” nos acercamos hoy a Jesús que nos ofrece su propuesta de vida para poder realizar esta conversión y sostenernos en la fe que nos levante para una nueva vida. Le decimos que ya lo hemos intentado y que hemos fracasado. Estamos tentados de abandonar todo. Pero Jesús nos dirige sus palabras y descubrimos la forma en que Él está dando vida.

Sus primeras palabras son para recordarnos que Él está dispuesto a sufrir, ser rechazado, entregado a la muerte, pero después será resucitado. Y todo lo hace por nosotros, su amor no tiene condiciones y nos alienta a levantarnos y a seguirlo. Tomar la cruz es su propuesta. La cruz no significa una aceptación resignada de la injusticia en que viven nuestros pueblos.

La cruz no es adormecer las conciencias para que la situación de hambre, pobreza y miseria, siga igual. Tomar la cruz es seguir el mismo camino de Jesús: se hace solidario con la humanidad, toma sus dolores, sube hasta el Gólgota para después resucitar y dar vida. Por eso en su invitación por si alguno lo quiere acompañar debe negarse a sí mismo. Hemos insistido tanto en el valor de la persona que nos parecería contradictorio negarse a sí mismo. Pero se trata de una lucha frontal contra el individualismo.

No puede ser el hombre solitario la norma de toda la relación de la humanidad. La cruz de Jesús, con sus dos maderos, nos señala el camino. El madero vertical, dirigido al cielo, nos muestra nuestra vida dirigida a Dios. No puede erigirse el hombre como su propio Dios, tiene una relación muy especial con su Creador. El madero horizontal, nos habla del sentido comunitario, del sentido de fraternidad. No puede una persona realizarse plenamente, en solitario, siempre tendrá relación con sus hermanos.

Cuaresma es tomar la cruz, es recobrar el verdadero sentido de cada uno de nosotros y mirar cómo lo estamos viviendo. No puede depender el valor del hombre de su relación con los bienes que posee, porque se hace esclavo de ellos. Pierde su vida. Señor, que tomando nuestra cruz, le demos sentido a nuestra vida en el camino cuaresmal.

Miércoles de Ceniza

Con el rito litúrgico de la imposición de la ceniza sobre nuestras cabezas, en señal de penitencia, empezamos este tiempo de Cuaresma.  La Cuaresma es un camino que nos recuerda los 40 días que estuvo el Señor en el desierto.

Las tres lecturas que hemos proclamado hoy, nos hablan del programa de conversión que Dios quiere de nosotros en esta Cuaresma: convertíos y creed en el Evangelio; convertíos a mí de todo corazón, nos dice el Señor; misericordia, Señor, porque hemos pecado; dejaos reconciliar con Dios; Dios es compasivo y misericordioso.

Cada uno de nosotros necesita oír esta llamada que el Señor nos hace a la conversión, porque todos somos débiles y pecadores, y porque sin darnos cuenta vamos dejándonos vencer por la flojera, por el pecado y por los criterios de este mundo y nos vamos apartando poco a poco del camino de Dios.  La Cuaresma es todo un programa, un camino para que revisemos y renovemos nuestra manera de ser cristianos, para que lo seamos más auténticamente.

Hemos de saber aprovechar este tiempo especial para purificarnos, para dejar atrás lo que nos aparta de Dios y sobre todo para que dejemos el orgullo de creernos muy importantes y darnos cuenta que no somos nada.  “Acuérdate, hombre, de que eres polvo y en polvo te has de convertir”, por ello aprovechemos este tiempo para “convertirnos y creer en el Evangelio”.

La Cuaresma “es tiempo de Gracia”, para convertirnos, y la conversión es dejar el pecado, es cambiar de vida.  Sin este cambio de vida, no hay una verdadera conversión, no hay un verdadero arrepentimiento.  El Señor quiere que nuestra penitencia y reconciliación con Él sea auténtica y no sólo el rito de ponernos la ceniza por eso nos dice hoy el Señor: “Convertíos a mí de todo corazón.  Rasgad los corazones y convertíos al Señor, Dios nuestro, que es compasivo y misericordioso”.

Tres cosas nos pide Dios para esta Cuaresma, para que manifestemos nuestra verdadera conversión: Oración, limosna y ayuno.

Oración: Un árbol para crecer bien necesita echar buenas raíces.  Si sólo nos preocupamos por el conocimiento intelectual y por hacer muchas cosas, corremos el riesgo de llevar una vida superficial, sin dar ningún fruto.  Necesitamos darnos nuestro tiempo para la oración, para estar a solas con Dios.  Necesitamos participar más activa y frecuentemente en la Eucaristía; confesarnos, hacer oración personal y familiar.

Limosna, que es ante todo caridad, comprensión, amabilidad, perdón y por supuesto dar limosna a los necesitados.

Ayuno, que es renunciar a tantas cosas superfluas.  Ayunar también de alimentos para que nos demos cuenta lo que sienten 40 millones de personas que padecen hambre.  Para que entendamos mejor a los 1, 200 millones de seres humanos que sobreviven con menos de 1€ diarios.

Dentro de unos momentos haremos la bendición y la imposición de la ceniza.  La ceniza no es un talismán, no es un fetiche; la ceniza es ceniza y, como tal, es signo de muerte y tristeza.  Con este rito de la ceniza se nos invita al luto, a rasgar el corazón, a sentir dolor de corazón por nuestros pecados.  A que sintamos el sincero dolor de corazón de haber ofendido a Dios.

Si nuestro ayuno, nuestra oración y nuestra limosna no nacen de ese dolor no serán completamente auténticos y sinceros. 

Aprovechemos, pues, estas semanas para que la gracia de Dios se haga presente en nuestra vida, para que iniciemos un verdadero cambio de vida, confiando en la bondad y misericordia de Dios.

Martes de la VI Semana del Tiempo Ordinario

Mc 8, 14-21

¿Aún no entienden ni caen en la cuenta? Esa pregunta, hecha por Cristo a sus discípulos, refleja una situación muy humana: la dureza de mente y de corazón para aprender la forma en que Cristo se relaciona con nosotros.

Los discípulos para este momento ya habían vivido varios meses con Cristo, habían oído su palabra, habían visto milagros, habían comido del pan que había multiplicado en dos ocasiones y quizá en más. Sin embargo, aún no entendían a Cristo, no lo conocían. Nosotros que somos hijos de Dios, que rezamos todos los días, que nos llamamos cristianos, ¿conocemos a Dios? Sabemos que Él nos ama y que todo lo que tenemos y somos es a causa de Él, que de verdad nos quiere como hijos, pero a veces ante sus mandatos o invitaciones incómodas reclamamos y reprochamos su dureza. Él nos pregunta: ¿Aún no entienden?

Él permite todo para nuestro bien y nos guía con mandatos e invitaciones en ocasiones costosas no por querer fastidiarnos sino porque busca lo mejor para nosotros. Quizá aquello que nos quita o no nos otorga es para que no nos separemos de Él, el único gran tesoro, para que no tengamos obstáculos para amarle más, para evitarnos problemas que no vemos al presente. Cuando nos pide ese detalle de amor en el matrimonio que exige abnegación, cuando nos llama a ser más generosos con los necesitados, cuando nos reclama dominio sobre nuestros impulsos de enojo, coraje, orgullo o sensualidad, lo hace para ayudarnos a construir una vida más feliz y justa. Él es nuestro Padre que sabe lo que más nos conviene, no rechacemos sus cuidados amorosos por más que nos cuesten.